9. Lord Dagon
Sostuve la mirada en la nada en cuanto aquel relámpago inundo por leves segundos la oscuridad de la habitación, llenándo por consecuencia, mi biblioteca personal en aquella luz artificial que la lluvia daba para que observase mejor. ¿Y qué cosas contrae el cinismo? Juraba que los estantes me miraban con rencor pero cierto pavor por la elocuente mirada que reforzaba al pasar los minutos.
Silencioso cual como siempre había sido, fue mi respuesta ante aquel sonido relajante pero seguramente desesperante para otros. La lluvia no había parado desde el comienzo de la puesta del Sol y muy seguro estaba yo, que no pararía esa noche... por lo que sonreí con cierto descaro y deje que el tono rojizo de mis ojos brillara tras la intensidad de otro rayo de luz asomarse tras la abertura a cual vidrio evitaba que el agua empapase el castillo.
Tan rojos como la Luna de aquella noche o tal vez más brillantes y suculentos como aquel liquido que no había probado ya desde hacía décadas o un milenio atrás.
Realmente no lo recordaba, pero mi larga cabellera, ahora entrelazada en solo una coleta, se deslizaba con seriedad por mi hombro derecho. Algunos mechones caían en mi rostro y aquel semblante de locura reposaba a la par de aquel ejemplar a cual siempre traía en mano, por sobre el escritorio. Aquel pequeño diario que había escrito y que traía recuerdos amargos por el único motivo de su existencia.
El accidente con el cual me había topado, aquella asquerosa y rastrera mujer humana.
Y a como era de esperarse, mi rostro se arrugó al simple recuerdo de aquella criatura cortesana y mantenida, llegando extrañamente al extremo de que, mi característico rasgo de tranquilidad y cierta alegría por el clima, se transformara en un aspecto de cabreo intenso que hacían estallar un vaso de agua que había arrojado por mi estado de cólera y enfurecimiento... llegando con ello, a la patética excusa del que no soportaba aquellas frases de mentira y controlamiento que aun prevalecían en mis memorias y que me habían dominado sin realmente saberlo.
Respiré profundamente varias veces pero el sonido de la lluvia conquisto mayormente cada rincón del castillo blanco que hasta a estas alturas de la noche, parecía gris.
Controlé los movimientos de mi pecho y lentamente se coordino a como normalmente se movía. Inhale por última vez un poco de oxigeno, haciendo entonces un sonido pesimista...teniendo entonces la respuesta para omitir mi respiración y controlar así el comportamiento tan usual que siempre había tenido desde aquel odioso día.
Me levanté del pequeño escritorio y me encaminé a cortos pasos hacia aquella ventana que me enseñaba al oscuro cielo derribarse en gotas heladas y finas. Mis ojos aparentaron de nuevo su sentimiento normal pero oprimí mi mandíbula con fuerza. Sintiendo de nuevo aquel dolor que únicamente una persona que había vivido tantos años como yo, sentiría.
Y como si aquello lo incitara, pude deleitarme con el reflejo de mi rostro en el vidrio pulido, observando aquella fina facción de misterio que quería exhibir hacia cada uno de los empleados que trabajaba bajo mi tutela... aquella extraña pero encantadora obsesión que tenia para los castigos ilógicos y masoquistas.
—¿Mi lord?
Giré la cabeza al llamado y tras un par de llamados a la puerta, esta se abrió a una mitad de camino, mostrando entonces así a mi buen empleado que había tenido desde hacía ya varios kilómetros atrás de mi vida y que de cierta manera, era al único que soportaba ver sin querer estrangularlo.
—¿Gusta de otro vaso con agua?
—Esta bien —accedí con aquella corta palabra—. Y trae a alguna criada para que limpie esto —Dirigí mi mirada al desastre que yo mismo había hecho, sin importarme realmente mucho.
—¿Alguna mujer en especial?
Rodeé mis ojos oscuros y vinos hacia el presente. ¿Por qué era que tanto sabía de mi? Esbocé una sonrisa macabra y el, sin tener uno de los escalofríos que casi todos tenían, espero mi respuesta ansioso con la usual posición servicial que se tomaba a cuando aguardaba por alguna orden mía; con su mano derecha tras su espalda y su izquierda, muy por encima de su estomago.
—Tráeme a la pelinegra —Sonreí a cuanto escupía mis palabras con cierta malicia—. Tengo ciertos asuntos con ella.
—Sí, señor.
El del cabello oscuro y aquellos ojos tan fosforescentes voltearon su persona para darme la espalda. Me importó poco aquel hecho y tras escuchar la puerta cerrarse, me senté en mi escritorio de nuevo, escondiendo aquel estúpido libro que aunque era odiado... y que de cierta forma necesitaba.
