Capítulo IV | Elizabeth Swann





                SELINA TENÍA LA TEORÍA DE QUE SOLO LOS RAYOS DEL SOL PODÍAN DESPERTARLA. Aquella mañana, cuando una almohada impactó de lleno contra su rostro, se dio cuenta de que había vivido años engañada, pues al parecer, el golpe de un cojín surtía el mismo efecto.

La castaña se incorporó sobresaltada para encontrar a su agresora, Elizabeth, observándola con cara de pocos amigos. Por un momento, se sintió desconcertada y no recordaba lo que hacía allí. Pero, finalmente, las pocas neuronas que en ese momento estaban despiertas se pusieron de acuerdo para poder formular una frase.

—¿De qué me escribiste ayer que querías hablar? —interrogó directamente, sin poder reprimir un bostezo.

—Al menos has tenido la decencia de no darme unos falsos «buenos días» —espetó la rubia sin ningún tipo de ironía. Acto seguido, se puso en pie y descorrió las ventanas de la habitación. El sol comenzaba a vislumbrarse, pero aún era demasiado temprano como para que nadie estuviese en pie. Al percatarse de eso, la castaña volvió a tumbarse sobre la cama y, para resguardarse de la escasa luz solar, colocó el cojín sobre su rostro—. No se te ocurra volver a dormirte.

—Pues entonces cuéntame qué pasa —respondió Selina, sabiendo que si no tenía un tema de conversación entretenido volvería a caer rendida entre las sábanas. Le costaba mucho despertarse por las mañanas.

—¿Por qué no me lo cuentas tú? —preguntó Elizabeth, con una voz menos dura, mientras cruzaba sus brazos y se sentaba sobre la cama— ¿Dónde estuviste anoche?

—Salí a la calle. Quería investigar —contestó con simpleza la contraria—. ¿Y tú porqué fuiste hasta mi cuarto? ¿Necesitabas algo? —la rubia suspiró, mientras negaba con la cabeza.

—No fui yo, fue tu padre —al oír eso, la castaña se incorporó de golpe. Antes de que pudiese decir nada, Elizabeth continuó—. Al parecer, revisó tu habitación y se dio cuenta de que no estabas, así que movilizó a varios de los empleados para que te buscaran por la casa. Reconozco que yo había pensado en escabullirme hasta tu cuarto por la noche y por eso cuando todo eso sucedió estaba despierta. Así que cuando me enteré de lo que pasaba, les dije a todos que no se preocuparan porque habíamos estado hablando en mi cuarto; pero que no entraran porque ya te habías quedado dormida.

«Tu padre no pareció sorprenderse, aunque creo que no le hizo gracia pensar que te habías cambiado de habitación sin avisar. Puede que te regañe por eso, pero supongo que es mejor a que te encuentre en la calle.

Tras escuchar la historia, Selina solo pudo sentirse en deuda con ella.

—Te debo una muy grande, Elizabeth.

—Te aseguro que sí —respondió la rubia con una sonrisa. Recordar lo preocupada que había estado pensando en que su amiga estaba deambulando por calles desconocidas en medio de la noche mientras el resto pensaba que dormía provocó que se tranquilizase un poco, pues le calmó saber que se encontraba bien—. Pero, Selina, cuando en cartas me escribías que te escapabas de tu casa por las noches, pensé que solo era por motivos especiales.

«Si ir a ver a un pirata no es especial...», pensó la castaña, omitiendo aquella información.

Elizabeth, en cierto sentido, fue la culpable de que su interés por el mar se desatase. Es cierto que al ser pequeña le impactó contemplar el océano por primera vez, sin embargo, su amiga fue quien le confió que aquello no era solo una masa de agua gigante, sino que estaba plagada de plantas, animales e, incluso, leyendas que nadie sabía si eran ciertas.

El primer libro que la francesa leyó sobre piratería fue uno que Elizabeth había «tomado prestado» de la biblioteca del gobernador, y a ambas les había interesado tanto el tema que habían pasado casi dos años de su vida investigando sobre él. En muchas de sus cartas, se contaban datos curiosos que iban encontrando en diversas fuentes. Sin embargo, con el tiempo, sus inclinaciones se habían ido separando.

