Capítulo XXI | Improvisando sobre la marcha
EL BOTE DE JACK SE ADENTRÓ EN UNA DE LAS GRUTAS QUE DABAN ACCESO A LA CUEVA. Uno de los pocos beneficios de tener una sirena en su equipo era que no tenía que remar para que el navío avanzase. Sin embargo, la desventaja era que Anastasia tenía el control total del vehículo y, antes de continuar el camino, decidió detener su empuje y hacer que el bote que quedase quiero en medio del túnel.
Jack puso los ojos en blanco y buscó con la mirada los remos de la embarcación, pero por supuesto, estos no estaban. La maldita mujer había pensado en todo. Unos segundos después, apareció la empapada cabellera rubia de la sirena, quien apoyó los brazos sobre la madera provocando que el bote se tambaleada un poco en su dirección.
—No es que tenga ganas de reencontrarme con mi viejo amigo Héctor, pero creo que deberíamos continuar.
—Antes de nada, Jackie, quiero saber cuál es tu plan.
—No soy muy de planes. Se me da mejor improvisar.
Los ojos azules de Anastasia le observaron fijamente y el pirata desvió la mirada sintiéndose incómodo. En contacto con el agua del mar no solo se multiplicaba la fuerza de las sirenas, sino también sus otras habilidades. Jack estaba seguro de que, si así lo quisiera, la rubia podría ahogarlo en ese momento antes de que él fuese consciente de lo que estaba sucediendo. Y la mayor prueba de ello era que, sin pretenderlo, la mujer estaba cautivándole con la mirada.
Ambas hermanas, por ser hijas de una diosa, tenían una característica que predominaba sobre las demás. Antaño, Malia había poseído unas habilidades de lucha muy superiores a las de cualquier otra criatura. En el caso de Anastasia, su cualidad predominante era la belleza. No podía seducir a nadie a largo plazo, pero si podía atraer a las personas lo suficiente como para nublar su mente durante un breve lapso de tiempo en el que su víctima quedaba completamente a su merced.
—Bueno, da igual. Tampoco tenemos tiempo de diseñar una estrategia —se resignó la mujer—. Además, estoy segura de que si inventamos una, terminarás haciendo lo que te de la gana, así que da lo mismo. Lo único que te voy a pedir es que intentes distraer a los piratas mientras yo me las apaño para sacar a la chica de ahí, ¿de acuerdo? Y, sobre todo, no hagas nada estúpido.
—No eres la persona más indicada para pedirme eso.
En lugar de decir nada, Anastasia regresó al agua. Lo hizo tan bruscamente que el bote se agitó de repente, provocando que Jack tuviera que sostenerse fuertemente del borde. Fue su manera de demostrar que el comentario no le había hecho gracia, pero pese a eso, la rubia se encargó de que del viaje fue lo más sigiloso posible.
Las voces de los actuales tripulantes de la Perla Negra se hacían mas fuertes conforme avanzaban. Finalmente, la embarcación se detuvo en su destino y Jack se vio obligado a nadar un poco antes de que sus pies tocaran el fondo. Afortunadamente para ellos, el suelo de la cueva donde Barbossa había guardado el tesoro no era totalmente de tierra, sino que había zonas donde el mar continuaba presente, como si formase una especie de río. A pesar de no verla, el capitán sabía que Anastasia debía estar recorriendo el interior de la cueva en ese momento, bajo el agua, como si fuese un tiburón que se encuentra al acecho. Ese pensamiento logró inquietarle, aun sabiendo que la fiera en cuestión estaba de su lado.
Efectivamente, la sirena recorrió de manera lenta y silenciosa la estancia. Descubrió que había lugares por los que debía tener cuidado ya que el agua no era muy profunda y cualquiera que echase un vistazo podría ver su silueta. Sin embargo, la mayor parte de los espacios conectaba la isla directamente con el mar, por lo que era más fácil esconderse en ellos. Pasados unos segundos, decidió aguardar tras unas rocas apiladas desde donde podía observar la escena con claridad. Si algún hombre se fijaba, podría ver el rostro de la mujer. No obstante, estaban tan ocupados coreando y vitoreando las palabras de Barbossa que no repararon en ella.
