Capítulo 31


Era terrible.

Ni Nolan, ni nadie, fueron capacec de dimensionar el cambio monstruoso que traería esa oportunidad.

Creyó que crearía mapas, que estaría sentado tras un escritorio calculando superficies. De verdad creyó que allá afuera no ocurría demasiado, sino unas cuantas pandillas rebeldes que había que calmar a punta de pistola.

Se les dijo que era un problema político, una manifestación constante, una guerra civil que no incluía a la armada. Nada demasiado grave, ni demasiado violento. Porque la guerra no era con ellos, no de manera directa.

No es una trinchera como en las películas, le habían dicho a Nolan un montón de veces.

Y no. No lo era. Al menos no contra ellos.

Pero eso no significaba que fuera mejor, ni que hubiera paz. Solo significaba que, efectivamente, no había una trinchera en donde ver donde te metes, ver a tu verdugo de frente, apuntándote la sien con el rifle. Porque Siria era un campo minado. Con bombardeos aleatorios y pequeñas batallas entre civiles, en los que solo hacía falta estar en el lugar y el momento equivocado, para joderse la vida.

Con bombas contándote los días bajo el suelo. Y sí, Nolan no andaba pisando normalmente territorio peligroso, pero si un desafortunado pisaba una mina durante la expedición de su tropa, todos tenían que ayudar. Todos debían ir a la zona, sacar a inocentes para trasladarlos a las zonas de resguardo y atender a los heridos.

Todos ayudaban, sin excepciones. Así fuera el puñetero cocinero.

Y por si eso no fuera suficiente, las pandillas rebeldes abundaban, y consideraban a esas tropas como invasoras. Una nación ajena que no debería ocupar sus tierras, y era evidente que no les daban la bienvenida.

Más de una vez agarraron el suficiente valor como para asaltar un campamento, y todos temían que alguno de esos encuentros se tornara demasiado violento, y algún tiro nervioso terminara cobrándose la vida de un cadete.

Era mucho más jodido de lo que ninguno se imaginó. Y desde que Nolan puso un pie adentro de ese avión, Day no volvió a ser la misma.

Siempre había sido delgada, de piernas fuertes por el ballet, clavículas pronunciadas, y cuello alargado. Pero en aquellos días, cada hueso sobresalía filoso en los ángulos de su cuerpo. Porque el estómago se le cerraba, le costaba dormir, y le costaba concentrarse.

Cuatro meses llevaba así, desde que sabía muy poco de él. Demasiado poco.

Para sorpresa de nadie, la red allá era una mierda. Y para que Nolan pudiera tener algún contacto con alguien del exterior, debía cruzar caminos de terracería por más de dos horas, esperar a que un computador se desocupara, y rogar que hubiera red para enviar un triste correo.

Y Day sabía que él lo intentaba, que se esforzaba, para al menos una vez a la semana, lograr hacer un contacto. Su problema era que estaba desapareciendo de la preocupación.

Sumando al gilipollas de Murphy. Quien, mientras más se acercaba su cumpleaños, más fastidioso se ponía. Eventos aquí, eventos allá. Reuniones en casa con un montón de extraños con ropas finas, visitas al golf, tan tediosas como sus charlas.

Estaba obligada a ir a todo, y además poner la cara de muñeca idiota.

Ese día en particular, Day estaba que se ahogaba. Pues Nolan generalmente escribía los viernes, y su correo no había llegado todavía. Y qué rabia le daba encontrar un mensaje nuevo de Murphy preguntando su ubicación cada vez que desbloqueaba el móvil para buscar actualización.

Pero ese día, quizá por Nolan, quizá por todo, se revelaría. No asistiría al evento absurdo al que le habían indicado ir esa tarde. Salió por detrás del instituto, en un burdo intento por burlar al guardaespaldas que a todos lados la seguía. Y sopló satisfecha cuando estuvo en la acera, sin nadie a su alrededor.

Caminó segura, con el mentón en alto, y, por si acaso, se enfundó el gorro de su sudadera en la cabeza.

