Capítulo 2
Tras haber completado el papeleo en el ayuntamiento y haber recogido casi todas mis pertenencias en cajas y maletas me percato de lo vacía que será mi vida sin nadie más que yo misma. Mis pensamientos retumbando sin límites por la mente. No será un camino fácil. Pero aún así no cambiaré de opinión. Intentaré que sea todo lo contrario, una vida plena conmigo misma. Conocerme, escuchar todo aquello que resuena por mi mente y no dejo florecer con todo el barullo de la ciudad, las obligaciones, las prisas y las distracciones. No depender de nadie.
Me dirijo hacia mi casa, donde me esperan mamá y papá. Ambos intentan aguantar las lágrimas, pero fracasan, y acaban yendo a buscar un pañuelo antes de entablar la conversación de despedida.
—Hija...—solloza ella— no esperaba que te fueses tan pronto. Lo entiendo, claro. Es solo que te echaré mucho de menos...
Nos abrazamos intensamente, lloramos juntos.
—Sabes que puedes volver cuando quieras, ¿verdad? —dice él—Te acogeremos con los brazos abiertos y galletas de canela. Nosotros seguiremos preparandolas como siempre.
Son las favoritas de los tres, y al cocinarlas sentimos que estamos muy unidos. Por eso lo hicimos tradición familiar y cada semana preparamos estos dulces. A partir de ahora, la tradición se me hará más solitaria.
—Una parte de mí tampoco quiere irse,—digo, intento estar lo más calmada posible, a pesar de estar temblando—porque os quiero como no os podeis imaginar, pero también necesito vivir por mí misma, como la mujer en la que me intento convertir. Tengo que saber vivir por mi cuenta. Y, después de lo que ha pasado con el abuelo, no puedo dejar su casa sola. Su última voluntad fue que yo heredara esta casa. Voy a cumplirlo.
Ellos no se podrían venir conmigo, ya tuvimos esa conversación. Tienen aquí sus trabajos, familiares y amigos, y tampoco dejarían la casa. Les trae buenos recuerdos y tuvieron que esforzarse muchos años para poder pagarla.
Cenamos juntos, lasaña y vino. Al terminar, mamá me envuelve una generosa cantidad de galletas de canela y me las ofrece.
—Para cuando las necesites, cariño—dice. Las guardo con el resto del equipaje.
Ellos me ayudan a guardar todo en el coche antes de dormir, ya que me marcharé al amanecer. ¿Hago bien en dejarlos atrás? Al final las crías deben abandonar el nido. Es ley de vida... ¿verdad?
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