CAPÍTULO 10: REGNUM
El pasaje subacuático había sido un camino sin mayores inconvenientes, el nivel del agua nunca pasó de sus rodillas y el fondo de la caverna era perfectamente visible. El problema fueron las escaleras de subida; peldaños enormes que parecían no terminar jamás. Fobos se había quejado de su lentitud y Agatha, con la respiración agitada, le había respondido con un gesto grosero de la mano que él decidió ignorar. Había caminado más de un día entero sin descanso; le dolían los pies y las rodillas. Los dos hombres que viajaban con ella parecían olvidar que su vida habitual tenía muy poco que ver con recorrer distancias enormes en poco tiempo, ni escalar a través de derrumbes mientras evitaba caer a un río de lava.
Los escalones terminaron en la boca de una gran roca gris que estaba situada en medio de un bosque verde y frondoso. Agatha fue la primera en avanzar más que unos cuantos pasos fuera, con las botas empapadas, pero aliviada de no estar en otra cueva oscura y horrible. El lugar le pareció hermoso, por un segundo se preguntó si lo que veían sus ojos era real. Los árboles de grandes copas y frutos color del melocotón parecían sacados directamente desde su propio mundo. Las flores que crecían en los arbustos incluso se asemejaban a las que ella compraba para los jarrones de su casa; rosas y peonías. Podía escuchar el canto de algún ave que estaba posada tan alto, que no alcanzaba a divisarla.
—¿Dónde estamos? —preguntó ella, observando que Claudio se acercaba a sus botas con la antorcha.
—Interdiu —respondió Claudio—. Éste es el Bosque de las ánimas —concluyó, a la vez que susurraba algo mientras deslizaba la vara encendida de un lado a otro de las ropas de Agatha.
—De verdad eres un brujo—dijo ella, agachándose para palpar el cuero de los zapatos que ahora estaba completamente seco, al igual que los bajos de su túnica. Sonrió de forma incómoda al anciano, viendo que este la miraba con cara de reproche.
Mientras Claudio repetía sus encantamientos en las ropas de Fobos y en las suyas, Agatha decidió detenerse a observar la vegetación de los alrededores. Todo parecía sacado de una revista de fotografías; flores de un color aguamarina tan brillante como no había visto jamás en su mundo, lirios azules cuyos pistilos se movían de forma acompasada con las pequeñas ráfagas de viento y rosas de un rojo muy oscuro con grandes pétalos aterciopelados. Se disponía a tocar la flor que se asemejaba a lo que ella conocía como una rosa Perla Negra, cuando Fobos le cogió la mano, evitando que la tomara por el tallo.
—Las rojas tienen púas venenosas que te harán caer en un sueño profundo por el resto de tus días —dijo el hombre.
—¿Cómo en los cuentos de hadas? —preguntó ella, dando un salto hacia atrás para alejarse del rosal.
Fobos y Claudio se miraron con expresión divertida.
—No tengo idea de qué me hablas —respondió Fobos—. Pero no creo que las hadas tengan nada que ver con estas flores.
Agatha bufó. Antes de contestar con un sarcasmo, divisó un animal de pelaje cobrizo esconderse tras un arbusto. Al acercarse unos pasos, vio que se parecía mucho a un zorro adulto. Tenía el tamaño de un perro mediano, orejas muy puntiagudas y una cola ancha y peluda que en ese momento movía amistosamente. —¿Qué es eso? —preguntó ella—. Esperando algún complicado nombre de alguna nueva criatura que añadiría a su atlas mental de cosas espeluznantes.
—Un zorro —contestó Claudio—. Vamos, no podemos detenernos aquí. Se hacen patrullas en ciertos horarios y no queremos encontrarnos en este lugar cuando pasen los guardias.
—¿Horarios? —dijo Agatha, mirando a uno y a otro alternativamente—. Se supone que aquí no existe tal cosa.
—No los hay en Glacialis ni en Fraglans —respondió Fobos—. Pero me temo que aquí, las horas cuentan bastante. Los movimientos del único sol que posee esta esfera son idénticos a los del plano terrenal. Es más, Interdiu se construyó como una especie de réplica de tu mundo en alguna época lejana—añadió.
Agatha se quedó boquiabierta y con la mirada perdida en el grueso y alto tronco de una secuoya. Las esferas que habían visitado hasta el momento eran escalofriantes, hostiles y repletas de amenazas por doquier. Pero este paraje parecía más cercano y amigable. Algo que ella podía creer que era real, un lugar del que no estaba ansiosa por escapar.