—Olvidaste meter un mechón, Day —canturreó una voz que casi le provocó un infarto del susto.

Se giró hacia el coche aparcado a unos pasos de ella, con el tipo recargado en la carrocería, de elegante traje negro, perfectamente planchado y ciñéndose a su cuerpo como si lo hubieran fabricado de manera exclusiva para él. Y seguramente, así había sido.

Deslizó una mano por su cabello rubio, asegurándose de no tener un solo cabello fuera de su lugar, y le sonrió con nerviosismo.

—Nathaniel —dijo en un hilo.

—Tienes fama de ser huidiza —añadió divertido—. Y supuse bien en llegar por atrás.

—¿Qué haces aquí?

—Un favor a tu padre. Me ha pedido llevarte.

—¿Y mi chofer? —preguntó confundida.

—¿Al pobre que sueles dejar colgado? —se detuvo para liberar una carcajada melodiosa—. Esperando a que salgas por el frente del colegio. Como dije... Tienes fama de ser huidiza.

Day respiró hondo y apretó la mandíbula. Cabreada por ser tan evidente, tan terrible en el arte de la rebeldía, que daba pena.

—Venga. Sube al auto —invitó con simpatía, mientras le habría la puerta trasera.

—No tengo ropa para ir al evento —atacó a la defensiva.

—¿No? —llevó el dedo índice a sus labios delineados, y dio dos golpecitos pensativos—. No importa, podemos hacer una parada previa en alguna tienda para que elijas un vestido adecuado.

Gruñó con la garganta, sintiéndose acorralada, y subió a los asientos traseros del auto a regañadientes. Nathaniel cerró la puerta con delicadeza, dio la vuelta al vehículo, y en cuanto se sentó frente al volante y encendió el motor, Day lo miró confundida.

—¿No tienes...? ¿No tienes chofer?

—Conduzco yo. Me ayuda a pensar.

Se mordió el labio inferior, avergonzada.

—Vale, lo siento. No pretendía que fueras el mío.

Nathaniel la miró por el retrovisor, y le dedicó una sonrisa modesta.

—No me molesta ser chofer, especialmente si se trata de una dama.

Day puso los ojos en blanco y desvió la mirada hacia la ventana. Nathaniel carraspeó, y estiró el cuello de su traje con un dedo, incómodo y arrepentido por su inútil intento por ser caballeroso.

Él no solía ponerse nervioso con una chica. Nunca, de hecho.

Pero ella era distinta. Tenía cuna de oro, como él, y como todas con las que había convivido antes. Pero Day nunca durmió en la suya, apesar de tenerla, sino que la mantuvo a distancia. Y esa historia le causaba una curiosidad tremenda por conocer el resultado que había dado.

Condujo en silencio, pensando una idea para comenzar una conversación, pero se arrepentía en el momento en que abría la boca, y se limitaba a cerrarla de nuevo. Cuando menos pensó, el tiempo lo alcanzó y tuvo que aparcar frente a la tienda de alta costura.

Day observó el fino lugar de molduras elegantes, y aparadores repletos de vestidos de seda y costosa pedrería. Frunció el ceño y lo miró por el retrovisor.

—¿Qué hacemos aquí?

—¿No necesitas un vestido?

—¿De aquí? —preguntó sorprendida—. Es demasiado. Es solo un evento de caridad, y no tenemos tiempo...

Pero Nathaniel la ignoró para bajar del vehículo, abrirle la puerta y extenderle una mano educada.

—Será rápido, les avisé en un mensaje y ya te esperan.

—P-Pero... vamos tarde, Nathaniel.

—Nate —corrigió sonriente—. Te ruego que dejes las cordialidades a un lado y me llames Nate.

—Nate.... No tenemos tiempo de ver modelitos.

—Oh, ya conocen tus medidas y prepararon unos cuantos. Solo debes elegir uno, estoy seguro de que te vendrá bien cualquiera.

—¿Mis...? —dijo estupefacta—. ¿Conocen mis medidas? ¿C-Cómo?

Nate le guiñó un ojo y le regaló una sonrisa pícara.

