Capítulo 21




Day llevaba tres días llorando desconsolada.

Estaba deshecha, con un ardor en el estómago que no le permitía pasar bocado, y aunque lo intentara, lo regresaba al momento de una arcada. Se sentía tan mal que le dolía todo. El cuerpo, las articulaciones, y sobre todo, el pecho.

Le dolía tanto, que se tomó la temperatura un par de veces, convencida de que tenía fiebre.

Tocaron a su puerta, haciéndola parar sus sollozos para alzar el rostro.

—La cena está servida —anunció Ava, su ahora madrastra.

—No tengo hambre.

—Tu padre dice que tienes que venir.

Empuñó las manos y apretó su frente con ellas. Porque ha sido una guerra con él desde el primer día, y no había conseguido absolutamente nada. Se sentía agotada de discutir, de llorar, de pelear. Y el solo plantearse otro intercambio de palabras altisonantes por no acceder a cenar, le revolvió el estómago.

Se puso de pie, se enfundó en una sudadera amplia, y colocó el gorro sobre su cabeza. Salió del cuarto hecha una lanza, de prisa, con la mirada baja. Tomó asiento sin mirar nada más que su plato, y se quedó tan rígida como una estatua.

—Day, cariño. Me da gusto que salgas de la habitación.

Que me obliguen a salir de la habitación, pensó Day, pero no respondió nada, se quedó sumida, observando la lasaña frente a ella, decorada con unos brócolis tan verdes como un pasto recién regado.

—Necesitamos ir a comprarte tus útiles, debes empezar el instituto cuanto antes.

Se quedó rígida, porque escucharlo decir eso, se sentía como colocarse unas esposas y encadenarse a esa casa para siempre. Le tembló algo dentro, algo primitivo y doloroso.

—Va a encantarte el instituto —añadió Ava positiva—. También hay un equipo de porristas, y a dos calles hay una academia de ballet que podemos visitar, y...

—¿Cuándo veré a mamá? —interrumpió tajante.

Murphy enterró el tenedor en un brócoli con saña y se lo metió en la boca, mascando con estruendo y provocando un crujido que Day lo sintió en la garganta. Ava soltó un suspiro, y decidió ignorar la pregunta para comerse un bocadito de lasaña.

—¿Cuánto tiempo voy a quedarme aquí?

Se dedicaron una mirada comunicativa. Murphy apretó los labios en una línea recta y peligrosa, y le dedicó una mirada filosa.

—Lo suficiente —respondió con firmeza.

—Esa no es una respuesta.

—No empecemos, Day —amenazó cortante.

—¡Es que nunca me dices nada! —chilló desesperada—. Me traes aquí como a un animal y no me explicas nada, ¡Ya no soy una puñetera niña!

—¡Me importa una mierda! —rugió él.

Cubrió su rostro con ambas manos y sollozó fracturada. Ava fulminó a Murphy, quien se encogió de hombros avergonzado por perder tan rápido la paciencia.

—No irás con tu madre en un tiempo.

—¿Cuánto? —preguntó entre sollozos.

—Day, linda... —comenzó Ava, llevándose una riña muda de su marido, la cual decidió ignorar—. Sabemos que no eres una niña, pero tampoco tenemos una respuesta a eso.

—¿Por qué no? ¡Solo es tomar una fecha y ya! Lo saben, pero no quieren hacerlo —reclamó herida.

—No es así —explicó Ava, temerosa de entrar en terreno peligroso y decir más de la cuenta.

Day se levantó de golpe, impaciente, rabiosa. Tomó el plato entero y lo arrojó al cesto de basura de golpe, escuchando el crujir de la cerámica romperse en el fondo.

—Pues a la mierda, entonces —escupió venenosa.

—¡Escúchame bien...! —gruñó Murphy, quien se puso de pie de golpe—. ¿Te crees una adulta, eh? Pues bien. No puedes ir porque hay una demanda de por medio, y hay protocolos que seguir.

—Ronald... —riñó Ava en un susurro temeroso.

—¿Una demanda? ¿De qué estás hablando?

—De que tu madre te permitió vivir bajo el mismo techo que un jodido delincuente —bramó entre dientes.

