Capítulo 15

—¡Deprisa! —bramó el recluso novecientos noventa y nueve, moviendo la mano, incitando a Woklan a que se apresurara en cruzar la compuerta.

El crononauta, jadeando, corría forzando su cuerpo al máximo. Cuando le faltaba poco para alcanzar la entrada del hangar, un haz de energía pasó cerca de él e impactó contra un lateral del corredor. Se cubrió la cara con el brazo para que los chispazos no se la quemaran y soltó un chillido.

—¡Vamos! —vociferó el recluso, con la mano sobre el cierre, preparado para sellar la entrada.

Otro haz pasó cerca de la cabeza de Woklan y destrozó parte del techo. El teniente, sintiendo los intensos latidos de su corazón, saltó, cayó dentro del hangar y rodó por el suelo.

El presidiario presionó el cierre y la compuerta empezó a sellarse. Mientras las gruesas placas de metal se movían produciendo un fuerte chirrido, observó cómo Vheret les partía el cuello a los dos hombres que habían abierto fuego.

Sin que Woklan lo supiera, no fue alcanzado por los haces gracias a la hija del profesor Ragbert. Vheret golpeó los brazos de los carceleros instantes antes de que dispararan y evitó que lo pulverizaran. Para ella, Woklan era demasiado valioso. Para ella, el crononauta era la llave que le daría acceso al suceso originario, el objeto que usaría para alcanzar el poder de un dios: el poder de moldear la realidad con el pensamiento.

—Zorra —dijo el recluso, contemplando cómo el cuerpo sin vida del segundo carcelero caía al suelo—. Si nos volvemos a ver, ten por seguro que te haré sufrir. —Antes de que la compuerta se cerrara, por un par de segundos, observó la cara plagada de rabia de Vheret; el odio bullía en la hija de Ragbert.

Woklan se levantó, miró el hangar y examinó las naves. La mayoría estaban destrozadas y las que no estaban desguazadas no se libraban de las grandes capas de óxido.

—No puede ser. —Se giró y, con nerviosismo, le dijo al recluso—: Estamos atrapados. Ninguno de esos trastos va a sacarnos de aquí.

—Shhh... —Sin darse la vuelta, manteniéndose enfrente del mecanismo de cierre, el presidiario añadió—: Controlar la energía Gaónica, conseguir que fluya en pequeñas dosis, requiere concentración.

El crononauta se quedó quieto, observando cómo el brazo de recluso brillaba con un tenue fulgor. El recluso, por su parte, respiró rítmicamente, dejando que lo único que le surcara la mente fuese el sonido del aire que entraba y salía de los pulmones.

Tras unos segundos, cuando se hallaba en sincronía con su respiración, meneó los dedos, notó cómo la energía se movía por la piel y tocó el mecanismo de cierre.

—Espero que funcione... —Retrocedió un par de pasos.

La compuerta se recubrió con una tenue película de energía que acabó siendo absorbida por el metal. Justo cuando empezaron a escucharse los golpes que daba Vheret desde el otro lado y los gritos que profería, la estructura se fue moldeando. El mecanismo de cierre desapareció y también lo hizo el acceso a la sala. La puerta se convirtió en una densa estructura metálica que estaba unida a la pared del hangar.

Woklan, asombrado, soltó:

—¿Cómo...? ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo has conseguido que desaparezca la compuerta?

El recluso lo miró con las facciones reflejando fatiga y el sudor recorriéndole la cara.

—He alterado la realidad. —El asombro del crononauta se incrementó al escucharlo—. Canalizando un poco de energía Gaónica, he conseguido que la compuerta se convierta en una pieza de metal sólido. —Hizo una breve pausa—. Sinceramente, no creía que lo lograría. Hasta ahora, la única vez que pude moldear la realidad fue alterando el color de un pétalo de rosa. —Lo miró fijamente a los ojos—. Aunque ahora... —Bajó la mirada y observó las manos recubiertas con una fina capa de energía—. Ahora no sé por qué, pero siento que puedo llegar a controlar la energía Gaónica. —Guardó silencio un instante y murmuró—: Quizá en no mucho pueda empezar a controlar los saltos.

