Capítulo III | Jack Sparrow





                SE ENCONTRABA EN LA HABITACIÓN MÁS CÁLIDA QUE HABÍA PISADO JAMÁS. En comparación con la suya —un elegante cubículo completamente blanco—, el cuarto de invitados en el que habían alojado a Selina estaba inundada de azul, blanco y dorado. Los muebles, aunque algo simples, eran lo suficientemente grandes como para albergar todas sus pertenencias; y el color de la madera ayudaba a romper con los tres colores principales de la sala. Además, un par de cuadros a cada lado de la cama —uno de una playa y otro de un bosque— contribuían a hacer la estancia un poco más agradable. Si la chica hubiese podido trasladar esa habitación a Francia, sin lugar a dudas, lo hubiese hecho.

Pese a la belleza de la estancia, caminaba de un lado a otro sin fijarse en los detalles, sintiéndose todavía demasiado nerviosa y emocionada como para pensar siquiera en meterse en la cama. Inconscientemente, mordisqueaba sus uñas sin llegar a romperlas. Y, mientras tanto, repasaba en su mente todo lo que había sucedido desde que había llegado a Port Royal.

Mentiría si dijese que no se había sentido decepcionada al enterarse de que habían capturado al pirata. No la malinterpretemos; la castaña quería a su amiga y, si le hubiese sucedido algo, hubiese sido la primera en no descansar hasta atrapar ella misma a aquel hombre. Sin embargo, Elizabeth había salido ilesa de la situación. Y, por su parte, Selina había presenciado una escena que solo creyó que sería real en sus novelas de aventuras. Si no lo hubiese visto con sus propios ojos, jamás hubiese creído que aquel hombre había sido capaz de escapar —al menos durante un breve lapso de tiempo— prácticamente volando.

Una vez que estuvo preso, Weatherby Swann se empeñó en actuar como si su hija no hubiera sido amenazada —cosa que la rubia agradeció en su fuero interno— y se prestó voluntario para hacer un pequeño recorrido turístico para sus invitados. Evidentemente, sus guardias le acompañaban. Sin embargo, Selina admiró cómo, a pesar de su elevado cargo, el gobernador actuaba de manera muy humilde. La chica siempre había pensado que, cuanto más importante era la persona, más estricta y calculadora debía ser. Así como sucedía con su padre.

Después, cenaron todos juntos, aunque solo David y el gobernador hablaron entre ellos. Selina y Elizabeth apenas cruzaron unas pocas palabras no porque no quisieran hablar la una con la otra, sino porque por el contrario, tenían demasiadas cosas que contarse en persona. Y sabían que, la mayor parte de esos temas, no serían aprobados por sus progenitores. Por ello, se limitaron a dedicarse miradas cómplices que llevaban implícita la promesa de que tendrían largas y sinceras conversaciones.

Tras la cena, Elizabeth rogó a su padre que permitiera que su amiga durmiese en su habitación. El hombre rechazó amablemente la sugerencia alegando que la castaña debía estar cansada y que al día siguiente tendrían tiempo para hablar. Selina maldijo para sus adentros porque, al igual que su amiga, sabía que no podrían tener una charla en condiciones si se encontraban rodeadas de gente.

Además, poco después de instalarse en su nueva y temporal habitación, la chica recibió la visita de su padre. Y, tal y como había imaginado, tuvo que escuchar una de sus charlas acerca de cómo debía comportarse. Honestamente, los modales de Selina eran intachables y nadie podía decir lo contrario. Sabía cómo hablar, cómo moverse e, incluso, como sonreír en cualquier situación. Sin embargo, tanta perfección era solo un personaje que, cada cierto tiempo, tendía a romperse.

En sus horas muertas, la castaña había investigado sobre diversos temas. Por ello, aunque sabía que delante de ciertas personas era mejor no abrir la boca, era incapaz de no sacar a relucir sus conocimientos cuando escuchaba que alguien decía alguna barbaridad. En muchas ocasiones, los demás no la tomaban en serio por muy válidos que fuesen sus argumentos. Y, en momentos como aquellos, era cuando a Selina Delacroix se le caía su máscara de chica perfecta y se convertía en una persona con ideas propias que, muchas personas, confundían con alguien maleducado.