—¿D-De...? —comenzó, pero sintió que se atragantaba por la sorpresa—. ¿Demandaste a mamá... por Nolan?

—No, Day. Demandé a tu madre porque no tuvo la capacidad de identificar un ambiente insano para mi hija.

—¿¡Insano!? —chilló ella—. ¡Estás de puta broma!

—Tú nunca habías dicho una mala palabra, hasta ahora. Lo que me da la razón en todo esto —recriminó altanero.

—¡Porque no me conoces una mierda, papá!

—¡Incendió un lugar repleto de gente! ¡Es un psicópata!

—V-Vamos a calmarnos —interrumpió Ava con nerviosismo.

—¡Lo incendiamos! —gruñó Day, fulminándolo con la mirada—. ¡Ya te lo había dicho! ¡Lo hicimos juntos!

—Deja de defender a ese salvaje. Estaba solo cuando lo encontraron con el encendedor.

—¿Y quién crees que empapó todo en solventes?

—La misma bestia que lo sabía y le prendió fuego.

—¡Qué fui yo! ¡Que lo hice porque no quería venir contigo! ¡Porque odio vivir aquí! ¡Te odio a ti! ¡Te odio!

No pudo más y echó a correr a su habitación, sintiendo un remolino de emociones ácidas en el estómago. Cerró la puerta de golpe y se dejó caer junto a la papelera para devolver el estómago.

Lloró abrazada del diminuto cesto tejido, y lloró. Lloró mucho, toda la noche, hasta que una jaqueca la asaltó, fuerte y abundante, sintiendo las punzadas de dolor hasta detrás de los ojos. Se quedó tirada en el suelo, junto al cubo de basura con olor a vómito. Y miraba el techo sumida en amargura.

Metió la mano en el bolsillo de la sudadera y sacó la brújula. Alzó los brazos con ella y la observó ahí, abierta y extendida, señalando la N con ímpetu.

Se mordió el labio inferior, y tragó la pena con mucho esfuerzo.

¿Por qué?, se preguntaba a cada minuto.

Eso era lo que más le dolía de todo: los porqués sin respuesta.

La había traicionado a propósito y con toda la intención. La había traicionado en su decisión, entregándola a su padre para alejarla definitivamente de su vida y de él.

Podría intentar mantener la cabeza en alto y ahogar el sentimiento de rechazo si supiera que había cometido un grave error con ella y que esa era su forma de escapar. Si quizás el avance entre ellos lo había asustado, o si tal vez se había arrepentido de lo que tenían.

Pero lo sucedido minutos antes de su acción le corroía por dentro. Porque no tenía ningún sentido.

No comprendía cómo podía estar tan turbado e inquieto, liberando un "te amo" de la manera más honesta y herida posible, en una rivalidad confusa que no le permitía entender si eso era algo bueno o algo que le consumía.

Era incomprensible. Y mientras más lo analizaba, más perdida se sentía.

¿Cómo era posible que Jess le ayudara a hacer semejante deslealtad?

Fue un complot. Un juego sucio de las personas que más amaba en su vida. Y no pudo evitar plantearse, que quizás entre ellos, había algo oculto.

Suponía que cualquiera desde afuera podría sospecharlo. Era la explicación más lógica que analizar. De no ser porque conocía a Nolan tanto como la palma de su mano, y porque tenía la certeza, de que su confesión y miradas, eran genuinas.

Se había arrepentido desde el minuto uno de todo lo que le dijo aquel día. De cómo le llamó traicionero, cómo le gritó, desdeñosa, herida y con el ferviente deseo de herir. Esas palabras la asaltaban en los sueños para recordarle, que así había sido su despedida: amarga y rencorosa.

Pasó el pulgar por el cristal, encima de su letra en la brújula, y suspiró hondo.

—Dijiste que te quedarías cerca donde pudiera verte... —recriminó en un hilo al objeto entre sus manos.

Se hizo un ovillo, abrazó la brújula en su pecho, y sollozó con un dolor que se palpaba en cada lamento.

Le costó un par de días dejar de sollozar a la menor provocación. Le costó muchas lágrimas, dos kilos menos, y varias noches sin dormir, recomponerse un poco. Y cuando por fin pudo contener sus pedazos, así entre sus brazos, encimados, en un completo desastre, pero al menos ya no cayéndose uno tras otro, comenzó a idear un plan.

