Indiferencia (II)
Primero de julio de 2257.
Bogotá, Colombia.
¿Qué son los hermanos? Una extensión física de uno mismo que encarna todo el amor que nos debemos.
Diario privado de Nicole Velázquez. 23 de abril de 2254.
Justo cuando las manecillas del reloj indicaron las cinco, avisando que podía volver a casa, una peste blanca invadió el lugar. Una multitud de hombres con lechosas gabardinas hicieron aparición como un organizado bloque, después la bocinas con el himno nacional escupieron una orden:
—¡Todos quédense en sus sillas y volteense para que los podamos ver! ¡Buscamos a un hombre peligroso, sigan las órdenes o serán sospechosos!
Eduardo alcanzó a verlos de reojo mientras recogía sus cosas del escritorio. Una élite de pasos seguidos por el reconocible eco de botas y rifles oscuros, acompañados de hombreras que señalaban los rangos de los reclutas.
Un policía de oscuros cabellos se detuvo frente a Éduar, lo analizó con la mirada durante unos segundos en los que el joven no pudo lograr hacer nada más que tragar saliva. Un nudo se formó en su estómago cuando el agente se acercó a él, después de susurrar a su auricular.
Le rodearon. Lo obligaron a ponerse de pie con un rugido mientras le apuntaban con las bocas de sus rifles, lo dominaron en cuestión de segundos contra una pared. Él sabía que no podría ganarles, tampoco podía negar algo, ni defenderse, si lo hacía ellos tendrían derecho a acusarle de cualquier cosa. El temor le paralizó de tal forma que fue inconsciente del sonido de las esposas cerrándose en sus muñecas, también del como dos guardianes de orden lo tomaron por los brazos.
—Camina.
Eduardo obedeció por inercia hasta que sintió la mirada de la planta sobre él. Su jefe salió de la oficina a ver qué estaba pasando, se le cayó la taza de tinto de la impresión. Hasta el practicante lo observó atemorizado desde butaca.
—¿Qué está pasando aquí? —consultó confuso.
Él no había hecho nada malo ¿verdad? A diario mucha gente admiraba el arte desde lejos. Hasta algunos los policías lo hacían. Pero si eso era cierto, ¿por qué tenía tanto miedo?
—Se lo explicaremos en nuestra base —el recluta puso su mano sobre su hombro—. Calmase, solo será un interrogatorio.
—¿Interrogatorio?—preguntó con un confundido gesto.
—No estamos en poder de decírselo. Nuestra superior se lo explicará, ahora solo haga caso.
Eduardo obedeció. Los siguió con las esposas en la espalda hasta el estacionamiento un par de camionetas y varias motos antigravitatorio descansaban en una formación ordenada alrededor del edificio, junto a tres dunkles de batalla. Los robots, dueños de imponentes humanoides figuras, medían de cuatro metros, estaban pintados de blanco y azul, mientras cargaban en sus cinturas o espaldas un arnés negro en que llevaban dos armas de plastititanio desplegables. Un escudo de plasma listo para ser usado reposaba en los antebrazos.
Aunque el camino a Blanco fue callado y solitario gracias a la separación de un vidrio antibalas que dividía los asientos de la camioneta a la que lo lanzaron, Eduardo estaba carcomido. No había hecho nada más que mirar un graffiti, ¿tan malo había sido mirarlo? Sabía que no era así. Una multa habría bastado para su caso. Su mente no aguantaba la incertidumbre frente a la misma pregunta: ¿Por qué tanta seguridad?
No era nada más que una mera cifra de millones. ¿Qué cosas destacables había en su hoja de vida? ¿Haber sido rechazado cuatro veces por una docena de universidades públicas? ¿Su autoexilio a las líneas de lógica que componían la red para escapar de aquel asfixiante sentimiento de estar perdiéndose de algo? ¿Renunciar al legado y la rosca de la familia Velazquez para dedicarse a un escritorio?
Sabía que al menos la última sería una duda razonable.
Entró a la sede de policíaca, escoltado por un par de reclutas que lo llevaron a un piso subterráneo de su base. Le quitaron las ínfimas pertenencias con que cargaba: su computadora portátil con forma de collar, junto al contenido de su bolso y lo dejaron sin decir una sola palabra en un gris cuarto de interrogatorios. Eduardo esperó esposado, con los codos apoyados sobre la fría mesa metálica. Aquello no le daba un buen presentimiento. Conocía bien los interrogatorios de Blanco, siempre eran lo mismo: Una batalla perdida. Una conversación con solo un interlocutor activo en la cual se lanzaban acusaciones, cuya veracidad, podía variar su alcance según el tipo de detective que mandaran y los números de la cuenta bancaria del acusado.
