Capítulo II | Port Royal





                CLAIRE DESCORRIÓ LAS CORTINAS CON UN SOLO MOVIMIENTO, permitiendo que los rayos del sol inundaran el cuarto de Selina. El sueño de la castaña era muy profundo, hasta tal punto que ni siquiera una tormenta era capaz de despertarla. Sin embargo, era bien sabido por los habitantes de la mansión que la muchacha no toleraba la luz, por lo que abrir las ventanas se había convertido en el único método efectivo para sacarla del mundo de los sueños. Otro dato conocido era que le costaba mucho desperezarse, pero aquella mañana —para alivio de Claire—, Selina no tardó en ponerse en pie y colocarse frente a su tocador para comenzar a alistarse.

Ambas chicas mantuvieron una breve conversación. Cuando pasados unos minutos Claire terminó sus tareas de la mañana —como la de hacer la cama—, se marchó del cuarto dejando que Selina se preparase sola. Era costumbre que las criadas se encargaran de vestir y peinar a las mujeres de la nobleza, pero la castaña valoraba demasiado su privacidad y llevaba años sin permitir la ayuda de nadie. Tal y como siempre le decía a su padre, si era lo suficientemente mayor como para que todo el mundo insinuara que debía casarse, también lo era para poder escoger su propia ropa.

Tardó varios minutos en cepillar sus rizos oscuros, puesto que el cabello le llegaba a la altura de la cintura y era complicado desenredarlo. Una vez que lo consiguió, permitió que este cayese suelto y abrió el armario en busca de un vestido lo suficientemente sencillo como para que pudiera estar cómoda durante todo el viaje. Esto era algo complicado teniendo en cuenta que no era ella quien los compraba, pero al final se decantó por uno muy ligero con dos tonalidades de verde. Bajo este, escondió el colgante que siempre llevaba consigo; uno con una amatista engarzada que colgaba de una cadena de plata.

Cuando estuvo lista, escondió entre los pliegues de su falda la carta que había redactado la noche anterior y el colgante que le había comprado a Elizabeth. No se arriesgaría a guardar la joya junto al resto de su equipaje por temor a que su padre la encontrase. Por último, se aseguró de que su colección secreta de libros estuviese bien oculta dentro del baúl donde también guardaba sus instrumentos de escritura y las novelas que le habían regalado a lo largo de los años.

Con el tiempo, Selina se había dado cuenta de que cuanto más a la vista estaba algo, más difícil era encontrarlo. Por ello, en lugar de utilizar un escondrijo demasiado rebuscado, se había limitado a hacer que sus libros «ilegales» pasaran desapercibidos. Además, también ayudaba que Claire era la única persona —a excepción de su padre— que tenía permitido entrar en su habitación. Y, por suerte, la rubia no era una persona cotilla. En caso de que alguien los encontrase, Selina no solo se metería en un buen lío, sino que también sería víctima de muchas preguntas a las que no sabría qué respuesta dar.

—Hija, ¿puedo pasar? —cuestionó la voz de su padre, mientras golpeaba la puerta. Evidentemente, ella aceptó.

David Delacroix era un hombre de cuarenta y cinco años de edad que había tenido la suerte de haber nacido en una importante familia cuya fortuna había aumentado aún más gracias a su oficio como banquero. Él se encargaba de establecer relaciones con otros países y ese había sido el motivo principal por el que había entablado amistad con el gobernador de Port Royal.

Todo aquel que lo conocía era consciente de que su hija era lo que más amaba en el mundo. Sin embargo, a veces no lo parecía del todo debido a lo seria que era su personalidad. De hecho, su forma de ser chocaba mucho con la de Selina, quien era muchísimo más despreocupada e imaginativa. A menudo, David se encontraba entre dos posiciones. Por un lado, creía que lo mejor era que la chica pusiese los pies en la tierra y dejara de ser tan caprichosa, pero, por otro, era incapaz de negarle nada. También solía cuestionarse si ponerle tantas restricciones a Selina había sido una buena idea, ya que encerrarla en una burbuja parecía estar surtiendo el efecto contrario.