Otra de las veces en las que se olvidaba del papel que estaba obligada a representar era cuando su curiosidad era más grande que ella. Un ejemplo podría ser lo sucedido aquella tarde, cuando fue incapaz de quedarse quieta en el muelle. Desde que tenía uso de razón, su padre había pasado la vida repitiéndole que su mayor defecto era la curiosidad, aunque ella solía discrepar. De cualquier manera, la charla que David había mantenido con ella había versado sobre aquello. Básicamente le había pedido que, por favor, tratara de mantener a raya su curiosidad durante su estancia en Port Royal.

Por desgracia, Selina era una persona que acostumbraba a hacer lo contrario de lo que le decían. Cuanto más le prohibían algo, más lo anhelaba. Sumado a eso, estaba el hecho de que no todos los días se cruzaba con un pirata.

De haber estado en la misma habitación que Elizabeth, probablemente, hubiera estado tan entretenida hablando que se hubiera olvidad un poco de él. O, quizá, hubiese tratado de aplacar sus pensamientos preguntándole a su amiga si alguna vez había tenido un encuentro con otro criminal. Sin embargo, estaba sola, aburrida y, en su mente, la idea de ir a visitar al pirata cada vez le parecía más interesante.

Era una estupidez y hasta ella misma lo sabía. Era consciente de que no ganaría nada con ello y, que por el contrario, si la descubrían fuera de casa estaría en serios problemas. Eso por no hablar de que estaba en un país desconocido y que planeaba encontrarse cara a cara con un delincuente. O, peor aún, con un pirata. Sin embargo, la idea de escapar de su casa siempre había sido superior a sus fuerzas. Y el hecho de no poder escapar aumentaba sus ganas de salir de esas cuatro paredes.

Finalmente, tomó una decisión. Rebuscó en uno de sus baúles hasta encontrar la capa marrón que había tenido la cautela de traer consigo y, tras anudársela al cuello, abrió la ventana dispuesta a salir por ella como tantas otras veces había hecho en París. Aparentemente, la bajada sería más sencilla, puesto que los bloques de piedra de la fachada eran más visibles que los de su hogar. Otro punto a favor de su seguridad era que la habían instalado en el segundo piso, puesto que su habitación francesa se hallaba en el tercero.

A veces se sentía culpable por ser tan desobediente. A una parte de ella le hubiese gustado poder comportarse como las demás doncellas y ser un orgullo para su padre. Pero, consolándose a sí misma, siempre se decía que esos pequeños y arriesgados actos eran lo único que mantenía su espíritu con vida.


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                CUANDO LLEGÓ A LA CÁRCEL, Selina se alegró de que el gobernador hubiera tenido la idea de mostrarles algunos de los lugares más emblemáticos de Port Royal, puesto que de no haber sido por eso, jamás la hubiera encontrado. El edificio, construido totalmente con piedra gris, era muy sórdido y, honestamente, no invitaba a entrar. La determinación que había acompañado a la chica durante todo el trayecto flaqueó un poco cuando se encontró frente a él. Sin embargo, se dijo a sí misma que no llevaba casi media hora caminando para ahora acobardarse y huir. Se arrebujó un poco más en su capa y, tras asegurarse de que la capucha estaba perfectamente colocada, entró en la estancia tratando de ser lo más sigilosa posible.

Había pensado en una docena de excusas para evadir a los guardias, mas se dio cuenta de que no serían necesarias cuando el ronquido de uno de ellos casi detiene su corazón del susto. Los únicos dos trabajadores que se encontraban allí esa noche habían caído profundamente dormidos. Y podría apostar a que las causantes habían sido las tres botellas de vino que descansaban vacías sobre la mesa. Selina dudaba que fueran a despertarse en un futuro próximo, pero aun así, decidió no tentar a la suerte y escabullirse por las escaleras de caracol haciendo el menor ruido posible.

A la castaña le frustraba el pequeño temor que sentía hacia las alturas. Sin embargo, eso no era nada comparado con el pánico que le producían los espacios cerrados. Mientras bajaba aquellas estrechas y claustrofóbicas escaleras grises, sentía cómo su pecho parecía ahogarse. Además, los escalones eran tan empinados que en un par de ocasiones resbaló y estuvo a punto de caer. Afortunadamente, no había demasiado trayecto hasta la planta baja y, aunque esta tampoco fuese el lugar más espacioso del mundo, al menos no se sentía tan oprimida como durante la bajada.

