Capítulo 20
Mucho antes del suceso originario.
Los gigantescos géiseres de lava expulsaban el magma cientos de metros por el aire. La atmósfera ennegrecida por el humo se fundía en la distancia con el suelo negro dando al horizonte un tono sombrío.
Aparte de los chorros anaranjados que se elevaban antes de descender y propagar una lluvia de fuego, el paisaje no mostraba más que oscuridad. Tan solo las pequeñas grietas que creaba en la roca calcinada con las pisadas que daba, las que mostraban que el magma prácticamente se hallaba en la superficie, conseguían romper un poco ese ambiente lúgubre.
Con una marcada sonrisa en la cara, disfrutando del cálido tacto de las gotas de lava que le surcaban la piel y le impactaban en la túnica, siguió caminando fijándose en lo único que rompía la siniestra simetría del paisaje.
—Maestro, pronto resurgirá el orden —susurró.
Poco a poco, se fue acercando a la gran estructura que se alzaba hasta sobrepasar la densa capa de nubes. Una construcción que, más allá del manto opaco que cubría aquel lugar, se perdía adentrándose en un firmamento infinito.
Cuanto más se aproximaba a la piedra que daba forma a aquella estructura, más fuerte era el brillo rojo que esta producía. Los destellos se fueron intensificando hasta que la construcción mantuvo un fulgor continuo.
—Has tardado —una voz atronadora surgió de ella.
El ser que había caminado por aquella representación de un infierno se arrodilló y bajó la cabeza.
—Lo siento, maestro. —Extendió la mano y mostró un cristal de color carmesí—. Ha sido una larga búsqueda, pero al fin ha sido encontrado.
Las nubes que bordeaban la construcción brillaron y lanzaron relámpagos contra la superficie. Cuando se silenciaron los truenos que produjeron, se volvió a escuchar la voz:
—Patético engreído, ¿de qué te sirvió esconderla? —El siervo elevó un poco la mirada y observó el intenso brillo de la estructura—. En tu prepotencia creías que podrías engañarlos. Creíste que podrías engañarme. —Los rayos volvieron a impactar contra la superficie—. Te gustó jugar a ser el único creador. Ignoraste tu verdadera naturaleza y por ello pagarás tú y pagará tu creación. —Por un segundo, el fulgor de la construcción se intensificó—. Sufrirás. —Tras una breve pausa, se dirigió a su siervo—: Bien hecho, hijo mío. Gracias a ti podré restaurar el orden. Álzate, eres digno de mirarme. Eres digno de contemplar mi verdadero ser.
—Sí... —aunque titubeó, no tardó en obedecer.
Cuando se hallaba observando la representación de su maestro, el cristal que tenía en la palma brilló y se le incrustó en la mano. Mientras chillaba, mientras la piel se agrietaba y se volvía gris, mientras el pelo se tornaba blanquecino, los ojos negros y la túnica púrpura, la representación de su amo caminó hacía él y le posó la grotesca mano en la cabeza.
—Sírveme. —Una neblina se propagó por su brazo—. Sírveme, dándome tu vida.
El siervo, al mismo tiempo que su consciencia era aniquilada, siguió chillando. Después de un minuto de agonía, los gritos cesaron y el nuevo dueño del cuerpo se observó las manos con deleite.
—Es solo un principio, pero este me acerca más al orden. —Bajó los brazos, contempló la estructura agrietarse y sonrió—. Tu mundo empieza a hacerse añicos.
Mientras los fragmentos de la inmensa construcción caían contra la superficie, rompían las piedras ennegrecidas y se sumergían en un mar de lava, el ser se alejó sin perder la pérfida sonrisa de la cara.
Antes de dejar atrás ese lugar, se palpó la mano, notó el cristal incrustado en la carne y dijo:
—Es hora de despertar a las pesadillas.
***
La apariencia y composición del cuerpo celeste lo hacía único no solo en el sistema solar en el que se hallaba, sino en la creación. Era un inmenso planeta con forma de cubo que estaba compuesto por un denso cristal rojizo y se desplazaba por el espacio en busca de soles de los que alimentarse.
