Capítulo 29




¿Cuánto le puede tomar a una persona decepcionarse de otra? ¿El odio se calcula en tiempo o en acciones? ¿Y la cantidad de este... varía según la cantidad de genes compartidos?

    Day lo tenía muy claro.

    Compartía la mirada, el cabello, los dedos huesudos, el cuello alargado, y el pronunciado surco en los labios superiores. Compartía incluso las cosas que no se veían a simple vista: como la obsesión por competir, la disciplina, el deseo por tener controlado todo.

Compartía con él, más de lo que le gustaba admitirse a sí misma.

    Muy distinto a su infancia, que era algo que le llegó a causar orgullo. Llevar la marca de su padre tan visible en las facciones. Un sello evidente, un trofeo del que se sentía merecedora.

    Pero después, con los años, la madurez, a pocos meses de cumplir la mayoría de edad, de tener presente las barbaridades de las que su padre era capaz, se sentía tan asqueada y defraudada de llevar siquiera el apellido.

    Y tonta. Se sentía reverentemente tonta.

    Porque lo vio, con sus propios ojos. Tuvo frente a la cara, su evidente descaro de separarla de su madre, que tenía los días contados, y aun así, mantuvo un tiempo la fe de que lo consideraría. Que una vez que respirara hondo y lo pensara mejor, se daría cuenta de lo necio que era y le permitiría verla.

    Pero no. No se lo permitió, ningún día, y ninguna hora. Haciéndole perder más de un año de tiempo a su lado.

No podría decir si lo odió en una hora, en un mes, o en una acción. Pero lo odiaba. Dios, lo odiaba tanto que le calaba en los huesos.

    Todavía recuerda al muy cínico aparecer extasiado con una carta de bienvenida de Juilliard, la universidad para la que ni siquiera presentó un examen, porque tenía la certeza de que no se quedaría ni un segundo después de cumplir la mayoría de edad.

    Tampoco fue una sorpresa, pues sabía que su padre tenía un nombre importante, un puesto, en Nueva York. Supuso que le había costado algún par de llamadas y promesas para conseguirle un puesto. Un puesto al que le escupió en cuanto se lo puso al frente.

    —Ese animal te ha convertido en una bestia —gruñó con desprecio después de su rechazo al conservatorio.

    Y sintió ganas de vomitar. Vomitar su nombre, su jodido apellido, sus planes, y cualquier deseo que él tuviera de volverla a ver después de su próximo cumpleaños.

    Porque gracias a él, escuchaba una campanada fúnebre en cada día que pasaba: anunciante, cercano, inevitable.

    Y Nolan, su Nolan, sufriendo y sacrificándolo todo con tal de regalarle un día más a su madre.

Justo cuando pensó que no podía amarlo más, él se las arreglaba para escarbar más dentro de ella y descubrir un lugar más amplio en su pecho.

Lo amaba con locura. Y cada campanada resonaba con su nombre también, porque no podía esperar para retomar su normalidad, bajo el mismo techo y entre sus brazos.

    Porque iba a trabajar. Duro y con esfuerzo. Lo ayudaría, para que él pudiera plantearse otra posibilidad que no fuera marchar todos los condenados días de su vida, y pudiera elegir un futuro distinto.

    El teléfono le vibró en el bolsillo del pantalón y cuando iba a sacarlo, el guardaespaldas que la seguía a todas partes, la asustó al intentar retirarle la mochila del colegio con educación.

    —Estamos en casa —le gruñó molesta.

    El hombre se encogió de hombros incómodo, demostrando a leguas que encontraba la situación tan innecesaria como ella.

    —Son órdenes de arriba, señorita —explicó cauteloso.

    Resopló arrepentida, después de todo, no tenía la culpa, pues era el trabajo del pobre hombre.

    —Bueno, en ese caso, no estoy inválida. Puedo hacerlo yo misma.

    Y retiró la mochila de su hombro para colgarla en el perchero.

    —El señor la espera en su estudio.

    Day puso los ojos en blanco, y caminó resignada hacia el área de trabajo de su padre.

    —¡Day, cariño! —celebró Murphy, y ella contuvo una mueca de desprecio—. Llegas a tiempo. Ven, quiero presentarte a alguien.