Él solo quería protegerla. Y, para ello, había seguido los consejos de todos aquellos que, desde hacía años, le sugerían que la educación de Selina debía ser más rígida para evitar que se convirtiese, según ellos, en una «salvaje».

—Antes de que digas nada, padre —comenzó a justificarse la chica—, debo aclarar que llevo este vestido porque me niego a hacer un viaje con un corsé oprimiéndome la respiración.

David sonrió sin poder evitarlo, pues aquella confesión no le había pillado desprevenido. El viaje desde París a Port Royal era terriblemente largo y estaba de acuerdo en que trasladarse con un vestido recargado no era lo más adecuado. Puede que el hombre fuese muy estricto con las normas de etiqueta, pero en esta ocasión, estaba dispuesto a hacer una excepción para evitar que su hija se desmayase.

—No venía a hablar de tu ropa. Aunque ahora que lo mencionas, quizá quieras recogerte un poco el cabello —sugirió o, mejor dicho, ordenó disimuladamente el hombre. Selina, tras un suspiro de cansancio, se colocó de nuevo frente al espejo de su tocador y sacó del cajón varias horquillas.

—¿A qué venías, entonces?

—¿Estás segura de que quieres venir al viaje?

El hombre se sentó sobre la cama mientras Selina detenía su tarea de hacerse un recogido improvisado. Sabía que él no estaba de acuerdo con que ella viajara hasta tan lejos. Solo había accedido porque el gobernador de Port Royal se lo había pedido alegando que tanto a Elizabeth como a Selina les vendría bien reencontrarse. No obstante, la chica era demasiado egoísta como para negarse a realizar el viaje solo por cuidar de la tranquilidad de David.

La sobreprotección de su padre comenzó poco después del fallecimiento de Amélie, su madre, quien casualmente perdió la vida mientras viajaba para ir a visitar a su hermana enferma. La muerte de su esposa sumió a David en una profunda tristeza que duró poco más de un año, hasta que transcurrido ese tiempo, Selina se escapó de casa.

En aquel momento, la chica no tenía conciencia de lo que estaba haciendo y desconocía por completo los peligros de las calles. Lo único que la niña de ocho años sabía era que su padre estaba sufriendo y, que quizá, necesitaba que alguien le hiciera un regalo para volver a ser feliz. Por ello, una tarde salió de casa sin ser vista —e, incluso, sin llevar dinero, ya que era demasiado ingenua hasta para saber que lo necesitaba— y vagabundeó por las calles en busca de algún obsequio para su padre.

Por fortuna, en su camino solo se cruzó con la amable mujer que le regaló la piedra violeta que siempre llevaba a modo de collar. Esta señora, amablemente, acompañó a Selina hasta que un conocido de su padre la reconoció y la llevó hasta su hogar. Su padre se asustó tanto al creer que también había perdido a su hija que, a partir de ese momento, se propuso pasar más tiempo con ella y volver a ser el que era. Sin embargo, la noticia de que Selina había escapado corrió por la ciudad y fueron varias las voces que sugirieron que la educación de la niña debía ser más estricta, puesto que no era normal que se comportara de esa manera. En vista de la situación, David hizo caso y tomó demasiadas medidas que atentaron contra la libertad de su hija.

—Desde luego que sí —respondió Selina con voz dulce, comprendiendo que lo que temía su padre era que corriese la misma suerte que su madre—. De hecho, no recuerdo haber estado nunca tan feliz por algo. No sabes lo agradecida que estoy de que me permitas ir.

David suspiró, se puso en pie y, tras pedirle a Selina que no tardara demasiado, salió de la habitación. La castaña sentía a veces que no era una buena persona, puesto que sabía la debilidad que su padre sentía por ella y en muchas ocasiones lo utilizaba a su favor. Sin embargo, se decía a sí misma que no le quedaba otra opción. Puede que, de haber tenido más libertad, hubiera sido una persona más sumisa y menos manipuladora.