La rubia había sido la más realista de las dos. De todo lo que había aprendido, se quedó con la idea de que los piratas eran seres malvados y desconsiderados. Selina, por su parte, había preferido no centrarse en esa parte y verles como a personas que recorrían su propio camino en busca de alcanzar la libertad total.

La francesa optó por no decirle a su amiga a quién había visitado la noche anterior porque sabía que, si se enteraba, la tacharía de loca y recibiría una larga reprimenda por su parte. Además, deseaba olvidar aquella conversación con el pirata lo antes posible. Aún estaba molesta por todo lo que Jack había tenido la desconsideración de decirle.

—Port Royal es un lugar completamente desconocido para mí. Está lleno de cosas especiales.

—Y también es peligroso —contratacó Elizabeth—. Llevo toda mi vida viviendo aquí y ayer me amenazó un pirata. Si eso me sucedió a plena luz del día y rodeada de guardias, imagina lo que te podría pasar si sales tú sola.

La castaña prefirió no decirle que ya había tenido una mala experiencia, aunque en aquella ocasión, fue rescatada por Malia. En su lugar, suspiró cansada al volver a recordar la imagen del pirata. Elizabeth, ignorando lo que ocupaba su mente, pensó que el cansancio de su amiga se debía a que estaba harta de recibir regaños por ser tan desobediente.

—Creí que te salvó la vida.

—Y lo hizo, por eso anoche estuve discutiendo con mi padre. Pero de alguna manera, también me amenazó —Selina alzó ambas cejas pensando en que, en cierto modo, su amiga se contradecía. La rubia lo pasó por alto porque ella también se había dado cuenta—. Escucha, lo único que quiero es que no te suceda nada. Prométeme que a partir de ahora no saldrás. O, por lo menos, que si lo haces, me avisarás antes y me dirás dónde vas.

A pesar de que solo era dos años mayor que Selina, siempre se había sentido un poco responsable de protegerla desde que la conoció a los ocho años. En seguida la consideró algo así como su hermana pequeña hasta tal punto que, cuando se enteró del fallecimiento de la madre de esta, asumió un rol un poco más maternal, pues la rubia sabía a la perfección lo que suponía crecer sin una figura femenina a su lado.

Por su parte, Selina sabía que Elizabeth era la única capaz de proporcionarle el cariño de una madre junto con la seguridad y la confianza de una amiga.

—No tengo nada más que hacer fuera —admitió la del cabello rizado—. Pero si me vuelvo a ir, te prometo que serás la primera en saberlo. Y también la única—Elizabeth sonrió satisfecha, pero antes de que pudiese hablar, Selina se adelantó—. Entonces, ¿ayer querías que hablásemos? —preguntó alzando ambas cejas, con una sonrisa sugerente. Su amiga, imaginándose el tema del que quería hablar Selina, agradeció que aún estuviese lo suficientemente oscuro como para ocultar que se había sonrojado.

—Bueno, claro que sí —titubeó—. Tenemos muchas cosas que contarnos.

—Sí, si por «cosa» te refieres a un herrero guapo.

Había llegado un punto de su vida en el que Selina se interesaba más por inverosímiles leyendas que por el amor. En el fondo, era una persona muy romántica que disfrutaba como la que más de las novelas donde los protagonistas se enamoraban. Pero, después de haber conocido a hombres que solo se preocupaban por su estatus social o por el dinero, poco a poco había ido abandonando las esperanzas de que una verdadera historia de amor le sucediera a ella. Lo único que lograba que estas no se disolvieran de todo era escuchar historias verdaderas.

La noche anterior le hubiese encantado escuchar las vivencias que el pirata podría haberle contado, puesto que hubieran avivado aún más su interés por ese mundo. Del mismo modo, amaba saber que dos personas podían encontrarse de manera inesperada, como había sucedido con el herrero y su mejor amiga.

—Se llama Will Turner —explicó Elizabeth, algo avergonzada—. Pero en lo que respecta a ese tema, no hay demasiado que contar.

—¿Cómo que no? Desde que le conociste, me hablas de él en casi todas tus cartas.

