Capítulo 25
Day salía de su clase de ballet, donde ya no era la mejor, tampoco la peor, solo una más. Ausente, obligada. Miró al cielo, y al sentir un diminuto copo caerle en la mejilla, se enfundó bien la chamarra y subió el cierre hasta el cuello.
Caminó con precaución por el mismo camino de siempre, con cuidado de no resbalar por el suelo empapado, y fingiendo no percibir la vista del hombre de chaqueta oscura que la vigilaba desde el café de la esquina. Ya estaba acostumbrada a que en esa ciudad, su padre tenía ojos en cada puñetero centímetro. Lo que la hacía sentir como un ratón de laboratorio, metida en una ratonera enorme donde estaba siendo observada y estudiada a cada minuto.
Agotada, encerrada, ausente, ajena a sí misma. Así vivió por el último año desde que dejó su ciudad natal del otro lado del país. Una vida robotizada y tan monótona, que era fácil perder el número de día, o el mes.
Y aunque todo era una mierda, Ava era la única que se esforzaba por darle un poco de calidez a los días. Era la única que se tomaba la molestia de comprarle un panecillo para "endulzarle" la tarde. Por eso, se sentía terrible cada vez que la rechazaba, que le hablaba altisonante, o que la culpaba de algo que seguramente no tenía mucho que ver.
Había crecido con dos feministas en casa, como para tener la capacidad de identificar a una víctima cuando la veía. Y Ava lo era, no tenía duda. Como tampoco tenía duda, de que también sería la suya, por más arpía que eso la convirtiera.
Pero decisiones desesperadas para tiempos desesperados.
Le había costado todo ese año, poder planear algo decente. Algo creíble.
Sin la mente de Nolan para las chiquilladas, le costó demasiado poder planificar una idea probable de escapar por fin. Le costó muchísimos fracasos, que la descubrieran una y otra vez. Que, como aquella vez, algún oficial la regresara a casa con la dignidad por los suelos.
Hasta que un día, frustrada y humillada, decidió dejar de intentarlo, para limitarse a observar. Aprender sus rutinas, sus fortalezas y debilidades. Sus horarios de entradas, de salidas, los huecos que había en sus hábitos, y todo aquello que pudiera aprovechar.
Meses pasaron para que pudiera identificar un patrón.
Se dio cuenta de que las discusiones de Murphy y Ava, eran algo ascendente. Que peleaban muy seguido, pero cada una, era más fuerte que la anterior, hasta que la esposa de su padre, explotaba en llanto e histeria, espantando a Murphy y haciéndolo sentir culpable por romperla de esa manera. E, intentando reparar el daño, le daba libertades por unos cuantos días. Los suficientes para que Ava se tranquilizara, y también, para que ella pudiera huir.
Porque solamente en esos días posteriores a la pelea, Murphy le permitía andar sin vigilancia. Un gramo de libertad por la pila de mierda que tenía que tolerar.
Y ese, ese era el hueco por el que escaparía esa semana. Aunque tuviera que traicionar a la pobre mujer que le había mostrado un gramo de decencia en ese lugar.
Llevaba trabajando la relación con Ava lo suficiente como para que confiara en ella. Estaba tan desesperada porque los tres formaran una familia sólida, normal, de sentirse aceptada, que sentía pena cada vez que intentaba hacer una cena amena para ellos, que la invitara de compras y no pudiera evitar rechazarla.
No era su culpa que se sintiera tan rota como para intentar empatizar de manera genuina. No era su culpa las decisiones de su padre, ni su sofocante manera de tener el control en todo. Nada de aquello era su culpa. Pero, como decía Jude todo el tiempo: tanto peca el que mata la vaca, como el que le detiene la pata. Y Ava la había convertido en víctima también.
Sabía que vengarse estaba mal, le provocaba incluso ganas de devolver el estómago. Pero se dijo, que no lo hacía con la intención de regresarle un poco de la porquería vivida, sino por recuperar su vida.