    Una cabellera corta, casi tan rubia como la de ella, le daba la espalda. Se giró para mirarla, y se encontró con un joven tan impoluto que abrió los ojos atenta.

    Los dorados cabellos perfectamente peinados hacia atrás. Una impecable camiseta de cuello azul pastel sin ni una sola arruga, hacía un fino juego con sus pantalones perfectamente planchados color arena.

Le sonrió al momento, mostrándole una simétrica y brillante sonrisa. Y Day pensó, que si lo viera estático y vestido así en el aparador de una tienda, creería que es un maniquí.

    —Day Murphy, es un honor conocerte al fin —dijo sorprendido.

    Tuvo que hacer un esfuerzo por sonreírle mientras le estrechaba la mano, especialmente por la mirada amenazante que le dedicó su padre por si se atrevía a ser descortés.

    —Nathaniel Blackford —añadió su padre, y el chico le sonrió con calidez.

    —Nathaniel es mi padre, a mí puedes llamarme solo Nate.

    —Tonterías, Nathaniel —respondió Murphy, con falsa gracia—. Day, él es hijo de mi socio Nat...

    —Nathaniel Blackford —interrumpió ella, repitiendo con ironía su nombre, y el chico debió morderse la sonrisa que le brotó al escucharla.

    —Sí —respondió con los dientes apretados en una sonrisa tan forzada como amenazante—. Uno de mis socios mayoritarios.

    Murphy le dio una palmada orgullosa en la espalda, a la que él correspondió con carisma.

    —Acaba de llegar de Londres, y no tiene muchos amigos aquí.

    —Una pena que yo tampoco los tenga como para presentarte a algunos —dijo irónica.

    Nathaniel metió las manos en los bolsillos y tensó los hombros, porque le quedó claro que Day no estaba ni cómoda, ni enterada de la situación en la que su padre los estaba involucrando.

—Con que le muestres la ciudad será suficiente para que él sepa dónde encontrarlos.

    —Vaya... Otra pena que no la conozca, dado que no me permiten salir.

    Murphy la fulminó con la mirada y el rostro se le pintó de carmín.

    —Está bien, Ronald —interrumpió el chico con empatía—. Seguro que estás cansada. Otro día será.

    —Sí, otro día —respondió ella forzando una sonrisa—. Con permiso.

    Y salió pitando del estudio, esperando por el llamado de su padre que nunca llegó. Se lanzó a su cama y miró al techo irritada. Porque no podía creer que, además de encerrada, la pondría de puñetera guía de la ciudad. ¡Qué descaro!

    El teléfono volvió a vibrarle, y lo tomó en sus manos, sonriéndole extasiada a la pantalla al ver su nombre iluminado.

    Era un simple mensaje, un saludo. Acompañado de una fotografía suya, sonriente, exquisita, con el rostro mucho más delgado que la última vez que le vio, pero aun así, con las facciones fuertes, imponentes, suyas. Se lamió los labios, deseosa por besarle las comisuras.

    Acarició la pantalla del móvil, y algo muy dentro le punzó adolorido. Le vio cada detalle, cada dedo, cada pliegue de su playera de cuello gastado. Su mirada bailó por toda la imagen, hasta que reparó en sus piernas, y un objeto despreocupado detrás, a oscuras y en lo más bajo de la foto: una maleta.

    Una maleta repleta de cosas, justo detrás de sus pies como para que fuera de alguien más.

    Day: ¿Y esa maleta?

    La respuesta tardó en llegar. Vio el mensaje de que se encontraba escribiendo, desapareció, y después de unos segundos, volvió a aparecer.

    Nolan: voy a casa de visita.

    Raro.

    Una respuesta que no debió costarle tanto, a menos que fuera un disfraz, como solía hacer cuando eran niños.

    Nolan: por las fiestas, ya sabes.

    Más raro aún. Faltaban un par de semanas para eso, y Nolan nunca la visitaba por más de tres días.

    Day: ¿Tan pronto?

    Nolan: había un buen descuento en el transporte.

    Pero no importaban los años que transcurrieran, cuando de él se trataba, lo percibía todo. Y bajo esos mensajes, había más.

    Day: Nolan... ¿Está todo bien?

    Nolan: sí, todo bien.

