Capítulo V | Condena a muerte
ELIZABETH SUPO QUE ALGO PASABA CUANDO LOS INVITADOS, CONFUSOS, COMENZARON A RETIRARSE. El gobernador no dio explicaciones claras. Solo le había contado lo sucedido a David, quien era mucho menos comunicativo que su amigo, y, por ende, aportaría menos datos en caso de que se los pidiera. La muchacha, harta de ver cómo los minutos transcurrían en el reloj, salió de nuevo al patio ahora vacío.
Las sillas de los invitados mantenían el mismo patrón, pero estaban un poco descolocadas debido a la rapidez con la que habían sido desocupadas. Las flores y los adornos que decoraban el altar parecían brillar menos debido a que, de un momento a otro, unas enormes nubes grises habían opacado la luz del sol. Parecía que el tiempo se estaba adaptando a su estado de ánimo.
La muchacha se sentó en el suelo, sobre la enorme alfombra que se extendía frente a la tarima, mientras observaba el mar desde su posición. Como consecuencia del viento que comenzaba a levantarse, las olas parecían furiosas. El enorme barco proveniente de Francia seguía atracado en el puerto y se balanceaba de vez en cuando siguiendo el ritmo del agua, recordándole a Elizabeth una y otra vez que su amiga llevaba más de una hora en Port Royal y aún no la había visto.
No sabía porqué se estaba retrasando tanto su boda, pero por su mente habían pasado unas veinte situaciones, cada cual peor que la anterior. La teoría que más sentido tenía —y, al mismo tiempo, que más miedo le daba— era que a Will o a Selina les habría pasado algo. Pero eso seguía sin explicar porqué su padre se negaba a darle ninguna explicación ni a ella, ni a los invitados.
Una gota de agua aterrizó sobre su elaborado moño. Otra golpeó el ramo que aún sostenía entre sus manos. Y, entonces, se desató una fuerte tormenta que logró sacarla de sus pensamientos. Se suponía que era su boda; que era el día más feliz de su vida. Y, si iba a arruinarse, como mínimo merecía saber cuál era la causa.
Harta de esperar y de que horribles escenas de adueñaran de su mente, la muchacha dejó que el ramo se resbalara de sus manos y echó correr hacia el enorme arco de piedra que daba entrada al patio. Sin embargo, se detuvo de golpe al ver que las respuestas que tanto buscaba se acababan de presentar ante ella.
Will y Selina aparecieron en escena rodeados de docenas de guardias cuyos uniformes —blancos con chaquetas rojas— la británica no reconoció. Más allá de no saber a quién obedecían o qué hacían allí, a Elizabeth le preocupó que todos ellos iban armados con fusiles. Por lo general, Port Royal era un lugar pacífico. El único altercado que había sucedido en siglos había sido el ataque pirata de hacía un año.
Mientras se acercaba a sus amigos todo lo rápido que su empapado vestido le permitía, pudo vislumbrar más detalles de la escena. Pudo reconocer que las muñecas de su prometido, por ejemplo, estaban unidas por unas gruesas esposas, mientras que el brazo izquierdo de Selina era sujetado por el hombre que, a juzgar por su vestimenta, dictaba las órdenes.
La intención del varón no había sido la de llevarlos a la fuerza hasta allí, pero no le había quedado otra opción. El testarudo de Will se había negado a salir de la herrería sin recibir ninguna explicación, por lo que se había visto obligado a exigir a sus soldados que lo esposaran. Selina, por su parte, sí había tratado de colaborar sin rechistar —evidentemente, debido a que se encontraban en desventaja numérica—, aunque la joven había estado a punto de caer al suelo apenas trató de levantarse.
Pese a que al intruso le faltaba contexto de la situación, pudo asegurar que la castaña no fingía. No había arrestado a muchas mujeres, pero tenía entendido que era común que llorasen o que fingieran ser más débiles de lo que realmente eran para que sus condenas fuesen menores. Sin embargo, a juzgar por la mueca de fastidio que puso la francesa y por las miradas de odio que dedicaba a los intrusos y que no se molestaba en disimular, supo que su condición era genuina.
Por ello, había decidido ser él mismo quien agarrara su brazo para, en caso de que sus rodillas volvieran a flaquear, poder sujetarla a tiempo y que no golpeara el suelo. Le daba igual lo que hicieran con Will, pero el hombre sabía que debía tener cuidado a la hora de tratar a una dama. Más aún si era extranjera y de una clase social tan alta como lo era Selina.
Ajena a este razonamiento, el furioso instinto protector de Elizabeth se adueñó de sus actos y, de un manotazo, logró que el hombre soltara a su amiga. Al ver lo débil que estaba, colocó ambas manos sobre sus hombros para sostener el cuerpo de la chica. A través de la ropa mojada, pudo sentir lo fría que estaba su piel. Sin embargo, pese a su mirada perdida, Selina se sentía bastante en paz. Quizá fuese por la temperatura de la lluvia, pero era la primera vez en meses que sentía que su fiebre disminuía.