Con una cinta de pelo verde —del mismo tono que su vestido—, se recogió la parte superior del cabello dejando que algunos mechones sueltos enmarcaran su rostro. Una vez lista la primera parte, enrolló todo su cabello en un moño bajo que sujetó con horquillas. La muchacha amaba su pelo y odiaba tener que recogérselo. Por desgracia, también notaba las miradas de desaprobación de las personas con las que se cruzaba y eso le ponía muy nerviosa. Puede que fuese bastante consentida y que le encantara que le hicieran caso, pero al mismo tiempo, odiaba ser el centro de atención. Especialmente, cuando había multitudes.

Selina se miró satisfecha una última vez prometiéndose que, en cuanto se presentase la ocasión, se desharía de las horquillas que mantenían a su pelo enjaulado.

Al fin estaba lista para salir.

Nunca le había gustado su habitación. Las cortinas, la ropa de cama e incluso las paredes eran totalmente de color blanco. Lo único que daba un toque de color era la luz dorada que entraba por la ventana. Además, no había nada fuera de su lugar. Todo aquello le disgustaba porque le parecía demasiado perfecto y ella distaba mucho de serlo. En el fondo, Selina era un poco caótica. Y sabía que, de no ser porque Claire se encargaba de mantenerlo todo ordenado, su cuarto también lo sería. Pese a todo, era consciente de que también echaría un poco de menos aquel lugar porque era lo que consideraba su «zona segura»; un espacio donde podía ser ella misma sin preocuparse de miradas ajenas.

Aquella mañana, Selina se despidió de su zona de confort durante un tiempo indeterminado. Antes de partir, le echó un último vistazo al camisón azul que había dejado tirado en el suelo —que Claire no tardaría en guardar— y a las flores que había recogido hacía unos dos días del jardín y que ya comenzaban a marchitarse.


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                PARA DECEPCIÓN DE LA JOVEN, EL VIAJE LE PARECIÓ DE LO MÁS ABURRIDO. Para ir desde París hasta el puerto, tuvieron que pasar varios días encerrados en un carruaje. Y, cuando llegó el momento de subir al barco —el más esperado para Selina—, se encontró con la cruel decepción de que David le prohibió tajantemente estar en cubierta. La joven alegó que aquella condición era absurda, puesto que no había ningún indicio de que hubiese a haber una tormenta y, por lo tanto, no había peligro alguno. No obstante, dejó de insistir cuando se dio cuenta de que los marineros apoyaban a su padre, aunque sus motivos eran más ilógicos todavía. Ellos preferían no verla porque creían que llevar a una mujer a bordo traería mala suerte.

A excepción de aquello, no tuvo motivos para quejarse del trayecto, puesto que aun así fue lo más emocionante que había vivido hasta el momento. Solo podía contemplar el mar a través de la pequeña escotilla redonda que adornaba la pared de su camarote improvisado, pero, por extraño que suene, era capaz de percibirlo. Notaba cómo las olas mecían la madera del barco, casi como si intentasen jugar con él, y toda su atención se desvió a esta sensación.

Como si el tiempo hubiese volado —sin ser consciente del tiempo que había transcurrido—, el siguiente pensamiento que tuvo surgió a raíz de vislumbrar tierra firme a través del cristal. En menos de diez minutos habrían llegado a su destino.

Mientras los marineros maniobraban para atracar la embarcación, Selina no pudo contener la emoción y salió del camarote antes de que su padre bajase a buscarla. Tal y como esperaba, se ganó una mirada de reprobación por parte de este. Sin embargo, sabía que su padre mantendría la compostura en público.

—¿Por qué te has soltado el cabello? —preguntó David en voz baja, a lo que la chica se encogió de hombros.

—Me quedé dormida y se cayeron las horquillas —mintió—. No hubiera pasado si no me hubieses mandado abajo.

—Fue por tu bien, Selina. Navegar es peligroso.

«Sí, siempre es por mi bien», pensó irónicamente la castaña sin decirlo en voz alta. Quería ahorrarse disputas sin sentido.

Ambos sabían que Selina mentía, pero la chica esperaba no llamaría la atención más de lo necesario. Con suerte, muchos de los que la vieran pensarían que llevar el cabello prácticamente suelto y que los vestidos ligeros como el que llevaba en ese momento era la nueva moda de Francia.

