Capítulo 16

El sol apenas comienza a filtrarse por las cortinas, iluminando la habitación con una luz cálida y dorada. Bajo las escaleras hacia la sala, donde Poe me observa desde su rincón habitual. Grazna suavemente cuando paso junto a él, casi como un saludo. Me siento en el escritorio de la sala, hojeando Rebecca, cuando mis ojos caen sobre una carpeta de cuero desgastada. Ha estado ahí desde que llegué, en el mismo rincón del escritorio, bajo un montón de papeles amarillentos que nunca me tomé la molestia de revisar. Por algún motivo, hoy me parece diferente, casi como si me estuviera llamando.

La cojo con cuidado, sintiendo el peso del cuero agrietado en mis manos, y la abro. Dentro hay varios papeles, la mayoría llenos de garabatos y listas escritas con una caligrafía que reconozco al instante. Mi respiración se detiene por un momento.

—Ian...

Paso las hojas, viendo un mapa trazado y palabras sin mucho sentido, como si fueran notas rápidas escritas con prisa. Una lista de lugares que reconozco del bosque circundante aparece en una de las páginas, con marcas al lado de algunos nombres. Entre ellos, hay uno que me resulta completamente desconocido: El Claro de las Cruces.

Frunzo el ceño. Si Ian dejó esto aquí, significa que estuvo en esta casa después de que mi abuelo la dejó vacía... pero antes de que yo llegara.

Cierro la carpeta y miro alrededor de la habitación, como si el aire mismo pudiera darme respuestas. Dante y Luca me dijeron una vez que usaban esta casa como punto de referencia durante sus paseos en moto, pero que estaba vacía. Nadie debería haber estado aquí en ese tiempo. Nadie, excepto...

Sacudo la cabeza. Es demasiado para procesar en este momento, pero la curiosidad me supera. Busco botas y una chaqueta ligera y salgo al bosque, siguiendo las marcas del mapa que Ian trazó en las hojas.

El camino está lleno de sonidos familiares: hojas crujientes bajo mis botas, ramas balanceándose con el viento, el susurro distante de un arroyo. Pero a medida que avanzo, algo se siente diferente, como si el bosque me estuviera observando.

Tras una hora de caminar, llego a un claro que nunca había visto antes. Es pequeño, rodeado de árboles altos que parecen formar un círculo protector alrededor. En el centro hay una estructura pequeña y deteriorada, casi oculta por la maleza. Me acerco, sintiendo cómo mi corazón late con fuerza en el pecho.

La puerta de la estructura está entreabierta, y el interior es oscuro y polvoriento. No hay nada dentro que me dé respuestas claras, pero algo llama mi atención: en una esquina, hay una caja de madera con un par de guantes de moto viejos y desgastados.

Si Ian estuvo aquí... ¿por qué nadie lo sabía?

El sonido de una moto interrumpe mis pensamientos, y salgo apresuradamente de la estructura. Reconozco el rugido antes de verlo: Dante.

—¿Qué haces aquí, encanto? —pregunta al bajarse de la moto, quitándose el casco con esa sonrisa pícara que siempre parece tener.

Lo miro, todavía procesando lo que acabo de encontrar.

—Podría preguntarte lo mismo.

Él se encoge de hombros.

—Mi pasatiempo favorito es ir en moto, ¿recuerdas?

—¿De verdad? ¿O estás aquí por otra razón? —Lanzo la pregunta con más firmeza de la que esperaba.

Su sonrisa se desvanece por un segundo, pero luego vuelve, más sutil.

—Tal vez ambas cosas. ¿Qué has encontrado?

Vacilo, sosteniendo los guantes en mis manos.

—Creo que eran de mi hermano.

Dante asiente lentamente, pero no dice nada. Se endereza y señala hacia su moto.

—¿Quieres distraerte un poco? Tengo un lugar al que podemos ir.

Levanto una ceja, desconfiada, pero también intrigada.

—¿Qué lugar?

—Ya lo verás. Ponte el casco.

Sus palabras son ligeras, pero hay algo en su mirada que me hace confiar en él... aunque quizás no debería.