Al jefe de la inesperada emboscada no le molestó el gesto de la rubia, ya que pagaría por todo lo que había hecho en prisión. Además, fue un alivio soltar a la muchacha. Por un lado, porque sabía las represalias que podría sufrir por el mero hecho de haberla tocado. Pero, especialmente, porque durante el trayecto se había sentido visiblemente incómodo. La piel de la joven se había enfriado tanto al entrar en contacto con la lluvia que había sido casi doloroso sostenerla; aunque ello no era nada comparado con las gélidas miradas que le había dedicado.
Elizabeth colocó una mano sobre la mejilla de su amiga y eso provocó que la menor pareciera asimilar el lugar en el que se encontraba. Ver vida en los ojos de Selina reconfortó bastante a la británica, ya que hasta hacía un segundo había pensado que se desmayaría en cualquier momento.
—¿Qué está pasando, Will? —preguntó a su futuro esposo, aunque su corazón empequeñeció al darse cuenta de que el hombre estaba tan confundido como ella.
—No lo sé —confesó el chico. Ambas mujeres pudieron reconocer que se sentía tan vulnerable como ellas—. Estás preciosa.
Contra todo pronóstico, las dos sonrieron. Selina siempre se emocionaba al ser testigo de cómo se querían, mientras que Elizabeth se alegró de saber que, incluso en situaciones tan críticas, Will continuaba siendo el hombre del que estaba enamorada.
Por supuesto, no todo el mundo podía ser tan positivo en ese momento. Weatherby y David se abrieron paso entre los soldados y entre unos pocos invitados indiscretos que se habían quedado a descubrir porqué les obligaban a desalojar el lugar. El primero estaba molesto porque recordaba haberle dicho a Elizabeth que no saliera del edificio hasta que él se lo dijera, pero no pudo evitar que su enfado general disminuyera al verla interactuar con Will. No lo había dicho en voz alta, pero le había cogido cariño a ese muchacho y sabía que ninguno de los tres jóvenes merecía ser tratado en público de esa manera.
David, por suerte, no se enternecía con esa facilidad.
—¿Qué diablos está pasando aquí? —maldijo, mientras localizaba con la mirada al líder del ejército— Retirad a vuestros hombres y marchaos de aquí inmediatamente.
El hombre que hasta hace unos minutos había escoltado a Selina hasta allí sonrió irónicamente. Antes de recibir la orden de detener a los jóvenes, había recibido informes de todos ellos, por lo que imaginaba cómo reaccionarían los padres. Ambos le amenazarían, pero de modos distintos. David sería más directo y buscaría achantarles mediante órdenes, mientras que Weatherby trataría de llegar a un acuerdo. Aunque de este último no necesitaba ningún dato, ya que se conocían de haber trabajado juntos en su juventud.
Era cierto que el francés imponía bastante respeto. Prueba de ello era las miradas nerviosas que se dirigían sus hombres entre sí. Sin embargo, él no era un crío y sabía que tenía el control total de la situación. Y no dejaría que se lo arrebataran tan fácilmente.
—¿Cutler Beckett?
—Ahora es lord Cutler Beckett, en realidad.
El aludido sonrió al saber que, pese al tiempo transcurrido, Weatherby aún se acordaba de su nombre. Sin embargo, así como él lucía ahora el título de gobernador, Beckett había sido nombrado por el mismísimo Jorge II como lord. Y le encantaba recordárselo a todo el mundo.
—Aunque ahora seáis lord, no tenéis potestad para detener a este hombre.
Selina, que hasta ese momento había alternado la mirada entre su padre y las baldosas que se hallaban a sus pies, volvió a fijar la mirada en Beckett. Como si una ráfaga de aire helado hubiese caído sobre él, el hombre se la devolvió preguntándose cómo unos ojos podían parecer tan oscuros.
—También me estáis deteniendo a mí, ¿verdad?
Puede que no le hubieran puesto esposas, pero el trato que le habían dado bastaba para que Selina pudiera imaginárselo. De no haber estado implicada, lo lógico hubiera sido que le permitieran quedarse en la herrería. Especialmente, al darse cuenta de que apenas podía mantenerse en pie sin ayuda. No obstante, la habían obligado a caminar sin explicarle lo que sucedía. Exactamente como habían hecho con Will.
Los labios de la muchacha se entreabrieron mientras inhalaba profundo, dándose cuenta por primera vez de lo que aquello implicaba. Si tanto ella como su amigo habían sido condenados por algo, era muy probable que Elizabeth también entrara en la ecuación.
Lord Beckett se sintió aliviado cuando su secretario le entregó una carta, pues le dio la excusa perfecta para retirar su mirada de la de la muchacha.
—Ah, gracias —musitó, agarrando el sobre casi sin mirarlo, ya que se lo tendió inmediatamente al gobernador—. He aquí una orden judicial para detener a un tal William Turner.
—Esta orden es para Elizabeth Swann.
