Capítulo 36
Si alguien le hubiera dicho hace un año, que volvería a ver a su padre por su propia iniciativa, se habría reído en su cara con fuerza. Pero ahí estaba, llenando una maleta pequeña con ropa para tres días, convencida por Nate para visitar Nueva York.
Anna entró en la habitación empujando la silla de ruedas. Al pasar, le acarició una mejilla con calidez y con esfuerzo, se sentó en la cama, junto a su ropa doblada en diminutos cilindros, como le habían enseñado.
Tomó uno entre sus dedos huesudos y abrió los ojos sorprendida.
—¿Y esta manera de doblar la ropa?
—Me enseñó Nate, se ahorra mucho espacio, ¿no crees?
—Eso veo —respondió distante, como si aquella conversación fuera un pretexto para no expresar lo que de verdad la incomodaba.
—¿Pasa algo?
Anna levantó la mirada a su hija. La mirada cansada dentro de su par de ojeras resaltadas en su piel pálida y amarillenta, estaba repleta de preocupación.
—Cariño... ¿Nate y tú están...?
—No —respondió tajante, y rápido. Demasiado rápido, sin sopesarlo, que le preocupó encender una alerta en su madre—. ¿Tendría eso... algo de malo?
—¡No! No para nada —dijo melancólica, tomando las manos de Day entre las suyas—. Es solo...
Sopló el aire, y pareció que incluso hacer eso, le dolía por dentro.
—¿Has sabido algo de Nolan? —preguntó temerosa, y Day debió apretar muy fuerte los labios para evitar el temblor herido que sintió venir.
—Lo mismo de siempre, mamá. Que está bien, que está en el ejército.
—Lo mismo que dice Jude... —replicó frustrada—. Hace más de un año que no escucho su voz, y... No sé, me parece... me parece exagerado.
—Bueno, es el ejército —dijo como si eso explicara algo.
—Sí, pero... No lo sé, ¿qué voy a saber yo? —se respondió a sí misma con tristeza—. Quisiera que al menos enviara más fotos. Se le ve muy poco.
—Al menos a ustedes les manda fotos... —respondió en un hilo para sí misma.
—¿Qué?
—Nada... Ya sabes cómo es Nolan.
—Cariño —llamó preocupada—. ¿Pasó algo entre ustedes? ¿Algo que... yo no sepa?
Day la miró profundamente, sintiendo que sus pupilas le atravesaban y leían su interior, leían el amor. Le escocieron los ojos y bajó el rostro, como si eso pudiera evitar que le leyera la tristeza en la cara. Su madre acarició el dorso de sus manos en un delicado consuelo.
—No lo sé, mamá —respondió herida—. Simplemente... Simplemente dejó de escribirme.
Se cubrió el rostro, y se desarmó, liberando un sollozo, con la realidad frente a sus ojos. Anna la envolvió en un abrazo, y acarició su espalda.
—Pensé que era por reglas de ese estúpido ejército —sollozó—. Pero luego vi que le escribía a Jude y supe que lo hacía con intención.
—¿Le dijiste esto a Jude?
—¡No! —chilló deshecha—. ¡Es humillante, mamá!
—Oh, cariño... —Deshizo el abrazo para tomar su rostro entre sus manos heladas—. La incertidumbre es mucho peor que la humillación. Una se te queda adentro y te carcome, la otra solo dura un tiempo.
Observó a su madre, sin poder detener el llanto, y asintió comprensiva.
—Lo que decidas está bien, Day. Si no te sientes lista para enfrentar a Nolan, está bien. Y si quieres conocer más a fondo a Nate, también... Solo... Solo asegúrate de saber bien lo que quieres, cariño. Las cosas hechas con el corazón, nunca salen mal.
Anna le dejó un beso en la mejilla, y la estrechó entre sus brazos. Day agradeció cada palabra dicha por su madre por los siguientes tres días, pues Nate parecía haber estado entrenando para ese viaje y ser el tío más encantador del planeta.
