Capítulo 30
Del techo caían unas pequeñas gotas azuladas que al impactar con el suelo producían un sonido que se propagaba por el pasillo de piedra húmeda y enmohecida. El líquido, al poco de tocar la roca, se trasformaba en un gas que enrarecía y oscurecía el aire. Aunque para la mayoría de seres vivos la atmósfera era tóxica, para los pequeños hongos amarillos que cubrían las paredes contenía lo necesario para alimentarse, crecer y desprender un débil brillo que iluminaba tenuemente el pasillo.
En otro tiempo, a Woklan el ambiente asfixiante le habría producido la muerte en cuestión de segundos. Sin embargo, después de haber vivido lo que había vivido, el aire contaminado no era impedimento para que el crononauta avanzara con la firme intención de acabar con el suceso originario.
Sin que le afectase la baja concentración de oxígeno y la fuerte acumulación de gases venenosos, caminaba intentando alejar los recuerdos dolorosos de un pasado incierto y un futuro inexistente. Sin siquiera darse cuenta, Woklan se movía por el pasillo unido más que nunca a lo que le había permitido sobrevivir a la destrucción de la realidad. Sin ser consciente de ello, se adentraba en la construcción representando una parte importante de aquello a lo que quería poner fin.
«Hoy acaba todo» pensó, ajeno al papel que interpretaba en el drama cósmico.
Cuando alcanzó una bifurcación, miró hacía ambos lados, dejó que el instinto eligiera por él y comenzó a caminar. Apenas había dado un par de pasos, escuchó una voz familiar que lo paralizó y le congeló el alma.
—Papá... Ayúdame... —Se oyó un fuerte sollozo—. Por favor, ayúdame, está oscuro y no paran de hacerme daño.
Woklan se giró, observó el pasillo que se extendía hacia la izquierda a partir de la bifurcación y, por un segundo, sintiendo un dolor punzante en el pecho, vio la imagen de su hija.
El vestido sucio que la niña llevaba puesto estaba hecho jirones, lleno de manchas de palmas negras. La pequeña se hallaba descalza, tenía la cabeza agachada y el pelo le cubría el rostro. Mientras sollozaba, sostenía con fuerza un oso de peluche deshilachado al que le faltaba un ojo.
Antes de que Woklan pudiera dar siquiera un paso, de las sombras surgieron dos brazos alargados, con grandes manos de dedos finos, que cogieron a su hija por los pies y tiraron arrastrándola hacia la oscuridad.
El crononauta gritó y corrió. Cuando llegó a la altura del pasillo donde su pequeña había sido engullida por las sombras, se encontró con un grueso muro de niebla que le impedía avanzar. A la vez que oía los gritos de la niña, a la vez que golpeaba con fuerza la barrera, empezaron a escucharse susurros siniestros que prometían causarle mucho dolor.
—Eres nuestro —pronunciaron unos seres invisibles mientras lo rodeaban—. Arrodíllate y júrale lealtad al verdadero creador. —Al mismo tiempo que la mente del crononauta se nublaba, las criaturas rieron y le ordenaron—: Arráncate la lengua, las orejas y los ojos.
Engullido por una intensa agonía, por un sufrimiento que le desgarraba las entrañas, Woklan se arrodilló, se miró las manos, acercó los dedos temblorosos a la cara, cerró los párpados y se presionó los ojos con las yemas.
Cuando notó un pinchazo en las cuencas, cuando tan solo faltaba hundir los dedos y tirar con fuerza, algo blando le golpeó la cabeza y lo hizo retroceder. Abrió los párpados y vio al oso de peluche deshilachado con un pequeño cartel en el que ponía escrito con sangre: "bienvenido al infierno".
Con la respiración agitada, asustado por lo que había estado a punto de hacer, temeroso por el destino de su pequeña y por sentirse perdido, giró la cabeza y dirigió la mirada hacia la dirección que apuntaba el brazo del muñeco.
En medio de la gruesa pared del pasillo apareció una vieja puerta de madera con un pomo oxidado. A los lados del marco, había dos maniquís. Uno tenía rasgos femeninos y el otro masculino. Woklan no tardó en comprender a quienes representaban. Las figuras estáticas con sonrisas falsas dibujadas eran una burda imitación de él y de su esposa.
Aunque se adentró en el templo sabiendo que las fuerzas oscuras intentarían jugar con él, aunque se creyó preparado para evitar su influjo, en ese momento, en el que se hallaba arrodillado e indefenso, se había convertido en la presa de la oscuridad de la construcción y la de su alma.
Un fuerte viento se propagó por el pasillo y trasportó un grito agónico:
—¡Hambre!
