PRÓLOGO
No había pasado demasiado tiempo desde que terminara la universidad, pero se sentía casi como si hubieran sido décadas. Ahora tenía un trabajo y un novio, una casa, una vajilla de porcelana que costaba más que toda su educación y un brillante anillo en su mano derecha. Aun así, una vocecilla en su cabeza susurraba —con más frecuencia de lo que ella estimaba pertinente— que quizás debería abandonarlo todo de una buena vez.
—¿Por qué? —Se respondía en voz alta a sí misma. Tenía aquello con lo que muchísima gente estaría hecha un mar de felicidad, sin embargo, no era así para ella. A veces quería volver a ser esa chiquilla que alguna vez había tenido grandes sueños; un romance de cuentos y un montón de aventuras, pero lo que más anhelaba desde su temprana infancia, era su libertad.
Era cierto que tenía una buena vida, aunque muchas aventuras no había en su día a día y había que admitir que su trabajo tenía menos peripecias que limpiar los vidrios del apartamento. Y ni siquiera es que los limpiara ella, de todos modos. Pero sí que había un romance y también era libre. Al menos eso se repetía desde que se mudó de casa de sus padres para vivir con Reuben. Sin embargo, seguía existiendo esa pieza perdida que no lograba encontrar.
Para empeorarlo todo, había comenzado a hablar consigo misma, o eso creía. No entendía por qué esa absurda vocecilla, a la que comenzó a llamar —El Diablillo—, estaba molestándola en los momentos más inesperados.
—Ser una contadora es lo más patético que pudiste hacer con tu vida —le había dicho la noche anterior mientras se cepillaba el cabello frente al espejo del tocador.
Frunciendo el entrecejo recordó que a los seis años quería ser una poderosa bruja que con el chistar de sus dedos hiciera temblar a sus enemigos, que al mezclar unos polvos de color rosa y otros violetas pudiera crear un unicornio que la llevara a los confines del universo. Pero llegó la realidad, las brujas no existían y sus padres fueron muy enfáticos en que los caballos no eran unicornios disfrazados, cosa que ella repetía con cierta frecuencia y muy convencida de aquello. También recordó —reviviendo la angustia de ese momento— que a los diez años comenzó a hablar de hechizos, lenguas muertas y gatos negros para conseguir las cosas que quería, sin embargo, la psicóloga con que la llevaron sus padres —Por mera precaución —se encargaron de enfatizar, les indicó que ella solo repetía lo que había visto en un programa de la televisión, aparentemente.
A veces creía que todos sus planes los fueron forjando ellos, siempre corrigiendo y rechazando las cosas que les parecían poco adecuadas para su única hija.
Al crecer, se dio cuenta de no podía ser el alma libre que deseaba, la niña que soñaba había llegado a su fin y tenía que ser una mujer. Era hora de poner los pies en la tierra y vivir la realidad. Pero si en el camino se topaba con algo que desafiara esa normalidad, no haría nada por alejarlo.
En su mente aún estaban —aunque muy escondidas— esas ganas de toparse con un mundo diferente.
Aunque como seguramente algún refrán dice; ten cuidado con lo que deseas, se puede hacer realidad.
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