Capítulo 10
A la vez que mecía la hierba, la brisa empujaba el dulce aroma de las flores por el prado que parecía no tener fin. Desde lo alto, la luz del sol descendía, coloreaba el paisaje y le calentaba la piel.
Con una gran sonrisa, Woklan contemplaba a su hija correr alrededor de un viejo roble; la niña se movía con los brazos extendidos. Sin perder de vista a la pequeña, escuchando el ruido que hacía con los labios al intentar imitar a un avión, pensó en lo afortunado que era. Inspiró despacio y fijó la mirada en el árbol que tantos recuerdos le traía.
Mientras él se perdía en sus pensamientos, Weina lo abrazó por la espalda y le dijo:
—Estaría orgulloso de ti. —Apoyó la barbilla en el hombro de su marido—. Tu padre estaría orgulloso de lo que hiciste para que nuestra hija pudiera vivir.
Woklan guardó silencio un par de segundos.
—Sí, lo hubiera entendido... —Se dio la vuelta y besó a su mujer—. En el tiempo que dirigió la flota jamás quebrantó ninguna norma, pero sé que en mi caso hubiera hecho lo mismo que yo.
Weina le acarició la mejilla, sonrió, le cogió la mano y caminó hacia su hija llevándolo con ella.
Al mismo tiempo que las suelas de las botas aplastaban la fina capa de hierba, al mismo tiempo que observaba la frondosidad del árbol y cómo algunas ramas pequeñas se movían a causa de la brisa, Woklan susurró:
—Lo hubiera entendido...
El crononauta estaba tan inmerso viviendo esa experiencia paradisíaca que no escuchó la voz que se propagó débilmente por los alrededores del inmenso roble:
—La mente del sujeto acepta y asimila las ondas Gaónicas. No hay distorsión, se puede incrementar el flujo.
A la vez que Woklan se sentaba cerca del árbol junto con su mujer e hija, sin ser consciente de ello, alguien contestó a través de un sistema de comunicación:
—Maravilloso, por fin podré recrear el suceso original. —Al mismo tiempo que quien hablaba soltaba un pequeño gemido de placer, por la trasmisión se escuchó un gran grito—. Estoy deseando dejar atrás esta realidad que se colapsa para disponer de más prisioneros a los que extirpar las columnas. —El profesor Ragbert apretó las vértebras que acababa de arrancar y las quebró—. Los que tenemos aquí se están debilitando tanto que sus huesos ya no crujen como a mí me gusta.
La persona que habló primero, después de observar cómo Woklan jugaba con su hija, se dirigió al científico:
—Señor, cuando resolvamos el problema de reconducir la paradoja podrá viajar a cuantas realidades quiera y arrancar las columnas que desee.
—Cierto... —Ragbert se calló unos segundos—. Al primero que le arrancaré la columna será a teniente O. Whagan. No puedo dejar que su secreto sea descubierto por nadie más. —Soltó una tenue risa—. Pero no adelantemos acontecimientos, primero acabemos lo que inició este soldadito con complejo de dios.
La persona que estaba en el prado junto a Woklan y su familia, la mujer que se mantenía invisible para ellos, susurró una palabra cerca de una gruesa pulsera negra y el camuflaje dejó de ocultarla.
A espaldas del crononauta, sin que este pudiera verla, vestida con un uniforme oscuro ceñido, se acarició el pequeño dispositivo que se hallaba cerca del oído y dijo:
—Estoy lista para iniciar el incremento de ondas Gaónicas.
Woklan parpadeó y dudó, pero al final se dio la vuelta y la vio. Se levantó, la señaló y espetó:
—¿Quién eres? —Al ver cómo la mujer ladeaba la cabeza ligeramente y cómo la coleta le bailaba con la brisa, insistió—: ¿Quién eres? ¿Quién te envía?
La mujer sonrió y los finos labios otorgaron aún más belleza a sus facciones. Gracias al reflejo de los rayos del sol los ojos verdes parecían brillan; el color resaltaba con la tonalidad oscura de la piel.
—Soy tu carcelera. —Acarició la pulsera y una pequeña luz azulada parpadeó en una parte del material que le daba forma—. Y me voy a encargar de que tus secretos sean revelados.
—¿Mis secretos...?
Un cúmulo de imágenes grotescas se apoderaron de la mente de Woklan y lo obligaron a gritar. El crononauta cayó de rodillas al suelo con las manos aferradas a la cabeza.
—Debe de ser horrible no ser consciente de qué es real y qué no. —La mujer llegó a su altura, le golpeó el pecho con la suela y lo lanzó de espaldas contra el suelo—. Te has convertido en un mito. Algunos te admiran y otros te odian. —Desenfundó una pistola y miró a Weina y su hija—. El mayor criminal de la historia, el asesino con complejo de dios. —Bajó un poco la mirada y observó cómo, entre medio de convulsiones, el crononauta imploraba por la vida de su familia—. Tanto potencial y tan desaprovechado. Si fueras consciente de tu obra serías un hombre digno de admiración, pero en tu estado el único sentimiento que me produces es repugnancia. —Enfundó el arma y retrocedió un par de pasos—. Odio la debilidad.
