Capítulo 33




El timbre de la puerta retumbó, pero Day no pudo desprenderse de sus cosas para abrirla. Estaba rodeada de ropa en su cama, alguna esparcida, alguna doblada. Y tres maletas de tamaños ascendentes entre ellas.

    La figura de Nate se colocó en el arco de la puerta, y tocó la madera con gracia.

    —¡Oh! ¿No estás lista aún? —dijo espantado, y revisó su reloj con disimulo, tragando saliva nervioso.

    —¡Ay, Nate! —chilló estresada—. ¡No puedo acomodarlo todo! ¡Es demasiado!

    —A ver... —respondió con paciencia—. Vamos a calmarnos.

    —¡No puedo! ¡Tengo menos de una hora!

    Nate deslizó la mirada por el caos de la cama, se llevó el índice a los labios, pensativo, y miró a Day.

    —¿Tienes algún problema si toco tu ropa? —preguntó con cautela—. ¿O preferirías que te mostrara cómo hacerlo y lo haces tú misma?

    —No, no. Está bien, puedes hacerlo.

    —Bien... Esto lo aprendí yendo y viniendo de Londres dos veces al año. Y ahora mismo, estás doblando tu ropa como si fueras a acomodarla en el armario.

    —Sí, ¿y qué?

    Él se rio, divertido y delicioso.

    —Que no es un armario, Day. Mira...

Tomó una blusa sencilla de algodón, la extendió y recostó en la cama, dobló un lado, luego el otro, y comenzó a hacer un rollo con la tira de tela que había formado, hasta crear un diminuto cilindro ridículamente compacto.

    —¡¿Qué?! ¡Eso es genial!

    Nate liberó una carcajada, enternecido de la sorpresa inocente en su rostro.

    —Anda y prepárate un té, te ves estresada. Yo me encargo de esto.

    —Solo si te tomas uno conmigo.

    —Trato hecho.

    Se perdió en el pasillo hacia la cocina, y cuando volvió, con la elegante charola plateada y las tazas finas de porcelana, Nate levantó el rostro para olfatear el olor dulzón que expedía el líquido.

    —Huele bien.   

    —¡No me lo puedo creer! Casi lo hiciste todo.

    —Es la práctica —respondió mientras le daba un sorbo a su bebida.

Murphy se colocó en el arco de entrada y cruzó los brazos al ver que Day ya estaba prácticamente lista.

    —¿Estás lista como para estar sentada tomando té?

    —Venga, Murphy. Tómate un descanso con nosotros antes de que se nos vaya esta belleza.

    Day se revolvió incómoda en su lugar por la elección de palabras de Nate, y su padre tomó un lugar a su lado en la cama, se sirvió una taza y dio un sorbo.

    Pareció que su presencia tenía el mismo impacto que el que hubiera entrado un toro ahí junto a ellos. El silencio los envolvió, y el sonido de las tazas era lo único que evidenciaba que había personas en esa habitación.

    Nate carraspeó la garganta y miró a Day.

    —¿Estás emocionada?

    —Mucho —dijo ilusionada, con un brillo en la mirada que le erizó la nuca.

    —¿Segura que quieres irte? Aún estás a tiempo de arrepentirte —gruñó su padre.

    Day ocultó la mueca de desprecio tras su taza, pero para Nate, no pasó desapercibida.

    —Nunca estuve más segura de nada en mi vida.

    Su padre asintió en silencio y Nate bajó la mirada, tirante de ver el conflicto entre los dos.

—¿Nos dejarás visitarte? —preguntó en un burdo intento por suavizar el ambiente.

    —Claro. Eres el único amigo que hice aquí.

    Le sonrió como respuesta, pero no pasó por alto que respondió específicamente por él, sin incluir a Murphy. Y se sintió mal de notar la brecha tan ancha entre los dos, provocada por un tercero.

    Se tomaron el té, casi en silencio, intercambiando un par de tristes palabras genéricas, cuando Murphy decidió que era momento de tomarse el líquido de un tirón y despedirse con un vago pretexto. Nate reparó que en el escritorio de Day, aún estaba su computador portátil encendido, junto con todos sus aditamentos.

    —¿No vas a llevarte eso?

    —Sí, en mi mochila de mano. Iré a dejar esto en la cocina y volveré para empacarlo e irnos. Ya vengo.   

    Asintió como respuesta y la vio salir de la habitación con la charola en las manos.

    Se quedó sentado en la cama, tamborileando los dedos en la rodilla, escudriñando a su alrededor despreocupado.