Así que llegó a casa, donde aún se percibía en el ambiente la hostilidad de la discusión de ayer. Ava estaba desparramada en un sofá con un libro en las manos. Otra cosa que tenían en común, y que de no ser por la situación de mierda, pudieron llegar a compartir.
Ni siquiera despegó la vista de las páginas cuando Day cerró la puerta y colocó la chaqueta en el perchero. Caminó hacia la sala y observó la figura de su madrastra hecha un ovillo dolido.
Sin señales de ningún tipo en traje vigilando.
—Hoy han caído copos —dijo Day.
—El invierno está comenzando —respondió sin mirarla.
—Sí... Y necesito una chamarra nueva, esta ya me queda a medio brazo.
—¿Tienes la tarjeta de tu padre? —Day asintió—. Bien.
—Esperaba que... mm...
Ava cerró el libro y observó a Day, quien jugueteaba con los pulgares.
—¿Quieres ir de compras? —preguntó esperanzada, y la chica sonrió al verla caer en la trampa.
—Me gustaría, sí —respondió nerviosa.
Y se mordió la lengua con todas sus fuerzas al verla pararse de un salto, vestirse enérgica, y ver ese brillo en su rostro tan entusiasta e ilusionado.
Se sintió una basura, y los ojos le escocieron.
Se prometió que algún día le pediría disculpas, y que si no era demasiado tarde, intentaría ser su amiga. Pero en ese momento, necesitaba su libertad más que a nada en el mundo.
Salieron juntas, y Day se permitió disfrutar de las compras, pero no demasiado, pues se repetía que ella no era su madre, y jamás podría igualarla, por más que Murphy se esforzara en que sí.
Después de recorrer varias tiendas, y comprar un par de cosas, Ava dijo tener hambre, y Day procedió con su plan sugiriendo aquel restaurante, justo detrás de la estación de autobuses. Y aunque su madrastra protestó por la lejanía del lugar, accedió para darle gusto.
Day se forzó a comer, pues los nervios le tenían el estómago cerrado. Rogó al cielo porque el destino se pusiera a su favor en cada cucharada, y cuando Ava se disculpó para ir al sanitario, suspiró aliviada.
La puerta del sanitario no terminó de cerrarse cuando se puso de pie y salió por la puerta principal. Se colocó la peluca oscura en el camino, y la chaqueta de un colegio que no era el suyo. Miró para todos lados, asegurándose que no hubiera camionetas o en trajinados pendientes de sus pasos, y casi le dio un infarto cuando la encargada de los boletos de transporte la escudriñó con la mirada más de la cuenta.
Tamborileó los dedos cuando estuvo sentada en el autobús, y sentía que iba a devolver el estómago si no se ponía en marcha de inmediato. Cuando vio el letrero de la autopista, se permitió respirar profundo y abundante, y apagó el móvil para no continuar viendo el parpadeo del nombre de su madrastra llamándole una y otra vez.
Sabía que llegar a su hogar le tomaría más de un día, que debía descansar un poco, pero le fue imposible. Porque el corazón se le paraba cada vez que veía una patrulla pasar.
Las ojeras eran evidentes cuando por fin divisó los edificios de su ciudad. Casi lloró cuando puso un pie bajo el autobús y nadie la llevó a la fuerza de vuelta a Nueva York. Pidió un taxi y el corazón le galopaba enérgico en el pecho, porque lo había logrado. Por fin, después de un año.
Comenzó a repasar qué quería hacer llegando. Quería abrazar a su madre, a Jude. Quería llorar y gritarles por permitir que se la llevaran. Reclamar por no luchar lo suficiente por su custodia.
Y Nolan.
No sabía qué hacer con respecto a Nolan. Se veía en la equilibrada dualidad entre matarlo o besarlo. Aunque había algo más... El amargo sentimiento de que quizás él ya tenía a alguien.
