Capítulo I | Antes de partir
MIENTRAS ESPERABA A QUE LA CERA SE DERRITIESE, la chica castaña —cuyo nombre era Selina— garabateó su firma en el extremo inferior izquierdo del pergamino. Acto seguido, dobló la hoja de papel tres veces y la introdujo en un sobre amarillento donde, con su pulcra caligrafía, escribió el nombre «Elizabeth Swann». Por último, guardó la carta dentro del sobre, vertió con cuidado la cera líquida sobre la solapa y, antes de que se enfriase, estampó su sello preferido; uno con la forma de un barco surcando las olas.
Casi todo el mundo opinaba que la fascinación que la muchacha sentía por el mar era absurda, puesto que, en sus veintitrés años de edad, la joven solo lo había visto una vez. Y, debido a que era muy pequeña cuando esto sucedió, ni siquiera recordaba exactamente cómo era. Sin embargo, lo que todas estas personas desconocían era que había pasado la mayor parte de su vida obsesionada con leer sobre cualquier cosa que tuviese relación con el océano. Por lo que, si bien es cierto que sus habilidades prácticas eran nulas, su conocimiento teórico casi podía igualarse al de un marinero.
Llamaron cuatro veces a la puerta y, tras murmurar un escueto «adelante», Claire, la sirvienta más joven de toda la casa, entró en su habitación con una lámpara de aceite en la mano. Era tan solo unos años mayor que Selina, motivo por el cual su padre la había contratado. Dado que su hija no tenía amigas en Francia, el hombre consideró que sería buena idea que se relacionara con personas de su edad. Desafortunadamente, su plan no había salido como esperaba, pues Selina se negaba a confiar en la asistenta.
Claire le caía bien. Hasta el momento, era la empleada que mejor comprendía a Selina. No obstante, también era una persona que deseaba —y necesitaba— conservar su empleo, por lo que la castaña se reusaba a sincerarse demasiado con la trabajadora por miedo que esta hablara más de la cuenta. Honestamente, Selina era consciente de que muchas de las cosas que hacía no estaban bien vistas por la sociedad. Y, si su padre se llegara a enterar de alguna de ellas, no solo le pondría más restricciones, sino que, además, le triplicaría la vigilancia.
Era triste pensarlo, pero su única amiga y confidente era Elizabeth. Como vivían a un océano de distancia, solo podía comunicarse con ella a través de cartas. Pero, por suerte, eso cambiaría a partir del día siguiente.
—El señor Delacroix insiste en que debe dormir ya, Selina —habló la chica rubia, con un tono de voz algo adormilado—. Me ha pedido que le recuerde también que si está cansada, no lo pasará bien durante el viaje.
—Apostaría cualquier cosa a que lo disfrutaría aun habiendo pasado una semana sin conciliar el sueño —susurró la castaña, sonriendo para sí misma—. Está bien, Claire, no te preocupes. Estaba terminando de escribir una carta, pero pensaba acostarme ya. Y tú deberías hacer lo mismo.
Selina emitió una suave risa cuando un bostezo por parte de Claire delató que sus palabras eran ciertas. Tras darle la razón y desearle buenas noches, la rubia abandonó la habitación y cerró la puerta con cuidado. Durante unos segundos, la menor se quedó inmóvil escuchando cómo los pasos de la criada se volvían más silenciosos conforme se iba alejando. Y, cuando estos al fin se desvanecieron, supo que había llegado su momento de actuar.
Habían pasado un par de horas desde que el sol se había ocultado, por lo que la oscuridad era casi total. Lo único que iluminaba un poco la estancia eran las velas que Selina había prendido para poder escribir con claridad, pero su reflejo era tan tenue que Claire no había notado que la castaña aún llevaba puesto un vestido para salir a la calle. De haberlo notado, probablemente, la rubia hubiera sospechado algo y le hubiese transmitido sus inquietudes a su padre.
Rápidamente, pero haciendo el menor ruido posible, Selina se puso en pie y rebuscó en su armario hasta encontrar una gruesa capa de color marrón que no tardó en abrocharse al cuello. No le apetecía ponérsela porque el clima que había fuera no era especialmente frío, pero optó por llevarla porque incluso ella —«la persona más descuidada del mundo», según palabras textuales de su padre— sabía que no era buena idea caminar sola por la calle. Puede que pareciese poco efectivo, pero cubrirse con una capa ayudaba a no llamar demasiado la atención.