Al escuchar el tono desilusionado de su amiga, Selina se preocupó. Separándose un poco de la pared, gateó por la cama hasta sentarse a su lado. Tras unos segundos de silencio y una respiración profunda por parte de Elizabeth, esta habló.

—Ayer, poco antes de que llegaras, Norrington estuvo a punto de pedirme matrimonio. Creo que quería esperar a que tu padre y tu estuvieseis ya aquí, pero se corrió la voz de que ibais a tardar algunos días más y supongo que por eso se adelantó.

—¿Y por qué no lo hizo?

—Porque me desmayé —contestó la rubia, sonriendo irónicamente—. Fue entonces cuando caí al agua.

—Y entonces Jack te rescató —la contraria asintió, antes de mirar a Selina extrañada.

—¿Cómo sabes el nombre del pirata?

—Lo que sucedió ayer llamó mucho la atención —se justificó la castaña despreocupadamente, mientras se encogía de hombros. Normalmente se le daba muy bien mentir, pero por algún motivo, sentía que Elizabeth la conocía lo suficiente como para saber que no era del todo sincera. Aun así, la contraria no dijo nada al respecto—. Es normal que su nombre se difunda. Sea como sea —continuó, buscando cambiar de tema—, ¿qué harás cuando se termine de declarar? Ese hombre no me cae nada bien.

La hija del gobernador rio sin poder evitarlo. Incluso a través de las cartas, sabía que Selina Delacroix no apreciaba en absoluto al comodoro. Y, a juzgar por las miradas recelosas que la castaña dirigía a Norrington cuando este abría la boca, verle en persona solo había aumentado su desconfianza hacia él.

—En realidad no es un mal hombre —aclaró Elizabeth—, o al menos eso creo. Es una persona importante, respetada y sé que me adora. También sé que mi padre está deseando que me comprometa con él.

—Pero tú adoras a otra persona, ¿me equivoco?

—Sabes que no.

Ambas se quedaron en silencio durante varios minutos. Elizabeth le había hablado tanto de Will que, aunque suene absurdo, Selina sentía que prácticamente ya le conocía. En parte, el viaje le hacía ilusión porque por fin podría ponerle cara al herrero que tantos suspiros le había robado a su amiga. Sin embargo, por mucho que le gustaría haber hablado del tema, la castaña sabía que no era una buena idea continuar por ese camino.

Se notaba que, cada vez más, Elizabeth renunciaba a sus esperanzas de tener un bello final con William. Su situación era complicada porque no solo llevaba la carga de pertenecer a una familia importante, como le pasaba a Selina; sino que, además, llevaba a sus espaldas un título que no cualquiera podría ostentar, pues por muy tolerante que fuera Weatherby Swann en muchos aspectos, no toleraría que un herrero fuese a ocupar su lugar como el próximo gobernador de Port Royal.

Selina sabía que el amor entre nobles era posible. David y Amélie, por ejemplo, habían estado muy enamorados; pero no era ningún secreto que su matrimonio había sido por conveniencia. Algunos tenían la fortuna de encontrarse con personas compatibles a ellas, pero la gran mayoría se resignaban a contraer nupcias por el mero hecho de mantener o aumentar su nivel en la escala social.

—¡Elizabeth! —exclamó la castaña de repente, rompiendo el hilo de los pensamientos de la aludida. Esta, sorprendida, puso toda la atención en su amiga— Acabo de recordar que traje algo para ti.

Selina, debido a todo lo que había sucedido el día anterior sumado a su mala memoria, no había encontrado el momento de darle ni la carta ni el colgante. Sin pensárselo dos veces se levantó de la cama, pero antes de que pudiera avanzar más de tres pasos, la puerta de la habitación se abrió súbitamente. El gobernador, con su acostumbrada sonrisa, irrumpió en la estancia seguido de dos criadas.

—¡Buenos días! —saludó feliz— Me alegra ver que ya estáis despiertas.