El sitio estaba completamente oscuro, puesto que carecía de ventanas. Lo único que proporcionaba un poco de luz eran las numerosas antorchas que se repartían a lo largo de la sala, aunque algunas de ellas ya se habían consumido. Además, olía a humedad y alcohol; y este último aroma provenía de más de la mitad de los hombres que se hallaban presos. Muchos de ellos ni siquiera habían cometido delitos graves, sino que estaban ahí por haber comenzado alguna absurda pelea tras haber bebido demasiado. A simple vista, Selina no era capaz de distinguir a un criminal peligroso de un hombre que simplemente había cometido algún delito leve, puesto que no había visto tantos como para poder juzgarlos. Pese a ello, sí hubo uno que le llamó la atención.

En una celda algo alejada, justo en la esquina del cuarto, había un hombre al que habían encarcelado solo. Era más que evidente que el aislamiento había sido deliberado, como si los guardias temieran que él solo pudiera movilizar a todos los demás presos. Aquel pensamiento solo logró avivar la curiosidad de Selina.

Con pasos pequeños pero seguros, la castaña se aproximó a la celda mientras pasaba por alto los desagradables silbidos y halagos de los hombres encarcelados. Una parte de ella estaba nerviosa, sintiendo que se adentraba innecesariamente dentro de la boca del lobo. Si tanta gente temía a los piratas, debía ser porque había motivos de sobra para tenerles miedo. Pero, ignorando una vez más su sentido común, no detuvo su caminata hasta que se estuvo frente a la jaula del preso más peligroso de todos.

Los improperios que los hombres le lanzaron a Selina alertaron al pirata de que una mujer había entrado en la sala. Supo que dicha persona se había detenido frente a su celda porque escuchó sus pasos, pero, aunque su curiosidad era grande, no pensaba moverse. La castaña, por su parte, dudó de que el capitán estuviese despierto. El hombre se encontraba recostado contra la pared, inmóvil en medio de una casi total oscuridad, con su característico sombrero ocultando sus ojos. Sin embargo, tenía la certeza de que era él por dos detalles. El primero de ellos, que reconoció el sombrero del hombre porque se había quedado grabado en su mente; y, en segundo lugar, por el característico peinado que Selina tan bien había analizado aquella tarde.

Durante un segundo, la francesa estuvo tentada de irse, aunque, rápidamente, su interés por el pirata regresó y se atrevió a abrir la boca para repetir la pregunta que había hecho un par de veces en la mansión pero que nadie había querido responder, pues alegaban que no era necesario que Selina supiese los detalles.

—¿Por qué atacasteis a Elizabeth esta tarde?

El pirata se sorprendió al escuchar aquella dulce y desconocida voz. Por un momento, creyó que quien se había acercado a su celda era la muchacha rubia a la que había amenazado. Pensándolo bien no tenía ningún sentido que fuese ella, pero no recordaba que conociese a otra mujer en Port Royal. No pudiendo con la curiosidad, giró la cabeza lentamente y se encontró de frente con Selina, recordando aquel rostro de inmediato.

Se acordaba de haber posado sus ojos en ella durante un segundo cuando estaban en el muelle. Si bien es cierto que verla en el puerto le había desconcertado, aquel sentimiento no era nada en comparación con la intriga que sintió al verla de pie junto a su celda.

Cuando la vio por primera vez, se extrañó de lo contradictoria que parecía. Había aparecido en medio de la multitud con el cabello suelto y un vestido no demasiado formal, lo que le podría haber llevado a pensar que no era nadie importante. Sin embargo, la seguridad de su mirada y su porte elegante le convencieron de lo contrario, pues el pirata se había cruzado con tantas damas nobles que era capaz de reconocerlas con tan solo echarles un vistazo. Por si fuera poco, un guardia había aparecido a su lado con la intención de protegerla. Y, tal y como todos sabían, solo las mujeres de clases sociales superiores podían permitirse tener escoltas.

El hombre no tenía ganas de hablar con ella. Estaba frustrado porque no se le ocurría ninguna idea para escapar de su triste final. Aunque, por otro lado, también estaba muy aburrido desde que su casi perfecto intento de fuga había fracasado, así que se dijo a sí mismo que no perdería nada. En el mejor de los casos, engañaría a la muchacha para que le liberase. Y, en el peor, seguiría enjaulado entre aquellos barrotes.