Anastasia esbozó una mueca de desagrado. Odiaba a los piratas. Especialmente a los escandalosos.
Desde su posición, fue testigo de cómo Jack entraba en la cueva como si estuviese paseando por su casa. La rubia suspiro ante este hecho. Sabía cómo era el pirata, pero aún le sorprendía su capacidad para tomarse las situaciones de vida o muerte tan a la ligera. Sin embargo, no era quien para juzgar. Había ocasiones en las que ella hacía exactamente lo mismo.
El pirata se deslizó entre la tripulación provocando que los hombres fueran guardando silencio al darse cuenta de su presencia. Barbossa, subido a en un pequeño montículo de riquezas junto a Will —quien se hallaba inclinado sobre el cofre rebosante de monedas malditas, aguardando a que Héctor deslizara el afilado cuchillo sobre su cuello—, fue testigo de este hecho y dirigió una mirada interrogante a sus hombres para comprobar qué sucedía. No fue difícil encontrar a Jack abriéndose paso entre la pequeña multitud.
Todos estaban tan impresionados como incrédulos ante su llegada. Pero, especialmente, lo estaba Barbossa. Anastasia, por su parte, había aprovechado esta situación para escanear el escenario dándose cuenta de que Elizabeth no se encontraba allí. Tampoco halló a la tripulación de Jack, por lo que supuso que los habrían dejado recluidos en el barco.
La rubia bufó enfadada. Debía haber intuido que aquello pasaría. Había supuesto que Héctor llevaría a toda la tripulación con él, por lo que contaba con que estuvieran en desventaja numérica. Sin embargo, no le suponía ningún problema porque su plan era sacar a Elizabeth a hurtadillas sin que los piratas se diesen cuenta. El hecho de que la hija del gobernador no estuviera entre los presentes trastocaba su idea inicial.
No obstante, quizá este cambio no fuese tan malo. El hecho de que Barbossa se hubiese llevado a todos sus hombres —o, al menos, a la mayor parte de ellos—, implicaba que no había nadie vigilando la Perla, por lo que adentrarse en ella no debía ser demasiado complicado. Simplemente debía colarse en ella y sacar a la muchacha de allí.
Con tanto sigilo como había empleado para entrar, Anastasia recorrió la sala a través de los canales de agua hasta dar con un espacio que conectaba con el mar y, una vez que estuvo en él, nadó rápidamente hasta llegar al barco de velas negras.
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A ANASTASIA LE FASCINABA LA PERLA. No era común ver a la mujer ataviada con colores oscuros, pero reconocía que aquel navío era el más elegante que había pisado jamás. Le gustaba creer que los barcos tenían personalidad propia y apostaba que, si pudiesen hablar, la Perla y su propia embarcación serían amigas. La primera seria más tranquila y altiva mientras que Argyros, su propio barco, sería más extrovertido y presumido.
Con estas divagaciones que no conducían a ninguna parte, Anastasia llegó junto al oscuro vehículo.
Por una vez en su vida, había sido previsora y había tomado una de las pocas telas que se encontraban en el tesoro que se hallaba dentro de la isla. Le sorprendió ver ropa entre todos esos objetos lujosos, pero cuando la tomó entre sus manos se dio cuenta de lo costosa que debía ser.
Debido a la emoción del momento, tras introducirse en el agua y adoptar su forma de sirena se había deshecho de su vestido y este había terminado perdiéndose en el mar. El problema de deshacerse de su ropa era, evidentemente, que esta no volvía a aparecer cuando recuperaba su forma humana. Por este motivo, cuando llegó a cubierta, enroscó la tela alrededor de su cuerpo mientras sus escamas azules iban desvaneciéndose poco a poco conforme iban apareciendo sus piernas.
El proceso era una sensación extraña a la que Anastasia no se acostumbraría nunca. Aun sabiendo que no se despediría de ella para siempre, añoraba su aleta cada vez que desaparecía. Por muy exagerado que pareciese, sentía casi como si le arrancaran una parte de sí misma.
Se desplazó cautelosamente por el barco ya que no creía que nadie en su sano juicio fuese a dejar un navío solo sin ningún tipo de protección. Sin embargo, parecía que Héctor estaba tan seguro de sí mismo que no había considerado necesario dejar a nadie vigilándolo.