Después de interrumpir en la habitación de Jude para mencionar a Nolan, y terminar acobardándose para solo despedirse nerviosa y marcharse. Unos días de vacaciones le cayeron como perlas.
Nate lo tenía todo planeado. Y el hecho de que, en casi todos sus planes, involucrara a su padre, lo odió tanto como le gustó. Porque al menos así evitaba encontrarse a solas con él.
Y es que en sus últimas visitas, sus manos tomaban cada vez más confianza. Le tomaba la mano con más naturalidad, rozaba su hombro al conversar, y se tomó el atrevimiento de tomar mechones de su cabello para deslizarlos tras su oreja.
No había mayor problema con eso, en realidad. Le agradaba Nate, más que eso. Se sentía cómoda, se sentía ligera. Pero había algo que la hacía sentir insegura, vigilada. Como si las nubes supieran de su cobardía, de lo sencillo que era pasar el tiempo con un tío agradable que la hacía reír, a enfrentarse a una verdad que no quería escuchar.
Quizás era su miedo. El miedo a saber que el Nolan que conocía, su Nolan, había cambiado lo suficiente como para no contemplarla en su nueva vida.
Solo de pensarlo, se le revolvía el estómago.
—¿Segura que no quieres? —cuestionó Nate, extendiéndole un pretzel tan grande como su cabeza.
Day negó y pasó saliva.
—No, gracias. No me siento muy bien hoy.
—¿Te llevo al médico? —cuestionó acelerado, reincorporándose para ponerse en marcha al recibir su confirmación.
—No, no. Tranquilo. No creo que se quite con un médico.
Nate retomó su lugar en el césped, junto a Day, y la escudriñó con la mirada.
—¿Entonces? ¿Cómo puedo ayudarte?
—No lo sé...
—¿No será pena porque hoy regresas a tu casa? —dijo bromeando.
—Admito que Nueva York ya no me parece tan horrible, pero no es para tanto.
Él le sonrió, pero la alegría no le subió hasta los ojos.
—Lamento que no viniera Murphy, le hice la invitación, pero ya sabes... Tenía trabajo.
—Oh, por favor... —gruñó ella—. El único motivo por el que vengo a este desastre de ciudad, es por ti, Nate.
El rostro se le iluminó, y un sentimiento culpable se le asentó a Day en el estómago. Si bien, era verdad, le pareció que la elección de palabras no debió ser así.
Le sonrió luminoso, con un brillo singular en la mirada que le provocó un roce extraño en el pecho, el inicio de un cosquilleo que no llegó a serlo por completo.
—Me alegra escuchar eso —dijo aterciopelado—. De hecho... Hay algo que me gustaría hablar contigo.
Sintió sus palabras como un puñetazo en el pecho. Mil alertas retumbaban en su cabeza, y sintió una gota de sudor recorrerle la espina dorsal.
—Hace más de un año que te conozco —explicó con suavidad—. Y quiero creer que no he sido tan idiota como para no habértelo demostrado... pero me cautivas, Day.
Sintió cada poro erizarse tanto que le picaba la piel, y tuvo que aferrar las manos al césped para no rascarse como un perro pulgoso.
Nate buscó algo en el bolsillo de su pantalón y retiró una cajita aterciopelada, que hizo a Day alejar el cuerpo lo más que pudo de él y desorbitar la mirada. Se dio cuenta del pánico en ella y le sonrió con calma.
—Tranquila, Day, parece que vas a vomitar.
—¿Q-Qué es eso?
—Un anillo que me gustó para ti.
Abrió la caja y le mostró la fina joya plateada, con elegantes trenzas alrededor cubiertas de diamantes diminutos, para cerrarse en el centro, junto a una piedra del tamaño de una semilla, de un color coral, delicado y empalagoso, idéntico al del mono de ballet que usaba.
—Me gustaría... Me gustaría que me dieras la oportunidad de intentar algo más.