—No la ataqué. Salvé su vida e intenté que ella salvara la mía, así que estamos en paz.

La serenidad con la que respondió fue tal que Selina supo que no mentía. Además, su escueta respuesta coincidía con lo poco que había conseguido escuchar de la historia. Durante la cena, indignada, Elizabeth se había quejado de lo injusto que era que el único hombre que se había atrevido a rescatarla del agua estuviese ahora entre rejas. Aunque el gobernador le había quitado mérito al suponer que solo la había salvado esperando una recompensa a cambio.

Fuera como fuese, Selina tenía en mente una pregunta fundamental.

—¿Por qué os han encerrado, entonces? —preguntó con verdadero interés, mientras retiraba la capucha de su cabeza— ¿Qué mal habéis cometido para que todos crean que merecéis que os priven de vuestra libertad?

A pesar de que la oscuridad de la celda no le permitía vislumbrarla con detalle, el pirata estuvo a punto de jurar que los orbes castaños de Selina brillaban con verdadera intriga. A lo largo de su vida se había encontrado con muchas mujeres, pero desde luego, jamás con ninguna tan directa y peculiar como ella. No solo no tenía miedo de hacerle preguntas, sino que además, parecía realmente interesada en descubrir la respuesta.

—Estoy aquí porque soy un pirata —respondió con simpleza—. Y si lo eres, vas a la horca. Da igual a cuántas damas salves.

—Ya veo.

La castaña se quedó pensativa durante varios segundos. No aprobaba que hubiese apuntado con un arma a Elizabeth, pero después de conocer la historia completa, se compadecía un poco de él. No era ninguna ingenua; había leído lo suficiente como para saber que los piratas eran personas malvadas que buscaban satisfacer su ambición a costa de vidas ajenas. Sin embargo, no podía evitar sentirse agradecida con el hombre ahora que tenía la certeza de que había salvado la vida de su mejor amiga.

«Es más de lo que el imbécil de Norrington ha hecho por ella», pensó amargamente. A pesar de que apenas había estado en presencia del comodoro, Elizabeth le había contado lo suficiente como para que Selina sintiera cierto desprecio hacia él.

—¿Y qué hay de vos? —cuestionó él, sacándola de sus cavilaciones— ¿Quién os ha quitado vuestra libertad? —la chica frunció el ceño sin tener muy claro a qué se refería. Por un momento pensó que había formulado mal la pregunta, pero cuando el pirata esbozó una sonrisa triunfante, Selina llegó a la conclusión de que había preguntado exactamente lo que deseaba.

—¿A qué os referís?

—Ninguna dama que se precie se atrevería a venir a ver a un pirata sin un motivo concreto —comenzó a explicar—. ¿Esperáis algo de mí?

—¿Qué podría necesitar yo de vos? —preguntó la chica de manera altiva, mientras cruzaba los brazos. La actitud de la muchacha solo logró que el hombre ampliara su sonrisa.

—Bien. En ese caso, como suponía, el motivo por el que estáis aquí debe ser que estabais aburrida. Apenas os dan libertad para hacer lo que queréis y eso os ha llevado a escaparos y venir a verme. Necesitabais algo de emoción en vuestra vida, ¿me equivoco?

No, desde luego que no se equivocaba. Era cierto que su interés por el mar y todo cuanto tenía que ver con él había puesto en su cabeza la idea de ir a verle. Pero, a día de hoy, desconocía la razón por la que era incapaz de seguir los consejos de su padre y comportarse de una manera menos impulsiva. Aunque el pirata no conocía a Selina, la chica sabía que la explicación que acababa de darle encajaba perfectamente con su descripción. No obstante, era demasiado orgullosa para reconocerlo. Por lo que lejos de darle la razón, se puso a la defensiva.

Por su parte, el pirata solo quería divertirse con la reacción de la chica. Sin embargo, debía reconocer algo. Era cierto que se había encontrado con muchas mujeres cuyas vidas estaban obligatoriamente ligadas a sus padres o a sus maridos, por lo que carecían de independencia y a menudo ansiaban emociones fuertes que llenasen su vida. Pero casi todas ellas se limitaban a soñar despiertas sin atreverse a hacer nada por cambiar su situación. Selina parecía más valiente o, al menos, más decidida.