Una vez empezaba a orbitar una estrella, esta dejaba de brillar y emitir calor en poco menos de un decenio. Tras ese lapso de tiempo, el astro consumido se convertía en un sol negro.
La superficie rojiza del planeta, cubierta por estalagmitas gigantes, acumulaba la energía y la canalizaba hacia el núcleo. Aunque carecía de atmósfera, cada cierto tiempo, de la superficie emergía un gas azulado que era capaz de condensarse durante unas pocas semanas.
En medio de uno de esos ciclos, con el vacío cósmico camuflado por el tono azul y algunas nubes de ese color desplazándose por la tenue atmósfera, llegó al planeta el ser de piel agrietada.
Caminando entre las estalagmitas, acariciando el cristal que las componía, dijo:
—Después de tanto tiempo por fin eres mío.
Siguió recorriendo la superficie casi una hora, disfrutando de lo que representaba estar allí, paladeando el sabor de una victoria con la que había soñado durante mucho tiempo. El placer que experimentaba solo fue interrumpido por una presencia que se acercaba.
Aun habiéndolo sacado del estado de éxtasis, esa fuerza que notaba no pudo arrebatarle la plenitud que sentía. En ese momento, pocas cosas podían haberle arrancando la satisfacción, y el ser que se aproximaba no era una de ellas.
Dejó de caminar, esperó y, cuando vio acercarse a una figura cubierta por un manto oscuro y una capucha negra, dijo:
—Ha pasado mucho tiempo.
El que ocultaba su rostro se detuvo a unos metros y contestó:
—Demasiado.
El silencio reinó durante casi un minuto.
—Nunca pensé que sería capaz de seguir adelante —mientras hablaba, el ser de piel agrietada recorría el entorno con la mirada—. ¿Qué derecho tenía? —Centró la mirada en la figura de la capucha—. ¿Quién le otorgó tal poder?
—Fueron tiempos difíciles —pronunció al mismo tiempo que se descubría la cabeza—. La mayoría decidimos y le concedimos nuestra esencia. —En su rostro de escamas azules resaltaban unos ojos negros y alargados.
El ser de piel agrietada sonrió.
—Entiendo... —Miró hacia un lado y observó cómo se filtraba el gas azul a través del cristal de una estalagmita—. Creísteis que él era digno de resquebrar el orden y dar forma a esta creación caótica. —Guardó silencio un segundo—. Pensasteis que construiría algo eterno. —La sonrisa se le profundizó—. Pero el que mi siervo haya sido capaz de encontrar este resquicio de locura, este planeta cúbico, este parásito al que se le dio forma para poder mantener estable un multiverso imperfecto, es la muestra de que alguno más no estuvo de acuerdo y luchó. —Percibió el temor en los ojos negros del ser del rostro de escamas—. ¿Quién fue? ¿Asdherta? No, ella no se habría implicado tanto, se habría alejado para no tomar partido. —Hizo una breve pausa—. ¿Orgatkan? Tampoco, demasiado orgulloso para ayudarme. —Dio un paso—. Eso solo deja a alguien capaz de no ser subyugado: Dhagmarkal. Ha sido Dhagmarkal.
—Dhagmarkal está muerto —soltó para reafirmarse y alejar el temor que sentía.
—Sí, lo está. Al igual que yo y tú. Al igual que todos nosotros. —Dio otro paso—. La única diferencia entre vosotros y nosotros es que tanto él como yo sabemos que estamos muertos y lo aceptamos. —Elevó el brazo—. Es hora de que empecéis a aceptarlo vosotros también.
Alrededor del ser del rostro de escamas azules se materializaron criaturas deformes, con la piel llena de llagas que supuraban un líquido viscoso y los ojos fuera de las cuencas, hinchados y colgando.
—No te atreverás. —Miró cómo se acercaban los seres—. Está prohibido.
—¿Prohibido? ¿Ahora quieres acogerte a los antiguos pactos? —Movió la mano y los seres empezaron a morder al ser del rostro de escamas, arrancándole la carne a bocados—. Haberlo pensado antes de recluirme en aquella maldita prisión.
Mientras escuchaba los gritos y las súplicas, se dio la vuelta y caminó inmerso en la plenitud que le concedía el hallarse en aquel planeta cúbico.