—Gracias... —soltó Woklan con la voz ahogada mientras intentaba incorporarse.
La mujer se mantuvo callada hasta que una luz verde surcó el cielo.
—Además de patético eres tonto. —Sonrió—. No les he perdonado la vida, solo he esperado un poco. —La sonrisa se acentuó—. Lo he hecho para incrementar tu desesperación. —Echó mano a la parte trasera del cinturón y desenvainó un puñal—. Voy a disfrutar matándolas. —La hoja negra del arma se trasformó en energía y se volvió roja.
Woklan se levantó con la intención de defender a su familia, pero las piernas le temblaron y fue incapaz de caminar. Impotente, con la mayoría de músculos sufriendo espasmos, suplicó:
—Por favor, no.
De nada sirvieron las palabras, la mujer anduvo a paso lento hacía una atemorizada Weina que se aferraba en vano a su hija en un intento de protegerla.
—¡Woklan! —gritó la esposa del crononatua justo antes de que la hoja le atravesara la garganta.
La carne chisporroteó, el puñal de energía abrasó el cuello y un olor a chamuscado se propagó con rapidez. Las cervicales crujieron, la cabeza cayó hacia atrás y quedó casi pegada a la espalda. Aunque había perdido la vida, Weina se mantenía aferrado a la niña que miraba asustada cómo la sangre hervía en la hoja del arma.
—No —Woklan apenas pudo pronunciar una palabra, las cuerdas vocales se negaron a producir más sonidos.
Rabiando, ardiendo por dentro, las lágrimas de impotencia le resbalaron por la piel de las mejillas. Mientras una pequeña lluvia de dolor líquido descendía por la barbilla e impactaba contra la hierba que poco a poco se marchitaba, el crononauta intentó con todas sus fuerzas controlar su cuerpo.
La mujer agarró a la niña por la melena y caminó arrastrándola hasta el roble. La dejó pegada al tronco, retrocedió un paso y extendió el brazo. Acarició la pulsera, cuatro cañones se separaron del antebrazo y lanzaron afiladas piezas metálicas que se clavaron en la ropa de la pequeña.
—Papá —soltó asustada, intentando liberarse.
La mujer acarició el dispositivo que se hallaba cerca del oído y dijo:
—Señor, aún puede incrementar el bombardeo de ondas Gaónicas, la secuencia se mantiene estable y creo que podremos inducir al sujeto al estado originario.
Desde el panel de control de la sala donde monitorizaba lo que sucedía, el profesor Ragbert se mesó la barbilla con la mano metálica repleta de restos humanos y contestó a través del sistema de comunicación:
—Por fin estamos a un paso de lograrlo. —Pasó la punta de los dedos por el botón que iniciaba la secuencia final, se relamió y lo pulsó—. Lleva a la psique del teniente a enfrentarse con sus demonios internos.
Cuando la mujer vio cómo decenas de haces de color verde surcaban el cielo, respondió:
—Recibido. —Apartó la mano de la oreja, se dio la vuelta y miró a Woklan—. Ya no puedes escapar de lo que hiciste, es hora de que lo afrontes. —Antes de girarse y dirigirse hacía la pequeña, durante unos segundos, contempló sonriendo la cara de desesperación e impotencia del crononauta.
—¡No! —logró gritar el teniente tras liberarse de la parálisis de las cuerdas vocales.
—Papá, ayúdame.
Woklan observó el cielo teñido con un verde intenso, miró el cadáver de Weina, vio a su hija sollozando con la cara roja y bramó con un tono de voz que no parecía suyo:
—¡He dicho que pares!
Las palabras estremecieron a la mujer; un escalofrío le recorrió la columna mientras se giraba para contemplar al crononauta.
—No puede ser... —susurró incrédula—. ¿Cómo es posible?
Woklan empezó a controlar los músculos de su cuerpo y pudo dar un paso.
—Te voy a matar —escupió con ira.
La mujer se tocó el dispositivo que se hallaba cerca del oído y le dijo al profesor Ragbert:
—Señor, detenga el flujo de ondas Gaónicas. El sujeto está fuera de con... —no pudo acabar de pronunciar la frase, Woklan le dio un puñetazo con el reverso de la mano y la lanzo un par de metros por el aire.
Antes de caminar hacia la mujer del uniforme negro, sin darse cuenta de que la hierba del prado se tornaba marrón y de que el árbol se secaba, Woklan miró a su hija y le dijo:
—No te preocupes, pequeña. Reharemos lo que ha pasado y borraremos el sufrimiento.
Atemorizada, al verlo acercarse, la mujer escupió saliva mezclada con sangre.