Anastasia sonrió para sus adentros, pícaramente. Había cometido un acto muy estúpido, pero reconocía que le gustaban los hombres que derrochaban tanta confianza.
No le fue difícil dar con la tripulación de Jack porque estaban todos encerrados en la parte baja del barco, en el área de las celdas. Estaban divididos en dos grupos, cada uno en una celda, a excepción de Elizabeth, que se encontraba en una aparte para ella sola. Anastasia detuvo su mirada zafiro sobre ella.
La rubia se hallaba sentada, con la cabeza entre sus manos, completamente resignada. Había hecho todo lo posible por escapar de la jaula pero sus intentos habían sido en vano y sus compañeros de prisión habían dejado muy en claro que no intentarían escapar porque consideraban que el esfuerzo sería inútil. Por ello, solo le quedaba conformarse con esperar a que Barbossa decidiera sacarla de allí mientras deseaba internamente que no le sucediera nada a Will.
Para colmo, su mejor amiga estaba varada en una isla desierta en compañía de un pirata del que apenas sabía nada. Tenía claro que, cuando regresara a Port Royal, enviaría a toda la flota británica a buscarla y sacarla de allí. El problema era que quizá, para ese momento, ya sería demasiado tarde. Ni siquiera sabía si había comida en la isla.
No recordaba haber estado tan preocupada jamás.
Anastasia echó a caminar entre las celdas dirigiéndose a la más apartada, donde se encontraba Elizabeth. Los miembros de la tripulación fueron dándose cuenta uno por uno de su presencia y a algunos se les escaparon sonidos de sorpresa, lo que provocó que la única hija de los Swann alzara la cabeza.
La sirena la escaneó de arriba abajo antes de hablar.
—De modo que todo este drama se ha armado por ti —murmuró, con cierto aire de desdén—. En fin, no seré yo quien juzgue.
Sus ojos azules recorrieron la estancia en busca de algo que pudiese usar para abrir la celda. No estaba agobiada porque estaba bastante segura de que no había ningún enemigo en el barco, pero debía darse prisa si quería llevar a Elizabeth al Argyros antes de que Jack terminara de colmar la paciencia de Barbossa. No quería correr el riesgo de que este enviara a toda su tripulación de regreso a la Perla.
Finalmente, se fijó en una de las columnas de madera que sostenían el techo y se aproximó a ella con la intención de retirar uno de los clavos que había estampados contra la madera. La parte de arriba sobresalía un poco, lo que le llevó a pensar que probablemente estaban así colocados para colgar cosas.
Sin perder más tiempo, agarró uno con sus dos manos y comenzó a tirar de él con la intención de extraerlo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Elizabeth, sin enterarse de quién era esa mujer que había aparecido de la nada, prácticamente desnuda, y que parecía conocerla. Anastasia no era demasiado buena con las presentaciones.
—¿No es evidente? Intento sacar este clavo.
—¿Para qué?
Anastasia logró su cometido y alzó el objeto junto a su cabeza adoptando una mueca de fastidio. Normalmente era más cuidadosa con las primeras impresiones, pero lo cierto es que estaba muy estresada y no tenía ningún motivo por el que esforzarse en caerle bien a Elizabeth.
—Me ha llamado fea y voy a tirarlo por la borda, no te fastidia —expresó con sarcasmo, mientras regresaba frente a la celda y hundía la punta en la cerradura—. Lo voy a usar para abrir la puerta y sacarte de aquí.
Con una rapidez digna de admirar, Anastasia desatascó el cerrojo permitiendo que la puerta se abriese de par en par. Sin embargo, Elizabeth no se movió de su lugar. Se quedó estática observando a la contraria con una actitud desafiante. Por su parte, la sirena no pudo culparla, ya que ella hubiese actuado de la misma manera. De hecho, puede que su reacción hubiese sido peor. Es muy probable que Anastasia hubiera agarrado a la intrusa del cuello buscando sonsacarle información.
La mayor esbozó una sonrisa astuta sabiendo que lo único que motivaría a Elizabeth a confiar en ella era la frase que iba a soltar a continuación.
«Selina te está esperando —la británica abrió mucho los ojos mientras se ponía en pie.
—¿La conoces? ¿Está bien?