Cuando Woklan vio aparecer a uno seres de piel negra y extremidades alargadas, cuando vio cómo avanzaban hacia él abriendo la boca, dejando que salieran largas lenguas repletas de pinchos, el miedo y el instinto de supervivencia lo empujaron a levantarse y abrir la puerta.
—Hambre —oyó en el momento en que dejaba atrás el pasillo.
Antes de que pudiera alejarse mucho, antes de que la vieja puerta de madera sellara la entrada, la lengua de uno de los seres le golpeó el gemelo y le arrancó parte del músculo. El crononauta se derrumbó soltando un intenso grito. Mientras se revolcaba por el suelo, mientras luchaba contra el dolor, no fue capaz de ver que se había adentrado en una antigua casa.
Apretó lo dientes, rompió una parte de su traje y ató la tela con fuerza alrededor del gemelo. Aunque le dolía mucho y le costaba levantarse, al ver cómo la puerta por la que había entrado empezó a ser golpeada, se apoyó en la pared, se puso de pie y caminó cojeando.
Al mismo tiempo que se alejaba de los golpes y se adentraba más en la vieja casa de madera, a la vez que hacía crujir las tablas que pisaba, una niebla blanca cubrió el suelo.
«Debo encontrarla» pensó, aferrado al papel descascarillado que cubría la pared, dejando la marca de la palma ensangrentada.
El miedo se había apoderado de él con tanta fuerza, lo había debilitado tanto, que sus pecados emergieron de lo más profundo de su ser y empezaron a engullirlo. Aquel lugar, aquella casa por la que avanzaba cojeando, no era más que una representación de la carga que arrastraba desde muchos años atrás.
—Papá... —escuchó la voz de su hija siendo empujada por una brisa que le produjo un escalofrío y lo empapó de sudor frío.
—Ya voy —contestó mientras cruzaba la entrada de un gran salón.
La estancia estaba a oscuras, pero una vez que Woklan se adentró un par de metros las lámparas del techo se encendieron y mostraron un siniestro espectáculo. Como si estuvieran paralizadas, como si el tiempo se hubiera detenido para ellas, había varias personas con falsas sonrisas mirando en la dirección del crononauta.
Sentadas en un sillón marrón cubierto de polvo, tres mujeres ataviadas con vestidos blancos con capas de flecos y pequeños sombreros redondeados, sosteniendo copas con champán, mantenían la mirada fija en sus ojos.
Antes de que Woklan pudiera preguntarse qué hacían ahí, sonó una nota de un piano y el teniente dirigió la mirada hacia una esquina de la habitación. En ella, manteniendo una gran sonrisa artificial, un hombre ataviado con un traje negro y guantes blancos, estaba sentado delante del instrumento musical.
—¿Qué es esto? —soltó confundido y atemorizado.
Se escucharon varios aplausos, Woklan giró la cabeza y vio en otro extremo de la sala a varios hombres y varias mujeres inmóviles, con las palmas pegadas y las caras cubiertas con caretas descoloridas.
Las llamas de la chimenea prendieron de golpe y produjeron un brillo que cegó al crononauta durante unos segundos. Cuando Woklan recuperó la visión, aunque las personas de la sala se hallaban paralizadas, pudo ver que aquellos extraños se habían movido un poco y mantenían otras posturas.
Con cada segundo que pasaba, poco a poco, aquel lugar lo engullía y le arrebataba el alma. Aunque no era capaz de darse cuenta, aquella extraña visión de personas inmóviles pareciendo disfrutar artificialmente de una quietud impuesta fue adentrándose en su interior.
El deseo de acabar con el suceso originario, el miedo por lo que le ocurriera a su hija, el temor a ser devorado por las bestias de lenguas repletas de púas, la angustia por no ser más que una marioneta en las manos de una deidad olvidada; todo pasó a un segundo plano, fue perdiendo importancia y el vacío comenzó a consumirlo.
A medida que el crononauta comenzaba a quedar paralizado, sumido en un sueño vívido de felicidad anti-natural, unas risas se propagaron por el salón y las luces parpadearon.
En ese momento, en el que tan solo faltaba que Woklan terminara de cerrar los párpados para abrazar la derrota, a paso lento, entrando por una puerta que acababa de aparecer en medio del salón, un hombre viejo de rasgos familiares para el teniente caminó hasta detenerse a un par de metros delante de él.
El anciano, que portaba un uniforme de La Corporación desgastado, se apoyó en un bastón que le ayudaba a caminar y le preguntó:
—¿Te vas a rendir? —Observó a las personas que se hallaban inmóviles en la habitación—. ¿Vas a hacer lo mismo que ellos? —Lo miró a los ojos—. ¿Vas a dejar que tus pecados se impongan y que te priven de alcanzar la liberación? —Un fuerte gruñido se oyó detrás del crononauta y, casi al instante, entró en la habitación uno de los seres que le habían atacado en el pasillo—. ¿Dejarás que te engullan? —El anciano desenfundó un arma, apuntó a la cabeza de la criatura y disparó—. ¿Te has convertido en alguien incapaz de seguir luchando? —Mientras los fragmentos del cráneo del ser se pegaban por las paredes, concluyó—: Sí es así, ya no eres el hombre que creía ser.