El corazón de Day retumbaba en sus oídos, y no como algo positivo, sino como una locomotora a punto de arrollarla. Respiraba tan agitado que estaba casi jadeando, como si el aire pesara.
—¿Day? —preguntó preocupado.
Ella miró hacia un lado, hacia el otro, sintiéndose juzgada, acorralada, con el anillo, apuntándole como un rifle. Su mano elegante y masculina se posó en su hombro, atrapó su mirada y se dio cuenta de que le hablaba, pero el zumbido en sus orejas no le dejaba entender.
—Day —llamó de nuevo—. Respira.
Obedeció. Una respiración a la vez.
—Eso —reconoció Nate—. Tranquila...
Por fin pudo oxigenarse lo suficiente como para percibir nuevamente su entorno. Miró a Nate, quien llevaba una dualidad en la mirada, entre preocuparse por ella, y atormentarse por su reacción.
El terror lo suplantó la vergüenza. La pena de lastimar a un chico que apreciaba tanto, le pesó muy dentro, y sintió la asfixiante necesidad de repararlo.
—Nate yo...
—Está bien, Day. Está bien —dijo en un hilo.
—Perdóname —replicó acelerada—. Perdóname, yo... Yo no sé qué me pasa.
—No te preocupes —pero claramente, el preocupado era él.
—No, no. De verdad. El problema no es contigo. Nunca lo ha sido. Es solo que... Estoy pasando por mucho.
—Podrías contármelo. Te ayudaría con lo que sea —respondió esperanzado.
—Lo sé, lo sé. Sucede que ...no tengo idea de lo que pasa, pero me siento... —divagó y respiró hondo—. Me siento perdida.
Sonrió con los labios tensos, comprendiendo, pero sin eliminar del todo, el sentimiento herido de su rostro.
Sintiéndose culpable, Day se mordió la lengua, le tomó las manos y lo miró a los ojos.
—También me agradas, Nate. Pero necesito tiempo.
—¿Cómo te ayudo?
Negó con la cabeza.
—Cuando lo sepa, te lo diré. Por ahora... Solo necesito tiempo para averiguar qué me sucede.
—Entiendo —dijo paciente, y colocó el anillo frente a ella—. Lo vi e inmediatamente pensé en ti.
—Nate, no puedo...
—Tómalo, por favor —rogó con honestidad—. Tómalo como una promesa.
Frunció el ceño sin comprender, y él le dedicó una sonrisa confiada.
—La promesa de que te esperaré.
—Nate...
—Sé lo que quiero —interrumpió seguro—. Siempre lo he sabido. Y sé que las cosas que valen la pena se esperan. No lo tomes como un compromiso conmigo, eres libre de decidir lo que quieras. Pero esto...
Retiró el anillo de su caja, y lo deslizó por su delgado dedo tembloroso.
—Que sea un recordatorio de que estaré aquí, dispuesto.
Day había quedado tan concentrada en sus palabras, en su seguridad al hablar y mirarla, que no se percató lo muy cerca que estaban el uno del otro. Llegando a sus fosas nasales, el perfume exquisito de Nate, mezclado con su aroma natural, dulzón, y embriagante.
Y sucedió. Sintió un empujón extraño que la motivó a hacerlo, como si se lo debiera, como si se sintiera con la responsabilidad de hacerlo. Y le dio un beso casto, corto y ligero, en los labios.
Nate le sonrió, alegre y seductor. Y aunque en su pecho algo le castigaba la acción, percibió aquel gesto entre los dos, no como una muestra de amor, sino como un sello de lo prometido.
Aunque, por un momento, le preocupó que lo sucedido en aquel parque pudiera afectar su relación, le sorprendió el hecho de que la mejoró. Porque una vez liberada su inquietud, con las cartas de ambos sobre la mesa, y el anillo reluciendo en su dedo, ya no percibía fantasmas a su alrededor, no tantos al menos.