Cuando estuvo lista para salir, se agachó y, tras tantear el suelo con un par de golpes, levantó una de las baldosas de madera para recoger la bolsa de tela donde guardaba todas las monedas que había ido ahorrando a lo largo de su vida. Por último, apagó las velas que alumbraban la estancia, abrió la ventana y, después de asegurarse de que la mansión estaba en completo silencio, salió por la ventana de su cuarto y se dispuso a bajar trepando por la fachada.
Escaparse de su casa de aquella manera parecía una completa estupidez teniendo en cuenta que, si su padre la descubría, jamás le dejaría volver a ver la luz del sol. O, peor aún, sería capaz de castigarla a la mañana siguiente sin su tan ansiado viaje a Port Royal. Sin embargo, tenía dos motivos para salir. El primero de ellos —y el más egoísta— era que necesitaba sentir por última vez la adrenalina que solo los paseos por las calles de los bajos fondos de París podían proporcionarle. Y, el segundo, que deseaba encontrar un regalo para Elizabeth; su amiga de la infancia a la que, por cierto, llevaba dieciséis años sin ver.
Técnicamente, Selina no necesitaba ningún regalo para Elizabeth, puesto que su padre ya le había comprado uno. El problema radicaba en que David y ella tenían opiniones muy distintas acerca de lo que era un regalo. El hombre pensaba que cuanto más dinero gastase, más adecuado sería, por lo que había encargado que trajeran un vestido desde Londres. Selina sabía que era innegable que dicha prenda fuese elegante y bonita pero, con honestidad, suponía que no le iba a hacer especial ilusión a su amiga. Por ello, cuando la tarde anterior su padre le había mostrado la pieza de ropa con orgullo, la joven tomó la decisión de hacer una última visita al mercado clandestino al que acostumbraba a ir con la intención de comprarle un regalo según su criterio; un regalo más pequeño pero, también, con más significado.
La castaña respiró tranquila cuando por fin sus pies pisaron la tierra. Había trepado por esa fachada más de una vez, pero aun así le tenía cierto respeto a las alturas y eso era un inconveniente teniendo en cuenta que su habitación estaba en el tercer piso. Tras llegar al suelo, echó un último vistazo a la casa, se arrebujó un poco más en su capa y, sin perder más su limitado tiempo, comenzó a recorrer un trayecto que ya se conocía de memoria.
Las calles colindantes a la suya estaban habitadas por familias de clase social alta que no se atrevían a salir de noche por miedo a ser atracados, por lo que en el primer tramo del camino no solía encontrarse con nadie. Sin embargo, conforme avanzaba y se adentraba en barrios más marginales, se iba cruzando con personas a las que evitaba mirar a la cara para ahorrarse problemas innecesarios. Finalmente, llegó a su destino perfectamente ilesa y pudo relajarse un poco siendo consciente de que los individuos que también se encontraban en aquel mercado no le prestarían atención, pues sus prioridades eran otras.
El «mercado» al que se refería Selina no era más que un callejón ubicado a las afueras de París donde los ladrones vendían y compraban armas ilegales u objetos robados. Dado el nivel económico de su padre, cualquiera creería que la castaña no necesitaba ir hasta allí para conseguir cualquier objeto que quisiese. No obstante, eso era falso. Era cierto que su padre poseía mucho dinero, sin embargo, lo único que Selina recibía eran vestidos que no pedía, joyas demasiado ostentosas para su gusto o, en el mejor de los casos, lecturas muy escuetas. La chica amaba ese lugar clandestino no solo porque le permitía salir de su zona de confort, sino también porque era el único lugar donde podía encontrar libros que habían sido descatalogados o que, por el mero hecho de ser mujer, nadie le otorgaría jamás.
A paso lento, caminó a lo largo de la calle observando cada uno de los objetos. Cuando encontraba alguno que le llamaba la atención, se agachaba para verlo de cerca, puesto que la tenue luz de las antorchas, sumado al hecho de que los vendedores colocaban su mercancía en el suelo, provocaba que fuese difícil analizarlo todo con detalle. Algunos de los comerciantes se sorprendían cuando se percataban de que era una mujer, aunque ninguno decía nada al respecto. Aquello era lo que más le gustaba a Selina del lugar; que, aunque fuesen unos ladrones, no juzgaban a nadie siempre y cuando les pagasen.
En medio de un montón de armas mal repartidas, Selina encontró un colgante con una piedra de color verde engarzada en una superficie plateada. Supuso que se trataba de una esmeralda que debía haber sido robada, ya que costaba más dinero de lo que una joya tan simple debía valer. Independientemente de eso, no le importó pagarlo. Era consciente de que su padre jamás le hubiese dejado comprar aquello alegando que, dado que Elizabeth era la hija del gobernador, merecía algo más. Sin embargo, Selina hubiese sido capaz de apostar su tan amado cabello a que a su amiga le haría más ilusión su pequeño obsequio que el costoso vestido londinense.