Porque no se iba a quedar de brazos cruzados, no. La Day tranquila, obediente, y con miedo de decepcionar al mundo, desapareció el mismo día en el que decidieron por ella. El día en el que su opinión tuvo el mismo valor que el de una hormiga.

Quizá era el miedo al cambio de ciudad, de rutina, quizá era la desvalorización a su criterio, o quizá, y solo quizá, haber compartido sus últimos días, planes y caricias junto a Nolan, le había despertado esa rebeldía que no sabía que tenía.

Y no lo hacía por Nolan, jamás. Ese desvergonzado traidor... Ese cobarde, traicionero y pocos huevos, podía quedarse solo en esa casa enorme, pestañeando a las porristas tontas del instituto, recibiendo los aplausos y elogios después de ganar un partido de fútbol.

Qué rabia le daba pensar que, además de traicionarla, él se había quedado con la normalidad que ella deseaba recuperar. Qué rabia saber que ni el mundo, ni su ciudad, ni su familia, ni mucho menos él, habían detenido sus vidas, mientras que sentía que la suya estaba cada vez más hundida, y más ajena.

Y más rabia todavía, al saber que cada palpitación de su pecho la traicionaba gritando su nombre. Aún y conociendo las canalladas que era capaz de hacer, y que le había hecho. Qué mierda y qué injusticia no poder controlar al corazón, aún y cuando sabemos que está aferrado a una pila de mierda.

¿Cómo se escapa de eso? Aún y cuando la mierda te llega a medio cuerpo, o al cuello, como la sentía ella.

Pero no lo hacía por Nolan, se repitió. Lo hacía por ella, por su madre, y porque, aunque Murphy era su padre, y sabía que la amaba como ella a él, nunca sintió esa cercanía padre e hija que muestran en las películas.

Sentía su orgullo, su alegría de verla crecer, triunfar, de ser una ganadora, en los deportes y en la vida. Pero unión, complicidad... vaya, que todo aquello no lo sentía ni siquiera como una necesidad por cuidarla, sino por llevar un control, por tener la razón. Y eso la tenía aterrada. Sintiéndose entre unos barrotes invisibles pero palpables en el interior.

Así que, un par de días más tarde, talló su rostro frente al espejo, frunció los labios en una línea recta y rabiosa, se colgó la mochila en la espalda con valor, asintió a su propio reflejo, y salió de su habitación.

—¡Day! —celebró Ava—. Buenos días, ya está listo él...

Pero no la dejó terminar cuando azotó la puerta tras ella después de salir.

El clima estaba en sintonía con su humor: gris, goteante, frío. Subió aún más el cierre de su chamarra y apretó el paso para no mojarse demasiado.

Extrañó su casa nuevamente, donde muy rara vez llovía y se limitaba a tormentas nocturnas, con un par de horas de duración y listo. Llegaban y se iban. No eran como en Nueva York: tan necias como para quedarse por días, molestas y constantes.

Divisó el instituto. Entendió porque Ava estaba tan entusiasmada con él, porque por más rabia que le diera admitirlo, era bonito, el triple de grande que el suyo, moderno y notoriamente renovado. Su escuela parecía un reclusorio a un lado de semejante edificio.

Y eso la hizo enojar aún más.

Se quedó frente a sus puertas. Entrecerró los ojos para observar atenta cómo los estudiantes entraban, con las frentes elevadas y el semblante engreído, entre sus uniformes elegantes y los egos alzados. Vio entrar hasta el último chico, y también cuando el portero cerró las puertas de cristal, no sin antes echar un vistazo a los lados, garantizando que nadie se quedara afuera.

Hasta que vio al hombre uniformado perderse dentro, apretó las correas de su mochila, tragó saliva, y se marchó de ahí.

Tomó un taxi decidida. Porque ni de coña aceptaría esa vida. Y tampoco le importaba si su padre no volvía a buscarla jamás; después de todo, él había sido parte de su vida por un par de días al año, una muy diminuta fracción que, siendo objetiva, ya no le importaba perder.