Madison podía ser. Después de todo, sin ella en ese instituto, tenía camino libre para él.
Sacudió la cabeza para esfumar el pensamiento. Y justo en ese momento, cuando el taxi paró frente a su casa, se preguntó si se había confundido de domicilio. Si su familia se habría mudado y ahora vivían ahí un montón de extraños.
Porque en el estacionamiento de enfrente, un hombre maduro, de espalda ancha, músculos marcados, y cabello al ras, bajaba en sus brazos a una escuálida y pálida mujer con un turbante en su cabeza libre de cabello. La colocaba en una silla de ruedas con la delicadeza con la que se trata a un bebé.
Se sintió confundida de ver la escena, de parecerles tan familiares como ajenos, que no bajó del taxi. Se quedó petrificada observando el rostro del joven apuesto de mandíbula cuadrada y rostro severo.
No fue hasta que la otra mujer bajó del auto que pudo asociarlo todo. Porque esa mujer, aunque ya no lucía tan elegante y pulcra como la Jude que conocía, sino que estaba reemplazada por una mujer cansada, de apariencia relajada, por no decir desaliñada, llegó junto a ellos y les habló como una madre a sus hijos.
Sintió que el corazón le cayó a los pies. Porque el joven... no tenía duda. Era él. Más alto, más imponente, con la mirada inflexible, y el cabello completamente rapado, haciéndolo ver aún más masculino, y muy alejado de lucir como un crío.
Era él, era él, se repitió.
Pero a la vez no. No lo era. No lo reconocía, no podía. Tan áspero y ferreo, que le parecía imposible que ese tipo fuera capaz de contar algún cuento.
Pero si, era él, al menos en cuerpo. Y la mujer en la silla...
—No... —dijo en un hilo para sí.
No podía ser, no, repitió.
Abrió la puerta del taxi y se quedó de pie, rígida, cuando su mirada atravesó la de Jude que la identificó al momento en que la vio.
—Madre, lleva tú las bolsas —ordenó Nolan mientras sujetaba la silla de ruedas e ignorando su presencia.
Al ver que Jude no se movió, Nolan siguió su mirada para comprender su semblante, y se encontró con la de ella.
Decir que el color de su rostro desapareció, es quedarse corto. Se quedó pálido en la fracción de un segundo. Pálido y estático. A Day casi le pareció ver cómo sus ojos se sumían para dejarle solo las oscuras ojeras bien marcadas en sus mejillas.
No sabía si estaba sorprendido, temeroso, impresionado o decepcionado. Era todo y nada en su semblante. Pero cuando los ojos de la chica fueron a la mujer en la silla de ruedas que también la mirada, desencajó la mandíbula.
Porque sí, lo supo. Lo supo todo y a la vez no supo nada. Todo lo que su madre había pasado por ese último año, estaba pintado en cada hueso filoso saliendo de su cuerpo, en cada hematoma pintado en su piel grisácea, en cada cabello inexistente de su rostro, y sobre todo, en las mangueras conectadas a su nariz y al tanque de oxígeno.
Era tan evidente que sintió que le arrancaban algo, una raíz profunda de la que tiraron fuerte desde el estómago y le arrasó todo por dentro.
Se llevó una mano al vientre, intentando calmar la sensación de despojo.
—Day... —dijo Jude en un grito ahogado.
Los rostros de los tres reflejaban distintas cosas: en Jude cansancio, en Nolan dolor, y en su madre, la muerte. Pero los tres compartían algo en la expresión, algo que, para ella, fue la gota que derramó el vaso: la complicidad de una mentira.
Se dejó caer en el pasto y vomitó de una arcada.
—¡Day! —llamó Nolan, que corrió hacia ella y le sujetó los hombros.
Y quiso quitarlo de un tirón, deshacerse de su agarre, pero no fue capaz de moverse, porque de pronto, una oscuridad le abrumó la vista, y un sueño pesado le cerró el pensamiento.