Lo siguiente que sucedió fue que el hombre comenzó a dar ordenes que, pese a las quejas de Elizabeth, no pudieron ser cuestionadas. Dio indicaciones a una de las criadas para que comenzara a vestir a Elizabeth mientras que la otra muchacha se hacía cargo de llevar a Selina hasta su habitación para hacer lo propio con ella. La castaña insistió en que no necesitaba ayuda de ningún tipo, pero al gobernador esto le pareció inconcebible y finalmente se salió con la suya. Sin tener otra opción, Selina se vio obligada a caminar hasta su cuarto siendo seguida por la sirvienta de menor estatura.

Cuando era pequeña, Amélie era quien preparaba a su hija y, cuando esta falleció, la niña optó por rechazar a las trabajadoras que trataban de hacer lo mismo y a arreglarse ella sola. La idea de que otra persona se encargara de ella le hacía sentirse como una inútil muñeca y aquello le resultaba demasiado embarazoso. La noche anterior, su padre le había pedido el favor de que se adaptase a las normas de Port Royal y ella, con la mejor intención del mundo, había aceptado. Sin embargo, una vez más, se dispuso a desobedecer a su padre.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Selina a la mujer de unos veintiocho años que, tras rebuscar en su armario, sacó de él un vestido de claras tonalidades marrones y amarillas. Esta abrió bastante sus ojos azules, como si no estuviese acostumbrada a la pregunta.

—Me llamo Mery, señorita Delacroix —la chica se sintió un poco menos incómoda al conocer el nombre de quien trataba de atenderla, aunque hizo una mueca al escuchar el título. No le gustaban las formalidades, aunque debía convivir con ellas.

—Bien, Mery. Muchísimas gracias por escoger el vestido, pero puedo ponérmelo yo sola. No es preciso que me ayudes.

La joven habló con toda la amabilidad que fue capaz de reunir. Sabía que a la pobre mujer le habían encomendado la tarea de hacerse cargo de ella y por eso trató de ser lo más simpática posible. Sin embargo, Selina era independiente y orgullosa, por lo que no dejaría que la tratasen prácticamente como a un objeto inerte. Por su parte, Mery miró a ambos lados de la habitación como si alguien estuviese observando, debatiéndose entre si seguir las órdenes del gobernador o, por el contrario, hacer caso a la muchacha. Al percibir sus dudas, Selina esbozó una sonrisa tranquilizadora que logró que finalmente la mujer se decidiera a salir de allí.

Una vez que estuvo sola, se sintió menos tensa. Una de las consecuencias de haber vivido prácticamente aislada es que no toleraba demasiado estar en presencia de desconocidos.

Caminó hasta el espejo y, tras rebuscar en un cajón hasta dar con un cepillo, comenzó a peinarse el cabello. Mery tenía el pelo más liso que Selina había visto nunca y solo le llegaba un poco por debajo de los hombros, por lo que se divirtió pensando en cómo se las hubiese apañado la empleada para domar sus largos rizos. Ella ya estaba acostumbrada a mantener su pelo a raya. De hecho, le gustaba, ya le tranquilizaba muchísimo cepillárselo cada mañana.

Con el único fin de no sentirse tan mal consigo misma, siguió una de las órdenes de su padre y se recogió los mechones en un moño, aunque solo enrolló la mitad para que el resto cayera sobre su espalda a modo de coleta. Como siempre, fue incapaz de no dejar libres los dos mechones delanteros.

Por último, observó con disgusto el vestido que la sirvienta había escogido para ella. El marrón le parecía un color bonito, pero despreciaba el amarillo con todo su ser. Sin embargo, con la intención de que Mery no se metiera en problemas, se resignó a ponérselo. Normalmente, abrocharse el corsé una misma es muy complicado pero, como Selina ya tenía experiencia haciéndolo, apenas tardó unos minutos.

Cuando se miró al espejo, sintió que estaba disfrazada de una persona que no era ella misma. No le gustaba ni el peinado, ni el vestido, ni su expresión de disconformidad. Además, dado que con suerte había dormido siete horas en los dos últimos días, unas leves ojeras surcaban su rostro. Tratando de no darle demasiada importancia a todo esto, Selina fingió una sonrisa y salió de la sala.