Woklan parpadeó, salió del trance que casi le había conducido a convertirse en un hombre paralizado por la culpa y preguntó extrañado:
—¿Quién eres?
El anciano enfundó el arma y contestó:
—¿No es evidente? ¿No ves quién soy?
Aunque el crononauta había sentido una intuición antes de preguntarle, no fue hasta que vio a través de los ojos del anciano el reflejo de su alma que supo con certeza quién era.
—Eres... —titubeó—. Eres yo.
El hombre mayor asintió y sonrió.
—Soy tú, y llevo vagando por este lugar mucho tiempo. —Se giró y vio cómo los rostros de las personas paralizadas dejaron de mostrar sonrisas para reflejar rabia—. He estado aquí durante mucho tiempo. Demasiado.
Woklan volvió a sentir un fuerte dolor en el gemelo, se apoyó en una pared y dijo:
—No entiendo... ¿Cómo es posible?
Después de guardar silencio durante un par de segundos, el anciano le explicó:
—Este lugar, el templo, se ha convertido en un laberinto donde confluyen una infinidad de líneas temporales. —Ladeó la cabeza y examinó la habitación—. Después del suceso originario, se recrearon aquí los diferentes pasados, presentes y futuros. Al principio me costó entenderlo, no sabía qué era este lugar ni por qué me era imposible acabar con él, pero al cabo de los años descubrí parte de su naturaleza y entendí que mi tiempo había pasado. —Miró fijamente a Woklan—. Comprendí que mi propósito no era impedir el suceso originario, sino enseñarle a una versión joven de mí mismo lo que había descubierto.
El crononauta viendo que los ojos de las personas paralizadas se habían tornado rojos y sintiendo que le quedaba poco tiempo, preguntó:
—¿Qué es lo que has descubierto?
El anciano avanzó hacia él, extendió la palma y, mientras pequeñas chispas azules le recorrían la piel, dijo:
—¿Recuerdas lo que te dijo aquella criatura de que la existencia era mental? —Woklan asintió—. Somos reflejos, somos mentes finitas que se proyectan dentro de una mente infinita. Existimos viviendo a merced de fuerzas que no controlamos porque no somos conscientes de nuestra naturaleza. —Cerró la mano—. En este tiempo, en el que he podido recorrer este infierno, he descubierto que soy un reflejo de la persona de la línea temporal en la que se inició la destrucción de la realidad. He descubierto que soy un reflejo de ti, del Woklan originario. —Cogió una pequeña piedra azulada del bolsillo y se la entregó—. Tu línea temporal es la línea que dio origen a todas las demás. Hay millones como yo, y seguro que decenas de miles deambulan por este lugar, pero solo tú eres el único que puedes acabar con la pesadilla. —Después de que Woklan cogiera la piedra, añadió—: Cuando llegue el momento, recuerda la naturaleza de la existencia. Eso te ayudará a evitar la destrucción de la realidad.
Las luces se apagaron durante unos segundos. Al encenderse, las personas de la habitación habían empezado a moverse trasformadas en criaturas grotescas, en seres consumidos por la oscuridad interior.
—Vamos, tenemos que irnos —dijo Woklan.
El anciano negó con la cabeza, le dio su bastón para que pudiera caminar, desenfundó el arma y dijo:
—Vete. Cruza la puerta y acaba de una vez con este infierno. —Disparó contra un hombre medio trasformado y le reventó el pecho—. Dale recuerdos a Dhagmarkal de mi parte. —Volvió a abrir fuego y le destrozó la pierna a una mujer que ya apenas parecía humana—. Recuerda, somos mentes dentro de mente. Nuestros pensamientos y voluntad tienen más peso del que pensamos. —Cuando uno de los seres lo alcanzó y le mordió en el hombro, bramó—: ¡Vete!
Apoyado en el bastón, Woklan caminó todo lo rápido que pudo y atravesó la puerta. Una vez estuvo a salvo, se dio la vuelta y pudo ver cómo el anciano accionaba el mecanismo de una granada dhásmica: un arma que proyectar una esfera de plasma en un radio de veinte metros.
Mientras la puerta se cerraba y comenzaba a desaparecer, el crononauta dijo:
—Gracias... —Apretó los dientes—. Le daré recuerdos de tu parte a ese engendro.
Antes de que la entrada se desvaneciera pudo ver cómo la explosión engulló ese horrible salón repleto de almas torturadas por sus propios pecados.
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