Y como si aquello no fuera poco, eché mis gruesas y blancas manos hacia uno de los cajones mientras buscaba aquella pequeña cajita que en algunos días abría... y en otros olvidaba por completo.
Dorada como cualquier oro que había sido sacado en la edad media, con algunos adornos tallados por el más fino escultor que en sus tiempos, había sido amenazado por mi persona para que lo hiciera sin chistear. Sonreí al delicado recuerdo y con un rápido movimiento, se escucho como la tapa se abría con un sonido ensordecedor, mientras dentro ella, se apreciaban los pilares de cigarros perfectamente acomodados con sublime cuidado y un solo par de lugares reposando sin ningún acompañante que los ocupara.
Deslicé mis dedos con maestría y saqué uno sin desesperación.
Cerré de nuevo la caja y la acomode en su lugar anterior. Coloqué aquel puro importado entre mis labios sin el más mínimo cuidado y antes de cerrar la gaveta que había sido abierta con anterioridad, saqué aquel encendedor de plata que me acompañaba en mis momentos de solidaridad.
Fingí una sonrisa al reencuentro del fuego realizarse en cuanto mis dedos se habían deslizado tras la rueda y el botón para accionar un tanto de gas. La flama brillante y adorada por la oscuridad comenzó su trabajo al quemar el habano que de ninguna manera me haría daño, y tras aquel pequeño segundo, cerré la tapa con disgusto casi hasta aventándolo para abandonarlo de nuevo entre el cajón del escritorio.
Inhalé con profundidad y cerrando un tanto los ojos, dejé pasar aquel humo entre mis pulmones muertos y sin vida. Lo saboreé y el sonido inoportuno de la puerto me hizo regresar de nuevo mi vista hacia el frente.
Siquiera contesté y aquella mujer a quien había pedido llamar, ya limpiaba mi desorden.
Mi rostro se desvaneció en un sublime gesto de molestia, y parándome de mi escritorio y aún con el cigarrillo entre manos, me acerqué a aquel cuerpo sin ya vida propia.
Podía observar sus espasmos en sus manos mientras se oía el sonido del vidrio revolverse en el piso, podía oler el miedo entre el sudor de su frente, la cobardía de su lengua y ojos al momento en que dejaba de caminar justo enfrente de su cuerpo.
—¿Quién te ha dado permiso de que limpiaras? —manifesté con serenidad al momento en que miraba su reacción de pasmo y sobresalto en cuanto escuchaba el tono de mi voz siendo grave y nada amigable.
—Yo...
—No he dado consentimiento a que hables —Interrumpí con sorna, de la misma manera altanera y desinteresada que antes.
Sus labios cesaron sus movimientos hasta entonces y sus temblores se hicieron más notorios.
—Recuérdame ¿Por qué aún no te he asesinado?
Sus ojos se posaron en mi rostro tras mis palabras sin recelo. Predicho fue aquel movimiento, por lo que esbocé una de mis sonrisas siniestras pero sencillamente serias, que lanzaba a los que desobedecían y hacían temblar a muchos otros vampiros de la comunidad actual.
—¿Quién...? —Dirigí mi zapato de marca al rostro de la mujer de largo cabello pelinegro, lanzándolo de lleno contra el suelo—. ¿Quién te ha dado autorización de mirarme?
La mujer, que con sus labios besaban el piso, dejó salir un quejido de dolor por el fuerte golpe que le había obligado a darse.
—¿Quién te dio concesión a que entraras?
Sus ojos se llenaron de conmoción en cuanto mi mano llegó con brutalidad a su cabello para estirarlo hacia atrás.
Era reconfortable pisar la parte trasera de su cráneo mientras tensaba su cabello casi a la altura de mis hombros, pretendiendo extirpar aquella molesta melena negra que traía como objetivo desde que la había visto caminar tras la cocina o los pasillos.
El gimoteo de las lágrimas fue la respuesta al silencio y mientras cayeron con rapidez al suelo, el trazo de mi rostro hizo aparecer como magia aquella fila de dientes blancos con placer.
¿Qué por qué lo hacía? Simplemente por gusto. Me encantaba sentirme el propietario de cualquier persona u objeto que yacía viviendo tras mi techo, y más que la sangre, me complacía oír lamentos. Crear y escuchar el miedo. Ese era mi más grande hobbie. Hacer perder la cordura a otros.
¿Y por qué no? Torturar.
