Fight

"Do not go gentle into that good night,

Old age should burn and rave at close of day;

Rage, rage against the dying of the light."

—Dylan Thomas.

El primer indicio de lo que se transformaría en mi vida durante los siguientes meses lo obtuve en la recepción de nuestro matrimonio; la ceremonia fue linda, rápida, elegante y tremendamente costosa porque casar al heredero de los Pedemonte y di Angelo con una Amatora no pasaba todos los días. Estaba vestida de blanco, por supuesto, porque ciertas costumbres nunca se perdían; el vestido era... fue, probablemente la parte más conmemorable de todo el asunto. Era un vestido con corte de columna, con cola por supuesto, intrincados encajes en toda la tela blanca como la nieve, y sin mangas por dos razones; primero, era verano, hacía calor, y segundo, porque aparentemente mi madre había decidido que tenía lindos hombros y debía aprovechar para mostrarlos.

¿Cómo nunca me di cuenta del error en toda esa crianza?

En fin, vestida de punta en blanco, no sabía que esperar. Pero nada de lo que me iba a pasar estaba en mi lista de expectativas; había sido criada para casarme, para ser una mujer que pudiese darle compañía y fortaleza a mi esposo, pero también para tener un cerebro. Sabía de táctica y de análisis, de cultura general.

Eso no quitaba el hecho, no obstante, de que nací en una familia machista, retrógrada, donde todo lo que aprendí y que creí durante años quedaría grabado en mi memoria para siempre.

Hasta ese día, para mi todo lo que mis padres decían tenía perfecto sentido; por eso no me lo cuestioné cuando no me dijeron nada en absoluto, ni siquiera considerando que tenía dieciocho apenas y estaba a punto de casarme con un hombre que nunca había visto en mi vida, porque había un acuerdo entre familias.

La famiglia prima di tutto.

Era ingenua entonces, y al caminar por el altar, del brazo de mi padre, había una sonrisa cándida en mi rostro, transmitiendo una tranquilidad perfectamente fingida; es decir, no estaba asustada ni triste de casarme, lo había aceptado con toda la normalidad del mundo y sentía cierto entusiasmo por la idea, pero los nervios abundaban aunque no se me viera en la cara.

Y ahí estaba, el hombre que sería mi esposo hasta la muerte.

Lorenzo Pedemonte.

El culpable de todo aquello que poseo que se ha roto más allá de lo reparable.

Tenía un rostro atractivo, viril, de mandíbula cuadrada y nariz recta, ojos azules y un cabello arenoso que parecía hecho del suelo de la playa; no tenía un semblante cálido, pero tampoco parecía intimidante. Solo... indiferente.

Podía trabajar con eso, definitivamente.

¿Se dan cuenta de cómo pensaba? ¿Trabajar? Me iba a casar. Iba a entregarle gran parte de mi vida a una persona que no conocía, por una estúpida obligación de género y de nacimiento porque mi hermano no se tenía que casar porque era hombre, y me lo estaba tomando como si fuese normal.

Era lo único que conocía. Pero no estaba conforme, definitivamente no, y mantenía silencio por la misma razón de porqué estaba casándome para comenzar.

Pero sería la última vez que me quedaría callada.

Luego de firmar los papeles y todo lo demás, se llevó a cabo la recepción, otra tradición que aparentemente nuestras familias llevaban desde la época de los humanos en la Tierra; estábamos sentados en una mesa redonda de mantel blanco, bajo los parrones de uvas que adornaban la lujosa terraza del salón. Tenía a Lorenzo a mi lado, y no habíamos intercambiado palabras más allá de un cortés "¿Quieres vino?" de parte de él y nada más. En la mesa estaban los padres de mi nuevo y desgraciado marido, y algunos hombres desconocidos para mi pero que deduje eran socios de los Pedemonte o algo por el estilo. Habían risas entre las conversaciones, aunque ahora que pienso hacia atrás eran todas indudablemente fingidas para los oídos de la pareja del poder que acabábamos de formar al unir dos mafias de ese modo; la madre de Lorenzo no hablaba, y los hombres no nos habían dirigido la palabra ni a ella ni a mi en toda la tarde.

Hasta que vi mi oportunidad para hablar. A veces había que tomar la iniciativa, y eso siempre lo tuve claro.

—Bueno ¿irán a vivir a la casa de verano de tu familia, Lorenzo?— indagó uno de los hombres, fornido, con una barba oscura como el carbón que no sé como podía soportar para comer.

Abriendo la boca, me dispuse a responder, captando un movimiento por el rabillo de mi ojo que indicaba que la atención de mi esposo estaba sobre mi ahora. Pero antes de que las palabras pudiesen salir, sentí algo bajo la mesa, un leve dolor en mi pantorrilla que me hizo pegar un respingo y callar de sorpresa.