Un movimiento en el computador se le coló por el rabillo del ojo, giró el rostro y vio esa notificación recién llegada en su correo.

"Había una vez... un pobre diablo sin internet", decía el asunto. Frunció el ceño, confundido por ese texto, y se acercó un poco para ver el nombre del remitente, sintiendo un ardor en el estómago cuando lo leyó:

Nolan Tate.

Se mordió el labio inferior, y peleó consigo mismo por dentro. No debía involucrarse, lo sabía. Pero ese tipo había arruinado a un padre y su hija, al grado de no poder siquiera verse a los ojos durante un minuto entero sin disfrazar una mueca de desprecio.

No conocía la historia completa, no la conocía de nada, de hecho. Pero los rezagos de ella eran evidentes desde su perspectiva.

Maldijo entre dientes y abrió el correo. Leyó, acelerado, temeroso, alerta de escuchar cualquier ruido cercano que anunciera su regreso a la habitación.

Pasó las líneas del texto, una y otra vez:

Lamento no haber escrito...

... una misión que tomará tiempo.

Al parecer, llevaba llevaba casi un mes sin hablarle. Más disculpas. La historia de la puñetera misión. Historias con sus compañeros, del cuartel, de su trabajo.

Nate tragó saliva y algo le quemó muy dentro con cada palabra que leyó a continuación:

Feliz cumpleaños...

... mi amor...

... me haces falta....

... cada vez falta menos....

... te amo.

"Te amo", repitió por dentro en un eco.

"Te amo".

Apretó el puño y soltó el aire. Era peor de lo que pensaba. Mucho peor.

Se preguntó si Murphy tenía idea de la relación que esos dos pretendían llevar. Se preguntó si tenía idea de lo muy convencida que tenía a Day.

Sería muy fácil. Demasiado fácil detener todo esto. Unos cuantos clics y la comunicación entre los dos quedaría perdidiza para siempre. Un truco simple, de los primeros aprendidos en la materia de informática que tomó en la universidad. El arreglito podría durar mucho, como podría durar poco. Pero quizás, con un poco de suerte, lo suficiente para poder adentrarse en la vida de Day.

Ganarse el lugar que deseaba con ella, para poder estar en primera fila cuando ese cabrón intentara manipularla de nuevo a su conveniencia.

No le agradaba del todo la medida, pero el fin justifica los medios, se dijo, y separar a un padre de su hija es más jodido que esa pequeñísima mancha en su historial.

Echó un vistazo al pasillo y no divisó a Day, volvió a prisa, tecleó en el computador, un clic aquí, otro clic allá. Aguzó la vista, miró de nuevo a la puerta, y presionó una tecla inseguro, rematando el plan.

Correo eliminado.

Y sí, así de sencillo dejó desviada cualquier comunicación proveniente o saliente que involucrara esa dirección de correo, por el tiempo que tardaran en darse cuenta.

Observó por unos minutos la pantalla, y le escocieron los ojos con culpa. Parpadeó varias veces, y regresó a su lugar en la cama, antes de que le cuestionaran qué demonios hacía frente al monitor y vomitara de culpa la canallada realizada.

—Listo —anunció Day con una sonrisa—. ¿Nos vamos ya?

Nate le sonrió tenso y asintió con rigidez, incapaz de emitir palabra.





En cuanto Day divisó los techos triangulares de la casa de su infancia, se le erizaron los brazos y sintió los ojos acuosos.

—Es ahí... —dijo en un suspiro, y Nate estiró el cuello para observar.

Quizás no debió llevarlo. Quizás debió mantenerlo alejado del lugar tan sagrado al que estaba por volver: su hogar. Pero sentía, que ahí podía ser ella misma, sin cadenas ni expectativas, solo ella. Y algo le decía que, de no ser por su padre y la ciudad, con Nate también podría serlo.

Además, que se sentía demasiado revolucionada por dentro, por no saber en qué estado encontraría la casa, o a su madre. Y eso la tenía demasiado nerviosa, ansiosa, estresada hasta la médula. Sin Nolan dispuesto a abrazarla si las cosas lucían peor de lo que esperaba, y sin saber absolutamente nada de él desde hace más de un mes, era otro de los motivos por los que se sentía más débil e insegura que nunca, y aceptó la oferta de Nate de acompañarla hasta allí.

El auto aparcó, pero nadie salió a recibirla, por lo que frunció el ceño extrañada y divagó entre bajar las maletas o correr dentro, para ver si algo malo estaba pasando.

    —Anda, entra, yo me encargo del equipaje —dijo él, y no lo pensó dos veces.

