Capítulo 34
Doce.
Casi doce meses sin saber absolutamente nada de Nolan.
Doce meses, cincuenta y un semanas, y trescientos sesenta días, como los grados marcados de la brújula que la observaba colgada desde su tocador.
Ni un correo, ni siquiera para saludarla, ni siquiera para saber nada. Y sabía que era así particularmente con ella, porque Jude actualizaba su estado una vez por semana, durante la cena.
Una noche fue débil. Fingió distraerse, meneando el puré de su plato y preguntó si Nolan le había dicho algo. "¿Sobre qué?", preguntó Jude. Y acongojada, queriendo gritar que sobre ella, cualquier cosa que la incluyera, que le indicara que le importaba, y que si no le respondía los correos que seguía mandándole, era porque le daban solo unos minutos para escribir y se los dedicaba a su madre. Algo, lo que fuera, una mínima señal de que no la había olvidado.
Pero parpadeó el escozor, se encogió de hombros y respondió cualquier cosa. "Le dije que estabas bien, cariño", fue lo único que dijo Jude.
Y cuando vio su semblante, lo leyó. No era el de una madre contenta por saber sobre su hijo, no. Era el rostro de la mentira. Era la mirada huidiza de quien oculta algo y no pretende liberarlo.
Perdió el apetito, se disculpó y se marchó a su habitación. Una lágrima se deslizó por su mejilla, rota, vacía. Como el hueco en su pared donde antes colgaba un mapa tan incompleto como se sentía ella.
El timbre de la casa sonó. Cerró los párpados agotada, porque se arrepintió de haberlo invitado. No se sentía ni un gramo de festiva, ni con fuerza para comprar presentes, y mucho menos de decorar un árbol.
—¡Day! —llamó Jude desde el piso de abajo—. ¡Nate está aquí!
Se puso de pie, se echó un vistazo rápido al espejo, y el reflejo que observó no le agradó del todo, pero le importó muy poco.
Bajó las escaleras, y en cuanto lo vio, con su elegante suéter bordado color hueso, y el cuello de una camisa de botones como la canela, la hizo sentir avergonzada de su aspecto despreocupado, por no decir desaliñado.
Sin embargo, él le sonrió, alegre y luminoso como siempre. Le dio un abrazo rápido como saludo e intercambiaron palabras genéricas para ponerse al día. Anna los alcanzó en la sala, empujando las ruedas de su silla que había vuelto a usar un par de meses atrás.
—La veo muy bien, señora. ¿Cómo se encuentra?
Mentira, dijo Day en su cabeza. Eso es mentira.
—Oh, gracias, Nate. Esta silla no me gusta, pero el medicamento me cansa mucho últimamente, y me cuesta mantenerme de pie.
—Entiendo —dijo con cautela.
Anna reparó en las bolsas que el chico había dejado en el suelo, repletas de cajas envueltas en un fino papel mate rojo, como las cerezas.
—Yo, eh... —dijo avergonzado—. Traje... Traje presentes.
—No te hubieras molestado —respondió Anna sonriente.
—No le creas, le encantan las sorpresas —interrumpió Jude desde la cocina, haciéndolos reír a todos.
Day se quedó rígida, ausente de la conversación, imitando las reacciones de los demás como un robot programado.
—Day, cariño, ¿por qué no le indicas dónde puede acomodarse tu invitado?
Tu invitado, no nuestro. Pero eso no le preocupó tanto como la decisión a continuación. ¿Por qué no lo pensó antes? ¿Cómo pudo ser tan imbécil de no pensar en dónde coño iba a acomodarlo?
Sobre su cadáver entraba en el cuarto de Nolan. Y el suyo llevaba su nombre en cada esquina también. La puñetera casa lo llevaba en cada rincón.
Sintió su frente perlarse de sudor y respiró agitado. Nate debió detectarlo, pues frunció el ceño e intentó sonreírle con una calma mal lograda.
—Gracias, Anna —respondió con calidez—. Pero alquilé un hospedaje cerca de aquí. Es solo que...
Se detuvo para observar su fino reloj dorado en su muñeca.
—Me entregan la habitación hasta dentro de un par de horas.
—Oh, no debiste. Aquí había espacio de sobra.
—No quise molestar. Quizás la próxima vez.
Se sonrieron con amabilidad, pero se quedaron sin palabras. Mirándose tensos, buscando desesperadamente un tema para romper el hielo.
Anna miró a Day y la fulminó con las pupilas. Ella parpadeó varias veces reaccionando y tartamudeó una disculpa.