—Desde luego que os equivocáis —espetó la chica de manera brusca—. ¿Quién os creéis que sois para hablarme de esa manera?

«¿Para hablaros con la verdad?», se preguntó el hombre, siendo lo suficientemente sensato como para no decirlo en voz alta.

—Soy el capitán Jack Sparrow —pronunció en su lugar.

—Pues bien, capitán Sparrow. Os recuerdo que de los dos, quien está en una celda sois vos. Así que yo en vuestro lugar no me atrevería a hablar de libertad.

—Estoy entre rejas y aun así soy más libre que vos. ¿Es irónico, verdad?

Selina resopló cansada. Una parte de ella anhelaba hacerle muchísimas preguntas, porque gran parte de lo que el pirata decía era cierto. El lado realista de su cerebro, aunque era nimio en comparación con el lado imaginativo, siempre estaba ahí para recordarle que no era especial. En el fondo, sabía que sus libros eran lo más cercano que iba a tener a una aventura. Y escuchar historias reales de la boca de un pirata era algo que deseaba con todas sus fuerza, básicamente, porque le recordaban que, al menos fuera de su burbuja de privilegios, existía algo de emoción en el mundo.

Sin embargo, las acertadas palabras del pirata estaban alcanzándole donde más le dolía. Ella buscaba su libertad con pequeños actos, como escaparse por las noches o leer libros que nadie le permitiría. Mas, desgraciadamente, cuando regresaba a su casa o cuando se le acababan las páginas, volvía a convertirse en la niña rica que dependía de una escolta para poder salir al jardín por las mañanas.

—Estáis siendo muy descortés, pero lo pasaré por alto porque estoy agradecida de que hayáis salvado a mi amiga —dijo sinceramente, dando por zanjada la conversación.

Mientras la chica daba media vuelta dispuesta a irse, Jack estuvo a punto de decirle que, para darle las gracias en condiciones, podría darle las llaves de su celda, las cuales estaban siendo custodiadas por un perro que dormía en una esquina de la sala. Sin embargo, la chica no parecía estar de humor para cumplir su deseo. Además, sospechaba que su respuesta sería cruzarse de brazos y sugerirle que si tan libre era, buscase él solo la manera de conseguirlas.

De nuevo, volvió a recostarse contra la pared mientras fingía que aquella conversación no había tenido lugar. Al menos se había divertido; eso se dijo a sí mismo. Le encantaba provocar a la gente, y para ser honestos, se le daba bastante bien.

Selina, por su parte, deshizo sus pasos hasta llegar a la mansión del gobernador. En general tenía mala memoria, pero su sentido de la orientación rara vez le fallaba. Durante el camino de regreso, se había cruzado con algunas personas que aparentemente habían salido a divertirse, pero ninguna de ellas se le había acercado. Junto a la mansión del gobernador, por suerte, no había locales de ningún tipo, por lo que las calles anexas estaban desiertas por la noche. Aun así, para asegurarse de que nadie la veía, miró a ambos lados antes de comenzar a trepar por la fachada y llegar hasta su habitación.

Rápidamente, deseando dormir algo antes de que amaneciese para poder estar presentable por la mañana, se deshizo de su vestido y se puso el primer camisón que encontró entre toda la ropa que aún no había colocado en el armario. La vestimenta verde fue a parar al suelo, aunque sí se tomó la molestia de doblar la capa marrón con cuidado antes de guardarla en uno de los cajones. Por último, prácticamente se lanzó sobre la cama pero, entonces, encontró que bajo su cuerpo había un trozo de papel.

Extrañada, encendió una pequeña vela que descansaba sobre su mesilla de noche y leyó el papel, reconociendo al instante la caligrafía de su mejor amiga.

«No preguntes y ven a dormir a mi habitación. Mañana hablaremos», decía simplemente la nota. Era más que evidente que la frase final llevaba una amenaza implícita. Selina supuso que Elizabeth habría entrado en su cuarto y, al no verla, se habría preocupado. Fuera como fuese, mañana saldría de dudas.

Sin atreverse a cuestionar a la mayor, recorrió el largo pasillo con pasos sigilosos y entró en el cuarto de Elizabeth, quien yacía profundamente dormida. Tratando de molestar lo menos posible, Selina se acurrucó en el lado opuesto en el que estaba su amiga y se quedó profundamente dormida.

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