—Claro que la conozco. Vine hasta aquí con ella.
—¿Will también está con vosotros? —la rubia chasqueó la lengua.
—Las amigas van antes que los novios, Liza, lo dice la ley. De hecho, son los últimos en la lista. Y lo primero son las mascotas.
—¿Qué ley dicta eso? —cuestionó la menor, cruzando los brazos sobre su pecho y dirigiéndole la misma mirada de recelo y soberbia que estaba recibiendo.
—La que me acabo de inventar.
Gibbs, desde la celda contigua, tembló ante el duelo de miradas. Estaba harto de repetir que llevar una mujer a bordo traía mala suerte. No le hacía especial ilusión que dos pares de ojos furiosos centraran toda su atención en él, sin embargo, supo que debía intervenir si quería salir de ahí lo antes posible.
—Debería darse prisa, señorita Anastasia. Es posible que alguien llegue pronto.
La aludida le observó y comprendió lo que Gibbs le estaba pidiendo: que abriera las dos jaulas restantes. Sin embargo, le ignoró deliberadamente porque rescatar a toda la tripulación no era su prioridad. La rubia no tenía nada en contra de él porque nunca se había portado mal con ella a pesar de que, en cierto modo, el pirata la temía y la consideraba peligrosa. Era una actitud sensata teniendo en cuenta del comportamiento que su capitán había mostrado a lo largo de los años hacia su persona. No obstante, hacer las cosas sin obtener ningún beneficio no encajaba con su persona.
—Es cierto. Venga, Liza. Nos vamos —Anastasia trató de agarrar su brazo, pero la contraria se zafó en seguida.
—Deja de llamarme así. Y no has respondido a mi pregunta.
La sirena usaba su don de sacar de quicio a la gente para cambiar los temas de conversación y reconducirlos hacia donde ella quería. En esta ocasión, la jugada no le había salido bien.
—Porque tu pregunta no viene a cuento —murmuró de mala manera—. Jack fue a por William y yo vine a por ti. Cuanto antes lleguemos al barco, antes sabremos si ha tenido éxito.
—Quiero ir a la isla —exclamó la joven. No se fiaba ni un pelo de las palabras de la mujer.
—Y yo que me regalen un palacio submarino recubierto de flores acuáticas, pero no se puede tener todo en esta vida.
—Contigo o sin ti, iré a buscar a Will.
—¿Y Selina? ¿La vas dejar sola?
—¿Dónde la tienes? —Anastasia rodó los ojos ante el comentario acusador de la chica. Elizabeth se había quedado un poco más tranquila desde que había descubierto que Gibbs conocía a la mujer. Sin embargo, no por ello iba a confiar en sus palabras.
—No hables como si la tuviese secuestrada. Que sepas que sin mí, tanto Jack como ella estarían muertos en una isla desierta. Ahora está en mi barco y está a salvo, justo donde deberíamos estar nosotras en este instante.
Elizabeth meditó unos segundos.
—Si está tan bien como dices, podrá esperar un poco más. La conozco y sé que ella querría que Will también volviese sano y salvo —Anastasia bufó.
—Pues tú verás cómo lo haces, porque no pienso ayudarte a pisar ese trozo de tierra.
La sirena se cruzó de brazos mostrando una postura firme, pero Elizabeth la ignoró y agarró el clavo que minutos antes la contraria había dejado caer al suelo. Anastasia observó impaciente cómo la hija del gobernador trataba de imitar sus acciones con la celda donde Gibbs se encontraba. Es cierto que no podía escapar sola, pero si liberaba a la tripulación de Jack, estos la ayudarían a rescatar a Will para apoyar a su capitán. Sin embargo, la tarea de forzar una cerradura no era tan sencillo como Anastasia había aparentado.
Con un bufido de exasperación, la sirena usó su cadera para golpear el costado de Elizabeth lo suficientemente fuerte como para apartarla de la puerta. Acto seguido, usó el clavo que se había quedado colocado en el interior de la cerradura para abrir la segunda celda. Mientras tanto, se preguntaba si su decisión de ser mejor persona valdría la pena de verdad. Diez años antes no hubiese tenido tanta paciencia. Hubiera atado y amordazado a Elizabeth y la hubiera arrastrado hacia su barco sin que esta pudiera emitir la más mínima queja.