Aunque apenas oyó lo que había pronunciado, al intuir lo que había susurrado, Woklan le preguntó:

—¿Saltos? ¿Saltos entre realidades?

El recluso volvió a mirarlo a los ojos.

—Sí, saltos entre universos paralelos.

Durante unos instantes, al mismo tiempo que se escuchaba cómo algunos carceleros se unían a Vheret y golpeaban la pared, ambos se mantuvieron callados.

—Tenemos poco tiempo —dijo al fin Woklan—. Dentro de poco, cuando deje de cegarles la rabia, utilizarán explosivos en vez de puños y destruirán la pared. —Se dio la vuelta y recorrió el hangar con la mirada—. Y con estas naves oxidadas nos será imposible salir de aquí. —Resignado, negó con la cabeza—. No voy a dejar que me capturen. No voy a dejar que sigan jugando con mi mente. —Apretó los dientes y los puños—. Antes destruyo la integridad de la estación y acabo con esa repugnante versión de Ragbert y de su hija.

Los megáfonos del hangar se encendieron y a través de ellos llegó el mensaje del profesor Ragbert:

¿Creíais que había una salida? ¿Qué podías escapar de la ciudadela? —Por la trasmisión se escuchó el chisporroteo que producía lo que quedaba del implante robótico de la cabeza—. Vais a morir aquí. Si no os mato yo, mi hija o mis lacayos, os matará el colapso de la realidad. Moriréis engullidos por la Entropía.

—Maldito —escupió el recluso.

Sé lo que estáis pensando, que encontraréis un modo de evitar que os arranque las columnas. —Ragbert se acercó más al micrófono y los chisporroteos sonaron más fuerte—. Pero solo son esperanzas vanas —en la última frase se reflejó la intensa rabia que sentía.

Por las esclusas que mantenían la atmósfera del hangar respirable empezó a salir un gas verdoso que casi al instante produjo que el recluso y Woklan tosieran.

—Debemos... —el prisionero de la cara tatuada tuvo que dejar de hablar por el fuerte picor que se apoderó de su garganta.

—Aguanta —Woklan solo pudo decir esa palabra mientras veía a su compañero caer de rodillas contra el suelo; la tos le impidió continuar.

El recluso novecientos noventa y nueve, con las venas de la cara hinchadas y las de los ojos enrojecidas, lo miró, intentó hablar y perdió el conocimiento.

—No —dijo el crononauta entre tosidos.

Un chirrido sonó a través de los megáfonos del hangar y casi al instante se escuchó la voz de Ragbert:

No me hace falta estar ahí para saber que cara tatuada ya está inconsciente. Tú tardarás un poco más, no tienes la misma cantidad de mi sustancia especial en tu torrente sanguíneo y eso te dará uno o dos minutos. Tu organismo no se rendirá tan rápido.

Mientras se empezaba a formar una neblina verdosa que cubría el suelo, Woklan volvió a inspeccionar el hangar.

«No, no me vas a capturar».

Se agachó, cogió al recluso y empezó a tirar de él.

—Te sacaré de aquí —soltó con la voz ronca.

Apenas lo había movido unos metros, tuvo que soltarlo y apoyarse en una vieja pieza de una nave. Con la vista nublada, con las lágrimas de impotencia recorriéndole las mejillas, susurró:

—Weina, te he vuelto a fallar... A ti y a nuestra hija...

Parpadeó, meneó la cabeza, luchó contra el cansancio, pero no pudo evitar que las piernas le temblaran y que las manos resbalaran por el metal oxidado.

«Os he fallado...».

Mientras cabeceaba, al mismo tiempo que los párpados empezaban a pesar demasiado para mantenerlos abiertos, le pareció escuchar cómo se acercaban unas palabras que provenían de una voz lejana.