Tras cumplir su objetivo —y sintiéndose orgullosa de haber encontrado un regalo por sí misma—, se dispuso a regresar a su hogar. Sus pies comenzaron a deshacer el camino que habían recorrido, pero se detuvieron cuando parte de una curiosa conversación llegó hasta sus oídos. Tratando de disimular, Selina agudizó sus sentidos en dirección a dos hombres que acababan de salir de una ruidosa cantina.
—La maldita mujer ha desvalijado a la mitad de la taberna —se quejaba uno, hablando varios tonos más alto de lo normal. Estaba claro que llevaba bastante alcohol en la sangre—. Yo no he apostado porque ya había escuchado hablar de ella y estoy seguro de que hace trampas. Nadie puede tener tanta suerte.
—A mí me han contado que es una bruja —respondió el más bajo de los dos— y que por eso siempre gana. Dicen que es pelirroja porque hace sacrificios con sangre humana.
Mientras el sonido de las voces iba disolviéndose poco a poco, Selina fue incapaz de reprimir una carcajada que, por suerte, nadie de su alrededor estaba en condiciones de escuchar. Sabía exactamente de quién estaban hablando, y, aunque era consciente de que lo más sensato era regresar inmediatamente a su mansión, la palabra «prudente» no estaba en su diccionario. Por ello, prometiéndose a sí misma que no tardaría más de lo necesario, se aventuró a subir las escaleras de la taberna mientras esquivaba el cuerpo de un hombre que roncaba sin ningún tipo de pudor.
El establecimiento era lo más antihigiénico que Selina había pisado en su vida, aunque bien pensado, tampoco es que la muchacha hubiese estado en demasiados lugares. Se trataba de un edificio fabricado exclusivamente con madera que, con el paso de los años, se había desgastado notablemente. Además, como broche adicional, los clientes acostumbraban a escupir en el suelo por motivos que Selina jamás llegó a comprender. Sin embargo, eso a ojos de la chica era una nimiedad, puesto que lo que más le disgustaba era el olor a alcohol, el exceso de ruido y, sobre todo, la cantidad de individuos ebrios que poblaban el local.
Pese a todo aquello, era uno de los lugares que más frecuentaba porque sabía que era el único sitio donde podía encontrar a lo más cercano que tenía a una amiga después de Elizabeth.
Ocultó bastante bien la mueca de desagrado que esbozó apenas fue recibida con el fuerte olor de varios licores. Tras recorrer la estancia con sus ojos castaños, encontró a la persona que estaba buscando. La mujer pelirroja de la que hablaban, cuyo nombre era Malia, estaba sentada en una mesa frente a un personaje que lucía bastante nervioso. A juzgar por cómo se pasaba la mano por la frente, Selina fue capaz de suponer que incluso estaba sudando. Por el contrario, su adversaria era la serenidad personificada.
Ambos estaban enzarzados en un juego de cartas en el que habían apostado una considerable suma de dinero, lo cual era notable debido a la gran cantidad de monedas doradas que había sobre la mesa. Durante un tiempo ambos contrincantes se quedaron estáticos, cada uno mirando sus propias cartas. Hasta que, tras meditar unos segundos —o fingir que lo hacía—, Malia lanzó otras cinco monedas junto a las demás, depositó una carta sobre la mesa y, por último, sonrió al contemplar la expresión de derrota de su adversario.
—No tengo nada que hacer —se resignó el hombre, mientras lanzaba las cartas de mala gana sobre la mesa y se ponía en pie—. Me retiro.
Selina aprovechó el momento en el que el varón se alejaba para acercarse a la mesa donde los espectadores de la partida —algunos compañeros de Malia, otros simples clientes— celebraban eufóricos la victoria. Aunque, al parecer, no todos estaban tan contentos, porque entre ellos también habían hecho apuestas sobre quién ganaría y algunos habían perdido.
Aprovechando el jaleo, la castaña se adueñó de la silla que hace unos segundos había estado ocupada por el segundo jugador. Malia, que en ese momento estaba contando las monedas, alzó la mirada algo cansada suponiendo que otra persona querría retarla. Aunque admiraba a sus oponentes por tener el valor de enfrentarse a ella, también le aburría un poco jugar porque tenía la certeza de que iba a ganar. Sin embargo, su expresión de hastío se transformó en una sonrisa cuando se dio cuenta de que era Selina quien había ocupado el asiento.