A pesar de que su deseo era el de colocarse en el borde de la cubierta para contemplar el mar sin un cristal de por medio, se resignó a seguir a su padre hacia el extremo opuesto; el que estaba orientado hacia el puerto. Gran parte de las personas que paseaban clavaron sus ojos en el imponente barco en el que habían llegado, y por ende, en sus tripulantes. Sin embargo, a Selina no le importó, puesto que sabía que lo que verdaderamente les llamaba la atención era la bandera francesa que colgaba del navío.

Como ya se ha mencionado antes, ella no disfrutaba de ser el centro de atención. Sin embargo, por una vez, fue agradable saber que la miraban con una curiosidad real. Para esas personas, ella no era la hija solitaria de David Delacroix, ni un buen partido para contraer matrimonio, ni una persona adinerada. Era una extranjera cuya llegada desconcertaba a los habitantes que desconocían que iba a aparecer.

Siguiendo los pasos de su padre, la castaña bajó la pasarela de madera con cuidado de no caerse. Intentó de que su expresión fuese segura y tranquila, como siempre, aunque lo cierto era que trataba de evitar a toda costa las indiscretas miradas de los habitantes de Port Royal.

Un señor elegantemente vestido se acercó a ellos para darles la bienvenida. Su ropa era similar a la del padre de Selina, a excepción de que la de este era más llamativa por llevar una chaqueta de color rojo. Al parecer, los británicos acostumbraban a llevar tonos más claros, aunque esa no fue la única diferencia que la chica percibió.

A su alrededor, vio a personas muy distintas entre sí. Había desde gente con accesorios notablemente costosos hasta niños que jugaban con ropas ligeramente raídas, pasando por marineros que descargaban la mercancía que habían transportado. Selina estaba acostumbrada a vivir en un lugar donde solo se rodeaba de gente de medio y alto nivel, y, para conocer a personas más diversas, debía escabullirse hasta las afueras de París. La chica supuso que aquella diferencia se debía a que Port Royal era más pequeña que la capital francesa.

Pese a su expresión amable, el hombre que les había recibido parecía nervioso y en seguida descubrieron porqué. Una vez hechas las presentaciones oportunas, le dijo a David que debía comentarle algo a solas y este accedió. Selina quiso replicar, pero no lo hizo porque incluso ella sabía cuándo debía mantener la compostura. En su lugar, se quedó estática en el sitio mientras agudizaba el oído para escuchar la conversación de los hombres. Si había algo que realmente le molestaba era que le ocultasen información acerca de lo que sucedía a su alrededor. Pero, discretamente, casi siempre lograba la manera de descubrirla.

Aunque los hombres solo se habían distanciado unos metros, el barullo del puerto le dificultó bastante enterarse de algo. Solo fue capaz de oír que estaba teniendo lugar un problema con un criminal pero, a juzgar por el rostro de su padre, Selina supo que se trataba de algo importante.

—Espera aquí, hija —pronunció el francés, justo antes de echar a andar.

El hombre fue tras él implorándole que se detuviera, pues era peligroso que fuese. Sin embargo, David hizo oídos sordos y continuó caminando, ostentando toda su terquedad. La situación hubiese sido cómica a ojos de Selina, puesto que era divertido ver cómo el británico, varios centímetros más bajo que su padre, aceleraba el paso sin llegar a alcanzarle. No obstante, no lo fue porque ella también deseaba saber qué sucedía. Y, si David pensaba que se quedaría quieta esperando a que regresara, era que no conocía lo suficientemente bien a su descendiente.

Sin pensárselo dos veces, echó a andar en su misma dirección mientras, imitando a su padre, ignoraba los ruegos de los guardias que se habían quedado custodiándola. En ocasiones sentía lástima por los ellos, puesto que sabía que solo hacían su trabajo y que, cuando Selina hacía lo que se le antojaba, los empleados también recibían una reprimenda por parte de David. Pero, por otro lado, era incapaz de no sentir cierta tirria hacia ellos, puesto que las pocas veces que salía de casa —con consentimiento— le recordaban la escasa libertad con la que contaba.

Conforme más pasos avanzaba, menos gente se fijaba en ella. Esto solo aumentó su curiosidad, pues le hizo cuestionarse qué sería más importante que la llegada de los invitados extranjeros del gobernador.