Los párpados le pesaban como dos losas, y un agudo dolor le punzaba en la sien. Unas manos fuertes y ásperas, abrazaban la suya. Enfocó la mirada en la unión y se encontró con la mirada de Nolan.
La mirada con la que soñó por las noches. Oscura, penetrante, severa, y suya. Siempre la sintió suya, hasta ese día, que la observaban distinto: sin ilusión, apagada, y reprimida.
Desvió la vista y encontró a Jude junto a la ventana, y a su madre junto a ella, respirando con dificultad.
—Day... —llamó Nolan con suavidad, y ella, recordando sus manos tomadas, la retiró de un tirón.
—No me toques —dijo a la defensiva, como si el tacto le quemara, como si le asqueara.
Y Nolan bajó la mirada, mordiendo el dolor con la mandíbula tensada.
—Cariño, ¿qué haces aquí? —preguntó Jude con cautela.
—¿Qué hago aquí? —replicó ofendida, mientras intentó sentarse sin éxito, sintiendo un dolor horrible en la cabeza.
—Con calma —dijo Nolan precavido, que se puso de pie listo para atraparla de ser necesario.
—Aléjate —le gruñó furiosa.
Fulminó a su madre y a Jude, herida, y sintiéndose de lo más humillada.
—Vine, porque ninguno de ustedes se interesó por mí —reclamó con voz quebrada.
—Eso no es verdad, Day —respondió Jude con cautela.
—¡No le importé a ninguno de ustedes!
Nolan se retorcía por dentro al verla tan lastimada y defraudada, junto a las terribles ganas por abrazarla contra su pecho, que tuvo que apretar los labios para contener el llanto.
—Day, por favor —rogó él acercándose, moviendo las manos, deseando tocarla, pero sin llegar hacerlo, temeroso de su reacción—. Déjame explicar...
—¡Tú cállate! ¡No quiero saber nada de ti! —chilló furiosa.
—Day, querida —suplicó su madre.
—¡No! ¡Que se largue! ¡Eres un traidor!
—Vamos a calmarnos —ordenó Jude, que comenzaba a preocuparse por lo alterada que estaba Day.
—¡Voy a calmarme cuando se largue!
Jude le dedicó una mirada llena de pena a su hijo, que no era capaz de levantar la vista y reflejaba su corazón, triturado en cada músculo de su cara. Le tomó los hombros, y los acarició con los pulgares.
—Nolan, hijo —habló con cautela—. Será mejor que...
No respondió, no fue capaz. Se limitó a ponerse de pie y retirarse de la habitación con pasos pesados y su madre detrás. Se quedó recargado contra la puerta unos minutos, intentando recobrar un poco de fuerzas, y escuchando cómo Anna intentaba calmarla ahí dentro. Sintió las lágrimas tibias, recorrerle las mejillas, y un montón de púas que le apretaban el corazón, doliendo en cada palpitar.
Su madre lo veía escuchar los gritos de la habitación, y cómo le era imposible frenar el llanto que goteaba de su mentón.
—Venga, ya oímos suficiente.
Asintió, porque tampoco quería escuchar más de lo que sucedía ahí dentro. Era mucho más sencillo hacer doscientas abdominales, correr treinta kilómetros, o lavar todos los baños del cuartel, que enfrentarse a eso: a su rechazo.
Cualquier guerra le parecía más sencilla de librar, que su mirada de odio.
Subió al segundo piso, sollozando en silencio, con su madre, de rostro imperturbable, por un lado.
Abrió esa puerta, la que era de ellos. La que aún olía a sábanas, a cuentos, a infancia, y se sentó en la cama junto a Jude.
—No estés triste, hijo. Ella... necesita tiempo.
—Tiempo es algo que, al parecer, ninguno en esta casa tiene.
—La vida puede ponerse muy desgraciada.
—La vida es desgraciada —corrigió él.