—Tenemos que movernos. Los guiaré hasta el pasaje secreto que conecta con el interior del castillo. Pero primero, hay que atravesar la ciudadela. Agatha tendrá que ser llevada como si fuera una esclava, cualquiera que la mire sabrá que es humana —explicó Claudio.
—Vaya. Esto se pone cada vez más interesante —comentó Agatha, con mala cara—. ¿No eres tú un humano también?
—Claudio es un hechicero, aunque sea humano, su magia es capaz de camuflarlo en este lugar —contestó Fobos —No te preocupes, no voy a sacudirte demasiado, lo prometo —añadió, mirando a Agatha con expresión de estarse divirtiendo como nunca.
—Tómense esto en serio. O vamos a terminar todos en el cadalso del pueblo. —Dichas estas últimas palabras, Claudio procedió a caminar entre los árboles y arbustos, evitando con cuidado las espinas de las flores favoritas de la Regine. Estaba preocupado, sabía que estaban cometiendo una locura al infiltrarse en la morada de la gobernante de las Esferas del tormento. Esto no iba a terminar bien para ninguno de ellos. Desde que emprendieron la misión, comenzó a lamentar haber tomado la decisión de acompañarlos. En un primer momento, su propia idea no le había parecido tan descabellada, pero, estando ya frente al objetivo, las cosas se veían bastante menos simples y ningún plan le parecía ser lo suficientemente seguro como para salir de allí con vida y volver a su horrenda, pero confortable cabaña.
La entrada a la ciudad principal no tenía puertas como las que se habían abierto cuando llegaron a la Tribu de Sangre. Interdiu sólo poseía altas murallas de piedra y un arco gigantesco de mármol con unas letras apenas visibles desde el suelo, grabadas en la parte más alta. Entraron como si fueran viajeros que necesitaban comer y descansar, nadie prestó demasiada atención al par de hombres que ingresaron con una esclava de mirada esquiva. Claudio había sugerido que ataran a Agatha con una cadena en las muñecas y le dieran empujones para que caminara más rápido, al menos un par de veces. «Para generar realismo». El único realismo que ella quería, era arrojarlo desde la condenada torre a la que tenían que subir. Fobos estuvo de acuerdo, aunque no la empujó de verdad en ningún momento. El hombre se limitó a darle un par de golpecitos en el brazo que, a ojos de nadie habrían parecido empellones. Claudio bufaba y movía la cabeza de lado a lado, seguramente con ganas de darle él mismo una zarandeada que se viera lo suficientemente real. Por fortuna, no lo hizo.
Agatha observaba todo a su alrededor, fascinada. El lugar parecía sacado directamente desde el set de una película de la edad media. En las lindes de los muros que delimitaban la ciudad, había casas pequeñas de piedra tosca y otras más grandes hechas de algo similar al granito. En su trayecto hacia el centro, se fijó en tabernas que ofrecían bebidas alcohólicas servidas por mujeres de grandes atributos físicos, aunque los ojos eran los mismos de un gato y tenían manchas color marrón oscuro, que recordaban a un lince, en el dorso de la mano. También había un mercado que estaba dividido en dos segmentos: el de la comida y el de los cachivaches. En el segundo, hombres ancianos junto a otros jóvenes y fornidos vendían todo tipo de cosas; relojes de aspecto señorial, pero con un desgaste evidente, lámparas de aceite, bastones elegantes, miniaturas de retratos y flores. Se fijó que muchos puestos estaban dedicados a la floristería. La gente de este lugar al menos parecía tener un gran aprecio por la naturaleza.
—Todas estas personas —susurró Agatha a Fobos—. ¿Son humanos o demonios?
—Ninguno —le contestó este, también en voz baja—. Su forma de vida es propia de esta esfera. Que no te engañen tus ojos, aunque muchos se vean como humanos, no lo son. La gran mayoría posee una naturaleza más bien violenta y sienten un profundo desprecio hacia lo que ellos llaman «La basura que cae de los reinos», para referirse a los seres terrenales. Mira. —Le señaló con un movimiento de la cabeza a una mujer que ordenaba diversas frutas en un puesto; un sujeto enorme la golpeaba constantemente con una varilla en las piernas, gritándole insultos que Agatha pudo comprender a la perfección.
—No deberíamos de ... —comenzó Agatha.
—No —replicó Claudio—. Lo único que debemos hacer es llegar al castillo.