—Señor... —Un pinchazo en el costado la interrumpió. Tuvo que apretar los dientes para poder proseguir—: Aborte la secuencia, el sistema de contención se ha vuelto inestable.
Con el odio inyectado en la mirada, Woklan llegó a la altura de la mujer, la cogió de la coleta y la arrastró unos metros por el suelo hasta llevarla al lado del cadáver de su mujer.
—Mira lo que has hecho. —Apretó el pelo con fuerza y le lanzó la cabeza contra la hierba marchita—. Lo has arruinado todo. —Sin poder evitar que las lágrimas brotaran de los ojos, le soltó la melena y retrocedió un par de pasos—. Tendré que hacerlo de nuevo —susurró, perdiéndose ante la grotesca visión de su esposa degollada.
La mujer se limpió la sangre que le brotaba de la nariz y la de los labios, lo miró y dijo:
—No es real. Esta no es tu mujer ni ella es tu hija —acabó la frase señalando a la niña—. Estamos dentro de una proyección de tu mente.
Woklan apretó los dientes, los puños y masculló:
—Mientes. —Dio un paso y bramó—: Es mentira, esto es real, es... —Se calló al ver cómo la tierra se agrietaba y cómo el sol se oscurecía.
—Es la verdad. —Woklan la miró a los ojos—. Tu mujer y tu hija murieron. Murieron hace mucho. —Tosió y escupió sangre sobre la hierba marchita—. Esto solo es una proyección de tus recuerdos y tus deseos.
—No... —negó susurrando.
Al estar inmerso en sus pensamientos, el crononauta no se dio cuenta de que la mujer desenfundó la pistola.
—No tienes presente ni futuro. —Mientras le apuntaba, con la otra mano se presionaba el costado para intentar que disminuyera el intenso pinchazo que sentía—. Te encargaste de ello al borrar tu pasado. —Volvió a toser—. Al moldearlo.
Poseído por la rabia, Woklan la miró y espetó:
—No sé quién eres, pero no eres diferente a los demás. Lo único que sabéis hacer es juzgarme. —Al mismo tiempo que el cielo y el suelo que pisaba se oscurecían, sentenció—: Pero eso se acabó.
Antes de que la mujer pudiera apretar el gatillo, oyó cómo una gélida voz le susurraba al oído:
—Dhagmarkal.
—¿Qué? —soltó confundida—. ¿Qué ha sido eso?
Ajeno al murmullo, Woklan empezó a caminar hacia ella.
—Interesante —escuchó la mujer por el dispositivo que se hallaba cerca del oído—. Esto es inesperado y sumamente grato. Jamás pensé que el teniente se convertiría en un sujeto aún más especial. —Ragbert soltó una risa—. Querida, no te preocupes, he iniciado el programa de contención.
Antes de que ella le pudiera contestar, una descarga eléctrica en forma de rayo azulado descendió del cielo e impactó contra Woklan. El crononauta se tambaleó pero no cayó.
—Maldito —espetó la mujer, disparando la pistola.
Aunque soltó un gemido, el teniente no fue derribado. Se mantuvo desafiante con los dientes apretados y los músculos en tensión e hizo falta el impacto de otro rayo para tumbarlo.
Justo en el momento en el que Woklan chocaba con el suelo, justo en el momento en el que el golpe lo forzaba a perder la consciencia, la imagen del prado marchito se desvaneció.
***
La mujer abrió los ojos, parpadeó, aclaró la visión y observó la sala en la que se hallaba. Tragó saliva, se arrancó las ventosas que tenía adheridas a las sienes, tiró los cables al suelo y se levantó colérica.
—Casi me mata en la proyección —espetó, señalando a Woklan.
Inconsciente, con correas sujetándole los brazos y las piernas, el crononauta estaba tumbado en una cama.
—Tranquila, querida —dijo el profesor Ragbert mientras entraba en la sala—. Evitaste ese trágico destino y conseguiste que comprendiéramos la magnitud del suceso originario. —Hizo un gesto y dos hombres ataviados con batas blancas retiraron los cables que la mujer tenía insertados en el material denso del traje negro.
—Cierto —admitió a regañadientes—. Pero si no tomamos más precauciones será peligroso llevarlo al siguiente estadio e iniciar la réplica. Debemos ser cuidadosos, señor.
Ragbert se acercó a la cama, acaricio el pecho desnudo de Woklan con la mano mecánica y dijo:
—Vheret, hija mía, no te preocupes. —Dirigió la mirada hacia la pared, hacia el lugar en el que mantenían atado e inconsciente al recluso novecientos noventa y nueve—. La próxima vez drenaremos toda la energía Gaónica del cuerpo del saltador de realidades y controlaremos la paradoja. —Rio.
Mientras escuchaba las carcajadas, luchando contra el inmenso cansancio, el recluso novecientos noventa y nueve levantó un poco la cabeza, observó al profesor Ragbert y pensó:
«Te mataré».
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