Capítulo 7
El ambiente bajo ese techo cambió de manera notoria.
Las sonrisas tímidas aparecían con cada mirada cruzada, los roces accidentales de sus manos, eran producto de sonrojos en las mejillas, y las ilusiones asaltaban los sueños de los dos adolescentes.
Se respiraba nuevamente la amistad, pero también algo más. Más profundo y más íntimo. Flotaba en el aire, entre ellos, les rozaba el cuello y les provocaba cosquillas.
Nolan tenía muy claro el nombre de aquello. Se había negado a admitirlo, pero desde esa noche, lo nombró, lo admitió, y lo hizo suyo.
Day, en cambio, lo llevaba como a la vida en general: en calma, disfrutando del cosquilleo que le provocaba verlo sin preocuparse por ponerle un nombre, simplemente, gozando de ello.
A él no le importaba que no hubieran hablado del tema. Que no hubieran mencionado el compartir la noche tomados de la mano con los rostros unidos, ni que ella despertara en sus brazos, con las piernas enredadas en las suyas.
No le importaba saber si ella podía decirse a sí misma lo que revoloteaba entre los dos. Lo único a lo que le tomaba valor, era a sus miradas curiosas durante los entrenamientos, al rosa aduraznado que pintaba sus mejillas cuando pasaban tiempo en casa, y a esa sonrisa luminosa que solo le había visto cuando lo miraba a él.
¿Qué más daba que no hablaran de ello si su mirada gritaba su nombre sin disimulo?
Aquella mañana, Nolan notó algo distinto en el colegio.
Los pasillos estaban forrados de papeles rojos, salmón, corazones, y decoraciones empalagosas por todos lados. Algunos estudiantes repartían panfletos, y las chicas chismorreaban entusiastas en las esquinas.
Llegó a su casillero, y antes de que pudiera abrirlo, su compañero moreno con el jersey del equipo de americano, dejó caer su espalda junto a él y le sonrió divertido.
—¡Me siento enamorado de ver tanta cursileria! —dijo divertido.
—Quita tu cuerpo de res de mi casillero, Miles. Intento sacar mis cosas.
—¡Pero mira que monos colores! —bromeó—. ¿No se te antojan unos besos? —añadió adornando la frase con los labios levantados.
—Mierda, pareces un pendejo.
Miles reventó una carcajada que atronó por el pasillo.
—A veces pienso que tenemos algo podrido, hermano, porque llevamos sin celebrar esta fecha desde... —dijo golpeando su mentón con un dedo, fingiendo buscar una fecha.
—Siempre.
—Sip. Así es.
Se retiró del casillero y permitió que Nolan pudiera abrirlo y ocuparse de sus cosas. Miles parloteaba tonterías, algunos chismes que había escuchado por ahí, como solía hacer, y él, asentía fingiendo escuchar mientras pensaba en otras cosas, como también hacía siempre.
Una chica tirando de un cochecito lleno de peluches, flores, cartas y extravagancias, pasó junto a ellos, mientras hablaba por un megáfono un par de anuncios.
—Ahí va de nuevo, el coche de los cobardes —bromeó Miles—. ¿De verdad no harás nada distinto este año?
Nolan divagó un poco, porque, aunque impropio de él, una motivación se le arremolinaba en el estómago. Ignoró a Miles con un simple encogimiento de hombros, cerró el casillero y caminaron juntos hacia el salón de clases.
—Mira a la tonta esa —dijo el moreno mientras pasaban frente a Madison y otras animadoras—. Sigue esperando que le mandes algo en el carrito después de tantos rechazos. No tiene dignidad.
—Ya cállate —gruñó molesto.
—Ah, es cierto —respondió irónico—. "No bromeamos de las mujeres" —dijo fingiendo un tono de voz agudo y jocoso—. A veces pareciera que fuiste criado por un par de lesbianas.
—Y a veces parece que te criaron un grupo de monos, ¿no te cansas de decir estupideces?
—No —dijo sonriente.
Entraron al aula, tomaron asiento uno a lado del otro. Nolan tamborileó los dedos y la idea que resonaba en su cabeza.
—Entonces... —comenzó Nolan, con timidez—. ¿Tú no vas a mandar nada?
Elevó una ceja pícara y sonrió.
—¿Nolan Tate buscando cotilleo? Mierda, este día vuelve loco a cualquiera.
No respondió nada, negó con la cabeza, y pasó el día pensativo, hasta que las campanadas de salida retumbaron, y se dirigió apresurado a la plaza comercial más cercana.
Por el otro lado del campus, Jess y Day ayudaban al comité estudiantil con las decoraciones de San Valentín.
—Este día siempre me emociona demasiado —canturreó la pelirroja.
—No entiendo por qué —replicó divertida—. Nunca hacemos más que decorar la escuela.
—¡Por los cotilleos, Day! Están a la orden del día —dijo extasiada—. Además, sospecho que Iván te mira con ojos de enviarte algo en el cochecito.
—¿Qué va? —respondió escéptica—. Ese solo piensa en sí mismo.