Weatherby apenas pudo echar un vistazo al papel, ya que tras pronunciar esas palabras, David se la arrebató de las manos para verificar que todo fuese legítimo. Algunos de los invitados aún presentes comenzaron a murmurar mientras que otros exhalaron sonidos de sorpresa. Selina cerró los ojos al darse cuenta de que sus suposiciones habían sido acertadas. Le encantaba llevar la razón, pero por una vez, desearía haberse equivocado.
—Vaya, qué embarazoso —dramatizó el lord falsamente—. Aquí está la de William Turner. Y sí —admitió, observando de nuevo a Selina pero retirando la mirada con rapidez—, también tengo otra para la señorita Delacroix.
El peliblanco tendió los dos pergaminos restantes al gobernador, quien los observó con menos minuciosidad que el francés, ya que había visto las suficientes órdenes de detención británicas como para saber que eran oficiales. Mientras tanto, los soldados procedieron a colocar unas esposas idénticas a las de Will sobre las muñecas de las muchachas. Elizabeth trató de forcejear inútilmente mientras que Selina se resignó a permitir que el frío acero uniera sus articulaciones.
—¿De qué se nos acusa? —preguntó Elizabeth. Su furia aumentaba a cada segundo que pasaba.
—La acusación —comenzó a explicar el gobernador, leyendo la sentencia de Selina— es de haber viajado junto a un hombre culpable de delitos contra la corona y el imperio, y condenado a muerte. Por lo que...
El hombre se detuvo e, inmediatamente, revisó la carta de Will para verificar que ambas sentencias fuesen iguales. Al comprobar que así era, miró a David, que sostenía la carta de Elizabeth, y el rostro pálido del hombre le reveló que sus ojos no le engañaban y que la orden era firme.
—Por lo que, desgraciadamente, la pena es también la horca —sentenció Beckett, con un aire triunfal que escondió tras una máscara de indiferencia—. Tal vez recordéis a cierto pirata llamado Jack Sparrow.
—Capitán —corrigieron tanto Will como Elizabeth.
Así como Beckett adoraba restregarle su título a todo el mundo, odiaba el respeto que parecía infundir Sparrow en todo aquel que le conocía. Algunos pensaban que estaba loco, mientras que otros alegaban que era un genio. Fuera como fuese, solía recibir la admiración de todo aquel que lo conocía, ya que incluso sus enemigos debían reconocer lo ingenioso que era.
Él se consideraba parte del equipo rival, ya que tenía su propia historia con el pirata. En el pasado, Jack le había traicionado. Él, a cambio, le había marcado de por vida colocando un hierro ardiendo con la forma de una P en su antebrazo derecho. Sin embargo, ni un millón de marcas servirían para compensar el honor que Beckett había perdido por su culpa.
Cuando se le encargó la tarea de condenar a sus compañeros, no dudó en aceptar. Desconocía porqué la hija del gobernador de Port Royal, una dama francesa que apenas salía del país y un simple herrero habían terminado en un barco pirata. Sin embargo, no le importaban los detalles. Solo deseaba acabar con la piratería.
—Esto es ridículo. La señorita Swann fue secuestrada por piratas y mi hija y el señor Turner salieron en su búsqueda. Si viajaron junto a ese pirata, fue porque necesitaban su barco para llegar hasta ella. En ningún momento cometieron delito alguno y no hay pruebas de lo contrario.
David no había mencionado el tema más de lo necesario, por lo que desconocía muchos detalles de la situación. Había querido tratar el tema con su hija, pero no había tenido la oportunidad de hacerlo. Cuando Selina regresó, estaba demasiado aliviado como para regañarla. Y, cuando llegaron a París, la muchacha enfermó.
—Desconozco cómo son las cosas en Francia, pero aquí, interactuar con un pirata es un delito en sí mismo.
—Elizabeth está aquí gracias a eso —interrumpió el gobernador.
—¿Y en qué lugar deja eso a la marina real? —cuestionó Beckett— ¿Ahora debemos dejar que los piratas se encarguen de nuestros asuntos?
El gobernador dejó de hablar. Estaba claro que el contrario usaría cualquier palabra en falso para condenarle a él también. David optó también por guardar silencio, ya que necesitaba más información antes de actuar. Quizá fuera posible librar a Selina de la condena usando su nacionalidad como escudo, pero dado que no estaba del todo seguro, no deseaba hablar más de la cuenta y mostrar sus cartas.
Tanto Elizabeth como Will maldijeron a Beckett para sus adentros. Sentían algún tipo de cariño hacia Jack y no podían culparle de la situación porque había cumplido su promesa. Ninguno podía imaginar que pudieran ser condenados a muerte por haber socializado con él, ya que habían tenido un motivo de peso para hacerlo.
Por su parte, Selina se sintió culpable al emocionarse tanto por escuchar el nombre del pirata que, de alguna manera, era responsable de su situación. Directa o indirectamente, él le había metido en la cabeza que podía aspirar a más. Le había hecho conocer una ínfima parte del mundo más allá de sus libros, pero ello había bastado para que ahora su vida, tal y como la conocía, le resultara vacía.
Jack Sparrow había trastocado su vida. Y le estaría eternamente agradecida a pesar de que ello, aparentemente, sería también la causa de su muerte.
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