Lorenzo me pateó la pierna.

Pestañeando, extrañada, no dije nada.

Asumí que había sido un accidente. Que quizás su intención era protegerme, después de todo en las mafias se trataba con gente peligrosa; que no quiso causarme dolor, que aplicó más fuerza de la deseada.

Pero estaba equivocada.

Y esa fue la primera y última vez que guardé silencio.

Quizás... quizás debería haber guardado silencio.

Me arrepentía en ese momento de haberle contestado a Lorenzo, de haberle gritado y haber continuado defendiéndome como pude incluso al ver que en lugar de detenerse o de cansarse, solo lo azuzaba más; era bastante lógico por supuesto, que una persona así de loca y violenta solo tuviese más y más hambre de descargarse. 

¿Y cómo no arrepentirme?

La habitación me pareció agradable en un principio, linda incluso; con suaves cortinas blancas, paredes color crema, delicadas luces cálidas y la amplia cama justo en el centro del muro de atrás.

Pero ahora solo me daban ganas de salir de ahí; nunca había visto un salón tan oscuro, ni siquiera el sótano de la hacienda de mi familia me inspiraba tanta desolación. Psst, mi familia, seguro; me habían cortado el teléfono cuando pedí ayuda, ni una palabra de apoyo me dieron más allá de "son cosas que pasan en la Mafia", y eso había culminado en mi situación actual.

Me di vuelta en la cama por cuarta vez en los últimos dos minutos, escuchando la cadena que tenía en el tobillo resonar, como un cruel recuerdo de que estaba encerrada; absolutamente encerrada. Hace días que no sentía el sol en mi piel, porque lo más cercano era pararme junto a la ventana pero ni eso me ayudaba a fingir que era libre. Que tenía algún mínimo control sobre mi vida o lo que me pasaba. Por lo menos había tenido cuarenta y ocho horas de paz porque Lorenzo no estaba, pero eso terminaría cuando el cielo se oscureciera, igual que siempre durante los últimos siete meses; y resumiría lo mismo de antes, los cigarrillos calientes, las miradas de odio desenfrenado, el tenerlo a mi lado y tan al alcance de mis manos pero sin tener nada para matarlo.

Tenía que salir de ahí o me volvería loca, o acabaría ahorcándome con mis propias cadenas; yo no había hecho nada para merecerme todo eso. El abuso, la violencia, todo lo que me llegaba solo por abrir la boca. Estar encerrada en un lugar donde todo olía a mi propia sangre aunque la habitación estuviese limpia desde hace días, solo por querer terminar con un matrimonio que nunca debí aceptar. Prevenir la infección en todas las demás heridas había sido relativamente fácil y manejable, y todo sanaba lento, doloroso, pero sanaba; excepto la llaga que crecía en mi tobillo por el roce contra la cadena, emanando un olor a muerte que debía ser una advertencia para lo que de seguro pasaría si no salía de ahí.

Me quedaban tantas cosas por hacer. Quería ir al conservatorio, estudiar música. Poder salir a caminar, poder hablar sin recibir un golpe. Algo tan simple como eso.

Y lo lograría. No había forma de que saliera de esa habitación por mi propia cuenta, Lorenzo tendría que desearlo; y en ese momento de desesperación, llorando contra las almohadas que habían visto mi sangre y escuchado mis gritos, solo se me ocurría una forma de conseguirlo.

Levantándome con ayuda de mis brazos, porque no comer no le hacía bien a nadie pero no podía comer nada sin vomitar antes, por la angustia que presionaba a mi organismo a los límites más impensables, caminé o más bien renqueé débil hasta el baño.

Y mi propia destrucción, incluso sin moretones en la cara, me golpeó como un balde de agua fría.

¿Cuándo había sido la última vez qué mi piel había estado libre de esas cicatrices?

¿Siempre tuve esas quemaduras?

¿Mi espalda siempre había estado tan deteriorada y fea?

En ese lugar no existía el tiempo. Un minuto era lo mismo que una hora, que era lo mismo que un día, que era lo mismo que una semana; y ya no recordaba como había sido mi vida antes de eso. Antes de temblar a las seis de la tarde porque a las ocho llegaba el mostro, antes de estar privada de luz, de aire, de libertad. Antes de sentir ardores y dolores en tantas partes del cuerpo, que tu hombro era lo mismo que tus dedos que eran lo mismo que tu nariz.

Antes de gritar con tanta ira y con tanta agonía que tus cuerdas vocales parecían no tener límite.