El crujido de la puerta habiéndose sonó, pasó por ella un pulcro personaje. Eduardo lo examinó bien: era un hombre maduro, con una vasta musculatura de boxeador que desencajaba con su cabello castaño peinado hacia atrás con gomina y su inmaculado traje. Parecía una figura en tamaño real de los detectives de plástico que vendían a los niños de cinco años. La gabardina blanca estaba abotonada hasta el cuello, un par de guantes lo señalaban como un recluta versado en las artes marciales de la milicia y un llamativo broche azulado con forma de araña colgaba de su pecho acompañado por un par de hombreras oscuras. La inspección del joven terminó con el muchacho agachando la cabeza cuando se topó con los ojos del recluta, el brillo de aquellos luceros tan oscuros como el carbón le estremeció.
El detective se sentó frente a él, cargaba en su mano una tableta electrónica transparente y tan fina como una hoja de papel, que miraba atentamente. Un tipo de la antigua escuela que aún no se adaptaba del todo al manejo de los hologramas.
—Buenas noches, joven Velázquez —dijo el hombre, su voz era plana, de esas que vuelven casi imposible distinguir los verdaderos sentimientos de sus dueños debido a que rara vez parecen sufrir algún tipo de alteración—. Me llamo Raúl, soy un Alfa de la Jurisdicción de Investigación de la División E. Hoy solo quiero hablar con usted sobre su hermana mayor.
—¿Y para hacerlo tienen que ponerme esposas, poner incluso dunkles para escoltarme y decirle a los demás que soy un hombre buscado? —cuestionó Eduardo arqueado las cejas—. Nicole simplemente es una Gamma de División E. No hay nada más que decir.
—¿Simplemente? Pero si ella es la razón por la que está aquí —afirmó el policía, ganando una mirada incrédula—. ¿Tiene idea sobre la inclinación sexual de su hermana?
—¿Perdón? —interrogó Eduardo ofendido, sabía bien lo que proponía el hombre.
Las relaciones antinaturales estaban prohibidas por la Constitución, una calaña depravada y maliciosa capaz de corromper generaciones con ideales perversos como la ideología de género. Pero ella era su hermana mayor. La conocía bien, era el genio detective que había arrasado posiciones antes de los treinta, la misma mujer que tenía montada sobre la cúspide del dorado altar en que descansaban sus héroes. Nicole no rompería la ley de forma tan descarada.
—Nicole no es ningún animal —Eduardo se sorprendió a sí mismo cuando notó la furia que impregnaba en sus palabras, pero eso no iba a detenerlo—. Sumercé, mi hermana ha tenido suficientes novios comprobables como para que esta pregunta esté fuera de lugar.
Los conocía a todos. Nicole siempre le hablaba de ellos, una multitud de altibajos que Eduardo recordaba más por su ocupaciones en el momento que tuvieron algún tipo de relación con su hermana que por sus nombres. Raúl pareció tomar nota de ello con un ademán sobre su tableta. Lo observó con una extraña compresión por unos segundos.
—Se nota que confía en su hermana, joven Velázquez...
—¿No se supone que es mi deber hacerlo?
Siempre había sido así. Nicole siempre cuidaba su espalda y él la suya, era un pacto tácito nunca dicho entre ambos en el que las bocas se mantenían cerradas.
—Dígamelo usted. —Pero las palabras murieron ahogadas en el camino entre la cabeza y la garganta de Eduardo—. ¿Sabe? Yo tengo entendido que el primer deber de un ciudadano es cumplir la ley, pero eso no viene al caso. —El policía hizo un ademán despreocupado—. Cuénteme, ¿cómo son las amistades de Nicole?
—¿Sus amistades?
El policía asintió.
—Sé que ella es muy sociable, según mi información, es conocida su amistad con Amelia Ramos.
—¿Y eso qué tiene de malo? Hasta donde sé, la ley no prohíbe la amistad.
—No lo prohíbe —concordó el hombre—. Aunque apoyo a los grupos extremistas Noche, si lo es. ¿Tiene idea de cómo se conocieron?
—En una misión.
