11. Como un tattoo
El amor es una ilusión. Eso es lo que muchos afirman e incluso defienden. Un cuento de hadas. Un sentimiento pasajero. Una felicidad efímera.
No soy quién para afirmar lo contrario o sustentarlo. Creo que he estado enamorada. Al menos creo que lo que siento, es amor. No puedo ni quiero preguntar qué se siente el amor, o cómo notas que estás enamorada; porque tengo la certeza de que es algo que solo tú puedes saber y cada persona lo siente de manera diferente.
Así que no, no comparto esas palabras de: «oh, no sabes lo que es el amor», «el amor significa dolor», «solo puedes amar cuando te han roto el corazón», y otras tantas que están en alguna lista que desconozco y no deseo conocer.
Tampoco me gusta meditar mucho sobre eso. No soy partícipe de dirigir mis pensamientos hacia conceptos o creencias que sé que no comparto. Creo que en el momento en que empiezas a cavilar sobre ello, es cuando inicia ese proceso sin retorno de dudas e inseguridades.
La primera vez que lo vi no sentí nada. Era obvio, tenía dieciséis años y solo me interesaba tener amigas, vencer mis miedos y poder interactuar con las personas sin que me temblasen las manos.
Un desconocido estaba frunciendo el ceño ante algo que decía mi hermano. Se rascaba de vez en cuando la mandíbula con la sombra de una barba que recién comenzaba a crecer. Ambos estaban sentados en el sofá de la sala, teniendo una conversación al parecer algo acalorada. Ni él ni mi hermano se notaban molestos, pero por su expresión facial y corporal, podía deducir que se trataba de un tema tal vez delicado o incómodo de debatir para alguno de los dos.
Mi hermano me pilló escuchando, o al menos me pilló con la intención de hacerlo; desde la guarida que me ofrecía la pared de la cocina. Me llamó en voz alta y se aseguró de que me encontrara con ellos y me sentara a su lado para presentarme a su querido y mejor amigo, Eric.
—El color de tus ojos es muy extraño —digo impresionada por ellos.
Eran de un negro brillante que nunca había visto, como si anteriormente hubiesen quedado los restos de ese cristalino en tus pupilas que tardaba en irse cuando llorabas.
Estuve fascinada con sus ojos desde entonces.
Él soltó una risilla y negó con la cabeza. De inmediato me empezó a disgustar, porque los que se burlaban de mí, tenían reacciones similares. Me sentí herida y un poco molesta. Observé la madera pulida del suelo, queriendo salir de allí.
—Anda corazón, sube y ve a hacer los deberes —mi hermano me besa la frente y yo obedezco sin objetar.
Vi la oportunidad y la tomé con gusto. Pasaron varios meses desde aquel día, hasta el momento en que le miré frente a frente, obsesionada por sus ojos.
No todos los primeros encuentros eran flores y ricos aromas, al menos no lo fue con Eric. Pero eso no define lo que puede pasar después. Era una niña rencorosa, creo que aún lo sigo siendo; y no pude olvidar con facilidad aquella primera impresión que tuve de él. Bueno, no diría olvidar, porque es evidente que sigue presente en mi mente. Tuvo que pasar un buen tiempo, antes de que pudiera tener un concepto diferente de él.
Hoy en día, sigo sin saber el por qué se rió de mí y, ahora que lo pienso, me dan unas ganas terribles de enviarle un mensaje y preguntarle.
Así que lo hago.
@ 20:30
¿Recuerdas cuando yo tenía dieciséis años y lo primero que te dije fue que el color de tus ojos eran extraños?
Las dos rayas azules me indican que lo ha leído y mi corazón palpita como loco al ver que está en línea. Me quedo pegada al móvil, atenta por si hace algún extraño movimiento, como empezar a usar sus dedos y teclear una respuesta.
La luz del móvil comienza a oscurecerse, así que toco la pantalla para que no se bloquee.
Cinco minutos después, mis párpados ni pestañean. Pasan diez y me permito un descanso, cerrando los ojos por momentos y luego revisando de nuevo.
Veinte minutos más tarde, nada. Sin respuesta. Suspiro y me coloco en posición fetal en el sofá, con algún tipo de decepción que se va instalando poco a poco en mi pecho.
Mierda.
Aprieto con fuerza los párpados e inhalo y exhalo con lentitud. Lo repito unas tres veces y al cabo de un rato, ya me encuentro mejor. Llamo a Estefan mientras estiro mis pies y ronroneo por lo cómoda que me siento en este sofá que escogió mi compañero de piso cuando nos mudamos.