El auto llegó a su destino, le extendió los billetes, y bajó acelerada, mirando para todos lados, sintiéndose observada, con la culpa encogiéndole los hombros.

Logró comprar el boleto sin altercados, más que una mirada analítica de la vendedora que la puso ligeramente nerviosa. Decidió ponerse las gafas de sol, aún y con el clima lluvioso.

Vocearon su autobús en la terminal. Respiró hondo, se puso de pie y caminó hacia el guardia que recibía los boleos. Tomó el suyo despreocupado, estaba a punto de romperlo para dejarla pasar, pero se detuvo de golpe para releer su nombre en el papel.

Sintió una gota de sudor correrle en la columna. La garganta se le secó, cuando el hombre analizaba su nombre escrito en el boleto y después la miraba con juicio. Apretó los puños y, cuando el oficial retiró el radio de su pantalón para parlar un número en código, miró a todos lados, analizando la probabilidad de echarse a correr.

—¿Ocurre...? —dijo en un hilo del que se arrepintió en cuanto percibió la debilidad en su voz—. ¿Ocurre algo?

    —No, pequeña —dijo despreocupado, pero guardó el boleto en su bolsillo, lo que activó todas sus alarmas internas.

    Comenzó a respirar agitada, dio un paso hacia atrás, divagó la mirada a su alrededor. No se dio la oportunidad de analizar su escape, simplemente se giró de golpe, dispuesta a correr, cuando un pecho fornido y uniformado la hizo detenerse.

    —Es ella —anunció el guardia del boleto.

    —¿¡Qué está pasando!? —chilló Day, espantada.

    —Tranquila, señorita Murphy. La llevaremos a casa —anunció el oficial recién llegado.

    —T-Tú no sabes dónde vivo, no saben ni quién soy. ¡No pueden llevarme! ¡Es ilegal!

    Los guardias rieron entre ellos, y el que tenía enfrente, negó la cabeza divertido.

    —Ay, criatura —dijo entretenido—. Eres hija del senador Murphy, media ciudad sabe quién eres.

    Tragó saliva, jadeó ajetreada, dejó caer los hombros y tuvo que tragarse las ganas de llorar.

    —Su padre advirtió a todas las líneas de transporte que podrías intentar viajar sola. Así que espero que haya disfrutado de la aventura, señorita, porque ahora debo llevarte conmigo.

    El oficial a su lado sacó una identificación y se la mostró a Day con firmeza.

—Puedes enviarle nuestra identificación por chat a tu padre, así te sentirás más segura —añadió con calidez.

Pero ella no tenía miedo de ellos, no. Tenía miedo de su padre. De él y el control que desconocía que tenía en la ciudad.

    No luchó más. Entendió que esa batalla estaba perdida, pero se dijo que la guerra aún no terminaba.

Perdió la vista en las gotas que golpeaban el cristal de la patrulla, hasta que sus pensamientos se vieron interrumpidos por la construcción de su casa, tan grande y filosa que se le erizó la piel. Salió furiosa del vehículo, corrió dentro, ignorando los gritos y riñas de su padre cuando pasó por su lado. Corrió escaleras arriba, tan desbocada que tropezó con un escalón y tuvo que reincorporarse colérica.

Entró en su habitación y azotó la puerta con toda su furia. Hundió el rostro en la almohada y liberó un grito, un sollozo, y todas las lágrimas retenidas durante el camino de regreso.

    Nunca se sintió tan humillada, ni tan derrotada. Nunca se consideró tan inútil, tan boba. Nunca se despreció tanto, como cuando, después de ahogarse en sollozos contra su almohada, fuera capaz de levantarse, enseñar los dientes rabiosa, dilatar sus fosas nasales, y tomar nuevamente decidida su mochila. Enérgica y valiente por dar guerra, correr las cortinas de su ventana, y encontrarse con unos barrotes que el día de ayer, no estaban ahí.

Sintió un golpe en el estómago que la dejó sin aire, como si un nudo en su garganta se hubiera formado y apretado. Unas lágrimas le recorrieron las mejillas. Tocó con las yemas el acero de los delgados pilares, y casi le pareció, que seguían calientes por la soldadura.

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