Finalmente, llegó hasta una multitud de personas que conformaban un corro que Selina, debido a su estatura —que no llegaba al metro sesenta—, no era capaz de ver. Sin embargo, una ventaja de ser pequeña era que podía abrirse paso sin problema entre las personas. En seguida, se encontró libre del gentío, observando cómo un hombre amenazaba la vida de una joven con un cuchillo.

Para ser justos, más que a la muchacha, estaba amenazando a los hombres armados que se encontraban frente a él. Entre ellos se encontraba su padre, quien no tardaría en darse cuenta de que Selina estaba a tan solo unas cuantas personas de distancia de su posición.

La víctima rubia a la que el criminal sostenía tenía el cabello suelto, como ella, aunque lo que más le llamó la atención a Selina era que estaba empapado. Además, le extrañó que la única indumentaria que llevaba era un vestido interior blanco. Una parte muy grande de la castaña quiso creer que no era la única que se divertía saltándose los códigos de vestimenta pero, dado que la rubia pertenecía a la nobleza —y Selina estaba segura de ello, puesto que sabía reconocer a miembros de su misma clase a kilómetros de distancia—, sospechó que habría más detrás de todo aquello. Una historia que se moría de ganas por conocer.

El hombre que la mantenía cautiva también daba señales de haber pasado por el agua, puesto que parte de la pintura negra que rodeaba sus ojos se había deslizado un poco sobre su rostro. Su cabello castaño, decorado con rastas y trenzas de las que colgaban abalorios, también estaba algo húmedo. Pero, lo que más resaltaba de su persona, era que tenía las manos esposadas. Selina reconoció que tenía bastante mérito que tuviera el valor de enfrentarse a hombres armados a pesar de tener las extremidades amarradas. Y, sin poder evitarlo, se encontró haciendo conjeturas sobre cómo trataría aquel extraño de escapar de la situación.

—¡Mademoiselle!¹ —exclamó uno de dos guardias que había fracasado en su misión de retener a la castaña, colocándose a su derecha. Su padre y ella eran los únicos recién llegados que dominaban bien el inglés— C'est dangereux d'être ici

El criminal al que Selina había estado examinando desvió sus ojos marrones hacia la fuente del sonido, es decir, el guardia. Como consecuencia, también posó su mirada en ella durante un segundo justo antes de volver a enfrentarla con la del comodoro Norrington.

Maldiciendo al escolta para sus adentros, la chica alzó la vista hacia su padre, quien también había escuchado al francés y les dedicaba a ambos una mirada de muy pocos amigos. Gracias a eso, se percató de que al lado de David había hombre vestido de una manera muy particular. No le costó atar cabos y descubrir que solo podía tratarse del gobernador Swann. El problema era que eso significaba que, si un hombre con su cargo se exponía de esa manera, la muchacha rubia debía ser alguien muy importante; alguien a quien la castaña conocía muy bien.

Apenas encajó las piezas del puzle, Selina volvió a fijarse en la chica, quien la miraba a su vez. Fue entonces cuando solo pudo preguntarse cómo había sido tan estúpida de no darse cuenta de lo familiar que le resultaba la mujer. Ahora entendía el motivo por el que todos actuaban con tanta cautela y no habían amenazado ni siquiera con abrir fuego. La respuesta era que nadie se atrevería a dañar a Elizabeth, la hija del gobernador.

—De acuerdo, de acuerdo —accedió James Norrington visiblemente enfurecido—. Dadle sus cosas.

Uno de los guardias del gobernador Swann se acercó con cuidado al delincuente mientras llevaba varios objetos en las manos. De todos ellos, el que más llamaba la atención era un sombrero muy característico. Al contemplarlo, Selina comprendió qué tipo de persona era aquel sujeto. Y, honestamente, no supo qué le molestó más: si no haber reconocido a su amiga de la infancia, a la que llevaba deseando ver desde hacía años, o no haberse dado cuenta de que aquel hombre era un pirata a pesar de haber leído todo lo que había encontrado a su alcance sobre ellos.


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¹ ¡Señorita!

² Es peligroso estar aquí.

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