    Corrió a zancadas y, después de tocar dos veces la puerta, se dispuso abrirla, con una desconfianza ajena como si esa ya no fuera su casa.

    —¡¡¡SORPRESA!!! —gritaron por dentro, provocándole un salto.

Entre su respiración agitada y el bombeo desbocado de su corazón, identificó a las personas a su alrededor. A Jude, alegre y reventada de gozo, a su madre, con un color mucho menos grisáceo en el rostro, y al cabello crespo, pintado de grosella, enmarcando el rostro de su amiga que llevaba años sin ver.

    —¿Jess? —dijo en un hilo.

    Ella le sonrió extasiada y se lanzó en un abrazo fuerte y estridente.

    —¡Oh, Day! ¡Tenemos mucho de qué hablar! —chilló emocionada.

    Day olvidó todo en ese momento: los años transcurridos, la poca comunicación, el miedo que sentía, todo. Se sintió como si fueran de nuevo las dos crías que compartieron pupitre toda la infancia.

    —Day, cariño —llamó Anna, y deshizo el abrazo para envolver a su madre.

    La abrazó con cautela, percibiendo su cuerpo más repuesto que la última vez, pero aun así, demasiado delgado para considerarlo normal.

    Los pasos en la entrada alertaron a todos, haciendo que Jude torciera el gesto y Jessica desencajara la mandíbula. Day se apresuró a limpiar las lágrimas de sus mejillas, y señaló a Nate con la palma de la mano.

—Familia, él es Nate.

    —Es un placer conocerlos a todos —dijo con gracia.

    —Bi-Bienvenido... —respondió Jude desconcertada.

    —¿Y ese es...? —murmuró Jess con picardía, evitando que él escuchara mientras acomodaba las maletas en la sala.

    —Bruta —respondió en otro susurro, y recompuso el tono para responder—. Es un amigo, el único que hice en Nueva York.

    —Un amigo —repitió su madre, y parecieron dolerle las palabras.

    —Pero veo que aquí no soy el único —añadió él.

    —¡Oh! Qué grosera —replicó Day—. Ella es Jess, mi mejor amiga.

    —Un gusto —dijo ella mientras le estrechaba la mano.

    —¿Tienes un familiar en la milicia? —cuestionó Nate, señalando el sello tejido en su chaqueta de mezclilla.

    Jessica bajó la mirada, y al recordarlo, sonrió tanto que le dolieron las mejillas.

    —Mi novio —respondió con gracia, llevándose la mirada sorpresiva de Day—. Miles Parker.

    —¡¿Miles!? —aulló Day—. ¡No me lo puedo creer!

    —¡Sí! Justo me envió una fotografía esta mañana donde aparece Nolan, tienes que verla —canturreó extasiada, y Day no pudo disfrazar muy bien la desilusión en el rostro.

    —¿Te mandó fotos? —reclamó Jude ofendida—. El cabrón de mi hijo apenas si me escribe unas cuantas palabras

    —¿Tú... Has hablado con él? —interrumpió  Day temerosa.

    —Escribió esta mañana, que, por cierto... —dijo distraída y se metió en la cocina para hacer no supo qué cosa, pues Day se quedó cabizbaja, intentando contener el escozor de los ojos, y el corazón retumbándole en las orejas.

Porque escribió. Le escribió a su madre. Pero... ¿A ella?

    Se olvidó de responderle, se olvidó de que volvía a casa, se olvidó de su cumpleaños...

No, no podía ser. Lo conocía bien. Él no se olvidaba de eso, jamás. Lo había decidido, deliberadamente. Y muy dentro de ella, algo se rompió, y le costó mucho mantenerse de pie.

    —Yo soy su madre, Anna —dijo ella, en un intento por distraer la atención del momento amargo que percibió en su hija, y le estrechó la mano a Nate con debilidad.

    Nate tuvo que forzarse en no fruncir el ceño, porque lo vio todo. Empezando por lo que esa mujer luchaba día con día. Los huesos sobresalidos, el color paliducho, los ojos sumidos dentro de dos círculos morados, los labios agrietados, y la ausencia de cualquier señal de vello corporal.

Y continuando, con el semblante fracturado de Day al escuchar noticias de ese tipo. Rota, ausente, completamente ajena a ella.

    Le sonrió con los labios fruncidos, tragándose la culpa y el remordimiento de que, efectivamente, no solo no conocía la historia de Day y ese soldado, sino que no conocía la historia de nada. Y la punzada de que, quizás, solo estuviera viendo una sola cara de la moneda, se le encajó en el subconsciente y lo iba a torturar por el resto de sus días.

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