—Tengo buen ojo —explicó con divertida timidez.

Y aunque Day se sintió temerosa, demasiado vulnerable y observada, supo que tenía razón. Porque en cuanto eligió el primero, sin poner atención y con las ganas de salir huyendo de ahí, le quedó como anillo al dedo.

Salieron del lugar tan pronto como entraron, con Day dentro de un elegante vestido salmón de satín que resaltaba el rosa de sus mejillas, decorado con finas decoraciones en un hilo metálico plateado. Unas zapatillas delicadas transparentes, y un montón de adornada joyería en manos y cuello.

Day miró el coche y resopló frustrada.

—¿Pasa algo? —cuestionó curioso.

—Detesto esto.

—Podemos volver y elegir otro...

—No el vestido. Esto —enfatizó la palabra—. El evento, la estúpida necesidad de vestirse así... Parecen todos un montón de piezas de ajedrez, moviéndose con planeación. Sin ser... —Guardó silencio en cuanto reparó en la ridiculez que estaba diciendo.

—¿Sin ser ellos mismos? —completó con cautela, y ella lo miró. Lo miró de verdad.

Al tipo pulcro, elegante. A la viva imagen de la alta sociedad de Nueva York y todo lo que ella odiaba de eso. Y le pareció ver un borde en su rostro, en su mirada. El borde de lo que podría ser una máscara. Aquella que ella se negaba a utilizar, pero que, quizá él, ya estaba tan acostumbrado que se le daba natural.

Nate le sonrió con timidez y una mirada pícara.

—¿Qué quieres hacer entonces?

Ella sopesó sus palabras y las posibilidades. Porque por primera vez desde que se mudó a esa jodida ciudad, sintió algo más que enojo. Tuvo ilusión, diversión, el asomo de un poco de libertad.

—Muéstrame la ciudad.

Nate sonrió deslumbrante, abrió la puerta trasera del vehículo y le hizo una fingida reverencia.

—Será un placer.

Day lo ignoró divertida, y en lugar de entrar en el auto, le dio la vuelta para abrir la puerta del copiloto y entrar por sí misma en él.

Nate entró, cerró la puerta y la miró tan confundido como entretenido.

—Tú lo pediste, sin cordialidades —explicó ella con gracia.

Y liberando una carcajada deliciosa, encendió el motor, y puso en marcha el coche.

Para sorpresa de Day, se dio cuenta de que, a pesar de los años ahí, había conocido muy poco de la ciudad, a tal grado, de que ni siquiera había visto nunca el Empire State, ni la central terminal, ni ningún edificio reconocido e importante.

Se sintió avergonzada cuando Nate se mostró sorprendido de su ignorancia al respecto, pero en el momento, le sonrió y comenzó a narrarle la historia de cada lugar que visitaron, como su guía privado, y parecía incluso disfrutar de su papel de historiador.

Así estuvieron, yendo y viniendo a las principales atracciones, en un ridículo esmoquin y el vestido fino, como prófugos de alguna graduación. Y cuando el atardecer pintó de naranja el cielo de la ciudad, se detuvieron en Central Park, Nate pidió dos perros calientes con la salsa de la casa, y se dispusieron a comerlos mientras caminaban por la acera.

A Day le costaba trabajo comer y lidiar con el largo de su pesado vestido, y en un movimiento torpe, le cayó un poco de mostaza sobre el abdomen. Soltó una maldición y Nate se rio divertido.

—Es la experiencia neoyorquina —explicó él.

Le dio un codazo amistoso y le distrajo de pronto, un edificio majestuoso frente a ellos. Leyó el título y un cosquilleo le recorrió la piel.

—¿Eso es una...?

—¿Eso? Oh, la biblioteca pública, ¿quieres entrar?

No preguntó si nunca había entrado, no cuestionó que jamás hubiera escuchado de ella. La invitó a pasar con una enorme sonrisa, y Day, temerosa de enfrentarse a uno de sus placeres más grandes, olvidado como casi todo en su vida, le llamaba de frente, desde esas enormes puertas de roble.