Mejor elección imposible.
Contesta al tercer tono.
—Amor mío, ¿cómo estás? Ahora estoy en mi pequeña caja trabajando en algo para esta noche —se le escucha cansado pero con ánimo.
Me giro hacia la izquierda, viendo el espaldar del sofá y dejando que el móvil se sostenga por sí solo en mi oreja derecha.
—No sabía que hoy mezclabas —me preocupo, porque últimamente trabaja más de la cuenta. Hoy se fue temprano de casa y aún no ha vuelto ni para comer algo.
A Estefan no le gusta la comida que no sea preparada en casa, por lo que estoy segura que solo ha ingerido alguna banana o fruto seco como almuerzo y cena.
—Tranquila, me levanté a las cuatro para hacerme algo. Salmón y papas horneadas.
Suspiro de alivio.
—Bien, bien. Llamaba para saber cómo estabas. Te dejo entonces, no ocupo más tu tiempo —comento con rapidez. No quiero distraerlo de su trabajo.
—Vale, preciosa. Un beso, te veo más tarde.
Finalizamos la llamada y voy a la cocina. Por hablar de comida me ha entrado hambre. Busco en la nevera a ver si hay algún tupper y sí, allí está esperando por mí. Le envío un Whatssap a Estefan diciéndole que lo amo, a la vez que le mando una foto del perfecto cuadrado que contiene el salmón con papas horneadas.
Una hora después, me encuentro acurrucada en mi divina cama, arropada en miles de edredones porque soy una friolenta y estamos en plena temporada de lluvia. Briana estaría contenta de salir a la calle con su chaqueta impermeable y una sonrisa gigante viendo caer las gotas del cielo. Ugh, eso no es para mí. Lo mío es refugiarme y pasarla abrigada hasta el día siguiente con una taza de chocolate caliente.
Ahora que lo pienso, más tarde me preparo uno.
El vibrar del móvil interrumpe la tranquilidad que ya estaba echando raíces, llevándome a cerrar los ojos con el sonido de la lluvia golpeando mi ventana. No quiero salir de mi nido para revisar quién intenta contactar conmigo, pero tengo esa vena de «y si es importante», que no me deja tomar ese tipo de decisiones. Así que toco con la mano la cama, en busca de ese teléfono inteligente y miro la pantalla para saber quién es.
Nadie pudo haberme sacado tan rápido del letargo en el que me encontraba, como la persona que está detrás del bombeo de mi corazón.
Eric.
Es Eric quien llama y yo no puedo estar más sorprendida. Sigo viendo su nombre en la pantalla, incrédula de que haya dado este paso. Hace tres años que no me llama. ¿Por qué ahora? Empiezo a morderme el labio inferior sin saber qué hacer.
Mierda.
Trago en seco y pulso el botón verde.
El silencio se hace presente cuando llevo el móvil a mi oreja. Mis nervios están a flor de piel. No puedo hablar, las palabras no quieren salir ni para decir un simple «hola». Solo puedo escuchar atenta su respiración.
Joder, hasta su respiración es sexy.
Vuelvo a tragar y me pregunto si dirá algo. Al final de todo, es él quien ha llamado, se supone que debe emitir palabra, no quedarse mudo y esperar a... ¿qué? Tomo aire y lo suelto poco a poco, luego retomo la posición en la que estaba: acurrucada bajo las mantas. No tengo nada que hacer, así que no me es molesto pasar un buen rato escuchando su respiración. Aquí me tendrá, a la espera de que él dé el primer paso.
Mis pensamientos se dirigen a la segunda vez que lo vi. Había cumplido los diecisiete no mucho antes, y fui al pequeño estudio de mi hermano donde pasaba los días practicando su arte. No le había dicho que iría, pero Gabriel nunca se incomodaba cuando aparecía de repente, así que le avisé a mis padres que partía donde mi hermano. Tomé conmigo a Max. Tendría unos tres años de edad, no recuerdo con claridad.
Gabriel nos había comentado que remodelaría el lugar, pero que primero comenzaría por pintar su espacio de trabajo. Esa era una de las razones por las que me animé a hacerle compañía, además de querer hacer algo que mi hermano amaba, junto con él. Me gustaba ser parte de todo lo que le apasionaba.