En ese momento sentí más tristeza que nunca, y la forma en la que mi reflejo se distorsionó, lo comprobó; apoyada en el lujoso lavamanos de mármol, dejé que las lágrimas me corrieran por el rostro, que mi nariz quebrada se arrugara en una mueca de tristeza y desesperanza que era tan dolorosa en sí que las quejas de mis huesos eran un chiste.

Dejé que el retrato de una mujer que no se iba a quedar callada, ni frente a un mafioso ni frente a nadie, me penetrara por completo; una imagen que nunca olvidaría y que no iba a cambiar como muchos me habrían sugerido. Porque no iba a callarme. Porque las mujeres debían ser vistas y oídas, y me importaba una mierda lo que pensaran los mafiosos o los Pedemonte o quién fuese. Porque la sugerencia de que me callara era la forma fácil de detener al desgraciado que venía en camino; pero yo quería la forma definitiva. 

Y porque aunque me golpeara y me hiciera pedazos, no me iba a silenciar.

Incluso si me mataba, y nadie se acordaba nunca de mi, los sirvientes de esa casa del cazzo me recordarían; lo veía en sus ojos cuando entraban a limpiar el desastre de la noche anterior, cuando me miraban de soslayo pero ni una palabra decían, quitando mi sangre del suelo, de las paredes, de la cama, del baño y de su lista de problemas.

Pero nunca la sacarían de sus memorias.

Entonces noté que sin importar si yo era mujer u hombre, estaba peleando por algo mucho más simple que una causa o una ideología que había dejado que las mafias se escaparan; yo estaba peleando por mi vida como persona, no como fémina.

—Además de una gran boca parece que tienes un deseo de muerte.

La sangre me nublaba la visión mientras apoyaba mis manos en el suelo, haciendo un esfuerzo por levantarme de la posa que comenzaba a formarse donde mi rostro había tocado la madera; me caía sobre los ojos, y sentía uno palpitar a medida que la inflamación lo consumía, inflando mi ceja y mi pómulo para proteger el pequeño órgano abierto que se encontraba en peligro de ser destrozado.

—Pero claro, quién no lo tendría con alguien como tú de esposo— gruñí, poniéndome de pie aunque todo mi cuerpo se quejara, aunque me dolía apoyar mi peso en cualquier lado, porque mis piernas ya no soportaban más patadas y mi cabeza me estaba traicionando.

Llevábamos diez minutos en ese juego de tira y afloja, de silencio y grito, de ira y de dolor.

—¡Hai colpito come un frocio!— rugí, un insulto de principiante que a nadie podía ofender pero que por alguna razón le hervía la sangre a la bestia, lo que comprobé cuando no alcancé a alzarme y me había llegado un puntapié tan fuerte en el abdomen que salté como una muñeca de trapo, cayendo de espaldas, dada vuelta, en el frío suelo de madera.

El dolor me recorrió como una plaga, pestañeando como pude para quitarme las lágrimas de los ojos, jadeando porque no podía respirar por el impacto.

Y entonces vi que lo había empujado a otro límite cuando su pie me pisó el estómago y sentí que todo se me quebraba.

El grito que solté me partió en dos de forma literal, un rito de agonía y de terror porque podía sentir que todo se destruía en el lugar donde el peso completo de Lorenzo había ido a dar, girándome para protegerme de nuevo; pero desde el suelo era imposible, y un par de minutos más tarde, me estaba ahogando en mi propia sangre.

Me iba a morir, y tanto la sangre negra que me chorreaba desde la garganta hasta la barbilla, entre las piernas hasta el suelo, eran testimonio de ello, al igual que la oscuridad que comenzaba a absorber las esquinas de mi visión. No podía ver, o por la hinchazón o simplemente por el dolor que se representaba como un pitido en mis oídos, bloqueando todos mis sentidos con un sufrimiento tan intenso que comencé a arrepentirme de mi plan.

Pero era muy tarde para eso.

Con manos temblorosas y llenas de sangre, me arranqué la argolla de matrimonio del dedo, y girando mi cuerpo como pude, se la lancé a la cara al hombre cuya sombra me cubría.

Un último acto de rebeldía para un último día en el infierno.

Y lo último que vi fue la cara del diablo.

La oscuridad embriagante que me rodeó desde ese momento se suponía que debía estar llena de paz; paz porque mi tormento en vida terminaba, porque era una salida de mi realidad y un pasaje a una muerte que muchos en mi posición habrían deseado.

Pero no encontré tranquilidad en la muerte.

Es más, cuando sentí el pavimento duro bajo mi cuerpo casi inerte, luego de que los guardias de Lorenzo siguieran la orden de dejarme morir por perros o alguna otra cosa morbosa como esa, la rabia consumió mi inconsciencia, y me aferré a esa rabia hasta que desperté en un hospital.

Viva.

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