—Ven, Nate. T-Te mostraré la casa.
Tampoco había mucho que mostrar, puesto que la casa no era particularmente grande. Le mostró el sencillo, pero pintoresco patio trasero, con las flores cuidadas, y un tendedero repleto de ropa que Jude detestaba desde que vendieron la secadora.
Terminaron con el primer piso, y subieron al segundo, cruzando por el pasillo hacia las habitaciones. Y Nate observó mientras andaba, las fotografías colgadas.
Había de todo: Anna radiante y con la larga melena rubia que ya era solo un recuerdo. Anna sosteniendo un bebé, que inmediatamente supo que no se trataba de Day, pues tenía el cabello tan negro como el carbón.
Anna y Jude siendo jóvenes, sonrientes, en el que parecía un parque de diversiones. Day con un atuendo hermoso de ballet sosteniendo una medalla dorada. Y un chico.
Nate veía en demasiadas fotos al mismo chico, y se sintió confundido. Por la cercanía con Day, con su madre, y a la vez, tan ajeno como para ser su familiar. Porque tanto Day como su madre, eran la gráfica representación de un día soleado: rubias, de facciones sutiles, delicadas, de ojos tan azules como el mar, los rayos del sol en los cabellos, y besando sus mejillas sonrosadas.
Y ese chico... Independientemente del cabello oscuro, las cejas espesas, ascendentes y dominantes, resaltadas en su piel tan lechosa, había algo distinto en su mirada. Porque comparado, llevaba pintado en los ojos encapotados, cierta melancolía.
—¿Vive alguien más aquí? —preguntó con sutileza.
Lo miró de reojo y carraspeó la garganta.
—No. Solo nosotras tres.
Y Nate quiso preguntar, le picaba la duda en la garganta, pero su sospecha de la respuesta le preocupaba tanto como le enfurecía. Un sentimiento carnal y receloso lo hizo fruncir el ceño, y andar al acecho como si el tipo fuera aparecerle enfrente en cualquier minuto.
Day parloteaba una explicación sobre las habitaciones de sus madres, mostrando las puertas correspondientes. Nate no podría decir que le prestaba atención, hasta que abrió frente a él, la puerta de la suya. Mostrándole la habitación acogedora de una adolescente.
Con la cama repleta de cojines esponjosos, de diferentes formas y figuras que en conjunto tenían cierta armonía encantadora. Las paredes de un turquesa brillante, y repletas de carteles y fotografías pegados con gracia.
Le pareció curioso, pues era un desastre, y al mismo tiempo, le pareció que tenía un equilibrio exquisito. Que cada cosa tenía su lugar y pertenecía ahí desde siempre. Hasta qué...
Hasta que reparó en el hueco rectangular de la pared. Como si hubieran arrancado algo y se percibiera la falta de ello ahí, antinatural, ajeno. Provocándole cierta incomodidad al verlo.
—¿Qué le pasó al póster de ahí? —preguntó curioso.
Ella miró el hueco y suavizó la mirada con cierta nostalgia, y le pareció que ella no veía el hueco, sino lo que sea que estuviera ahí antes. Como si su cerebro no aceptara el cambio y reprodujera la imagen, con la necedad de mantenerlo igual.
—Nada interesante. Un simple mapa.
—¿Por qué no pones otro?
Quizás la pregunta era tonta, pero el desequilibrio que le daba a la habitación, se percibía. Y no sabía cómo Day podía estar cómoda así, sin lograr de nuevo ese contrapeso.
—No he encontrado algo que me guste.
—Ya —respondió despreocupado, intentando ignorar la tontería que se planteó sobre equilibrio—. Tienes una habitación muy...
—¿Saturada? —bromeó ella.
—Iba a decir tuya.
Le sonrió.
—Comparado con tu habitación en casa de tu padre, aquella parece de un hotel. Como si nunca hubieras dormido ahí.
Ella suspiró y miró a su alrededor.
—Este es mi hogar.
—Eso se puede ver —respondió con encanto.
—La casa de papá se sentía...
—¿Temporal?
—Sí, temporal.
Nate sonrió. Porque a pesar de la cantidad de preguntas que le pesaban en el pecho, se sintió bien ahí, junto a ella, en su ambiente. Se sintió bienvenido.
Y dado que llevaba un año intentando acercarse a ella en vano, ese paso, lo sintió agigantado.
Day tomó asiento en la cama, y miraba el vacío rectangular.
—¿Por qué? —preguntó retomando la conversación, e intentando conocer un poco más esa historia que cada vez le parecía más complicada.