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Agatha estaba lo suficientemente cansada como para haber agradecido un breve reposo en algún bar o incluso en la hierba que rodeaba algunos lugares. Había caminado tanto en el último tiempo, que creía estar segura de que sus piernas terminarían siendo tan corpulentas como las de un ciclista de elite.
Claudio los había paseado por el centro de la ciudad para que tuvieran claro como moverse en caso de tener que escapar, pero luego decidió que era más discreto rodear el recinto por los límites de la alta muralla. El camino se había vuelto tedioso y mucho más largo que si se hubieran dirigido directamente desde el mercado hasta la fortaleza. El anciano habló todo el trayecto acerca de la dificultad que suponía sortear la entrada principal, pero en ningún momento mencionó los problemas que conllevaría que los pillaran dentro del lugar. Agatha no quiso ser grosera, así que no mencionó que le parecía que Claudio olvidaba una parte importante del plan.
—Por aquí —llamó el anciano. Desde detrás de un montículo de tablones y grandes trozos de madera rota que estaban amontonados en la muralla principal exterior del castillo—. Los guardias no abandonan sus puestos nunca, a menos que haya una amenaza que implique la seguridad de la Regine —explicó—. De modo que, yo haré de distractor para que ustedes puedan entrar por el pasadizo que se encuentra en el lado izquierdo de la base sur, camuflado por una tapa de alcantarilla. Deben moverse rápido, el pasaje los llevará al subsuelo de la torre norte, que es a dónde deben ir. Los registros están en el último piso, después de cruzar unas puertas dobles de bronce. Sólo pueden destruirlos con fuego.
—¿Cómo los distraerás? —preguntó Fobos, con el semblante muy serio, mientras le quitaba las cadenas de las muñecas a Agatha.
—El viejo chiflado que viene a exigir absurdos al monarca siempre funciona —contestó, sonriendo con desgana—. Ahora vamos, no tenemos tiempo que perder—concluyó. Con paso lento y una falsa cojera, comenzó a dirigirse a la entrada custodiada por dos hombres que llevaban lanzas de oro y cascos muy parecidos a los del antiguo ejército griego.
Fobos frunció el ceño. En los sectores aledaños al castillo no había mucho más que vegetación y grandes robles de porte majestuoso, por lo que no tenían que esquivar más miradas que los ojos de los únicos centinelas que a esa hora custodiaban el lugar, no obstante, el plan seguía pareciéndole una locura. Incluso si conseguían entrar, salir sin ser vistos sería casi imposible. No veía cómo podrían comunicarse de algún modo con Claudio para que pudiera generar otra distracción ridícula. Observó que el anciano había cambiado su rostro con magia, ahora se veía incluso más decrépito que antes. Lo escuchó gritar a los guardias de aspecto temible y exigirles hablar con la Regine, vociferaba que iba a quemar todo si era necesario, al tiempo que cogió de entre sus ropas un espejo con el que comenzó a reflectar la luz del sol. Los puntos que el reflejo tocaba se incendiaban al instante. Los guardias corrieron a frenar al hechicero y Fobos vio que su oportunidad había llegado.
—Vamos. —Urgió a Agatha cogiéndola del brazo y deslizándose por la entrada que en ese momento nadie vigilaba. Tendrían como mucho un minuto para pasar.
Se adelantaron de prisa, mientras que los guardias, ocupados con Claudio a unos veinte metros, no estaban observando. Corrieron hasta dónde les había indicado el anciano que estaba la entrada subterránea al pasadizo, sin embargo, no había ninguna tapa de alcantarilla. En su lugar, se encontraron con unos tablones de madera que tapiaban el pequeño foso.
—Maldición —susurró Fobos, mirando hacia atrás. Desde dónde ellos estaban ya era imposible que los guardias los detectaran a simple vista.
Agatha vio como el hombre intentaba quitar los gruesos trozos de madera para abrir el pasadizo. Cedían, pero el proceso era bastante lento. Además, le estaba costando a Fobos un sinfín heridas en la mano derecha. Agatha se arrodilló para ayudar, pero los tablones estaban tan firmemente adheridos, que su colaboración fue más bien escasa. Cuando por fin estuvo despejado, el hombre instó a Agatha para que entrara primero.
—Aquí hace bastante frío —comentó ella, extrañando su capa.
—Es un castillo, por supuesto que es frío —respondió Fobos—. Vamos, no te detengas.