—¿Cuál misión?
—Nicole nunca me habla de ellas —admitió—. Eso es ilegal.
Pero Eduardo sintió una extraña incertidumbre estacionada en su estómago mientras hablaba. Los libros físicos que Nicole leía a puerta cerrada también lo eran, eso nunca la había detenido. Cuando tenía un ínfimo descanso ponía el seguro a la entrada de su dormitorio y después de cierto tiempo abría la puerta para dejar salir el olor del humo creado por las hojas de papel cremadas.
—No sé si lo sepa, pero Amelia Ramos no es una conductora de dunkles asociada a la División E —comentó el hombre dejando su tableta sobre la mesa y alzando la mirada en su dirección—. Hace cinco años su hermana comenzó una investigación encubierta. A lo mejor lo recuerda, ella cortó sus relaciones personales durante más de un año.
El hombre su labio tembloroso, sin embargo su boca se mantuvo sellada. Si la sospecha acechaba a su hermana mayor, decir que nunca había vuelto a ser la misma desde ese fatídico año terminaría de hundirla.
—La misión era en contra de varios policías sospechosos. Había de todo lavado de activos, filtraciones de información y relaciones antinaturales. Sin embargo, Amelia era una de las sospechosas menores... contrabando de arte.
Eduardo captó la breve sonrisa melancólica que cruzó por el rostro del detective, como si hubiera recordado un buen chiste.
—Nunca se probaron los cargos, así que fue descartada. No obstante, fuentes recientes han confirmado una relación antinatural.
—Amelia no es ningún animal —afirmó Eduardo negando con la cabeza—. Ella es una Ramos, una conductora de dunkles...
¿Cómo podría la prima de un concejal estar involucrada en ese tipo de relación?
Pero el hombre lo miró a los ojos buscando algún tipo de duda.
—¿Su hermana tiene novio?
—Tiene amigos.
La respuesta salió en automático de sus labios, sin embargo, una puñalada de certeza le apuñaló en la espalda. Desde hace un tiempo Nicole quería hablarle de alguien, Eduardo no desconocía su existencia. Había visto las sonrisas de quinceañera en el rostro de su hermana por primera vez en mucho tiempo, no era ignorante de las llegadas en la madrugada o las extrañas cartas. A veces la mujer dejaba un relato a medias cuando hablaban. No se trataba de un fulano cualesquiera de una noche como los que solía frecuentar: Ella estaba enamorada y él estaba feliz por eso.
Tal vez por eso se le hacía tan extraña aquella actitud. No entendía el repentino recelo de Nicole respecto a su nuevo pretendiente, había querido preguntarle, pero cada vez que podía sacar el tema a la luz una parte consciente de sí mismo le decía que no quería oír la respuesta. Le había comentado a Amelia una vez sus sospechas y solo se había encontrado con una carcajada.
—Es solo un pasatiempo de la Zarca —le comentó la mujer guiñandole un ojo—. No es un pibe que valga la pena, pronto se aburrirá de él.
Eduardo desvió la mirada cuando se percató de que el policía reparaba su rostro. ¿Qué buscaba sacar de aquella sarta de preguntas? Una parte de si estaba seguro de que él hombre no había lanzado aquella pregunta por meros protocolos, apuntaba a algo. Una densa oscuridad se adueñó de las facciones de Raúl mientras se ponía de pie y salía del lugar en silencio.
La cabeza de Eduardo se convirtió en una pitadora. Se sentía como una cómica parte del noticiero, pero el problema era que le habían asignado el puesto de reportero. Él era un pelagato que solo buscaba su sueldo y omitía la información que pondría en aprietos a los accionistas del canal para el que trabajaba frente al gobierno.
Nicole era una accionista en este cuadro sin sentido al que había sido arrastrado indiscriminadamente. ¿Por eso estaba omitiendo los detalles? ¿Quería ser leal a su hermana hasta el último momento o temía hundirse con ella?
¿Y qué había de las acusaciones hacía Amelia? Las únicas artes que la conductora de dunkles conocía eran maquillaje y el choque de las armas de los mechas en el campo de batalla. Ella parecía feliz con su soltería, ¿qué sentido tenía hablar de relaciones antinaturales cuando la vida de la mujer parecía girar alrededor de su carrera?