El rugido de la moto de Dante es lo único que llena el silencio mientras dejamos atrás el bosque y la carretera sinuosa que lo bordea. El aire frío golpea mi rostro, y la adrenalina de estar tan cerca de él, sosteniéndome de su cintura, no ayuda a calmar mi mente. No sé por qué acepté venir, pero hay algo en Dante que siempre me empuja más allá de mis límites.

La moto desacelera al entrar en Lirium, las luces de las farolas iluminando las calles adoquinadas. Dobla una esquina y se detiene frente al gimnasio al que lo vi entrar la última vez.

—¿Un gimnasio? —pregunto, quitándome el casco y mirando la fachada con curiosidad.

—Mi gimnasio. —Dante baja de la moto y extiende una mano para ayudarme a bajar—. O al menos, donde paso más tiempo del que debería. Soy entrenador.

Le sigo mientras abre la puerta, y el sonido de golpes secos y ritmados sobre sacos de arena nos envuelve al instante. El aire huele a cuero, sudor y un toque metálico, como si el lugar estuviera impregnado de energía contenida. Dentro hay un par de personas practicando combinaciones de golpes bajo la mirada de un entrenador que grita instrucciones desde un rincón. Al fondo distingo una sala con máquinas y pesas, con gente entrenando.

Dante me guía hacia una esquina del gimnasio donde hay sacos colgados y un ring vacío. Se apoya en las cuerdas del ring, observándome con una sonrisa ladeada.

—¿Quieres aprender a golpear?

—¿A golpear? —repito, sorprendida.

—Sí. A liberar tensión, a soltar lo que llevas dentro. Todos tenemos algo que nos pesa, encanto. —Su tono es ligero, pero sus ojos están fijos en los míos, como si supiera exactamente lo que me pasa.

Dudo por un momento, pero luego asiento.

—Vale. Enséñame.

Dante sonríe y coge un par de guantes de boxeo de una estantería cercana. Me los entrega y se acerca para ajustármelos, sus manos moviéndose con precisión mientras sus dedos rozan los míos. Su cercanía hace que mi respiración se acelere ligeramente, pero intento mantener la compostura.

—Listo —dice, y luego señala un saco cercano—. Ahora, lo primero es la postura.

Me muestra cómo colocar los pies y las manos, moviéndose a mi alrededor con una facilidad que denota años de práctica. Pero cuando intento imitarle, se detiene detrás de mí, colocando sus manos suavemente sobre mis hombros para corregir mi postura.

—Relaja los hombros. —Su voz es baja, justo junto a mi oído—. Si estás tensa, pierdes fuerza.

Intento seguir sus indicaciones, pero la cercanía hace que mi concentración se tambalee. Finalmente, él se aparta un poco, dándome espacio para intentarlo de nuevo.

—Eso es. Ahora, golpea.

Lanzo un golpe al saco, pero mi movimiento es torpe y poco convincente. Dante suelta una risa suave, negando con la cabeza.

—No pienses tanto. Solo siente el movimiento.

Lo intento de nuevo, esta vez sin preocuparme tanto por la técnica, y el impacto del guante contra el saco me sorprende. Es liberador, casi como si estuviera soltando algo que no sabía que llevaba dentro.

Dante asiente, satisfecho.

—Eso es. Mucho mejor.

Pasamos varios minutos practicando, y a medida que mis golpes se vuelven más fluidos, empiezo a entender lo que quería decir. No es solo un golpe; es una forma de dejar ir, de vaciarme de todo lo que me pesa.

Finalmente, me detengo, jadeando ligeramente, y me apoyo en el saco mientras me quito los guantes. Dante se acerca, sus ojos oscuros estudiándome con una intensidad que hace que el aire se sienta más denso.

—¿Cómo te sientes? —pregunta, con un tono más suave esta vez.

—Cansada, pero bien. Creo que ahora entiendo por qué lo haces. —Le miro, intentando descifrar lo que pasa por su mente—. ¿Siempre es así para ti?

Él se queda en silencio por un momento, como si estuviera considerando si responder o no.

—A veces. Otras, simplemente... me ayuda a no pensar.

—¿En qué?

Dante me lanza una mirada que parece decir más de lo que está dispuesto a admitir en voz alta.

—En lo que perdí.