Jess carraspeó con la garganta y abrió grandes los ojos mirando detrás de la rubia, quien siguió el hilo de su interés y se encontró con Iván, quien le sonrió con forzada tensión, en una clara señal de haberla escuchado.
—Mierda —masculló entre dientes—. Iván, y-yo...
—Tranquila —se apresuró a decir, mientras rascaba su nuca avergonzado—. ¿Tienes unos minutos para hablar?
Day pasó saliva incómoda, viendo de frente un problema del que no veía salida cercana. Asintió una sola vez, y le siguió el paso.
Se alejaron unos cuantos metros, sin escapar totalmente de la mirada curiosa de Jess, que fingía demasiado interés por acomodar un conjunto de hojas una y otra vez. La rubia cruzó las manos en su espalda, y cambió su peso de un pie a otro un par de veces, nerviosa.
—Yo... eh... —comenzó Iván hablando.
—Te debo una disculpa —admitió Day cabizbaja.
—No, no —respondió acelerado—. No me debes nada.
Iván jugueteó con sus pies nervioso, rascó su nuca de nuevo y observó a Day inquieto.
—Yo soy el que debería disculparse.
—¿Tú? —respondió incrédula—. ¿Por qué? No hiciste nada.
—Tenías... Tenías razón. Con todo, con mi terquedad, con llamarte guapa, con los guiños, y con... con que solo pienso en mí.
Frunció el ceño sin creerse lo que veía: un chico honesto, vulnerable, reverentemente alejado del presuntuoso don Juan que había pretendido ser desde el día uno de bachillerato.
—Ya... Pero cómo lo dije... No era la manera —añadió con vergüenza.
—Eso no te lo discuto —replicó divertido—. Jamás imaginé que la chica vestida de duquesa frustrada tuviera esas pelotas.
—¿Duquesa frustrada? —dijo conteniendo una risa.
—Oh, ¿no me digas que te parece normal la falda de la princesa Diana y el suéter de la abuela?
Day reventó una melodiosa carcajada que ocultó tras su palma.
—Vale, vale. Normal no, pero bueno, me gusta —admitió divertida.
—A mí también me gusta.
—Así estás mejor, sin ocultarte tras guiños tontos.
Se sonrieron, por primera vez y de manera legítima. Ella estiró la mano abierta invitándolo a estrechársela, y él, aunque confuso, lo hizo.
—¿Amigos? —preguntó alegre.
—Amigos.
Day y Jess parloteaban en sus casilleros, mientras las parejitas compartían rosas, chocolates, y besos tímidos, a sus espaldas.
La pelirroja anunciaba cada novedad que había traído San Valentín, cuando apenas habían pasado unas pocas horas.
—...¡¿Puedes creerlo?! —chilló emocionada—. ¡Este año pinta para ser sensacional!
Day reía divertida por la afición de su amiga, por las novedades ajenas, cuando alguien llamó su nombre. Ambas se giraron, encontrándose con la chica del carrito de los secretos, y la rubia preguntó si necesitaba ayuda con algo.
—¿Eres tú, Day Murphy?
—Sí, así es —respondió confundida.
—Traigo un paquete para ti —informó desinteresada mientras rebuscaba en el carrito.
Jess desencajó la mandíbula y le dedicó una mirada centelleante a su amiga, mientras le daba manotazos amistosos llenos de energía y éxtasis.
La chica sacó un peluche redondo, color paja, y se lo entregó a la rubia, quien lo inspeccionó como si tuviera una esfera de cristal entre las manos: con delicadeza y cuidado. La bola peluda era un hámster demasiado tierno como para contener la sonrisa, lo acarició con ternura y no pudo evitar acordarse de Ginger.
—¡Te lo dije! —chilló Jess—. ¡Dime que tiene una carta!
Day lo inspeccionó de nuevo, aclarando lo que ya sabía.
—No, nada.
Su amiga bufó frustrada y negó con la cabeza.
—Por eso lo llaman el carrito de los cobardes, ¡así no tiene gracia!
Rio por lo bajo, y cerró su casillero, con las mejillas acaloradas, incapaz de disimular la emoción que el regalo le había despertado, porque era la primera vez que recibía algo en San Valentín.
Pensó que era una bobada, pero también pensó que no hay muchas primeras veces en la vida.
Metía sus libros dentro del bolso, cuando el cabello castaño de Iván apareció en su vista periférica.
—Hola, hola, princesa Diana —canturreó alegre, borrando su sonrisa en cuanto vio el peluche en sus manos—. ¿Y esto?
—Oh, me lo ha entregado la chica del carrito.
—¿Ah, sí? —preguntó con sospecha—. ¿Y...? ¿Qué opinas de esta bola de pelos?
Day le sonrió al peluche, miró a su amiga que se escabullía con sonrisa pícara y un guiño divertido.
—Es muy mono, la verdad. Pero me hubiera gustado saber quién lo envió.
Iván la escudriñó con la mirada mientras ella continuaba distraída en el rostro curioso del animal de felpa. Se mordió el labio inferior, tamborileó los dedos en el metal del casillero, y aunque la culpa le pintó la mirada, la borró de un parpadeo y sonrió.