    Divagó un poco. Sintió un poco de culpa por dejarse llevar por el sentimiento intrusivo, pero igualmente se negó a aceptar lo que le decía.

    Day: promételo.

Nolan: ¿Qué cosa?

Bufó con ironía. Ahí estaba, la clara evidencia de que la estaba evitando.

Day: Nolan...

Nolan: Vale, sí. Hay algo que no te he contado. Prometo llamarte mañana que esté en casa, pero está todo bien. Lo prometo.

¡A la mierda su promesa! Presionó el botón de llamada y tamborileó los dedos nerviosos sobre su rodilla.

—¿Day?

—Dímelo ahora mismo.

Su risa divertida resonó del otro lado de la línea.

—Day... Tranquila. Está todo bien, en serio. Mañana hablaremos con calma.

—¡No! —respondió impaciente.

Porque el sentimiento pesimista le estaba ahogando el pecho. La bruma de sospecha flotaba a su alrededor, y cada vello erizado le gritaba una alerta.

—Me lo vas a decir ahora, Nolan. ¿Por qué estás yendo a casa?

—De visita, ya te lo dije —explicó con paciencia.

—¿Pasa algo con mamá? Y no te atrevas a mentirme.

—No, no, para nada. Anna está bien.

—¿Entonces?

Se mantuvo callado, lo escuchó maldecir entre dientes, y casi le parecía escuchar a los engranes de su cabeza trabajar agitados.

—Eres una impaciente —replicó derrotado.

—Tú tienes la culpa, por no mentir mejor.

—Te aseguro que voy a practicarlo.

—Bien, ahora deja de cambiarme el tema y ve directo al grano.

—Day... —comenzó temeroso.

Comenzó a sacudir el pie, provocando un rítmico y nervioso sonido de su suela contra el piso. Le costaba tragar, pues la saliva se le había vuelto amarga.

—Hubo una oportunidad muy buena aquí en el plantel —explicó con cautela.

—¿Oportunidad? ¿Cómo oportunidad? ¿Otra beca?

—Beca... —repitió en un hilo—. Algo así, pero no exactamente.

—Me estás poniendo nerviosa, Nolan.

—Perdón... No es una beca como tal, es... una oportunidad. Me graduaría antes de tiempo —dijo entusiasmado—. En un par de años, solamente. Y la paga, Day, la paga es maravillosa.

—Suena muy bien —respondió con desdén—. ¿Pero qué es lo que tienes que hacer?

—Podré  pagar el tratamiento de tu madre —continuó ignorándola.

—Nolan...

—Y... las deudas.

—¿Deudas? —preguntó sorprendida—. ¿Cuáles deudas?

Resopló derrotado.

—No quería... No quería preocuparte, pero, la beca de un cadete no es muy buena.

—Oh por Dios... ¿Pediste un préstamo?

—Sí, bueno... En realidad, varios...

—¡Nolan! Coño, ¿por qué no dijiste nada?

—Porque ya tenías suficiente con que lidiar. Yo podía ocuparme de esto... Yo... Yo puedo —dijo con su voz apagándose en cada palabra.

Se sentía molesta, de entender la enorme cantidad de tiempo en que se lo mantuvo oculto, pero respiró hondo, y se dijo que debía mantenerse serena, con el objetivo claro.

—¿Qué es lo que tienes que hacer?

—Solo serán dos años, y va a pagarse todo...

—¿Dos años de qué? —chilló desesperada.

—D-Day... Yo... —dijo fracturado, y ella debió ponerse de pie para airear los pensamientos que la estaban sumiendo.

—Faltan menos de seis meses para verte, para vernos por fin. Dime por favor que voy a verte, Nolan. Dímelo por favor.

—Day, yo... Yo te amo. A ti y a Anna. N-No podía dejar que no tomara el tratamiento, no podía quedarme sin luchar por una oportunidad...

—¡¿Qué... mierda... tienes que hacer!? —gruñó furiosa, con las lágrimas escapando de sus ojos, presa del pánico.

Se quedó en silencio, porque el tono que utilizó la aterrorizó incluso a ella. Escuchó cómo acomodó el móvil contra su oreja, y su respiración entrecortada.

—Voy a un servicio... en Siria —dijo en un hilo.