Música clásica llegó a mis oídos, la melodía me atraía hacia sus fauces y yo determinada a sentir lo que el pintor sentía, atravesé el pasillo y giré a la izquierda. Me topé con una escena que quedaría grabada en mi mente para siempre: pintura plástica en tonos color cielo y blanco viajaban de un lado a otro, siendo impulsado por dos personas. Ambos reían, demostrando alegría sin contener, pero solo uno de ellos hizo que el latir de mi corazón se volviera errático.
Su cabello, tan negro como sus ojos, estaba cubierto de pintura; su cara, sus brazos, todo él era un lienzo trabajado. Pero, la luminosidad de sus ojos mientras reía, me hizo caer por completo. Nunca había visto a alguien expresar la felicidad como él lo hacía.
Era como si sus ojos transmitieran todo lo que no podía decir con palabras.
Hermoso, mi mente estuvo de acuerdo, y memorizó todo lo que pudo captar de ese momento.
¿Qué es la belleza? No sabría decirlo. Hay quienes le dan una connotación física, externa; otros espiritual e interna. Otros tantos, ambas. Pero, ¿qué es la belleza para mí? No lo había pensado hasta ese preciso instante en el que nuestros ojos volvieron a chocar entre sí. Sentí que todo el oxígeno se esfumaba como humo de cigarrillo y las ganas desesperadas de huir, se instalaron por todo mi ser.
No supe lo que era hasta que me permití analizarlo: la primera señal de un amor unilateral.
Desvié la mirada, y de mis labios se escapó un «hola» demasiado débil para ser escuchado por la música de fondo. Comencé a jugar con el doblaje de mi vestido de flores y, sin esperar a que alguno de los dos respondiera, acaricié a Max que estaba en mis brazos y fui a sentarme en ese banco de madera que había sido testigo de increíbles cuadros pintados.
Mi hermano fue el primero en hablar, pero siempre con esos apelativos cariñosos que no se cansaba de repetir.
—Mi chica hermosa, no sabía que vendrías. Ven, juega con nosotros —me invita.
—¿No deberíais estar colocando la pintura en la pared y no en vosotros? —devuelvo algo agresiva.
Pasaba cuando me sentía apenada o fuera de lugar.
—Eso es lo divertido, hacer lo que se supone que no debes hacer —responde Eric, y yo me sobresalto por el sonido de su voz.
Era la primera vez que la escuchaba y no pudo sorprenderme más de lo que ya lo hacía. Él se veía rudo, serio, casi inalcanzable. Pero su voz no tenía nada que ver con lo que demostraba su aspecto físico. No. Su voz era tierna, cálida, como si te susurraran al oido hermosas palabras.
Por supuesto que me uní a ellos, era más que evidente después de aquella contestación por parte de Eric. Max también hizo lo suyo. Sus patitas de golden retriever nos marcaban el camino a todas partes. Era un juguetón. Lo sigue siendo. Es el niño pequeño de la familia aunque ahora es algo mayor.
Las risas no se hicieron esperar, mucho menos la ducha de pintura.
—Lo recuerdo.
Su voz me expulsa de los recuerdos y me anclan en el presente. Mi corazón casi salta de mi pecho al escucharlo hablar.
—Recuerdo la primera vez que te vi.
No sé como respirar.
No sé cómo hablar.
¿Qué coño sé?
Necesito decir algo, o tal vez no... tal vez solo debo escuchar su voz y deleitarme en ella.
—Recuerdo cuando me dijiste que el color de mis ojos eran extraños.
Suena como cansado... No. Su tono de voz es pausado, pero a la vez dolido. Como si hubiese pensado mucho lo que iba a decir, pero una vez que lo está haciendo, le cuesta.
—Recuerdo que no te gusta la lluvia y que sonríes sin parar cuando estás nerviosa.
¿Quién es esta persona que me está hablando? ¿Qué mierda?
—También recuerdo que implosionas de alegría cuando el verano se acerca...
—Para de hablar.
—Recuerdo todo de ti, Melisa. Lo recuerdo todo.
Y allí estaba de nuevo: ese quiebre en su voz, ese dolor, como si se arrepintiera de decir todo lo que dijo. Como si quisiera hacer retroceder el tiempo y evitar que lo que sea que le haya hecho decirme todo esto, lo dominara de nuevo. Como si se arrepintiera de haberme conocido.