El cigarrillo que amenazaba con lazar su colilla al no ser entretenido por cinco largos minutos, ardió de cólera en cuanto su dueño daba una calada para juguetear con la presente que gritaba de congoja. Sonriente, miré el lado inferior del rubio brillar en un rojizo intenso, volviendo a incinerar con lentitud el tabaco que reposaba en el interior del papel que lo envolvía. Teniendo, entonces, la gran idea de escupir el humo tras el rostro de la mujer que aun se tendía por el suelo y mi pie incrustado en su cabeza de vampiresa.
El mero gesto recibido fue casi mi más grande alegría ese día. Humillación... necesitaba mas humillación.
—Dí que te gusta.
—Me... me gusta —murmuró para ella misma, llena de miedo y vergüenza.
Estiré su cabellera con cizaña y apreté con menos delicadeza mi calzado para unirla al suelo con mas precisión. Aquel grito disparado fue el canto que me incito a sonreír de nuevo como si me tratase de cualquier asesino que tomaba a su víctima antes de asesinarla, y como si aquello hubiera sido poco, el puro entre mis manos, tuvo el primer contacto con su piel blanca y pálida... haciéndola gemir de dolor.
—¡Me gusta! ¡Me gusta! —gritó desesperada mientras lloraba a cataratas, sin importarle que dañaba mis timpanos.
No me importó en lo absoluto las contestaciones que deseaba desde el comienzo y pisoteando su rostro con el suelo, dejé que el cigarrillo se apagara en su brazo sin importarme en lo más mínimo sus quejidos mas chillantes o inoportunos, puesto a que el conjunto de mi sonrisa grande y blanca que dejaba en claro el gusto que me daba ver su rostro de dolor y sufrimiento, me hacía sentir el poder que siempre habia proponido al tener entre la servidumbre, a algunos empleados que había hecho un mal trabajo hoy.
Terminé con la faena en cuanto el cigarrillo cayó a lo largo de mis pies y su cuerpo, ensangrentado de las constantes patadas que le daba para que se fundiera contra el pavimento del suelo, se detenía por el estado de shock. Su rostro, que por fin parecia bañado en lágrimas. me hacían hasta querer repetir la sadica sesión que me habia hecho reir a mares. Sus sollozos se confundieron al momento en que, malamente Bryant ya tocaba a la puerta. Troné mi cuello por disgusto y tiré con desagrado y brusquedad el resultado del castigo a mi derecha.
—Pasa —inquirí nuevamente en mi seria faceta—, que tengo algo de sed. —Miré con esto último a la mujer que intentaba levantarse del suelo.
—Mi señor —Entró sin importarle la criada—. ¿Gusta de algo más? —Dejó el vaso a un costado de mi escritorio.
—Haz que parta de la habitación.
El de los ojos violetas fosforescentes entendió el mensaje y girándose hacia atrás sin darme la espalda, miró a la mujer pelinegra que yacía en rodillas sujetándose su rostro con dolor.
—Marilyn, ¿lárgate, quieres?
Esta no se hizo del rogar, y sin mirar hacia atrás o despedirse, como debió de haber sido, cerró la puerta tras de si.
No me interesó mucho puesto a que le había hecho ya un castigo recientemente, pero le recalcaría aquel error en cuanto quisiera divertirme con algo o cuando quisiera probar alguna nueva forma de tortura. Mostré mi dentadura con delicia y troné mi cuello sin importarme mucho si Bryant se encontraba ahí a un lado, esperando en su posición de mayordomo para alguna otra orden.
—¿Necesita de algo más?
Me lo pensé por pocos segundos.
—No, no necesito nada por ahora... puedes marcharte.
Suspiré pero miré tras la ventana darse paso en el oscurecer. De alguna manera no me sentía satisfecho con la penitencia que había hecho exactamente hace poco. ¿Por qué sentía que le faltaba algo? Bufé de nuevo sin importarme si el mayordomo me miraba o no, y accedí a abrir el itinerario de la semana.
—Disculpe —Bryant habló de nuevo—. ¿No se preocupa por ella?
—¿De quién hablas? —El silencio optó por responderme. Bryant me miraba impaciente por mi respuesta—. ¡Ah! ¿Hablabas de la humana? —Volví a mis quehaceres sin mucha importancia—. ¿Cuánto tiempo lleva de paseo?
—Una semana, my lord.
Dejé la pluma que había tomado para anotar una cita que debía de atender en tres días y volteé a ver al pelinegro de piel pálida con cierta seriedad en mi rostro.
—¿Y aún no ha regresado?
—No señor...
Esbocé una sonrisa desinteresada.
—Déjala, esa cosa sabrá si vuelve o no.
—¿Creé que esta si pase la prueba?
—Ninguna lo ha hecho antes.
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