CAPÍTULO 2: DESPIERTA


—¡Agatha! ¿Estás ahí? ¡Abre la puerta!

Despertó atontada, con el cabello castaño enmarañado sobre su cara, escuchando apenas el grito que provenía del otro lado de la habitación.

—¡Voy a romper la bendita puerta, Agatha! —gritó Reuben.

No comprendía muy bien por qué parecía haber desfallecido en la alfombra y tampoco recordaba lo que estaba haciendo minutos antes.

—Oh, Dios —gimió de dolor. Aparentemente, se había golpeado la cabeza en la caída o algo por el estilo, porque le dolía como el infierno—. ¡Voy! Espera un segundo —contestó mirando a todos lados, con los ojos un poco irritados, preguntándose qué había sucedido cuando intentó su infructuosa llamada a las entidades arcanas que nunca llegaron.

Se tambaleó hacia la puerta y giró el pomo. Reuben estaba fuera, con cara de pocos amigos y con ánimos de echarle un sermón que ella tenía todas las ganas de evitarse.

—Lo siento, estoy un poco mareada. Creo que me desmayé o algo así. No quería preocuparte

—¿Qué demonios pasó? El apartamento completo huele a humo. Y, ¿por qué estás encerrada en esta habitación? —Se asomó y miró por encima de su hombro. Alcanzó a divisar las velas en el piso y bufó.

Conocía a su prometida hacía muchos años, desde que estudiaban en la misma universidad, pero nunca le había gustado esa inclinación suya a creer en tonterías como la astrología o los brujos.

Recordaba que sus padres le habían comentado a modo de broma, en una cena navideña, que desde muy pequeña se comportaba así, pero que afortunadamente ya era cosa del pasado. Pues a él no le parecía que eso fuera del todo cierto.

—¿Qué significa todo esto Agatha? ¿Pretendes crear un incendio? ¿Qué tontería estabas haciendo, por Dios?

No respondió. Sabía lo que él veía; su futura esposa se había vuelto loca.


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Mientras se alistaba para irse a la cama, se miró al espejo del baño y se preguntó si Reuben se había preocupado por ella o si le importaba más la posibilidad de que se estuviera quemando su hermoso apartamento.

—Bah —soltó mientras se decidía entre estar dolida o enojada.

—¿Desde cuándo tú le importas a don Pamplinas? —dijo sorpresivamente el Diablillo.

—Claro que le importo. O no estaría a mi lado —se respondió, molesta consigo misma por hacerse esas preguntas.

El Diablillo emitió una risita burlona y pareció decidir que era mejor desaparecer. El humor de Agatha empeoraba a cada segundo.

Decidida a hablar con Reuben y explicarle —en cierto modo— lo que había estado haciendo, salió del baño que comunicaba con su habitación. Lamentablemente para sus propósitos, él estaba profundamente dormido.

Con un suspiro lastimero decidió que quizás era mejor que ella también se fuera a la cama. El día siguiente sería bastante complicado entre la revisión de unos inventarios de fin de mes y las malas pulgas de su novio.


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—¿Por qué estoy aquí de nuevo? —preguntó la figura que estaba de pie al lado del ventanal principal de su habitación.

Lo que le producía más inquietud en su situación no era la extraña presencia, sino que las cortinas traga luz estaban completamente cerradas y, aun así, toda su habitación estaba bañada en un resplandor color azulino. Los colores se apreciaban como si la luz de luna se filtrara por la gruesa tela y permitiera ver todo su entorno entre sombras.

Agatha se levantó de la cama y avanzó con cuidado hasta la figura. No sabía si era real o simplemente su imaginación. Sin embargo, estaba bastante segura de que no corría un peligro inminente.

—¿Qué eres tú? —preguntó dudosa.

Pensó que quizás estaba siendo demasiado maleducada al tratar de «algo» a una persona. Pero bien, esa persona estaba en su habitación y ella merecía unas respuestas.

Cuando estuvo a unos escasos cincuenta centímetros, él se movió y la luz le permitió verlo claramente.