—Vaya, mira a quién tenemos aquí —canturreó la pelirroja—. ¿Vienes a desafiarme?
—No se me ocurriría enfrentarme a la persona que me enseñó a jugar —confesó Selina—. Básicamente, porque seguro que hay varios trucos que aún no me has contado.
—Bien pensado —respondió Malia, agrandando su sonrisa—. Entonces, en lugar de eso, invitaré a una copa a mi compañera de juego.
—No, ya sabes que no bebo. Y además, esta noche no puedo quedarme demasiado. Solo entré para saludarte —y, al observar una mirada de ligera confusión por parte de la pelirroja, procedió a explicarse un poco más—. Fuera escuché a un hombre hablar de que una mujer estaba teniendo demasiada suerte y ganando mucho dinero. Y al momento supe que hablaba de ti.
La mayor chasqueó la lengua mientras alzaba la mano en dirección al tabernero, quien en menos de veinte segundos ya le había servido un vaso doble de whisky que Malia no tardó en llevarse a los labios. Selina siempre se había preguntado cómo era capaz de tolerar tan bien el alcohol. A juzgar por el camarero, él compartía la misma duda, aunque el hombre jamás se atrevería a cuestionar a su mejor cliente del día.
Selina, en realidad, le debía muchísimo a esa mujer, ya que se conocieron en unas circunstancias no muy favorables para ella. Una noche, cuando tenía dieciséis años y muy poca experiencia con respecto a sus escapadas nocturnas, fue atracada por un hombre que estuvo a punto de secuestrarla. No lo logró gracias a la aparición de Malia, quien se enfrentó al agresor y consiguió que liberase a la castaña.
La pelirroja, al mismo tiempo, le había tomado cierta admiración a la chica. En un principio pensó que aquella sería la primera y última vez que viese a Selina, pero, cuando pasados unos meses se encontraron de nuevo, se dio cuenta de lo mucho que se había equivocado. La joven francesa no se había acobardado, sino que había usado esa experiencia para aprender de ella. Y, a partir de ese momento, se acostumbró a salir siempre de casa envuelta en una capa y con un cuchillo —que, por fortuna, nunca se había visto en la necesidad de utilizar, porque no se sentía capaz— oculto en uno de sus bolsillos interiores.
—No se trata de suerte, sino de ingenio. Aunque no espero que lo entiendan —se quejó la mayor—. En fin. ¿Estás segura de que no quieres que juguemos en pareja? Estoy segura de que podríamos embaucar a un par de personas para que se atrevan a enfrentarse a nosotras. Y, como siempre, repartiríamos el dinero a medias.
—Me sentiría tentada a decirte que sí, pero como ya te he dicho antes, no tengo tiempo.
—Bueno, al menos te has pasado a saludar —murmuró Malia, mientras comenzaba a barajar las cartas con destreza—. Llevo en París dos semanas y me parecía raro que no nos hubiésemos cruzado. Ya pensaba que no aparecerías por aquí —confesó la pelirroja, justo antes de dar un largo sorbo a su bebida.
—¿Eso significa que me echabas de menos?
—Eso significa que extrañaba poder hablar con alguien que no fuese ninguno de estos —corrigió, mientras señalaba al grupo de hombres que la acompañaba—. Es agradable que alguien hable tu idioma.
Una de las cosas que más le gustaba a Malia de Selina era que sabía hablar inglés de manera bastante fluida. La pelirroja viajaba a menudo a varios países y, de haber querido, hubiese aprendido francés sin ningún tipo de complicación. Pero, simple y llanamente, no le había apetecido hacerlo. En su lugar, se conformaba con aprender unas cuantas frases básicas para poder sobrevivir.
Lo cierto era que no se molestaba en conocer otras lenguas porque no tenía ninguna motivación por hacer amigos. Sin embargo, reconocía que se alegraba de haberse encontrado con Selina y sus ocurrentes comentarios. Gracias a eso, había encontrado a una perfecta compañera de apuestas, puesto que la castaña comprendía y memorizaba sorprendentemente rápido las reglas de los juegos. Incluso las de los más enrevesados.
—La verdad es que he estado evitando venir a este sitio —confesó Selina, sin entrar en detalles—. Yo también viajaré pronto, ¿sabes? Así que supongo que el destino ha querido que nos encontremos hoy —la mayor esbozó una mueca de disgusto mientras, de nuevo, tomaba un trago del líquido transparente.