El pasadizo era muy oscuro, estrecho y casi en línea recta. No había puertas que llevaran a otros lugares ni vías que conectaran con algún otro túnel. Agatha estaba a punto de preguntar si estaban seguros de que ese era el pasaje correcto, cuando dio de bruces contra una puerta de tosca madera que se camuflaba perfectamente con el resto del corredor en el que apenas se podía ver.
—¿Debería abrir? —preguntó ella, sobándose la frente.
Fobos asintió. Al cruzar el umbral, se encontraron en una gran cámara de piedra completamente vacía, que desprendía un fuerte olor a humedad desde el enrejado en cuadrícula que tenía por cielo raso. Era bastante probable que se encontraran en las mazmorras debajo de la torre norte. Justo donde Claudio había dicho que conducía el camino. Había algunos charcos mal olientes en el piso y unas escaleras que subían hasta una puerta que se asemejaba a la escotilla de un barco. Era metálica, pesada y parecía oxidada.
—Cuidado —le susurró Agatha a Fobos, antes de que él saliera por delante de ella a través de la pequeña portezuela.
La estancia en que desembocaba la puerta aparecía como una biblioteca tamaño estudio; un escritorio enorme, cuya madera resplandecía a la luz de un candelabro de bronce, se erigía en el centro, libros con cubiertas aterciopeladas y de múltiples colores, tinteros que Agatha no había visto más que en películas basadas en la época feudal y pergaminos enrollados de forma descuidada en grandes estanterías altas decoraban el habitáculo. Libreros y mesas cubiertas por diversos mapas, aparentemente todos de la ciudadela, completaban la panorámica. Agatha se fijó en el escritorio principal: había una hoja de pergamino con un dibujo del cuerpo humano, estaban señaladas las partes del corazón, el cerebro y el ether. Aunque esta última no apuntaba a ningún órgano en específico.
—Agatha, no es momento para entretenerse leyendo. —La apuró Fobos.
Ella asintió y siguió sus pasos. No tenía idea de dónde estaban, pero Claudio había dicho que debían llegar al último piso. Por la altura que tenían los torreones vistos desde fuera, ella calculaba unos cinco o seis niveles.
—¿Aquí no hay guardias? —susurró ella, por si acaso había alguien cerca.
—Debería haberlos —respondió Fobos—. No me explico su ausencia.
—Tal vez sería mejor salir aquí.
—No creo que sea sensato. Claudio nos ha estado ocultando algo desde el comienzo, pero tiene razón en una cosa: sólo podrás volver a tu mundo de manera definitiva si rompemos esos registros —explicó Fobos.
—¿Confías en él? —preguntó ella.
Fobos no respondió. Agatha lo vio inspeccionar los alrededores fuera del estudio antes de que le hiciera un gesto para que comenzaran a subir. Todos los pisos parecían desiertos y ella comenzó a tener un mal presentimiento que se manifestó en una sensación de nauseas que aumentaba con cada peldaño que subía. Algo no estaba bien, no habían tenido que evitar a nadie y ni siquiera se escuchaban ruidos dentro del castillo. Cuando habían llegado al último peldaño del sexto piso de la torre, Agatha cogió el brazo de Fobos para impedirle avanzar más.
—Creo que nos han tendido una trampa —musitó Agatha.
—Seguro que lo habías deducido desde el momento en que Claudio, deliberadamente, omitió cómo salir de aquí—contestó él. Y procedió a abrir las enormes puertas dobles de bronce que tenían al frente.
Dentro, había una mujer de espaldas. Llevaba un largo vestido color escarlata con delicados brocados en oro. Estaba de pie en el centro de una gran estancia de piedra gris oscura, que contenía estanterías gigantes llenas de pergaminos enrollados y sellados con lacre. El lugar estaba iluminado por unos enormes candelabros de siete brazos y cuatro guardias de estaturas similares a la de Fobos estaban apostados en las esquinas, en sus cabezas relucían los brillantes cascos corintios y cada uno portaba una reluciente alabarda dorada.
Agatha contuvo el aliento cuando la mujer se volteó. Su cabello castaño veteado de cobrizo caía un poco más abajo de sus hombros. Sus ojos grandes y castaños brillaban con ansiedad contenida.
—Agatha, por fin puedo verte. Después de tanto tiempo —expresó la mujer, con una sonrisa sincera en los labios—. Bienvenida a casa.
Agatha sintió que Fobos la cogía por la cintura para evitar que cayera al piso. La mujer que estaba frente a ellos era su reflejo. La Regine era su copia perfecta.
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