Tras abrir la puerta, se acercó a la tercera y última reja para repetir el proceso. También se dijo a sí misma que, cuando viese de nuevo a Malia, debería darle las gracias, ya que debía esos conocimientos a su hermana.
Cuando acabó su labor, la rubia se atusó el cabello, se aseguró de que la tela que llevaba enrollada en torno a su cuerpo estaba correctamente ajustada y emprendió el rumbo hacia cubierta sin decir una palabra, pero sabiendo que sería seguida por toda la tripulación. Una vez que llegaron al exterior, Anastasia se cruzó de brazos mientras observaba fijamente a Elizabeth, instándole a que tomara la palabra.
No llevaba ni media hora con ella y la hija del gobernador ya la aborrecía. Era increíble el nivel de confianza que había tomado a la hora de dirigirse a ella. Sin embargo, sabía que le debía una porque, de lo contrario, aún seguiría inquieta y encerrada en aquel húmedo lugar.
—¡Vamos, venid todos conmigo! —imploró Elizabeth, con esa energía tan característica que poseía, mientras centraba su atención en lo verdaderamente importante— Will está en esa cueva y debemos salvarle.
Hubo un incómodo silencio que ningún pirata supo cómo romper. Elizabeth les observó contrariada, sin entender qué sucedía. Mientras tanto Anastasia, aún de brazos cruzados, alzó una de sus cejas extremadamente claras. Sabía exactamente qué pensaban los marineros, pero se abstuvo de hace algún comentario por el momento. Esperaría a que alguno de ellos tuviera el coraje suficiente para hacerlo.
La persona que dio voz a los pensamientos de los demás fue Gibbs, ya que al no estar Jack, era el responsable de la tripulación.
—Lo siento, señorita Swann, pero no nos moveremos. Ya tenemos la Perla —la noble guardó silencio unos instantes, incrédula, sin saber qué añadir.
—Os olvidáis de Jack. ¿Vais a abandonarle?
Anastasia emitió una risa nasal y se cubrió la boca con la mano para contener sus ganas de reír. Lo cierto es que esa situación no le hacía ni la más mínima gracia, pero la furia que sentía comenzaba a ser tal que esa era la única manera de liberar su frustración. Por un momento sintió empatía por Elizabeth y, en un intento de que no se sintiese tan sola, caminó hasta situarse a su lado.
—Son piratas —expresó con obviedad, como si nadie lo hubiera mencionado antes—. Son unos cobardes que solo piensan en sí mismos.
—Jack nos debe una nave —trató de justificar un pirata. En concreto, el que menor estatura tenía por mucha diferencia.
—Y tu madre te debe ciento veinte centímetros. ¿Vas a reclamárselos también a ella?
Las pupilas de la rubia más clara se habían dilatado y sus ojos azules parecían resplandecer con más intensidad. Gibbs observó disimuladamente sus pálidas manos y le dio la impresión de que sus uñas habían crecido de repente. Sabía que Anastasia era una sirena por ciertos detalles que Jack había dejado caer de vez en cuando, y, aunque después de tantos años nunca había visto a una en acción, no deseaba que aquella fuese la primera vez.
—Debemos respetar el código. Usted conoce las leyes de la piratería —murmuró el hombre, con todo el respeto posible, dirigiéndose hacia la sirena.
Aquello solo aumentó el malestar de la rubia. Desde luego que las conocía. Las había memorizado mejor que cualquiera.
—Y por eso mismo sé que nadie las tiene en cuenta. A menos que os convenga, claro.
La rabia de Anastasia era, hasta cierto punto, irracional. Ella era la primera a la que le daba pereza ir en busca de Will, por lo que la negativa de los piratas y la desesperación de Elizabeth le venían bien. Sin embargo, aborrecía que fueran a ser capaces de abandonar a su capitán a su suerte. Puede que ella hubiera hecho cosas horribles en su vida, pero jamás había huido de nada. Al contrario; siempre se había enfrentado a sus problemas y actualmente estaba tratando de enmendar sus errores.
—Sois piratas —continuó Elizabeth, aún estupefacta—. Al diablo con las normas. ¡Al diablo con el código! Solo son unas directrices. Nada más.