Jude le acarició la espalda y le dedicó una tensa sonrisa empática, mientras le limpiaba una lágrima con la otra mano.
—Va a mejorar ahora que estás de vuelta.
Nolan pasó saliva. Seguro de una decisión que todavía no decía en voz alta, pero su madre le leyó en la mirada cuando la observó directo a los ojos, con su dictamen tajante pintado en las pupilas.
—No... —dijo en un hilo.
—Podría ayudarte —defendió él.
—No, Nolan. No vas a continuar en ese horrible sitio.
—Fuiste tú quien me envió ahí en primer lugar.
—¡Por tu propio bien! —replicó desesperada—. Pero ser soldado es otra cosa.
—¿Qué tiene de malo? Es un trabajo honorable.
—Es un trabajo de mierda. Lleno de machistas y misóginos.
—Bueno, quizás yo también soy uno de ellos.
—No se te ocurra volver a decir esa locura —gruñó molesta.
—Eres una hipócrita —escupió con desdén—. Me envías ahí, me separas de Anna, de Day, de todo. ¿Y ahora te molesta que quiera continuar por el mismo camino?
Jude lo observó estupefacta. Porque Nolan era un chico problemático, ¿pero uno grosero? Eso jamás.
Y él, sabía que estaba sacando una rabia que no tenía tanto que ver con su madre, sino con las circunstancias, pero ya había empezado a liberar el río de cólera, y sería muy difícil pararlo, como siempre había sido muy difícil detenerse a mitad de una pelea.
—Te rendiste conmigo, Jude —reclamó furioso, citando las palabras de Bennet—. No pudiste y me dejaste a mi suerte. Así que lo siento, pero si no era como ellos, ahora lo soy, y ya no te necesito.
—Estás siendo injusto... —replicó herida.
—Tú fuiste injusta.
—¡Estabas descarrilado, Nolan! ¿Qué se supone que hiciera? ¡Incendiaste un lugar repleto de gente!
—¡Ni siquiera me diste la oportunidad de explicarte!
—¿¡Explicar qué!? ¡Pudo haber muerto alguien!
Detuvieron la discusión, percatándose del elevado tono que ambos habían optado. Jude se limpió un ojo, evitando que una lágrima se le derramara, y optó por un semblante severo.
—Ya eres un adulto —dijo tajante—. Si esto es lo que quieres...
—Es lo que quiero —replicó molesto.
—Al menos ten la decencia de aguantar tus ofensas con Anna.
—Ella no me alejó de mi hogar.
—No, pero era cuestión de tiempo —respondió venenosa—. ¿O creías que nadie se enteró de su irresponsable beso en el campo de práctica?
El estómago le cayó al piso, sintiendo sus palabras como un golpe al pecho.
—Esa misma cara puse yo cuando me llamó el director —zanjó furiosa—. Debiste ver el gusto que le dio saber que ya no serían un problema en ese instituto. Una verdadera vergüenza.
Jude salió de la habitación, y antes de cerrar la puerta, giró el cuerpo y le dedicó una mirada fracturada.
—Buena suerte, Nolan.
Se dejó caer en la cama, herido y arrepentido. Porque quizás, él llevaba razón, pero también la llevaba su madre. Quizás si fuera ella la culpable, pero si no, hubiera sido la vida, o el puñetero sistema del club de las madres divorciadas.
Se dio cuenta de que, el final de esa vida junto a Day, estaba pactado, de un modo u otro, por más que se negara admitirlo.
Se quedó doliente, observando inmóvil el mapa mal dibujado pegado en el muro, especialmente esa zona aun sin rellenar. Pasó saliva, se limpió una mejilla de lágrimas, y dejó que un sollozo escapara de sus labios entreabiertos.
Y ahí, frente al dibujo de un mapa incompleto como él, se dio cuenta, de que jamás iba a estar acabado, porque los niños que lo empezaron, ya no habitaban en esa casa, ni en ningún lugar.
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