Al principio, durante algunos segundos, no fue capaz de entender nada. Sin embargo, pasado ese tiempo, no tardó en escuchar con claridad lo que alguien le decía:

—No te preocupes, nuestro señor, Dhagmarkal, cuida de sus siervos. —Notó el tacto de unos dedos gélidos acariciándole el cuello—. Abre los ojos y contempla su obra.

Con las pocas fuerzas que le quedaban, elevó un poco la mirada y observó a una niña con un camisón sucio, con la cabeza agachada y los puños extendidos.

La pequeña movió lentamente los brazos, giró las muñecas, abrió las manos y le enseñó dos globos oculares con los nervios ópticos ensangrentados. Alzó la cabeza, sonrió y dejó al descubierto una boca sin dientes y un rostro con las cuencas vacías; se había arrancado los ojos para mostrárselos.

A la vez que un profundo temor se apoderaba de la mente de Woklan, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Atemorizado, intentó levantarse y huir de aquella horrible visión. Aunque por más que lo intentó, los músculos no le respondieron y acabó cayendo al suelo.

—Nuestro señor cuida de nosotros —le susurró alguien al oído al mismo tiempo que le acariciaba la mejilla.

Antes de perder la consciencia, escuchó cómo en su mente le susurraban un nombre maldito:

«Dhagmarkal».

***

—Wokli, despierta Wokli.

Abrió despacio los párpados, intentó aclararse la visión, pero le fue imposible.

—¿Eres tú, Weina? —balbuceó.

Le pareció como si estuvieran corriendo cerca de él, escuchó varias pisadas a su alrededor y al mismo tiempo oyó muchas risas.

—Wokli... Wokli... —El tono de la voz se fue modulando hasta tornarse diabólico—. Wokli, despierta. —Rio—. Tengo hambre.

Woklan parpadeó hasta que pudo ver con claridad donde se hallaba. Estaba tirado sobre un charco de sangre en la Ethopskos, rodeado de paredes metálicas cubierta de trazos ensangrentados creados con los cuerpos de sus compañeros. Flexionó los brazos, se arrodilló y, mientras gotas rojas le descendían por el rostro y el torso, observó la cara de Duklar tirada en el suelo, unos pocos metros delante de él.

—¿Otra vez...? ¿Otra vez aquí...? —el modo en que pronunció las preguntas plasmó el intenso miedo que sentía.

Escuchó multitud de risas, se giró y vio cómo, pisando los charcos y esparciendo la sangre por el aire, alguien invisible corría por la estancia.

Al mismo tiempo que sentía cómo los nervios se le aferraban al estómago, al mismo tiempo que gotas de sudor frío le resbalaban por la espalda, siguió las pisadas con la mirada y tartamudeó:

—¿Quién eres? —Justo cuando acabó la frase, la presencia se desvaneció y dejó de escuchar la risa.

Aunque el pánico lo paralizaba, quería levantarse y huir, correr y salir de la Ethopskos, alejarse de esa nave que parecía poseída por una fuerza maléfica, alejarse de ella y a la vez de lo que representaba; quería distanciarse de una parte de su pasado que le infligía mucho dolor.

Tras unos minutos, en los que lo único que se movió en la sala fueron las gotas de sangre que le caían de la cara e impactaban en un charco, en los que el único sonido que se escuchó fue el de su respiración, tragó saliva, se enfrentó al temor y se puso de pie.

Centro la mirada en el acceso al puente y caminó despacio hacia él. Le costaba dar los pasos, dentro se su mente se juntaba el deseo de dejar atrás la estancia y el temor porque saliendo de ella provocara la ira de la fuerza sobrenatural que creía que había poseído la nave.

Con la mano temblorosa, tecleó una combinación y, mientras la compuerta se abría, giró la cabeza para comprobar que nada ni nadie estuviera detrás de él.

—¿Dhagmarkal...? ¿Qué eres..., qué quieres de mí? —susurró.

Escuchó un crujido, miró hacia delante y un intenso brillo surgió de la entrada del puente y lo cegó. Sin tiempo a reaccionar, sintió cómo una gran mano se aferraba a su ropa, cogiéndola con fuerza a la altura del pecho. Impotente, notando fuertes pinchazos en el pecho, con la respiración acelerada, el miedo se intensificó y lo obligó a gritar.