—Papá no... no lo vi mucho en mi infancia. Solo un par de veces al año, supongo que él siempre fue temporal en mi vida.
Tragó saliva, incómodo y confuso, y señaló el costado de Day con una mano.
—¿Puedo?
—Claro.
Se sentó junto a ella, recargó los codos en las rodillas y entrelazó los dedos, pensativo.
—¿Por qué lo veías tan poco?
Lo miró atenta, con el atisbo áspero de entrar en un tema incómodo, y movió los dedos nerviosos sobre la cama.
—No respondas —dijo arrepentido—, qué entrometido de mi parte.
—A mi no... No me gusta hablar mal de papá —respondió sin despegarle la mirada, con honestidad.
—Entiendo. Discúlpame, es solo... Es solo que siento que no te conozco...
Los dedos nerviosos de Day acapararon su atención, y los tomó con su mano para calmarlos.
—Y me gustaría hacerlo.
Day observó sus manos unidas. Los nervios le recorrieron la columna vertebral, y a pesar de que sospechaba... No. Sabía que el interés por Nate existía, lo había disfrazado de amistad hasta ese día. Dejándole claro con ese gesto, que buscaba más.
Pasó saliva insegura, pero no tuvo el valor de deshacer el agarre.
—Bien.
—¿Bien?
—Sí, bien. Conozcámonos. Pregunta algo, pero que sea sobre mí, no sobre mi padre.
Sonrió gustoso, apretó su mano, y colocó la otra sobre su dorso, acariciando con el pulgar.
—¿Tu color favorito?
Puso los ojos en blanco.
—Qué básico —se burló—. Pero el blanco.
—En teoría, no es un color.
—¿Vamos a ponernos científicos?
—No te gusta la ciencia. Anotado.
—¿Qué? —replicó ofendida—. Eso es trampa. Debiste especificar si colores por la ciencia o por construcción social.
Nate hizo un sonido con la lengua como si estuviera saboreando algo.
—Chica lista, me gusta —dijo con picardía y ella se rio altiva—. El mío es el tinto.
—Pero yo no pregunté, por lo que me toca de nuevo.
—Astuta, bien. Otro atributo más a la lista.
—¿Prefieres Londres o Nueva York?
—Esa es difícil.
Ella arqueó una ceja pícara y él sonrió encantado.
—Depende, ¿dónde estarías tú?
Se le borró la alegría tan pronto como el toque a una burbuja. Sus mejillas enrojecieron y movió los dedos entre los de Nate.
—¿Esa... esa cuenta como tu pregunta?
—Eres una embustera —replicó divertido, y ella se rio también, con nerviosismo—. ¿Cuál es tu mayor inseguridad?
Day sopesó las palabras, y su mente lo supo de inmediato. Viajó a una tarde, frente a un escenario, un disfraz de hawaiano, y un montón de burlas a su alrededor.
—Yo... —comenzó, y necesitó respirar hondo para tomar valor—. Yo tengo una... mancha.
—¿Mancha?
—O lunar, es lo mismo.
—Todos tenemos lunares, Day.
—Pero no como el mío. Es... es grande, muy grande. Y rojo.
Nate odió la expresión que puso. Incómoda, ajena, avergonzada. Apretó su mano entre las suyas y le buscó la mirada.
—¿Puedo ver?
Le tembló el labio inferior, nerviosa y cohibida. Pero se dijo que ya no era una niña, y que eso debería parecerle una tontería.
—S-Si, claro...
Movió la mano de entre su agarre, y aunque él puso resistencia, le liberó al darse cuenta de que la requería para mostrarle.
Tomó la blusa con sus delgados dedos y la subió entre temblores inquietos. Descubrió su abdomen endurecido, con dos líneas musculares bien marcadas a los costados, y de un lado, cubriéndole casi por completo la mitad de su tonificado vientre, la mancha rojiza y extendida de forma irregular.
Nate parpadeó una vez, maravillado, y sin siquiera pensarlo, llevó los dedos a la zona, con mucha cautela los acercó a su piel, y deslizó una caricia a lo largo, erizando la piel de Day con su toque. Levantó la vista, y atrapó la suya con firmeza.
—Me parece hermosa —dijo en un susurro.
Y ella soltó el aire aliviada, sintiéndose aceptada.
Agradeciendo que de manera genuina, le sonriera tan exquisito. Mostrándole la mirada vibrante y más honesta que le había visto nunca.
Agradeció el gesto, y aunque no inventara mapas con su mancha, ni fuera capaz de crear cuentos... se sintió cómoda, y sobre todo, se sintió ella.
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