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                DE LAS TRES COSAS QUE DESEABA VER CUMPLIDAS, solo una se había realizado. Su padre le había prohibido tajantemente poner un pie en el mar y, aunque el calor no era agobiante, era lo suficientemente intenso como para que Selina odiase tener que llevar más una de una capa de ropa bajo el vestido. Por el momento, el único sueño que se había vuelto realidad había sido el hecho de que la personalidad de Elizabeth era idéntica a la que se reflejaba en las cartas que escribía. Y, dado que ese era su deseo más importante, no podía quejarse.

El primer día en Port Royal fue más aburrido de lo que Selina se imaginó. David no había olvidado que estaba ahí por motivos de trabajo, por lo que pasó prácticamente toda la tarde encerrado en el despacho del gobernador rellenando papeles que la castaña no tenía intención de comprender. Por ello, las chicas tuvieron que resignarse a no salir de casa —pues, debido a los recientes acontecimientos, sus padres estaban aún más preocupados por el tema de la seguridad— y aprovechar el tiempo con conversaciones banales mientras tomaban la bebida preferida de Selina: el té. Para decepción de la francesa, no había visto a Will Turner ni siquiera de lejos.

Por suerte, habían convencido por fin a sus padres para que se colocara provisionalmente otra cama en el cuarto de Selina para que así pudieran dormir juntas en esa misma habitación. Lo que ambas desconocían era que aquella fatídica noche sus caminos tomarían rumbos distintos.

—Toma. Por fin me he acordado de traértelo. Pero tienes que prometerme que no abrirás la carta hasta que me vaya de aquí.

Elizabeth sonrió, siendo consciente de la mala memoria de su amiga. Sin demorar ni un segundo, agarró la pequeña bolsa de tela que la castaña le extendía junto con un sobre amarillento. De ella extrajo un colgante verde con la cadena plateada. Sin duda, aquella era la piedra más brillante que había visto en su vida.

—Dios mío, Selina. Es precioso —agradeció sincera, mientras acercaba la joya a una de las velas encendidas para contemplarlo con mayor claridad.

—Lo sé. Y sabía que te haría más ilusión que el vestido de mi padre —sonrió victoriosa—. Tengo la teoría de que es un collar que le robaron a una mujer francesa. Pero como vives muy lejos de allí, puedes llevarlo sin miedo a que alguien lo reclame.

—¿Qué?

—Nada.

Los orbes castaños de Elizabeth se posaron sobre su amiga de manera suspicaz. Supuso que ese comentario había sido porque había comprado el objeto en algún mercado clandestino de artículos robado e ilegales, pero como prefería no saberlo, no preguntó nada más. En lugar de eso, se levantó de la cama donde se había sentado y se acercó al espejo de su habitación para ponérselo, pues aunque debido a la hora que era estaban prácticamente en la penumbra, no podía resistirse. Sin embargo, se detuvo junto a la ventana cuando algo le llamó la atención.

—Selina, ven a ver esto.

—¿Es de vida o muerte?

—No estoy segura.

La menor, como consecuencia de la falta de sueño que había ido acumulando aquellos días, no estaba por la labor de levantarse de la cama en la que se hallaba tumbada. Sin embargo, escuchar el tono precavido de su amiga y vislumbrar su rostro de preocupación gracias a la tenue llama de las velas la convenció para levantarse y aproximarse a su amiga. Y, si bien es cierto que no comprendió del todo bien la situación, supo que no era algo bueno.

—¿Qué está pasando? —preguntó la castaña, colocando las yemas de los dedos sobre el cristal.

—Son piratas —respondió la rubia con incredulidad, como si ni ella misma creyese sus palabras.

Esa misma tarde, medio en broma medio en serio, Selina le había preguntado a su amiga si era común que los piratas se pasearan por Port Royal secuestrando doncellas. Elizabeth le había respondido que no. Ahora, ninguna de las dos estaba muy segura de la certeza de sus palabras.

En medio de toda la oscuridad que reinaba en el exterior, fueron capaces de ver cómo un montón de antorchas encendidas se movían de un lado a otro siendo cargadas por una tripulación de piratas. Todos ellos parecían fuera de control; blandían espadas, perseguían a todo aquel que se cruzaba en su camino y, lo peor de todo, era que se aproximaban a la mansión.