—No temas —le susurró alguien al oído con una voz espectral—. Todavía no es el momento de que vuelvas a caminar por tu infierno. —Le echó el aliento gélido en la nuca—. Lo harás cuando Dhagmarkal te reclame.

La mano apretó la ropa con más fuerza y tiró de ella arrastrando al crononauta hacia el resplandor. Mientras Woklan era llevado hacia ese intenso brillo, mientras notaba cómo unos gusanos le mordían la piel y se hundía en la carne, mientras múltiples susurros repetían el nombre de la deidad olvidada, gritó poseído por el pánico.

***

—Woklan. Woklan, despierta. —El recluso novecientos noventa y nueve meneó al crononauta—. Vamos, despierta.

El teniente abrió los ojos, sintió un fuerte dolor de cabeza y se tocó la frente. Al darse cuenta de que estaba en el suelo, cogió la mano que le extendía el recluso y se levantó con su ayuda.

—Esos monstruos... son reales... —Woklan iba a proseguir hablando de la experiencia que lo atormentó mientras estuvo inconsciente, pero, al ver el hangar repleto de carceleros desmembrados, dejó atrás esos pensamientos y soltó—: ¿Qué? —Miró al recluso a los ojos—. ¿Qué ha pasado aquí?

El prisionero observó los cuerpos descuartizados y contestó:

—No lo sé... —Hizo una breve pausa—. Cuando me he despertado, el hangar ya estaba así. Sea lo que sea lo que ha acabado con ellos, nos ha salvado. —Ladeó la cabeza, miró el gran orificio que habían hecho los guardias con explosivos y dijo—: Lo que no sé es por qué no nos ha descuartizado a nosotros...

Al escucharlo, Woklan no pudo reprimir un pensamiento:

«Dhagmarkal...».

Tras un segundo, el crononauta alejó de la mente las grotescas imágenes de las pesadillas por las que había pasado y dijo:

—Tenemos que salir de aquí. Puede que Ragbert y su hija sigan vivos o que lo que haya mutilado a los carceleros vuelva y nos haga lo mismo.

El recluso asintió.

—Tienes razón. —Observó las naves—. Aunque no vamos a poder hacerlo en estos trastos. Vamos a tener que buscar otra salida.

Al presentir que se le había ocurrido algo, Woklan preguntó:

—¿Qué tienes en mente?

El recluso se miró las manos, sintió un cosquilleo recorriéndolas y contestó:

—Saltar a otra realidad. Debemos inducir a mi organismo a que salte. —Centró la mirada en la cara de Woklan—. Induciremos un salto tan grande que será capaz de llevarnos a los dos a otro universo. —Se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia el orificio en la pared.

—¿Cómo? —preguntó el crononauta, siguiéndolo.

—Llevan varios meses jugando con la estructura atómica de mi cuerpo, ralentizándola, impidiéndole que concentre suficiente energía Gaónica para saltar. Si llegamos al laboratorio de Ragbert, encontramos el neutralizador y me inyecto una sobredosis, al verse los átomos forzados a detenerse completamente, lo más probable es que se inicie una reacción en cadena que me arrastre a mí y a lo que me rodee a otra realidad.

—¿Lo más probable?

El recluso, sin detenerse, lo miró.

—Esperemos que sea eso lo que suceda.

Woklan lo cogió del hombro y lo detuvo.

—¿Por qué? ¿Por qué te arriesgas por mí?

—No solo lo hago por ti. Ahora mismo es la forma más rápida de dejar atrás este infierno. Si no lo provoco de este modo, el salto puede tardar en llegar un mes. Mi cuerpo no expulsará antes la suficiente cantidad de veneno que Ragbert me ha inyectado. Esa cosa, esa sustancia, no solo fluye por la sangre, también se adhiere a las células.

—Entiendo... —dijo Woklan mientras ambos reemprendían la marcha.

