Epílogo
La sal en el aire empañaba los cristales, los vientos tropicales entraban acariciando las cortinas, haciendo danzar los pasaportes sobre la mesa de madera, y meneando las hojas de su interior, dejando entrever múltiples sellos coloridos, representativos.
Una maleta desordenada reposaba sobre un sofá, un sostén colgaba de un cojín, una camiseta de botones arrugada, cubría el reposabrazos, y un montón de zapatos y trajes de baño decoraban el suelo, desperdigados.
Nolan cruzó la sala, y al ver el desastre, sonrió y negó con la cabeza. Alzó el rostro para verla de espaldas, recargada en el balcón, perdida en el oleaje y el cielo anaranjado. Con sus cabellos dorados removiéndose en el aire.
Caminó hacia ella en silencio, deslizó sus brazos y los enredó en su abdomen. Besó su hombro, provocándole un respingo de sorpresa, hundió el rostro entre su cuello y su hombro para aspirar su aroma. Day se removió entre risas, y alzó una mano para acariciarle el cabello.
Un brillo plateado resplandeció entre sus dedos cubiertos de sus mechones oscuros: una alianza, junto a un fino anillo engarzado con una piedra preciosa.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó ella entre risas.
—¿Ahora? Me gustaría cargarte hacia la cama —sugirió aterciopelado, dejando un mordisco en su cuello.
Day tragó saliva, y las mejillas le ardieron al sentir la dureza contra su espalda.
—Después de eso... —canturreó seductora—. Y después de que logremos meter todo eso en la maleta.
Ambos miraron el desastre de ropa que había, tanto adentro, como fuera de las valijas.
—Hemos terminado nuestro cuento —anuncia melancólica.
Nolan resopló, y miró al frente, pensativo.
—Nuestro cuento apenas comienza —añadió apacible, y Day le sonrió.
Él podría continuar con la luna de miel por el resto de sus días. Aun y cuando ya se había alargado por dos años, ocho meses, y dieciséis días.
Porque apenas salieron por el arco del templo después de intercambiar sus votos, tomaron un taxi que los llevó directo al aeropuerto, con un par de mochilas llenas de ropa, y un mapa doblado al fondo.
Habían prometido visitar cada lugar, pero una vez en cada uno de ellos, les costaba demasiado desprenderse hasta que no pasaban unos cuantos meses.
Habían paseado en elefantes, huyeron de una estampida de cebras, y golpearon tambores fabricados por africanos. Vistieron kimonos y armaron sushi en Japón. Pescaron y aderezaron pescados en Letonia, mientras intentaban no morirse de frío. Visitaron cada playa de Cuba, rellenaron arepas en Venezuela, donde a Nolan se le ocurrió agregarle chocolate a la suya y se llevó miradas horrorizadas de los lugareños. Se la comió en silencio, pues se dio cuenta, desde el primer día ahí, que los latinos son intensos.
Vieron partidos de hockey en Maine, se fotografiaron con canguros e intentaron surfear en Australia, pero después de aterrizar con la cara en la arena, desistieron del deporte.
Pasearon en velero por todos los ríos y playas de Eslovenia, y llevaban tanto tiempo en Brasil, que Nolan había aprendido lo básico de la samba. Aunque seguía prefiriendo limitarse a ser el público de Day, a quien, por supuesto, se le daba de estupendo.
Había sido maravilloso. Recorrer cada lugar del mapa, hacer el amor en cada hotel, en la proa de algún barco, sobre la arena de una playa poco concurrida, en tiendas de campaña, y en donde tuvieran la mínima oportunidad de disfrutarse.
Nolan tenía sus dudas sobre la posibilidad de que hubiera otro matrimonio en el mundo que hubiese disfrutado tanto de su luna de miel y su pareja, como él lo había hecho con Day.
Pero por más maravilloso que hubieran sido esos últimos dos años, el excesivo tiempo fuera de casa comenzó a llenarles de una melancolía difícil de disfrazar, por lo que una noche, desnudos y perdiendo el tiempo en el móvil, aprovecharon de una oferta y compraron sus vuelos de regreso.
Day no quería volver particularmente a casa, puesto que su hogar estuvo junto a ella todo el tiempo. Pero la creciente necesidad de adoptar una rutina, de crear un solo lugar como propio, para llenarlo de recuerdos y quizás algo más... La maravillaba tanto, como haber conocido el mundo a su lado.
Pero el miedo por no saber como comenzar aquello, la tenía insegura.
—Supongo que... Deberíamos buscar una casa, para no molestar a Jude.
—Cierto —reflexionó Nolan—. Aunque no lo va a decir jamás, estoy segura de que quiere disfrutar de su tiempo con John.
—Después de toda una vida sin salir con nadie, yo también quiero que lo disfrute.
Él asintió estando de acuerdo.
—Pero me gustaría vivir cerca, quizás por dónde está esa tienda de panecillos que te gusta. Está en medio de Jude y...
—Y de Anna —completó él, salvándola de mencionarlo en voz alta—. Viviremos donde tú quieras.
—¿Y después? —preguntó esperanzada.
—Después... probablemente busque un empleo.
Ella hizo una mueca de desagrado.
—Si no te hubieras empeñado en comprar la desastrosa casa del lago con la pensión, no tendrías que trabajar en años.
—Oye, solo necesita limpieza y una mano de pintura. No ofendas a nuestra casa.
Nuestra, se repitió Day.
—Solo espero que los extraterrestres no nos secuestren a nosotros también —bromeó ella.
—Mejor ayúdame a pensar en un trabajo que no implique volver a la milicia, o empaquetar las compras en un supermercado.
—Podrías intentar escribir cuentos.
—¿Ya olvidaste mi último intento con las hadas médicas y su inestable economía? Fue patético.
—Solo estás un poco oxidado, pero estoy segura de que te iría de maravilla. Y yo podría ser tu catadora de cuentos. O talvez escribir libros, ya sabes, algo menos infantil.
Nolan se rio y besó su oreja enternecido.
—¿Y a ti? —preguntó con interés—. ¿Qué te gustaría hacer? Además de inventar el puesto de catadora de mis cuentos.
—Me gustaría volver a enseñar en la academia.
Le sonrió y le besó una comisura.
—Y después, me gustaría tener un jardín en el patio trasero.
Nolan asintió con un sonido en la garganta y le besó el mentón.
—Me gustaría... Me gustaría cocinarte la cena todos los días.
Bajó más y le besó el cuello.
—En verano sentarme en el porche contigo, y ver el lago.
Soltó su aire tibio contra sus clavículas antes de besarlas, y Day se estremeció.
—Y... —añadió ella, captando su atención, alzando el rostro para mirarla a los ojos—. Puesto que hemos completado el cuento de nuestro mapa... —dijo con timidez, mientras tomaba su fuerte mano y la llevaba a su abdomen, depositándola con delicadeza—. Me gustaría tener a quién contárselo cada noche.
Nolan suavizó la mirada, y le escocieron los ojos conmovido. Le sonrió amplio, soñador, y envuelto en júbilo. Acunó su rostro, y acarició el puente de su nariz con la punta de la suya.
—Me encantaría —susurró contra sus labios—. Contarle nuestro cuento...
—E inventarle los suyos.
—Ya tengo más o menos la idea.
—¿Ah, sí?
—Sí —dijo encantado, y su aliento acarició el rostro de Day—. Había una vez...
Se detuvo, depositó un beso casto en sus labios, y le sonrió mientras acarició sus mejillas con los pulgares.
—... nosotros para siempre.
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