—No estoy de acuerdo. El destino no sirve para nada.
—¿No crees que exista?
—Por supuesto que creo. Solo digo que es inútil, porque siempre se puede escapar de él.
—Es posible. Pero estoy segura de que, si realmente tenemos un camino marcado y decidimos seguir otro, eso traerá consecuencias.
—Todo trae consecuencias —replicó Malia amargamente—. La vida en sí es una consecuencia tras otra. —Y, buscando cambiar de tema, preguntó:— Por cierto, ¿puedo saber a dónde irás?
—Quizá algún día te lo cuente —respondió sinceramente la castaña, mientras se ponía en pie al recordar que debía marcharse—. Por el momento, solo puedo decirte que regresaré. Así que espero que vuelvas a pasarte pronto por Francia.
—Lo haré. Sabes que no puedo resistirme al champagne.
Selina emitió una melódica risa justo antes de salir de la taberna. Sus conversaciones normalmente eran un poco más largas, pero siempre terminaban así. No había ni despedidas, ni promesas de amistad, ni palabras innecesarias. Eran simplemente dos personas que se llevaban bien cuyas vidas, de vez en cuando, se entrelazaban.
No se consideraban amigas, pese a que en otra vida estaban seguras de que podrían haberlo sido. Sin embargo, debido a la situación particular de cada una, ninguna había sido del todo sincera con la otra. Selina, por miedo a ser descubierta por su padre y por temor a ser secuestrada a cambio de un rescate, no le había contado a Malia cuál era su posición social. De hecho, para no ser relacionada con la familia Delacroix, ni siquiera le había confesado su nombre real, sino que se hacía llamar «Linn».
Por su parte, Malia había obviado un detalle bastante importante: viajaba por todas partes porque era la capitana de un barco pirata. Era evidente que navegaba, pero todo aquel que la veía junto a su tripulación pensaba únicamente que se trataba de un grupo de marineros que comercializaban con artículos de poco valor. La pelirroja no era una persona vanidosa, por lo que lo prefería así, puesto que los piratas cada vez estaban menos aceptados socialmente y prefería ahorrarse peleas sin sentido. Además, bastante tenía que aguantar en su día a día. Estaba harta de escuchar teorías acerca de que era una bruja o de que sabía hacer magia basadas en fundamentos tan absurdos como que era pelirroja o demasiado inteligente.
A menudo, se preguntaba hasta dónde podía llegar la estupidez humana.
~🏴☠️~
TREPAR POR LA FACHADA REQUERÍA MÁS ESFUERZO QUE BAJAR POR ELLA, pero el lado positivo era que subir evitaba que su temor a las alturas le jugase una mala pasada, puesto que no tenía que estar todo el rato mirando hacia abajo. La emoción de estar en la calle había provocado que se olvidase de lo tarde que era pero, cuando por fin estuvo en su zona segura —también conocida como su habitación—, se dio cuenta de lo cansada que estaba.
Rápidamente se deshizo de la capa y del vestido y los introdujo de cualquier manera en su armario, de donde sacó un ligero camisón de color azul. Acto seguido, se acurrucó entre las sábanas y, a pesar de que creía que podría morir de sueño en cualquier momento, tardó bastante en caer en los brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente, después de catorce largos años, por fin viajaría de nuevo a Port Royal. Estaba más emocionada que en el día de su cumpleaños, pero no por ello menos nerviosa. En el fondo, incluso sentía algo de miedo. Sus expectativas eran muy altas y temía que el viaje no fuera tan maravilloso como ella se lo había imaginado. En general, solo pedía tres cosas: primero, que su padre le permitiese entrar en el océano aunque solo fuese un instante; segundo, deseaba con toda su alma que no hiciese demasiado calor, puesto que no lo toleraba; y, tercero y más importante, que la Elizabeth a la que viese en persona tuviese la misma personalidad que la Elizabeth con la que tan a menudo se escribía.
Las muchachas se habían conocido un año antes de la muerte de la madre de Selina, cuando aún eran muy pequeñas. Había pasado tanto tiempo que ni siquiera recordaban sus caras. Sin embargo, llevaban escribiéndose desde entonces e intercambiándose secretos como solo dos mejores amigas saben hacerlo. Selina, por ejemplo, sabía del enamoramiento que la rubia sentía por el herrero de su ciudad; mientras que la británica era consciente de las salidas nocturnas de su amiga y de su pasión por el océano.
Finalmente, mientras soñaba despierta, la castaña consiguió quedarse dormida durante unas breves aunque profundas horas.
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