Day se cubrió la boca con una palma, y ahogó un sollozo que le golpeó en el estómago.

—Serán solo dos años —explicó acelerado, con la voz fracturada—. Dos años, y podré ser libre. Para ti, para nosotros...

—¿¡Te enlistaste en la guerra!? —chilló horrorizada.

—Dos años, Day, solo dos...

—¡¡Ya te escuché!! —gritó encendida—. ¿¡Cómo pudiste, Nolan!?

—Day, mi amor... —respondió con calma.

—¡No me llames así! ¡No te atrevas! —pausó para ahogar un sollozo tembloroso—. ¡No puedes llamarme mi amor y no tomarme en cuenta para estas decisiones!

—No lo ibas a permitir jamás... —defendió por lo bajo.

—¡¡Pues claro que no porque es una completa locura!!

Debió cubrir el micrófono del móvil para liberar unos lamentos que le rasgaban la garganta. Se sentó en el suelo y abrazó su estómago, intentando retener las náuseas que la abordaban.

—No puede ser, no puede ser... —repitió para ella entre el llanto.

—Day, por favor... —llamó del otro lado—. Escúchame, sé que suena terrible, pero no voy directamente al peligro. Soy un cartógrafo —dijo con entereza.

—¡Las guerras son impredecibles!

—Lo son, pero yo estaré lejos de la zona, en un cuartel provisional, creando y planeando mapas. No hay de qué preocuparse.

—Mierda, Nolan. ¡No puedes pedirme eso! —sollozó.

—Lo sé. Quería esperar a contarte para suavizar la noticia.

—¡No hay manera de suavizar esto!

    —Suena mal, ya lo sé. Pero escucha... Es una oportunidad realmente buena, si no no la hubiera contemplado. Serán solo dos años. Dos años —repitió con énfasis y a Day le dieron ganas de voltear los ojos—. Saldré de ahí con un título universitario, un trabajo seguro, y plata suficiente para pagar el tratamiento de tu madre por cinco años más.

    —¿Y qué hay de mí? —reclamó fracturada.

    —Tú tienes que disfrutar de tu madre, Day. Nosotros... Nosotros tenemos una vida por delante. Déjame regalarte esto, a las dos.

    —Mamá también te necesita a ti. ¡Es una guerra! No puedes prometer que todo saldrá bien.

    —Saldrá bien. Tengo compañeros que han vuelto de ahí.

    —¿Y cuántos no, eh? ¿Cuántos se han quedado en la trinchera? —rogó herida.

    Guardó silencio.

    —¡Lo ves! —chilló incontrolable.

    —Es distinto. Yo soy cartógrafo, y solo hay un cadete que ha ido con ese título.

    —¿Y qué pasó con él?

    —Allá está, voy a ser su auxiliar. Y Day, el tío no tiene un solo rasguño.

    Ella sopesó sus palabras, aun con el llanto escapando sin cauce.

—Es demasiado tiempo...

    —No lo es.

    —Te necesito conmigo.

    —Y lo estaré.

    —No es verdad, ¡míranos! Más de un año sin tomarte la mano. Y-Yo... Yo te necesito.

    —Yo también, mi amor, yo también... Sé que parece mucho, pero ya verás que valdrá la pena. Y cuando vuelva, vas a rogar por una manera de librarte de mí, porque no pienso dejarte jamás.

    Se pasó una mano por los rubios cabellos y la empuñó con fuerza, cerró los párpados y ahogó un sollozo.

    Ahí estaba, a quien su padre no paraba de llamar animal, bestia, salvaje. Completamente dispuesto a ir a la guerra con tal de regalarle un día más a su madre.

    Y sí. Definitivamente, esa decisión era digna de un salvaje, del valor animal de una persona que sabe lo que quiere, de una bestialidad inquebrantable, decidida, e impulsada por un amor del que Murphy jamás podría ser testigo.

Porque hasta en las bestias hay clases, y la de él, no es de las que luchan, no. La de él son las cobardes, las carroñeras. Aquellas que viven y comen de lo putrefacto, que viven en la peste, alejando a cualquiera que no sea igual de miserable.

    Así que entre un llanto que intentaba controlar, expresiones de amor, y su dulce voz del otro lado del teléfono, hablaron hasta que la luz del amanecer se coló por su ventana.

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