La tripulación se apiadó de ella, pero no lo suficiente como para acompañarla. Lo único que hicieron fue bajar uno de los pequeños botes de la Perla Negra. También le ofrecieron su ayuda para descender hasta la embarcación, pero la rubia hizo alarde de todo su orgullo y la rechazó inmediatamente indicando que podía apañárselas ella sola.
Anastasia, mientras tanto, se mantuvo inmóvil en una esquina del barco. Nadie se atrevió a mirarla demasiado porque al estar tan quieta, callada y con la luz de la luna iluminando su pálida tez daba la sensación de que era una escultura o un ser petrificado. No obstante, era evidente que estaba más que furiosa. Y parecía que, en cualquier momento, aquella hermosa mujer se convertiría en una feroz bestia que se abalanzaría sobre ellos.
Parecía absurdo que unos temibles piratas estuvieran asustados de una mujer. Sin embargo, el aura de peligro que desprendía parecía igualar a la sensación de peligro que emanaba de la isla frente a la que estaban.
Una vez que el bote estuvo listo y Elizabeth sentada sobre él, la rubia restante hizo por fin su primer movimiento y se introdujo en el mar recuperando su tan ansiada aleta.
Gibbs, el único al tanto de la condición de la mujer, se sintió tan aliviado como tenso al saber que Anastasia había regresado a su hábitat natural. No obstante, pudo respirar tranquilo cuando observó cómo el bote se alejaba a gran velocidad. El resto de los tripulantes se asombró al observar cómo se movía el navío, aunque la primera sorprendida fue Elizabeth.
Sin necesidad de tocar un solo remo, la pequeña barca se adentró en la espesa niebla y, antes de llegar a la isla, se detuvo. Elizabeth comprendió lo que sucedía cuando la cabellera rubia de Anastasia emergió a la superficie. Sin embargo, un instante después, se dio cuenta de que en realidad no entendía nada. O, al menos, así fue hasta que, a pesar de la oscuridad, vislumbró que las uñas de la mujer se habían convertido en garras afiladas y que algunas escamas sueltas decoraban sus manos.
La hija del gobernador se alejó rápidamente hacia atrás tan con tanta brusquedad que casi cae al mar, reacción que enorgulleció bastante a Anastasia pese a que buscó no demostrarlo.
—Ah, sí, soy una sirena —dijo con obviedad. Odiaba tener que explicarlo—. Sé que no somos las personas que mejor se llevan en el mundo, pero necesito que me escuches. Si me lo pides, te llevaré a la maldita isla. Pero debes saber que es un riesgo innecesario y que cuanto antes vengas a mi barco, antes retomaremos nuestras preciadas vidas.
—Solo quiero que me lleves con Will.
—Eres más terca que un delfín —se quejó la de labios rojos, justo antes de hacer el amago de regresar al fondo.
—¡Espera! —exclamó Elizabeth, acercándose de nuevo a la criatura y poniendo una mano sobre su brazo. Como acto reflejo, Anastasia se alejó de inmediato, aunque bastó un segundo para que la más joven sintiera que su piel estaba congelada— ¿Por qué me ayudas?
—Selina me cae bien y te quiere de vuelta.
—No me refiero a eso. Si quisieras, conducirías el bote hasta tu barco y yo no podría hacer nada para evitarlo. ¿Por qué has accedido a llevarme a la isla?
La sirena rodó los ojos. Si había algo que odiara más que no salirse con la suya, era que le recordaran que había perdido. Además, no era el momento para dar explicaciones.
—Porque tienes razón. Si te llevo a mi barco y le cuentas a Selina que tu amorcito sigue ahí, querrá ir ella también y habré perdido unos minutos valiosísimos de mi vida. Es mejor acabar con esto cuanto antes.
—Will y yo no somos...
—Ya, ya, ya —bisbiseó la sirena, despreocupadamente—. Vosotros no sois pareja y yo no soy medio pez.
Anastasia se refugió de nuevo bajo el mar dejando a Elizabeth con la palabra en la boca. La mujer salpicó levemente a su alrededor con su aleta azul y volvió a su tarea de empujar el vehículo de madera. Por su parte, cuanto más se aproximaban, más inquieta y, a la vez, más tranquila se sentía la hija del gobernador.
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