«Dhagmarkal, no entiendo por qué me has ayudado. Supongo que estás desesperado. —Fijó la mirada en una montaña que se hallaba a no mucha distancia—. Aunque eso no cambia nada. Te odio y estoy seguro que tú también me sigues odiando. Si no acabo contigo, acabarás tú conmigo. —Mientras caminaba, observó la entrada a una cueva—. Aunque quizá, antes de que llegue la hora de arrancarnos las entrañas, podamos conseguir algo útil y destruir al presuntuoso que se ha erigido como el señor de los nuestros... —Sonrió—. Quizá...».
***
El suelo estaba cubierto por una sustancia pastosa de color verde que desprendía un fuerte hedor similar al del azufre. Adheridas a las paredes negras había unas criaturas gelatinosas de forma esférica que cada cierto tiempo explotaban esparciendo sus semillas por la gruta.
El ser de piel agrietada, examinando las extrañas formas de vida que se habían adaptado a ese entorno, descendía adentrándose en las entrañas del planeta cúbico. Cuanto más cerca estaba de su objetivo, cuanto más se aproximaba al lugar en el que obtendría lo que se le había negado durante eones, más intensa era la felicidad que sentía.
—Ha llegado el día de desenterrar lo que más temes —dijo, posando la mano en una inmensa puerta de piedra con unos grabados en una lengua que fue usada por primera vez mucho antes de que el universo fuera creado—. Ha llegado el día en el que empezarás a enfermar. —La puerta tembló y comenzó a abrirse con gran estruendo—. El día en que tú y tu creación os sumergiréis en una lenta agónica.
Entró en una gran sala y observó las gigantescas estatuas que representaban a los doce seres de su especie. Lentamente, recorrió con la mirada los rostros de sus hermanos. Sin decir nada, meditando, recordando cómo habían conseguido evolucionar hasta convertirse en los dueños de la antigua existencia, miró la estatua sin cabeza que construyeron para burlarse de su derrota.
Sin importarle, con la ofensa consiguiendo solo que el placer de hallarse ahí fuese más intenso, caminó hacia el centro de la sala y tocó el gran huevo de piedra que estaba incrustado en el suelo macizo.
La superficie pétrea se fracturó y una luz verde se propagó a través de las fisuras. Sintiendo el calor que desprendían esos brillos, sonrió e hizo más presión.
—Por fin.
La sala comenzó a temblar, las estatuas se agrietaron y del techo cayeron trozos de piedra. Envuelto por la polvareda que esparcían los fragmentos de roca al impactar contra el suelo, apretó la superficie del huevo e introdujo el brazo en su interior.
—He deseado esto durante mucho tiempo —dijo, sujetando algo que intentaba alejarse de él—. Hoy empezarás a pagar por lo que hiciste. —Un llanto surgió del huevo y se propagó por la estancia—. Hoy perderás a tu vástago. —Apretó la mano y el llanto se silenció.
El brillo verde se apagó y la sala dejó de temblar. Satisfecho, el ser de la piel agrietada sacó el brazo del huevo, recorrió con la mirada una última vez las estatuas y sonrió. Le alegró ver las fracturas en las esculturas que representaban a los seres de su especie; le trasmitían el destino al que estaban abocados.
—Somos el pasado. —Se dio la vuelta y empezó a caminar—. Y volveremos al pasado para purgar nuestros pecados.
Cuando dejó atrás la estancia, sin detenerse, movió la mano y parte de la estructura se derrumbó sepultando la sala. Con la plenitud poseyéndolo, al mismo tiempo que pisaba la sustancia pastosa, dijo:
—Es hora de que reinen las pesadillas.
En silencio, siguió ascendiendo hasta llegar a la superficie justo a tiempo para contemplar cómo moría el sol al que el planeta le había estado drenando la energía. Como si de un buen augurio se tratase, se detuvo y se deleitó con la trasformación del cuerpo celeste.
Siendo testigo de cómo ese sistema solar se fundía con la negrura del espacio, observando el astro oscuro, dijo:
—Pronto resurgirá el orden y retornaremos a la creación oscura.
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