Era un hombre, quizás en sus treinta y pocos. Tenía el cabello muy negro y largo atado en una coleta baja. Sus ojos color del ónix brillaban de un modo que no podía ser natural, menos aún en penumbra. Sus ropas eran tan extrañas, que Agatha se detuvo a pensar de dónde vendría. Parecía vestido para vivir en un desierto gélido y, ella estaba segura de que no había ningún lugar con esas características cerca de su ciudad.

La mirada que le dirigió el sujeto hizo evidente que estaba molesto por la falta de respuestas. Cruzó los pocos centímetros que los separaban y la tomó por el mentón bruscamente para levantar su mirada hacia él.

—¿Por qué estoy aquí, humana?

Sin emitir palabra alguna, lo miró fijamente. Parecía perderse de a poco en sus ojos negros. Estaba soñando, no podía ser otra cosa. Veía ciudades, ríos y mares en sus pupilas. Figuras que parecían personas, construcciones elevadas y dolor, mucho dolor. Estaba segura de lo que sus ojos percibían, aunque su mente repitiera que nada de eso era posible.

—Fobos —dijo casi inaudiblemente, recordando de pronto el episodio de la tarde. Había mirado esos ojos antes, aunque solo fue durante los segundos previos a desmayarse. Lo había visto.

¿Era éste el resultado de su ritual? No le parecía que el hombre que ahora tenía en frente pudiera darle respuestas sobre su vida amorosa. Tenía más bien aspecto de querer degollarla ahí mismo.

—Fobos —repitió—. No sé qué sucedió, no sé cómo llegaste aquí. Pero debes irte, Reuben... — El hombre la hizo girar hacia su cama con muy poca delicadeza y la obligó a acercarse para que viera mejor.

Agatha se tapó la boca con ambas manos, aguantando el grito que jamás llegó a su garganta.

Su prometido dormía plácidamente, al igual que ella.

Podía verse a sí misma en la cama. Con las mantas dejando al descubierto uno de sus hombros, su cabello caía descuidadamente por su cuello, desprendiendo esos matices rojizos que tantas veces le habían halagado en su época de universitaria.

—No, yo no, no. ¿Estoy muerta? —Se giró, preguntando al borde de las lágrimas al hombre que se encontraba tras ella.

Fobos la miró con detenimiento. ¿Qué había hecho para traerlo desde su mundo? Parecía que ni ella misma lo sabía. Seguramente alguna Clavis equivocada, los humanos solían errar mucho cuando se trataba de contactar con seres de otros planos. Ya tenía experiencia con ellos, aunque había pasado una infinidad de tiempo desde la última vez. Siempre los consideró estúpidos y poco precavidos. Se lanzaban de cabeza a mundos llenos de seres que felizmente se quedaban en el Puerorum atormentándolos el resto de sus vidas.

—No —respondió secamente—. Estás donde convergen las realidades, en cierta forma.

—¿De qué demonios estás hablando? —Comenzó a desesperarse Agatha—. ¡Necesito salir de aquí ahora!

Pero parecía que no podía. Él había visto muchos humanos volver súbitamente a sus moradas carnales cuando así lo deseaban, pero esta mujer no estaba regresando. ¿Había algo que lo impedía?

—Me parece que no te será posible volver tan rápido.

—¿Me estás amenazando? —le gritó, perdiendo el control.

Fobos parecía casi divertido con esa situación, solo casi. Esta mujer parecía haber hecho alguna tontería que lo había vinculado con su Ka. No veía cómo iba a solucionar eso por sí mismo. Tendría que venir con él.

—Bien. ¿Nos vamos? —dijo el hombre sin explicar nada más.

—¿Irnos? —soltó Agatha.

¿Es que acaso se había vuelto loco? Actuaba como que «aquí no ha pasado nada» y ella estaba atrapada en una especie de limbo entre su vida y quién sabe dónde.

Creía saber lo que estaba pasando. Había leído algo sobre separar el alma del cuerpo alguna vez. No pensaba mover un músculo de donde estaba, si se quedaba allí, volvería.

—No puedes regresar. Algo extraño está pasando. Tenemos que solucionarlo.

—¿Tenemos? ¡Tú me hiciste esto! ¡Tú! Lo que sea que seas —le espetó mirándolo de reojo. Esperó no haberse propasado al punto de provocar que la matara allí mismo.