Parecía una niña en un parque temático: mirando para todos lados extasiada, tomando tomos de libros que alguna vez había leído, le habían gustado, o deseaba leer. Y Nate, la seguía como un perro faldero, disfrutando de la alegre inocencia que ella expiraba por cada poro. Y después de recorrer por todo un día las maravillas de la ciudad, le pareció tener enfrente, la mayor atracción de Nueva York.

Cuando Day logró desprenderse de los libros, más por el dolor de pies que por deseos, la noche ya había caído cuando salieron del edificio y el frío le erizó los brazos, haciéndola abrazarse el abdomen. Nate se quitó el saco y lo colocó en su espalda, tomándose el atrevimiento de mirarla directo a los ojos y admirar el azúl de su iris.

—¿Así que no es suficiente con joder a tu padre, sino que ahora también te llevas al joven Blackford? —gruñó la lúgubre voz de su padre detrás de ellos.

—P-Papá...

—Murphy —saludó Nate con firmeza—. He sido yo el de la idea.

—No te molestes, Nathaniel. Conozco a mi hija.

—Pero al parecer a mí no —respondió tajante—. Porque yo la he invitado a conocer la ciudad. Después de todo, teníamos este recorrido pendiente.

Murphy escudriñó a Nate de los pies a la cabeza e hizo una mueca de disgusto. Él lo ignoró, se dirigió a Day y le guiñó un ojo.

—¿No te dolían los pies? ¿Por qué no vas a descansar al auto? —dijo señalando la costosa camioneta de Murphy que esperaba aparcada en frente y a unos pocos pasos de ellos.

—Gracias por todo, Nate —respondió con timidez.

Le agradeció con una reverencia de cabeza, y se marchó para adentrarse en el vehículo. Una vez dentro, ajena de lo que sea que estuvieran conversando ahí afuera, revisó su móvil, y se dio cuenta, de que su bandeja de correos seguía exactamente igual que esa mañana: ninguno más, ninguno menos.

Y allá afuera, Murphy fruncía el ceño molesto mientras limpiaba sus gafas con un pañuelo de tela bordado con sus iniciales.

—Debías traerla al evento, Nathaniel, no escaparte con ella como dos chiquillos malcriados.

—¿Qué te digo, Ronald? Tienes una hija que puede ser muy convincente —respondió con gracia.

—Si crees que su carácter será tu mayor problema con ella, estás equivocado.

—¿A qué te refieres?

Se puso las gafas y apretó los labios en una tensa línea.

—Nolan Tate —escupió las palabras, como si decir su nombre le quemara la lengua.

—¿Ella tiene pareja? —respondió sorprendido, con un ligero tinte desilusionado en la voz.

—Pareja —burló con saña—. Eso quisiera ese salvaje. No la deja en paz.

—¿La molesta? —replicó ofendido.

—Peor... La convence. Es un violento, manipulador, que la tuvo en mi contra toda su vida.

—¿Dónde está ahora?

—Dónde debe de estar, haciendo frente en Siria.

—¿Es un sargento? —respondió perplejo.

—Es un miserable cadete —dijo con desprecio—. Con un poco de suerte, no vuelve. Pero puedo asegurarte, que ahora mismo tiene contacto con ella y le sigue envenenado la cabeza.

Nate desvió la mirada hacia ella, quien miraba su celular despreocupada desde el interior del auto.

—Cuenta los días para su cumpleaños e irse de aquí. Todo por ese... ese... —gruñó Murphy.

—Se aprovecha de su inocencia... —dijo en un hilo.

—Es un oportunista.

—Aún hay tiempo para hacerle ver que le queda mucho por hacer aquí en la ciudad.

—Valoro el esfuerzo, Nathaniel. Pero me temo que ya es demasiado tarde.

Nate se llevó el índice a los labios, dio unos golpecitos, analizando sus palabras, y le sonrió con suficiencia.

—Menos mal que no le tengo miedo a los aviones.

Se despidió con un fuerte apretón de manos, y cuando le dio la espalda, Murphy ocultó la sonrisa triunfante tras un puro encendido.

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