Y tomaron su vuelo como los amigos que siempre fueron. Incluso Nate, se tomó el atrevimiento de sujetar su mano para correr hacia el vuelo para el que llegaban tarde. Y en lugar de parecerle un asalto, lo sintió natural.
—Aquel es nuestro taxi —dijo acelerado, mientras tomaba las maletas y corría hacia el vehículo.
Subieron de prisa, entorpecidos por el equipaje. Y cuando por fin dejaron caer sus cuerpos en el asiento trasero, Nate pasó un brazo tras sus hombros con seguridad, y le sonrió complacido.
—Sabes que no tienes que viajar conmigo solo para traerme, ¿cierto?
—¿Qué clase de hombre no lleva a una dama hasta la puerta de su casa?
—Cuando la dama vive a cinco horas de vuelo, esa regla no aplica.
—Sin excepciones —replicó orgulloso.
El taxista aparcó, y su madre esperaba en el porche junto a Jude, con la alegría en sus rostros, como si se hubiera ido un año y no tres días.
—¡Cariño! ¿Qué tal Nueva York? —preguntó Anna.
Nate debió ocultar una mueca en una tensa sonrisa, pues desde Navidad que no la veía, y el deterioro era notable. Tenía las piernas tan delgadas sobre esa silla, que dudaba que pudiera pararse y sostenerse en ellas por más de un minuto.
—Helado. Me hizo recordar por qué odié cada segundo que viví allá.
—Oye —gruñó Nate ofendido.
—Venga, chicos, entren que la cena está servida.
La casa, a pesar de la calidez de la ciudad donde estaban, se sentía helada. Las cortinas corridas, y la oscuridad anidando en las esquinas.
—Mamá, abran una ventana. Esto parece una cueva.
—Oh, la cascarrabias de Jude detesta abrir las ventanas y que se vea la ropa en el tendedero.
Jude gruñó y la fulminó con la mirada, pues la discusión de la secadora, ya era un tema demasiado recurrente en esa casa.
Se sentaron a la mesa, y comieron entre charlas y risas. Anna intentaba disfrazar su poco apetito, meneando su pasta de un lado a otro en el plato.
—Pues pinta que la pasaron bien —dijo Anna, divertida—. No recibí ni un solo mensaje tuyo estando allá.
—Perdona, mamá. Fueron pocos días, y estuvimos de un lado a otro.
—Hablando de no enviar mensajes... —interrumpió Jude, mientras limpiaba su boca con la servilleta—. Day, cariño... ¿Has recibido algún correo?
—¿Correo? —preguntó confundida—. Supongo que sí, pero, ¿de qué tema en particular?
Jude se mordió la lengua, insegura de mencionar el nombre en voz alta frente al chico que tenía enfrente, pues no quería meter en problemas a Day, o iniciar una conversación incómoda. Pero la espera por saber algo de su hijo, la tenía agonizante desde hace días.
—Está preguntando por Nolan, hija —completó Anna, al ver que no comprendía.
A Day se le fue la sangre del cuerpo, y dejó de respirar por la cantidad suficiente como para sentirse mareada. Nate lo observó todo, el semblante herido de Anna, de Jude, y a la chica a su lado que se aferraba con las uñas en sus rodillas, para no desmoronarse.
Y lo comprendió todo, como un cristal que le reventó en la sien: el chico de las fotos, la ira de Murphy.
Entendía las cosas, y al mismo tiempo, no lo hacía. Porque desde la burbuja de su realidad, no tenía mucho sentido. Solo tuvo una sola certeza: se sentía furioso.
—Yo... Yo... —Tartamudeó Day, temblorosa.
—Day no sabe nada de Nolan desde hace más de un año —escupió Anna.
—¿Qué? —respondió Jude atónita—. No es cierto.
Day se encogió de hombros y se revolvió en su asiento. Respiró y respiró, porque sentía que iba a vomitar ahí mismo.
—¿Day? —interrogó Jude—. ¿Es cierto eso?