El mundo se había vuelto loco. ¡Sí! Esa era la única respuesta lógica. Debía ser un error ¿verdad? La amiga de su hermana era el mejor sinónimo que había encontrado para la palabra policía. Siempre recta, siempre correcta, siguiendo las reglas con una rigidez casi asfixiante.
Raúl volvió a entrar al cuarto de interrogaciones antes de que tuviera tiempo suficiente como para darse otra puñalada de duda. La humedad había aparecido entre las espesas cejas del policía, como si se hubiera echado agua en el rostro antes de entrar, su espalda parecía haberse ensanchado un poco y el intento de sonrisa tranquilizadora que dibujó en su rostro cuando se sentó frente a él le dijo que al muchacho que algo no estaba bien.
—Joven Velázquez, ha ocurrido un pequeño error en nuestros informes. Usted sabe, un error de tecleo y esto se vuelve una locura —el detective encogió los hombros—. Perdone las molestias, sumercé, ¿le importaría si lo escoltó a su hogar?
El hombre soltó las esposas a Eduardo con un ligero toque a su tableta.
—¿Y qué ha pasado con Nicole y Amelia? —Eduardo se quitó las manillas metálicas—. ¿Han hecho algo malo?
—Sé que Ramos tiene un par de turnos en la base del Norte y Nicole cumple una asignación en Medellín, por orden de un miembro del Consejo —respondió confiado—. Solo quiero llevarlo a su hogar a modo disculpa, el error ha salido de uno de míos así que es lo mínimo que puedo hacer. Mis hombres ya están aclarando los asuntos con la gente de Empresas Salazar.
Eduardo estuvo a punto de rechazar el ofrecimiento de Raúl, hasta que recordó la existencia del toque de queda. Vio la hora en el reloj de pared detrás del policía y observó que faltaban diez minutos antes del inicio de la ley marcial, a esa hora los ciudadanos con su puntaje social ya debían de estar recluidos en sus hogares.
Chasqueó la lengua antes de aceptar el ofrecimiento.
El camino fue parecido al de ida, callado. Su acompañante se recostó sobre su silla dándose un pequeño descanso mientras el sistema automático de conducción movía el volante. Eduardo se limitó a mirar por la ventana dando ligeros masajes en sus muñecas, al menos ya no tenía esposas.
Pero cuando menos pensaba el piloto automático falló. Raúl alcanzó a tomar el volante y paró de golpe pisando el freno, Eduardo haciendo que apoyó su mano sobre el asiento delantero para no golpearse de cara con él. La camioneta antigravitatoria dobló en seco, los pasajeros rebotaron dentro de la camioneta, habían detenido su recorrido justo en un puente.
Eduardo notó la oscuridad del lugar, las luces de aquel camino estaban totalmente apagadas. Sacó la cabeza por la ventana y se encontró con un par de verdes ojos que brillaban en la oscuridad, un dunkle.
Las verdes manchas fosforescentes que salpicaban el cuerpo robot confirmaron el bando de su conductor: un bajo. El mecha era un extraño híbrido entre dos modelos de mecha. Las articulaciones triangulares y la cabina compuesta por un rectángulo vertical apuntaban un anticuado kyō (uno de los modelos producidos en masa por los japoneses), mientras que el armamento del robot, una sencilla pistola de plasma, parecía una adquisición de última hora robada de un artilugio más reciente.
Un par de cuernos, que hacían las veces de radar, destacaban de la cabeza del aparato y una sonrisa hecha con filosos dientes le hacían compañía a la pintura del dunkle. Eduardo tragó saliva cuando vio otras dos figuras similares protegiendo la espalda del robot enemigo. Carecían de cuernos, pero seguían el mismo modelo de manchas fosforescentes, uno rosadas y el otro anaranjadas.
Entonces se oyó una risa.
El muchacho creyó por un segundo haber caído en la locura hasta que se percató del origen de la carcajada: era Raúl desde del asiento piloto. Estaba lleno de una insana satisfacción, como si aquello fuera un chiste y no tuviera frente a sí un dunkle de batalla conducido por un terrorista. El hombre se recompuso con una rapidez vertiginosa antes de salir del auto y abrir la puerta de Eduardo.
—Sal —ordenó.
El chico obedeció y lo siguió, portaba con una sonrisa triunfante en su rostro. Un insano bilis empezó a trepar por la garganta de Eduardo, volteó a mirar hacia atrás y alcanzó a ver los lejanos pares de zafiros que sobresalían en la oscuridad: dunkles policíacos.
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