—No te muevas de aquí —ordenó Elizabeth con voz autoritaria, mientras se retiraba bruscamente de la ventana—. Voy a avisar a mi padre.

—Espero que no creas de verdad que me voy a quedar aquí sin hacer nada.

—Selina, por favor, no seas terca —imploró la rubia nerviosa, mientras se ponía una bata de seda sobre su vestido de dormir—. Volveré en seguida. Pero antes quiero saber qué sucede.

La castaña quiso decir que también quería enterarse, y que siendo realistas, no ganaba nada quedándose ahí dentro ella sola. Sin embargo, para cuando quiso darse cuenta, su amiga ya había desaparecido de la habitación. Y, por si fuera poco, fue capaz de escuchar cómo la rubia cerraba con llave desde fuera.

—¡Elizabeth! ¡Más te vale que no me estés encerrando! —gritó mientras golpeaba fuertemente la puerta, sin recibir ninguna respuesta.

Aquella noche, Selina se inventó una nueva regla personal: nunca te fíes de la palabra de nadie cuando puede dejarte atrapada en una habitación de la cual no tienes la llave.

Consideraba que el acto que Elizabeth había llevado a cabo había sido estúpido, puesto que la rubia conocía mejor que nadie las habilidades de escalada que Selina había ido perfeccionando a lo largo de los años. Pero, tras meditarlo un poco, se dio cuenta de lo que Elizabeth había hecho. No había querido encerrar a Selina para que no escapase de la habitación, sino que lo que pretendía era que nadie entrara. Y, si se complicaban las cosas, siempre podría descender por la fachada.

El plan estaba bien pensado. Pese a eso, se prometió a sí misma que Elizabeth se las pagaría en cuando se reencontrasen.

Viéndose incapaz de permanecer encerrada, abrió la ventana dispuesta a salir por ella, pero se detuvo al ver cómo la escena que había presenciado antes se había descontrolado aún más. Ahora, varios edificios ardían en llamas y el estruendo de los cañones era cada vez más constante. Egoístamente, la muchacha se alegró de estar lo suficientemente lejos como para no presenciar ese caos con claridad porque, siendo honesta, no estaba segura de que fuese a poder aguantarlo.

Puede que a Selina le interesasen los piratas, pero aquellos que se acercaban a la mansión no le parecían hombres, sino auténticas bestias. En su cabeza, siempre pensó que todos serían como aquel que había conocido en el calabozo. Él había sido demasiado atrevido para su gusto —puede que incluso algo descortés—, pero también había guardado modales básicos y la había tratado con respeto. De repente, se encontró pensando en cómo sería ese pirata fuera de una jaula. Puede que, en libertad, Jack Sparrow fuese tan salvaje como los que en ese momento correteaban hacia la mansión.

Sin saber porqué, aquel pensamiento fue desilusionador. Entonces, recordó que Jack se había llamado a él mismo «capitán», por lo que en su mente bailó la idea de que, tal vez, aquellos piratas podrían tratarse de su tripulación. Si ese era el caso y estaban destrozando el hogar de su amiga por él, Selina no se lo perdonaría jamás.

Se sintió inútil cuando se dio cuenta de que había perdido el poco tiempo del que disponía con sus cavilaciones. Un grupo de unos siete piratas acababa de forzar la reja de la mansión y, sin vacilar ni un segundo, habían echado a correr hacia la mansión. Como es evidente, ella no había esbozado ni un mísero intento de plan.

Escuchó cómo sonaba la campanilla de la puerta y, acto seguido, un disparo. También creyó oír el grito de Elizabeth unos segundos después y eso le tranquilizó un poco, ya que significaba que el disparo no había sido para su amiga. Sin embargo, esa tranquilidad duró poco. Frenéticamente, volvió a tratar de abrir la puerta, pero el esfuerzo resultó inútil. A través de la madera fue capaz de escuchar cómo la mansión se llenaba de gritos y pasos acelerados, transformándose todo en un completo caos. El hecho de no saber exactamente lo que sucedía estaba provocando que sus nervios se desbocasen hasta tal punto que ni siquiera podía pensar con claridad.