—Pues lo estás viendo justo ahora —dijo nervioso.
Levantó la mirada estupefacta, porque aunque Jessica había bromeado al respecto, no esperaba que de verdad tuviera razón, sino que se trataba de alguna de sus ilusiones cotillas de las que siempre padecía.
—¿Y bien? —presionó Iván—. ¿Vas a verme con esa cara de susto todo el rato?
—No, no... perdona. Es que yo... No lo esperaba la verdad.
—¿No? ¿Entonces de quién lo esperabas?
Bajó la mirada avergonzada, pateó una piedra imaginaria con la punta del zapato, e hizo una mueca de desilusión, porque, en realidad, no tenía idea de lo que esperaba, pero definitivamente, no era eso.
—Muchas gracias, Iván —dijo con timidez—. Fue muy lindo de tu parte.
—Bueno, sé hacer otras cosas además de guiñar ojos, ¿eh?
—No volvamos al coqueteo bobo, por favor —replicó divertida.
Le sonrió, y caminó a su lado a su siguiente clase, y a todas las demás, porque Iván no se le despegó en todo el día.
Incluso la esperó afuera de los vestidores, cuando se colocó el uniforme de animadora, y la siguió como un cachorro al campo de práctica.
Se colocó el casco protector, hizo una reverencia exagerada digna de la realeza que la hizo reír, y se fue trotando junto a sus compañeros.
Day lo siguió sonriente con la mirada, pero se vio interrumpida por el rostro de Nolan, quien fruncía el ceño hacia el muñeco coqueto en sus manos. Y lo que sucedió a continuación, la desconcertó por completo.
Porque apretó la mandíbula, y corrió hacia ella con un semblante que le hizo arder el estómago. Reconoció la mirada que le lanzaba, porque era la misma que creyó haber vencido: ajena, lejana, y llena de una ira silenciosa que desconocía su proveniencia.
Llegó frente a ella, aventó el cabello hacia atrás de un movimiento, y entornó los ojos con juicio.
—¿Por qué estupiván se inclina ante ti como un retrasado medieval? —cuestionó en una orden que alertó a Day.
Parpadeó una vez estupefacta, y le dedicó una mirada penetrante, rogando con las pupilas que no lo hiciera de nuevo, que no se alejara de ella y no repitiera las actitudes que los habían distanciado antes.
—Porque es una broma inocente —defendió con calma.
—Oh, una broma... —respondió irónico.
Bajó el rostro, respiró con fuerza, colocó las manos en jarras, y señaló el muñeco con el mentón. Parecía estar conteniendo una bestia interna en cada músculo tensado.
—¿Y eso? —escupió con saña.
Ella tragó saliva, temiendo la reacción de Nolan, que apretaba la mandíbula tanto que parecía estar reteniendo un montón de veneno que luchaba por no liberar.
—Me lo dio por San Valentín —confesó temerosa—. Es solo un peluche, Nolan.
Él liberó una carcajada tan fuerte y ácida, que hizo a Day encogerse de hombros, aprensiva y dolida por su reacción hiriente.
—Así que te lo ha dado él... —dijo entre risas sarcásticas.
—Deja de comportarte así —atacó a la defensiva.
—¿Así cómo?
—Como un patán.
Nolan le dedicó una mirada fulminante, que le pareció que decía mucho más que ira. Apretó los labios con fuerza, y asintió frenético, dándole a entender que pararía, que todo estaba en orden, aunque ella vio que, de orden, no tenía ni un poco.
Nolan respiró profundo, como si el aire le quemara al pasar por su garganta. Se giró con los hombros tensos, las venas de los antebrazos saltadas, y trotó de vuelta con sus compañeros.
Ella soltó el aire aliviada, convencida de que ese tema no estaba zanjado, pero, al menos por ese momento, podían darse tregua.
Se dio media vuelta para guardar el muñeco en su mochila, cuando un estruendo y un alarido la hizo girar de golpe.
Iván yacía entre una montaña de equipamiento de fútbol: llantas, maniquíes, vallas, cascos. Su posición dejaba claro que no se había sentado cómodamente allí, sino que lo habían arrojado.
Su pierna, en una posición antinatural, alertaba que la caída había sido escandalosa.
Nolan era sujetado por sus compañeros que gritaban preocupados, y algunas porristas chillaron al ver a Iván gritar adolorido por su rodilla torcida.
Y Day sintió como si le hubieran pateado el estómago.
Esa vez no fue capaz de correr tras él. No fue capaz de interferir, ni de acercarse, ni de nada.
Porque el chico que tiraba y gritaba rabioso entre sus compañeros que lo sujetaban, no era Nolan, su Nolan. Y nada tenía que ver con el chico que le contaba cuentos y buscaba territorios que encajar en su mapa.
Estaba tan alejado del chico con el que había dormido con los dedos entrelazados y compartieron el aliento, que le dio miedo.
Era una bestia de la que, en ese momento, quiso mantenerse alejada.
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