EPÍLOGO
Después de pasar unos días en el castillo que ahora era su morada, Agatha se adentró por primera vez en los aposentos principales, que habían pertenecido, hasta hace poco, a La Regine. Admiraba cada detalle, cada decoración perfectamente elaborada; las flores frescas en sus jarrones, los espejos con marcos opulentos y los grabados en metal que decoraban las paredes. Su entorno estaba parcialmente iluminado con un color dorado que desprendían dos lámparas de aceite situadas en unas elegantes mesillas de noche; una a cada lado del lecho, cuyas cortinas, aparentemente de seda, se encontraban cerradas. Rozó con el dedo índice el borde de un mueble de madera brillante antes de dirigirse a la única ventana de la estancia, tenía curiosidad por saber si desde allí se podía ver la ciudadela. Intentó abrir los paneles que la tapaban, pero apenas pudo moverlos media pulgada, pesaban demasiado.
—No creo que puedas abrirla con esos brazos tan delgados —dijo una voz masculina desde la entrada de la habitación.
Agatha se giró y vio a Fobos apoyado en el arco de la puerta. Parecía haber estado observando sus intentos y no había movido un músculo para ayudarla.
—¿Nadie te ha dicho que es de mala educación espiar a la gente? —preguntó ella, con una ceja arqueada—. Más aún si no pensabas ayudarme —añadió por lo bajo.
—Pensé que eras del tipo que prefiere valérselas por sí misma —respondió él.
—No va a herir mi ego que abras esta ventana por mí —le dijo con un tono bastante cercano al sarcasmo— A menos que tampoco puedas hacerlo.
Agatha estaba evitando mirarlo a los ojos, aunque no tenía muy claro el por qué. Lo único que venía a su mente era ese momento en que tuvo que pasar la noche acurrucada en sus brazos. No fue porque ella lo quisiera, ni que decir él. Pero, el frío era tan espantoso que, fue la única solución. Tanto él como Claudio habían soportado las inclemencias de ese entorno bastante bien, a diferencia suya, que estuvo a punto de morir de hipotermia. Todo me pasa a mí, solía pensar con frecuencia, luego recordaba que había gente que seguro la tenía mucho peor que ella y dejaba de sentir lástima por sí misma. Aunque la realidad era que, en efecto, todo le pasaba a ella. ¿Cuánta gente podía decir que fue arrancada de su cuerpo, llevada a un infierno de hielo, haber caminado junto a riachuelos de lava, descubrir que tiene una gemela psicópata y luego haberla asesinado? Seguro que no muchos.
Suspiró cansinamente. Tomó lo que a ella le pareció una actitud de valentía extrema y miró a Fobos a los ojos.
—Quizás deba explicarte las cosas más lento para que me comprendas —dijo Agatha, esperando haber mermado, aunque fuera un poco, ese exceso de confianza que parecía acompañar cada uno de los gestos del insufrible hombre que tenía al frente.
Fobos no le retiró la mirada. No parecía intimidado por sus palabras en lo más mínimo. Se le veía más bien ¿divertido? Pensó Agatha con curiosidad. Después de todo lo que había pasado a su lado, aún no lograba comprenderlo. Era del tipo que no muestra emoción alguna, aunque lo estén quemando con un hierro ardiente o le hayan atravesado las costillas con una lanza. Esto último en realidad había sucedido y, obviamente, ni siquiera se quejó del dolor.
Agatha se mordió el labio. Lo que más le molestaba, era que disfrutaba su cercanía. Incluso se descubría a sí misma sonriendo cuando le había hecho algún comentario ácido. Por supuesto que la fachada fue siempre mostrarse dignamente enfurruñada, si es que tal cosa era posible. Reuben ni siquiera había aparecido en sus pensamientos más de dos minutos seguidos y, sin embargo, se encontraba pensando en este hombre carente de toda delicadeza con bastante frecuencia.
Agatha seguía de pie junto a la ventana, esperando alguna respuesta de parte de Fobos. No le habría extrañado que simplemente se diera la vuelta para marcharse. Sin embargo, él caminó hasta ella y se detuvo a menos de medio metro.
—Está bien —respondió él—. La abriré por ti.
Agatha entrecerró los ojos. Seguro que su amabilidad tenía un precio. Se estaba acostumbrando a que en ese lugar todos parecían esperar cosas a cambio de los favores. Estaba a punto de preguntarle por qué se comportaba tan dócilmente, cuando él se acercó tanto a ella, que se vio obligada a levantar la cabeza para verlo a los ojos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con un hilo de voz.
Agatha notaba como él deslizaba la mirada desde sus ojos hasta sus labios. Le estaba costando tragar saliva. Seguro que se había ruborizado escandalosamente y sólo podía rogar que, con la poca luz de la habitación, no se notara demasiado.
—Si quieres que abra esa ventana, deberías salir de mi camino —le dijo Fobos, hablando en un tono nada propio de él, demasiado suave, demasiado provocativo.
Agatha sentía que las piernas no le respondían. Se quería quitar del camino, por supuesto, pero no le parecía posible mientras él la mirara de esa forma. Trató de tomar una bocanada de aire para hablar, pero, antes de conseguirlo, Fobos levantó una mano y le acarició el labio inferior con desesperante lentitud.
—¿No vas a moverte? —le preguntó a Agatha, que parecía a punto de tener un síncope.
—No —articuló ella, por toda respuesta.
Gimió contra sus labios cuando él la besó. Estaba segura de que no podría sostenerse en pie, esos roces suaves contra sus labios y la forma en que la lengua de él buscaba la suya la estaba vaciando de todo razonamiento. Sintió apenas como la tomaba por la cintura y la empujaba más hacia él.
Entre la maraña de pensamientos inconexos que inundaban en ese minuto su mente, Agatha se preguntó cómo no se había dado cuenta de que anhelaba esto casi desde el momento en que lo conoció. Porque eras humana. Se respondió tontamente a sí misma. Sólo había pensado en salir de allí y aunque solía sorprenderse mirándolo un segundo más de la cuenta, o cobijándose en él sólo un poco más de lo necesario, prefirió no analizar demasiado su propio comportamiento. Sabía lo que él le provocaba, pero, habiendo tenido la seguridad de que debería despedirse de él, prefirió ignorarlo.
—¿Por qué? —preguntó ella, cuando el hombre hubo separado sus labios de los suyos.
—Por qué ¿qué? — replicó él.
—¿Por qué me has besado?
—No puedo creer que me estés preguntando eso —comentó, riendo por lo bajo—. Si no lo sabes, no seré yo quién te lo explique —añadió, dirigiéndose a la ventana para mover las portezuelas que la cerraban y abriéndola de par en par—. Listo, ya puedes disfrutar de tu vista. —Con una pequeña inclinación de la cabeza y una sonrisa juguetona, abandonó la habitación.
Agatha se quedó de pie en medio de la estancia, con la mirada perdida en el arco de la puerta y pensando que tal vez, su nueva vida sería bastante interesante.
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