Anduvieron por pasillos con las paredes manchadas de sangre, en los que las luces parpadeaban y los altavoces chirriaban. Cada pocos metros, tenían que esquivar partes de cuerpos mutilados: cabezas, brazos, piernas o troncos.

No dejaron de moverse por ese ambiente cargado con el hedor de la muerte, reprimiendo los sentimientos de asco y miedo, anteponiendo la idea de que lograrían dejar atrás ese antro de sadismo gobernado por un científico loco, de que escaparían de esa prisión que se había convertido en una macabra tumba.

Tras unos minutos, llegaron al laboratorio principal y buscaron la sustancia. Echaron abajo estanterías, rompieron los vidrios de pequeños refrigeradores y tiraron al suelo algunas probetas.

Cuando revisaron a fondo la sala sin encontrar la sustancia, el recluso novecientos noventa y nueve se echó las manos a la cara y bramó. Woklan inspeccionó de nuevo el laboratorio con la mirada y susurró:

—¿Dónde?

El crononauta notó una brisa gélida acariciándole la nuca y escuchó:

En el suelo.

Sin dar importancia a la voz, se agachó y miró la parte baja de una mesa. Fue palpando el borde hasta que notó un pequeño mecanismo y lo activó. Se levantó al mismo tiempo que se separaban dos placas metálicas y emergía un pequeño refrigerador.

—¿Qué? —soltó el recluso al ver el color amarillento de la sustancia—. Lo escondía debajo del laboratorio. —Woklan asintió—. Bien hecho. —Caminó hacía el refrigerador, le dio un palmada en el hombro al crononauta y dijo—: Ya lo tenemos.

Al mismo tiempo que el presidiario cogía un inyector y lo cargaba al máximo, Woklan despejó una camilla.

—Esperemos que funcione —dijo el crononauta, dirigiendo la mirada hacia su compañero.

El recluso apretó un poco el inyector, vio cómo caían algunas gotas del líquido viscoso al suelo y dijo:

—Debe de hacerlo. —Caminó hacía la camilla y le dio el inyector a Woklan—. Clávame las agujas en la nuca y dejemos de una vez por todas atrás este infierno. —Se tumbó boca abajo.

Al mismo tiempo que el crononauta se preparaba para sobrecargar el organismo de su compañero, pensó en todo lo que había pasado, en las criaturas diabólicas y, durante un breve instante, recordó qué sucedió en la Ethopskos. Nervioso ante esa revelación, inspiró con fuerza, clavó las agujas e inyectó la sustancia.

—Weina... —susurró mientras tiraba el inyector al suelo.

El recluso empezó a sufrir espasmos y Woklan trató de mantenerlo inmóvil en la camilla. Forcejeó durante casi un minuto hasta que los músculos del presidiario se detuvieron.

El crononauta, viendo que su compañero tenía la mirada perdida y que no se movía, empezó a preocuparse.

—No, no —dijo, temiendo que hubiera muerto—. Despierta. —Le dio la vuelta y lo zarandeó—. Vamos.

Al ver que no reaccionaba, pasado un minuto en el que no cesó de intentar reanimarlo, gritó y golpeó una mesa. Cuando estaba a punto de maldecir, un intenso brillo proveniente del cuerpo del presidiario se propagó por el laboratorio. Antes de que le diera tiempo de hablar, el fulgor lo engulló a él, a su compañero y a parte de la sala.

Sintió como si miles de agujas se le clavaran en el cuerpo, como si lo atravesaran y se llevaran partes de él. Chilló, pero no escuchó el sonido de su grito. Lo único que percibió fue una infinidad de colores golpeándole la visión; saturándola. Los olores bombardearon su olfato, llevándolo de intensas fragancias a repugnantes hedores.

Quería moverse, aunque cuando lo intentó se dio cuenta de que no tenía cuerpo. En ese momento, trató de pensar en lo que estaba viviendo. Sin embargo, antes de que pudiera llegar a materializar un pensamiento, la consciencia se apagó y la negrura pobló su ser.


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