De pronto, el pomo de la puerta se giró con brusquedad, como si alguien estuviera tratando de abrir la puerta desde fuera. La persona fracasó en el intento, ya que la madera no se movió ni un milímetro.

—Eh, fíjate en esta puerta. Está cerrada. ¿Crees que dentro habrá algo de valor? —escuchó que murmuraba un hombre a través de la puerta.

—Es solo una habitación, Ragetti, no seas estúpido —contestó una voz mucho más brusca—. Date prisa o perderemos a la chica.

Selina sintió que un escalofrío recorría su columna. Al parecer, dos miembros de la tripulación perseguían a una muchacha. Dado que Elizabeth era la hija del gobernador, todo apuntaba a que ella sería la víctima. Decidida a no perder más el tiempo, la castaña se asomó a la ventana y la abrió de par en par.

La noche estaba preciosa. La luna llena brillaba en medio del cielo bañando la escena de tonos plateados y azulados. Selina siempre había sentido una gran fascinación por ella. Pero, por muy bonito que fuera el paisaje, las hogueras que se atisbaban desde el puerto y los gritos que resonaban en su cabeza le impedían disfrutar. Antes de irse, agarró el collar que le había comprado a Elizabeth y se lo colgó del cuello para tener las dos manos libres. No supo el motivo que le impulsó a querer llevarlo consigo, pero una parte inconsciente de sí misma le obligó a agarrarlo para convencerse a sí misma de que pronto acabaría todo y podría entregárselo de nuevo a su mejor amiga.

Pasó ambas piernas a través de la ventana y, durante unos segundos, se quedó sentada sobre el alféizar. Cada vez que se encontraba a cierta distancia del suelo se sentía un poco mareada, y a eso había que sumarle lo estresada que se sentía con respecto a todo lo que estaba sucediendo en el interior de la casa.

Rara vez se ponía nerviosa, pero estaba claro que aquella era una de esas ocasiones. No pudo evitar que sus manos temblasen al agarrar el primer ladrillo de la fachada, pero cuando comenzó a descender, no se detuvo hasta pisar tierra firme.

La habitación de Elizabeth se encontraba en la cara opuesta a la puerta principal de la mansión, por lo que para volver a entrar, debía rodear el edificio. De haber tenido la cabeza más despejada, probablemente hubiese trepado de nuevo para introducirse de nuevo en la casa adentrándose a través de una de las ventanas abiertas. Sin embargo, esa era una buena idea que jamás se le llegó a ocurrir. En lugar de eso, se agarró el vestido para evitar pisárselo —porque, si bien es cierto que con el tiempo había mejorado su forma de escalar, era una muchacha bastante torpe que tendía a tropezarse con sus propios pies— y echó a correr.

Todo transcurrió sin inconvenientes hasta que, al doblar una esquina, se vio obligada a detenerse en seco. Un pirata de piel oscura y larga barba castaña se encontraba frente a ella tranquilo, observando con satisfacción la masacre que sus compañeros y él estaban provocando. Sin embargo, eso no fue lo que aterrorizó a la chica.

Aquel pirata carecía completamente de piel. Selina parpadeó varias veces preguntándose si el estrés del momento, la falta de sueño y la poca libertad que le concedía su padre habían hecho mella en ella y, finalmente, había perdido la cabeza por completo. Sin embargo, tras unos segundos, se convenció de que aquello no era una alucinación y de que, efectivamente, aquel hombre solo estaba hecho de huesos.

Cuando se percató de su presencia, el pirata —o el esqueleto con vida, como lo apodó Selina en aquel instante— sonrió maliciosamente y se acercó a ella. La castaña tuvo ganas de vomitar, puesto que nunca había visto nada semejante y la visión le parecía demasiado tétrica. Sin embargo, justo cuando unas nubes bloquearon la luz de la luna, el hombre volvió a su forma humana, aunque no por ello detuvo sus pasos en dirección a la chica.

—¿Estás asustada?