No necesito que diga más para entender a qué se refiere. La muerte de su amigo sigue pesando en él, aunque no lo demuestre del mismo modo que Luca. Pero en lugar de dejarse consumir por ello, parece haber encontrado una forma de convertir ese dolor en fuerza.

—No puedes cambiar lo que pasó, Dante —digo en voz baja, sin saber si mis palabras son las adecuadas.

Él sonríe, pero es una sonrisa triste, cargada de algo que no puedo identificar del todo. El silencio que sigue no es incómodo, sino lleno de una comprensión mutua que no necesita palabras. Finalmente, Dante se aparta y coge una botella de agua de una estantería cercana.

—Vamos, encanto. Te mereces algo mejor que esta charla deprimente.

Me río suavemente, agradecida por el cambio de tono, y le sigo hacia la salida del gimnasio, sintiéndome más ligera de lo que esperaba.

El aire fresco de la noche me golpea, despejándome un poco después de la intensidad de la sesión. Dante se inclina contra su moto, quitándose los guantes de boxeo y mirando hacia la calle casi vacía.

—¿Sabes? No todos aguantan una noche como esta. —Su tono es ligero, pero hay algo en su mirada que parece medir mi reacción.

—¿De verdad? —le respondo, cruzándome de brazos y alzando una ceja—. Porque no he hecho más que golpear un saco.

—No hablo solo del saco, encanto. Hablo de ti, de tu forma de enfrentar las cosas. —Se gira hacia mí, y su expresión se suaviza ligeramente—. No cualquiera se sube a una moto conmigo o acepta venir aquí sin saber lo que va a encontrar.

—Quizá me gustan los desafíos. —Intento sonar segura, pero siento cómo el calor sube a mis mejillas bajo su mirada fija.

Dante suelta una risa baja, cruzando los brazos frente al pecho, y por un momento parece que va a decir algo más, pero en lugar de eso se acerca, eliminando la distancia entre nosotros.

—Déjame enseñarte algo más.

—¿Más golpes? —pregunto, intentando sonar casual, aunque mi corazón late con fuerza.

—No, algo mejor. —Se detiene justo frente a mí, su voz más baja ahora—. Dame tu mano.

Vacilo por un segundo, pero finalmente extiendo la mano hacia él. Dante la toma con suavidad, girándola ligeramente para que quede en la posición correcta.

—Cierra el puño —dice, con un tono que suena casi como un susurro.

Lo hago, pero antes de que pueda preguntar qué está haciendo, coloca su otra mano sobre la mía, ajustando mis dedos con delicadeza.

—El golpe no solo viene de aquí. —Sus dedos rozan mi muñeca mientras habla—. Viene de todo tu cuerpo. Es como... una descarga.

Levanto la mirada hacia él, y por un momento me pierdo en sus ojos avellana. Hay algo en su expresión, en la intensidad de su mirada, que hace que todo a nuestro alrededor desaparezca.

—Inténtalo otra vez —dice, pero no suelta mi mano.

—¿Así? —digo, sin apartar la vista de él.

—Más firme, más seguro. Como si el golpe fuera lo último que necesitas para liberar todo.

Sus palabras resuenan en mi cabeza, y sin pensarlo demasiado, lanzo un golpe al aire. Dante sonríe, satisfecho, y finalmente suelta mi mano, aunque parece tomarse su tiempo en hacerlo.

—Mejor. Ahora estás empezando a entenderlo.

Me cruzo de brazos, intentando recuperar algo de control sobre la situación.

—¿Siempre eres así de intenso con tus lecciones?

Dante se ríe de nuevo, y esta vez el sonido tiene un matiz más suave, menos desafiante.

—Solo con los alumnos que merecen la pena.

El comentario me hace sonreír, aunque intento disimularlo.

—¿Entonces me he ganado tu aprobación como boxeadora amateur?

—Puede ser. Pero no te emociones demasiado, encanto. Todavía tienes mucho que aprender.

Nos quedamos en silencio por un momento, la noche envolviéndonos con su calma. Entonces, Dante se inclina ligeramente hacia mí, su voz bajando hasta convertirse casi en un susurro.

—Lili, ¿sabes por qué vine aquí contigo?