Dolía. Pero me merecía lo que estaba pasando, lo merecía porque yo inicié todo al enviar ese mensaje. Yo misma busqué esto. Yo era la única culpable. Aún así me molesta que me haya dicho que lo esperase, que necesitaba tiempo, pero luego viene y me dice todas estas cosas, dándome esperanzas cuando él ni siquiera sabe lo que quiere. Pero, ¿qué me hacía querer volver a él? ¿Por qué era tan malditamente masoquista? No quería sentirme de esta manera, entonces...
—¿Por qué haces esto?, ¿por qué lo haces? —pregunto con rabia apenas contenida—. Vale, ya lo sé. No tienes ni que decirlo. Lo haces porque te apetece, porque soy un juego para ti, ¿cierto? Te aburres y dices: genial, hoy me reiré de una niña que está loca por mí. ¡Pobre de ella, no sabe que ni me importa!
—Para. Deja de decir cosas que no son ciertas.
—¡Entonces dime lo que sí es cierto, porque no me entero! —replico aún furiosa con él, pero más que todo conmigo misma.
Todo esta situación es exasperante. No entiendo porqué le cuesta tanto aceptar lo que ambos ya sabemos. Básicamente tiene el apoyo de toda mi familia. No es como si me hubiesen dicho con exactitud: «apoyamos que tú y Eric tengáis una relación», pero estaba segura que todos sabían lo que sentía por Eric aunque no nos hubiésemos sentado a hablar de ello.
Hace tres años, después de lo que pasó entre nosotros, después de ese beso y de su rechazo, fui directa a donde vivía mi hermano. Era un mar de lágrimas y él, sin preguntar qué había pasado, lo supo. No sé cómo, pero su semblante me lo expresó. Gabriel asintió con la cabeza y me abrazó durante horas hasta que caí dormida.
Al día siguiente, no hablamos del tema. Primero, porque yo no quería y, segundo, porque mi hermano es un hombre muy compresivo y, sobre todo, patrocinador de darle espacio a las personas. Estuve más que agradecida por su silencio.
Ahora me pregunto: ¿Es la edad? ¿Por eso su reticencia a ceder? Es cierto que nos llevamos siete años de diferencia, pero tampoco lo veo tan catastrófico. Muchas personas alrededor del mundo incluso traspasaban el número que él y yo tenemos. Me parecía algo tan tonto el fijarse en esos pequeños detalles.
Estamos en el puto siglo veintiuno por Dios.
¿Realmente es eso?, ¿la edad?
—No es tan fácil como te imaginas.
—Entonces dímelo, dímelo para poder comprenderlo. ¡Háblame! ¡¿Cómo esperas que lo sepa si no me hablas?! —Me era difícil saber lo que su mente pensaba en estos momentos. Así que respiré hondo y emití las siguientes palabras casi en un susurro—: ¿Es la diferencia de edad?, ¿es eso?
—Melisa, por favor —respondió con burla.
—Si no es eso, entonces lo único que queda es que aún me ves como una niña y no como la mujer que soy. ¡Tengo veintidós jodidos años, Eric!
—¡Melisa, por Dios! ¡Cómo puede siquiera eso pasar por tu cabeza! —exclama incrédulo.
—Sí, sí, mucho «Melisa, por Dios», pero nada que me das una respuesta. ¿Puedes decir de una jodida vez cuál es el motivo por el que no lo aceptas?
Entonces se hace el silencio. Como siempre. Ya me estaba cansando de ese maldito silencio.
—Yo... yo no soy bueno para ti —dice después de un tiempo.
Me río sin poder creerlo.
—Pero mira, que bien. ¡Qué estupendo que tú decidas por mí que no me mereces! No seas tan inmaduro, Eric. Soy bastante mayor para tomar mis propias decisiones. No necesito un padre, porque ya lo tengo. Tampoco necesito un amigo. ¡Quiero alguien que no tenga miedo de decir lo que siente, joder!
—¡Melisa, sabes que yo..! Sabes lo que siento por ti. —Espeta con rudeza.
—¡Entonces dilo! ¡¿Qué es lo que sientes por mí?!
—Melisa...
—¿Qué sientes? ¡Dilo de una jodida vez! ¿Atracción? ¡Joder, Eric, no es como si nos estuviéramos casando! ¿Por qué te cuesta tanto aceptar que te atraigo?
Necesitaba algo, cualquier cosa que me indicara que no estaba perdiendo mi tiempo con él.
Pero solo el silencio me responde.
—Eres un maldito cobarde —escupo con furia y cuelgo la llamada.
Estoy cansada de este tipo de amor.
Estoy cansada de Eric.
Estoy cansada de todo.
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