«Es evidente que sí», quiso responderle la chica, aunque su habitual valentía se había esfumado y no fue capaz de emitir palabra. En lugar de eso, solo pudo caminar lentamente hacia atrás buscando alejarse del pirata; algo imposible teniendo en cuenta que por cada paso que ella retrocedía, él avanzaba dos. Cuando estuvieron a tan solo unos metros, el hombre pareció hartarse y se aproximó a ella de manera veloz. No le resultó complicado agarrar con fuerza uno de sus brazos para evitar que la chica tuviera escapatoria.

—¡Señorita Delacroix!

El pirata, sorprendido, dio media vuelta y se encontró cara a cara con Mery. Selina aprovechó el momento para dar un puñetazo en la cabeza de ese hombre, pero la chica era tan pequeña y frágil que solo sirvió para enfurecer al pirata y que este volviera su atención hacia ella, esta vez más enfadado que antes. No obstante, Mery buscó imitar a la muchacha y, usando una sartén que había recogido de la cocina, agredió al pirata lo suficientemente fuerte como para provocar que casi cayese al suelo. Pero, pese a que emitió un gruñido a modo de queja, no pareció que el dolor le afectase demasiado.

Selina, pensando en lo que había visto hacía unos minutos, se sintió estúpida al creer que podrían librarse del pirata de aquella manera. Aunque la lógica le dictaba que era imposible, había presenciado cómo aquel hombre se convertía en esqueleto; lo cual, por muy irreal que pudiera sonar, le conducía a pensar que estaba muerto. La castaña desconocía el motivo, pero no podía ser derrotado porque de alguna manera debía ser invencible. Por ello, ni la persona más fuerte del mundo sería capaz de acabar con él empleando solo la fuerza bruta.

Por lo general, Selina era una persona un tanto egoísta. Disfrutaba de hacer lo que quería sin preocuparse por las consecuencias y amaba ganar costara lo que costase. Sin embargo, se ablandó al ver el rostro aterrorizado de Mery e hizo algo que no acostumbraba a hacer por prácticamente nadie: antepuso la seguridad de la mujer a la suya propia.

—¡Márchate de aquí! —ordenó a la mujer— ¡Ve a buscar a Elizabeth!

La mujer ya había hablado hacía unos minutos con la rubia, pues se había chocado con ella y esta le había ordenado que se marchara inmediatamente al fuerte de la ciudad. No obstante, estaba tan nerviosa que no podía pensar con claridad y obedeció a la chica, quien trató de llamar la atención del pirata tratando de darle otro puñetazo. Pero, esta vez, el hombre detuvo la mano de la chica a tiempo, apresando fuertemente su muñeca.

—Alto ahí, chica —murmuró. Aunque solo pronunció tres palabras, estas asquearon a Selina—. Creo que ahora me toca a mí.

Y, antes de que pudiera procesar el significado de la ultima frase, Selina se encontró tirada en el suelo. El hombre la había abofeteado tan fuerte que había partido su labio. Sin embargo, no hizo ningún movimiento más porque escuchó cómo el resto de sus compañeros le llamaban.

«Tienes suerte de que no ser tú la persona a la que buscamos —pronunció el hombre, antes de desaparecer junto a los demás miembros de su tripulación.

A Selina jamás le habían pegado. Sabía que su resistencia física era prácticamente nula porque las veces que se había tropezado o caído trepando a algún árbol se había hecho demasiado daño. Sin embargo, nunca esperó que una simple bofetada le sentaría tan mal.

El cansancio acumulado, la tensión vivida y el reciente golpe la habían dejado exhausta, impidiendo casi que se moviese. Cuando intentó levantarse, se mareó de repente y todo a su alrededor —tanto la mansión como los árboles del jardín— comenzó a dar vueltas. Finalmente, mientras escuchaba cómo los piratas se alejaban victoriosos de su posición, desistió en su intento de marcharse y se quedó tumbada boca arriba, contemplando cómo las nubes se separaban de nuevo y la luna volvía a brillar en todo su esplendor.

Estaba tan cansada que ni siquiera se preguntó el paradero de Elizabeth. Lo último que Selina fue capaz de pensar fue en la sed que tenía.

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