Capítulo 2
Luego de que acabara de preparar todos los panecillos, postres y masas que esperaban vender ese día, Soledad se dirigió al baño y se lavó las manos. Se sacó el delantal y se observó al espejo. Hacía mucho tiempo que no sabía quién era la persona que le devolvía la mirada cada vez que se miraba en uno.
Se sacó la redecilla con la que protegía su cabello en la cocina y se lo peinó con los dedos, era cerca del mediodía y necesitaba salir a dar una vuelta, respirar un poco de aire antes de volver a trabajar.
—¿Vas a salir? —inquirió Teo al verla buscar su bolso en las taquillas donde guardaban sus cosas.
—Sí, iré a caminar y a comer algo por allí, ya he terminado todo lo dulce para la tarde, no creo que me necesiten. Volveré en un rato por si se requiera algo más.
—Está bien, Sole... ¿Te sientes bien? —preguntó el chico preocupado.
—Sí, no te preocupes, solo necesito un poco de aire.
Teo asintió y vio a su amiga marcharse hacia la derecha, luego ingresó a la cocina para notar que había cocinado más de la cuenta, eso era así cada vez que estaba nerviosa. Cocinar era lo único que la relajaba y, una vez, le había dicho que le ayudaba a mantener la mente en blanco, a no pensar.
Soledad caminó sin rumbo por las calles del centro de la ciudad y se detuvo en un restaurante que tenía una terraza con vistas al río, le gustaba ese sitio y, sobre todo, le agradaba perder la mirada en el horizonte y observar las aves que sobrevolaban el agua, le relajaba.
El camarero le tomó la orden y mientras se disponía a esperar se dio permiso a sí misma para recordar lo que había escuchado esa mañana: Renato había sido elegido en una terna de empresarios jóvenes exitosos y se había prometido con su novia, Chantal.
Esa chica era bellísima, parecía una princesa, tenía el cabello rojizo y largo con algunas ondas, era alta, delgada y elegante. Subía muchas fotos de ella y Ato a sus redes sociales, de los viajes que hacían, de las fiestas a las que acudían, del día en el que él pidió su mano.
Fue en una cena, hacía dos meses, en uno de los hoteles caros de su padre, estuvo parte de la familia de Ato y la de Chantal, alguien grabó un video en el que se veía cuando él le entregaba el anillo y ella se emocionaba.
Sole perdió su vista en el río y en el tranquilo movimiento del agua. Extrañaba mucho a Ato, al Ato de su infancia, a su compinche y compañero, a ese niño que la hacía sentir segura y cómoda, a aquel en cuyos brazos sabía que nada malo podría sucederle nunca. Extrañaba su aroma a frutas cítricas mezclado con vainilla, sus conversaciones largas en las cuales se contaban sus confidencias, sus temores y sus sueños. Extrañaba saber que pasara lo que pasara podría contar con él y con su cariño. Y, sobre todo, extrañaba a la niña que fue a su lado, a la muchacha en la que se convirtió con él, a Estrella, aquella joven que brillaba decidida, que no tenía miedos, que no sufría ansiedad, que disfrutaba de descubrir cada novedad que la vida le ponía enfrente. Y también echaba de menos la época en la que el dinero no era una muralla que los dividiera, en la que eran iguales, solo niños, sin posesiones ni obligaciones, sin responsabilidades ni problemas más profundos que ponerse de acuerdo en lo que jugarían.
—¿Sabes lo que más me gusta de ti? —le había dicho una noche. No recordaba bien cuándo había sido, pero suponía que tendría unos catorce años y él quince.
—¿Qué? —inquirió ella. Estaban sentados en la rama de un árbol al que solían trepar para que nadie los viese.
—Tu inocencia —respondió él—. Tu corazón tan puro, Estrella... El mundo está lleno de gente con dobles intenciones, mis padres me dicen que debo andar con cuidado, que tengo que aprender a no ser tan bueno porque me pasarán por encima, que debo endurecerme... Y sin embargo tú eres transparente, vas y vienes como si flotaras, no hay un ápice de maldad en ti, incluso con todo lo malo que te ha dado la vida, tú siempre consigues ver el lado bueno a las cosas y contagiarnos a Matu y a mí... Tú eres nuestro motor.
Ella sonrió y sintió que sus mejillas se coloreaban cuando él rozó sus dedos con los suyos y la tomó de la mano.
—Tienes que saber que pase lo que pase, yo siempre estaré para ti —prometió.
El camarero le acercó su pedido y la sacó de sus recuerdos. Soledad agradeció y luego volvió a perder la vista en el horizonte, justo allí donde el agua se fundía con el cielo y negó.
Las promesas...
Las promesas para Sole eran un invento de mal gusto, una broma de la vida y de las relaciones, una absurda necesidad de las personas de asirse con fuerzas a una realidad futura que nunca estaría en sus manos, porque si algo había aprendido en sus veinticuatro años era que nadie podía escapar de su destino, y que, a ese destino, poco le importaban las promesas.
Se llevó un bocado a la boca y lo saboreó con lentitud, ojalá pudiera encontrar a esa niña, a esa pequeña Estrella que Ato describió como inocente. Era ilógico llamarla así cuando nunca había podido serlo realmente. Le habían arrebatado su inocencia cuando tuvo que afrontar el abandono de su madre a los tres años quedando a cargo de su abuela, y de nuevo, había perdido más de aquello cuando su abuela falleció y ella solo tenía nueve, y ni qué decir cuando tuvo que volver con su madre a esa edad.
¿Cómo podía ser inocente una niña que tuvo que madurar a la fuerza para cuidar de quien debía haber cuidado de ella? Si no cocinaba, no comía; si no limpiaba la suciedad de aquella vieja casa se le caía encima mientras su madre se tiraba a dormir por horas para tener fuerzas para cuando llegaran sus clientes.
¿Qué clase de inocencia puede guardar una niña a la que sus compañeros le recordaban constantemente cómo se ganaba la vida su madre?
Pero Ato y Matu eran su hogar, ellos eran su techo, sus cimientos y sus paredes, ellos eran los que la protegían de todos los que quisieran dañarla, los que le regalaron un mundo cargado de juegos que, si no hubiera sido por ellos, se hubiera perdido. Ellos le regalaron infancia, ellos le regalaron magia, ellos le regalaron instantes.
¿Y qué hizo ella con eso? ¿Cómo se los devolvió?
Una gruesa lágrima se derramó por su mejilla, pero se la secó con rapidez. Esperaba que Ato fuera muy feliz, y esperaba que Chantal lo amara como se merecía, que lo viera por lo que era no por lo que tenía, que supiera todo de él como ella solía saberlo. Porque Renato Vicoli podría ser el mejor empresario del año y el hombre más millonario del país o del mundo entero, a lo mejor de la galaxia, pero su valor para Soledad no estaba medido en oro, sino por el peso de su sonrisa, el calor de sus caricias, la intensidad de su mirada, el sonido de sus palabras de aliento y la comodidad de sus abrazos.
Y Renato Vicoli, con dinero o sin dinero, era y había sido para Sole la única persona por la que daría la vida, la única por la que se había perdido a sí misma con tal de que él no se perdiera, la única a la que había amado.
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