La pregunta me toma por sorpresa, pero antes de que pueda responder, él continúa.

—Porque no quiero que pienses que todo lo que hago es correr y jugar con el peligro. —Su mirada se vuelve más seria, más sincera—. A veces, solo quiero que alguien vea que hay más en mí que eso.

El peso de sus palabras me deja sin aliento por un momento. Hay algo tan genuino en su tono que siento como si estuviera viendo una parte de él que nadie más conoce.

—Lo veo, Dante. —Mi voz es baja, pero sé que me ha escuchado.

Él asiente ligeramente, como si mis palabras fueran suficientes, y se aparta un poco, recuperando su sonrisa habitual.

—Dante... —empiezo, dudando si sacar el tema—. Sobre lo que pasó la otra noche, en las carreras.

Él se queda en silencio, sus ojos fijos en los míos, esperando.

—¿Luca volvió después de llevarme a casa?

Dante sonríe levemente, pero su expresión tiene un matiz irónico.

—Claro que volvió. Luca siempre vuelve. —Hace una pausa, cruzando los brazos frente al pecho—. Aunque no lo creas, le importa más de lo que deja ver.

—Me importa creerlo —respondo, con un tono más serio.

Dante asiente ligeramente, pero no dice nada más. Su silencio tiene peso, como si en realidad quisiera decir más, pero no encuentra las palabras. Me tomo un segundo antes de hablar.

—Sabes... entiendo lo que se siente perder a alguien.

Eso lo hace girar la cabeza hacia mí, sus ojos oscuros atrapando los míos con una intensidad que no esperaba.

—¿Sí? —pregunta, sin un atisbo de burla en su tono esta vez.

Asiento, mirando hacia el suelo, sintiéndome más vulnerable de lo que esperaba.

—Mi hermano mayor... se fue cuando yo era pequeña. Una noche simplemente decidió que no quería estar más en casa. Se marchó, y desde entonces no sé nada de él.

—¿Nada? —Dante rompe su postura casual, descruzando los brazos. Su voz suena más baja, como si no quisiera romper la frágil burbuja que acabo de crear.

—Solo las postales. —Me encojo de hombros, intentando restarle importancia, aunque siento el nudo en mi garganta apretarse—. Siempre llegan sin remitente, sin una dirección donde buscarlo. Solo unas pocas palabras para decir que está bien... pero nunca suficiente para que yo lo esté. Casi siempre son para felicitarnos por nuestros cumpleaños, a nuestros padres y a mí.

Dante no responde de inmediato, y cuando lo miro de reojo, noto la tensión en su mandíbula. Su silencio dice más de lo que cualquiera de sus palabras podría decirme.

—Y estos guantes que encontré en el bosque... creo que eran suyos. —Muevo las manos hacia los bolsillos en los que los guardé, como si necesitara algo a lo que aferrarme—. Me hace pensar que, tal vez, estuvo allí en algún momento.

—¿Crees que te dejó algo para que lo encontraras? —Su pregunta es simple, pero hay un matiz en su tono que me hace pensar que está hablando más consigo mismo que conmigo.

—No lo sé. —Suspiro, dejando caer los hombros. El peso de todos estos pensamientos me resulta abrumador—. Pero quiero creer que sí. Quiero creer que todavía hay algo que me conecta con él.

Dante asiente, pero no me mira. Sus ojos están fijos en el suelo.

—Es curioso. —Finalmente rompe el silencio, con una media sonrisa que no llega a sus ojos—. A veces nos vamos para buscar algo, pero terminamos dejando atrás lo que realmente importa.

—¿Hablas de alguien en particular? —le pregunto, observándolo con cuidado.

Él se gira hacia mí, y por un momento pienso que va a decir algo, pero simplemente niega con la cabeza, su sonrisa volviéndose más ligera.

—Solo digo cosas. No me hagas caso.

Quiero insistir, pero algo en su mirada me detiene. Decido guardar silencio, dejando que el momento pase. Dante se levanta del banco y me mira, extendiendo una mano para ayudarme a levantarme también.

—Vamos, encanto. Es tarde.

Tomo su mano, y aunque su agarre es firme, hay una suavidad en él que no esperaba.

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