Asintió una sola vez.
—¿¡Por qué no dijiste nada!? —riñó desesperada—. Ay Dios mío...
Jude parecía estar al borde de la histeria, se pasó una mano por el cabello y suspiró frustrada. Nate se metió un bocado demasiado grande en la boca, ahogando los nervios en la pasta.
—Me daba vergüenza... —explicó Day en un hilo—. Porque a ustedes sí les escribía.
—¡Por favor, Day! Conoces a Nolan, una explicación debe de tener.
Nate empuñó el tenedor con fuerza y frunció el ceño.
—¿Cuál explicación? No es como que en Siria haya límites de correo, ¿o sí? —respondió irónico.
Las tres voltearon a verlo con las miras desorbitadas y los rostros pálidos. El aire del lugar se hizo denso, y el suelo pareció hundirse a sus pies.
—¿Qué has dicho? —dijo Anna en un grito ahogado.
—Nada —adelantó Jude asfixiada—. No ha dicho nada.
—¡¿Siria?! —chilló Anna.
Nate miró a su alrededor, confundido y preocupado, y enterró la cabeza entre los hombros.
—¿¡Nolan está en Siria!?
La histeria se apoderó demasiado pronto de Anna, que empezó a hiperventilar y su frente se perló de sudor.
—Annie, tranquilízate, ¿vale? P-Puedo explicarlo —explicó Jude.
Anna se llevó una mano al pecho, como si le costara respirar, y la tos comenzó a ahogarla de una manera estrepitosa y preocupante. Jude se colocó a su lado, revoloteando de un lado a otro, buscando medicamentos.
El frenesí desordenaba cada esquina del hogar, e invadía cada poro.
—¿Cómo? —dijo Day ahogada, en un hilo apenas perceptible, y Nate la observó pasmado—. ¿Cómo sabes eso?
—¿Qué cosa?
—Jamás te he mencionado a Nolan, mucho menos dónde está.
Nate intentó tragar saliva, pero se quedó a media garganta, como una piedra gruesa. El estómago le cayó a los pies y las manos le sudaron.
—¡Day! —chilló Jude, y pareció llevar varios llamados que había ignorado por estar divagando en su propia cabeza—. ¡Day, el medicamento!
La rubia se obligó a girar el rostro y mirarla, aún ahogada por el descubrimiento que le nublaba el juicio.
—¡Sobre la barra!
Day jadeaba, pero no se movía. Logró mover las pupilas, y vio a su madre, tosiendo tanto que el rostro se le pintaba de azul.
—¡Rápido, Day!
Como un empuje en la espalda, saltó de su silla, tomó el dispensador sobre la barra y corrió junto a ella. Lo colocó en movimientos torpes en la boca de su madre y presionó una, dos, tres veces.
Anna no cedía, y el azul se convertía en morado, las venas comenzaban a notarse en su piel traslúcida. La tos no le estaba permitiendo respirar, y Jude sentía que algo le arrancaban de adentro.
El teléfono sonó, pero nadie respondió. Day volvió a presionar el medicamento, Jude sujetaba a Anna, y el teléfono volvió a sonar.
—¡Mierda! —ladró Jude como respuesta al timbre agudo de teléfono que les taladraba la sien—. ¡Nate, el auto!
Nate, quien había estado perdido en la madera de la mesa y su propia miseria, levantó el rostro.
—¡Trae el puñetero auto ahora mismo! —bramó histérica, y el teléfono sonó de nuevo—. ¡La puta que lo parió! —le gritó al artefacto chillón.
—¡Responde tú! —chilló Day—. ¡Yo subo a mamá al auto!
Y como si la crisis que se vivía en aquella casa, no fuera ya lo suficientemente lúgubre, otra más se anunciaba desde el otro lado del teléfono. Algo dentro de Day, en el pecho y muy al centro, pareció apagarse al escuchar a Jude responder desconsertada a la bocina:
—Si, soy su madre.
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