—Seguramente volverás a tu cuerpo cuando algo o alguien te despierte. No es ese el problema, humana —le dijo, como quién le explica a un niño con problemas atencionales que dos más dos son cuatro.

—No comprendo —susurró. La profunda voz de ese hombre la atemorizaba. Quería volver a su vida, aquello era una locura.

—Algo has hecho cuando me llamaste. Me has vinculado a tu Ka y es muy probable que cada vez que salgas a este espacio, me vea arrastrado a este mismo lugar.

Agatha no sabía si reír o llorar. No entendía lo que era un Ka y tampoco creía haber hecho nada malo. Solo recitó las palabras de un libro. Se suponía que obtendría respuestas sobre su vida. En ninguna parte hablaba de arrancar el alma de su cuerpo.

Resignada, lo miró con los ojos vidriosos y asintió apenas con la cabeza.

—Está bien.

Fobos sacó una extraña y delgada cadena dorada, larga como una serpiente y con eslabones muy intrincados. Ató un extremo a la muñeca de Agatha y el otro extremo a la suya.

La atadura parecía ser de oro, pero era un tanto flexible. Se estiraba si movía su mano lejos y volvía a contraerse si la acercaba.

—Podrías perderte —le comentó con un tono muy diferente al que había estado utilizando. Aún le daba miedo el sujeto, pero parecía que ya no la mataría. O al menos ella prefería pensar eso.

Agatha miró una última vez a Reuben en su cama, pero evitó mirarse a sí misma. Podría vomitar si lo hacía.


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Bajaron por una escalera de piedra negra, que estaba en el lugar en que siempre había estado su tocador. Era extraño, nunca se imaginó que, si realmente existían otros mundos, serían tan parecidos y al mismo tiempo tan diferentes al suyo.

Bajaron de a poco, entre neblina densa y frío glacial. No podía ver más allá del escalón siguiente y estaba segura de que a los lados había un vacío infinito. Pero prefirió no preguntar. No tenía intenciones de atormentarse más de lo que ya estaba.

Mientras avanzaban se escuchaban voces, como ecos de gente que le susurraba al oído. Incluso creyó sentir un roce en su hombro que la hizo pegar un salto.

—Cuidado. Este lazo te mantiene a mi lado, pero si caes ni siquiera yo podré ayudarte —dijo el hombre con un tono que solo contribuyó a aumentar su pánico.

La escalera parecía eterna. No podía calcular el tiempo que llevaban bajando, pero seguro que había pasado más de media hora. Esperaba que faltara poco, esas voces parecían multiplicarse, susurrando en un idioma que ella no comprendía. Lo que fuera que repetían a su alrededor, estaba segura de que no era nada bueno.

Fobos iba un peldaño más adelante y no dijo ni una sola palabra hasta que llegaron al último escalón. Agatha estaba congelada hasta la médula de los huesos, con su camisola de dormir y sin zapatos. El olor que había en ese espacio oscuro y húmedo era el mismo hedor a putrefacción que había sentido cuando hizo el ritual.

—¿Qué es ese espantoso olor? —preguntó con los dientes castañeteando por el frío.

Fobos no contestó. Desató la cadena dorada que los unía y le hizo un gesto para que lo siguiera a unas grandes puertas de la misma piedra negra que estaba hecha toda esa horripilante estancia en que apenas se podía ver.

Sintió el sonido de la piedra moviéndose. El hombre la tomó del brazo y la hizo cruzar el umbral junto a él.

Primero pensó que veía pequeños cerros en medio de un paisaje invernal. Pestañeó un par de veces para que sus ojos se acostumbraran a la luz y con la claridad llegó el horror; pudo ver que eran cadáveres. Todos apilados formando pequeñas montañas. Algunos parecía que aún no estaban del todo muertos, se retorcían tratando de levantar los cuerpos que estaban por encima, pero no tenían la fuerza para hacerlo.

Agatha cayó de rodillas a un suelo de piedra gris parcialmente cubierto de nieve. De allí, ciertamente, no podría salir nunca.

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