Capítulo 42


La noche cayó y, a pesar de haber superado su marca de tiempo conduciendo, Angie no se sentía harta. Sin embargo, su falsa calma no tardó en verse interrumpida por una llamada. Como tenía el móvil conectado al coche, pudo contestar sin necesidad de sacarlo de su bolsillo. La joven leyó el nombre de su madre en la pantalla, lo que la hizo perder tranquilidad. Tragó saliva y preparó su mejor mentira antes de contestarle.

—Hola, mamá —susurró ella.

—¿Dónde te encuentras? —interrogó Valeria—. Creo que es obvio que no estás en casa.

—Fui con Kari, voy de regreso —mintió.

La escuchó suspirar del otro lado, junto a un par de voces apresuradas.

—¿Ya comiste? —preguntó preocupada.

—Sí, ¿y tú? —rio, cerró el vidrio para evitar que algún sonido la delatara. Aunque no sabía si después de ese viaje volvería a casa.

—Comí lo del hospital y ya me hartó, mañana estoy libre, creo que prepararé alguna de las recetas de tu abuela, sé que te encanta la comida mexicana.

«Aunque puede que no llegue a probarla otra vez», pensó Angie, apretó el volante hasta dejarse los nudillos blancos y sintió los ojos escocer.

—Tengo que irme... —suspiró, continuaba con la vista al frente porque a esas alturas del camino no podía hacer más que seguir avanzando, además, una parte de sí misma quería llegar a un punto sin retorno—. Os quiero muchísimo.

Angie sonrió con amargura y una lágrima se resbaló por sus mejillas.

—Yo también, por favor, sé juiciosa y cuídate.

Y en vez de decirle algo, Angie colgó y desconectó el bluetooth.

Dos años antes

Álex tenía en una mochila el dinero que había ganado empeñando sus cosas y también el que llevaba ahorrando desde hace meses. Necesitaba muchísimo, ya que no solo debía pagarse el tren hasta Braganza, también el hospedaje y comida para subsistir en lo que encontraba un lugar en donde aceptaran contratarlo a pesar de no dominar el portugués y tener menos de dieciocho años. El joven debía hacer un par de paradas antes de ir a la estación y no volver jamás.

Aunque no lo deseaba y la idea lo intranquilizara, tenía que dejar a Angie y despedirse.

La citó en una cafetería cercana al instituto, la misma a la que iban a desayunar en lugar de asistir a sus clases de la mañana. El sitio le traía recuerdos de aquellos buenos tiempos en los que su vida no era todavía un desastre, antes de que fuera cayendo al pozo en un efecto dominó imparable y se viera obligado a marcharse para permitir que los demás estuviesen tranquilos.

A pesar de no tener hambre, Álex deseaba comer torrijas de ese lugar por última vez. Se acomodó en uno de los bancos de la parte trasera, ya que así se sentía menos expuesto. Él aprovechó la soledad en la que se encontraba esa parte y sacó el dinero que acumuló, quería contarlo y hacer obsesivos cálculos para comprobar si debía también empeñar su móvil.

En un acto de paranoia, Álex protegió el efectivo, rodeándolo con los brazos y bajando la cabeza. Aunque fue difícil, se las ingenió para poder contabilizarlo en esa posición. Como últimamente era incapaz de concentrarse y sentía que los números, letras y explicaciones se dispersaban en el aire, se ensimismó dentro de una burbuja. Sin embargo, su móvil comenzó a timbrar.

Frustrado, barrió con sus brazos el dinero para hacerlo caer en el colchón del gabinete. Miró al suelo, asegurándose de que ningún billete cayera. Si perdía el dinero todo su plan iría por la borda, junto con su futuro y presente.

Una vez comprobó que estuviera bien, sacó el móvil de su bolsillo, cogió valor con un suspiro y desvió la llamada de su madre para abrir su chat.

[Pao: ¿Dónde te has metido? Dijiste que volverías temprano.]

[Álex: Lo siento.]

[Pao: Más te vale que no sea alguna tontería... Tenemos que detener esto.]

[Álex: Únicamente pensaba en mí, pero entiéndeme, no puedo parar.]

El joven tragó saliva, dejó el aparato boca abajo y esperó a que vibrara dos veces seguidas antes de responder.

[Pao: Lo que necesitas es tratarte.]

[Pao: ¿Qué estás haciendo ahora?]

[Álex: Estoy bien. Lo siento por todo]

[Pao: Cuídate y sé juicioso, por favor]

Escondió el aparato dentro de su mochila, si seguía charlando con ella no tardaría en delatarse o en herirla más. Regresó el dinero a la mesa para continuar contando en la misma incómoda posición de antes, pero de nuevo este no dejaba de timbrar y vibrar.

Cansado, Álex lo sacó y escribió un último mensaje a su madre.

[Álex: Te quiero muchísimo.]

Aunque su pecho y cabeza dolían, tenía todavía la suficiente lucidez para bloquear el número. Apagó el móvil y lo escondió otra vez dentro de su mochila. Era mucho más doloroso si seguían en contacto, por eso lo hizo. Despeinó su cabello en señal de desesperación y cerró los ojos con fuerza, intentando reprimir su llanto.

No podía darse el lujo de llorar, no cuando estaba por verse con Angie para terminar la relación.

Ben despertó sin una noción clara de donde se encontraba, sin embargo, al ver por la ventana un paisaje coloreado por la noche, recordó que estaba huyendo de sus problemas junto a Angie. Después de tallarse los ojos, la observó con atención. Tenía las manos en el volante y la postura perfecta en el asiento, pero los orbes dorados se encontraban enrojecidos, era obvio que había llorado.

Miró después al reloj del radio, era casi media noche.

—Angie, deberíamos parar, debes descansar —sugirió él—. Me preocupa que estés conduciendo hasta la madrugada.

Ella tomó una bocanada de aire.

—¿Te da miedo que me accidente? —inquirió hostil.

—No, es porque me preocupas.

—Busca en mi móvil si hay un pueblo cercano por aquí o algún hotel baratísimo —ordenó ella.

El joven obedeció, cogió el teléfono y lo desbloqueó usando una contraseña que todavía no olvidaba. Para su sorpresa, no había mensaje alguno de los padres de ella, pero prefirió obviar ese detalle. Buscó en la aplicación de mapas y esperó impaciente el resultado, ya que no contaban con buena señal debido a las montañas que los rodeaban.

Por fortuna para ambos, había un modesto hostal a unos cuantos kilómetros, solo debían desviarse un poco del camino para llegar. Activó las indicaciones y dejó que la voz robótica del asistente le dijera a Angie por dónde moverse.

—Me molesta su voz —expresó ella.

—Me gustaría que estos robots tuvieran voces de algún famoso o que permitieran usar la de alguien más —agregó Ben—, estaba leyendo un artículo sobre que eso sería posible con redes neuronales.

—Joder, unos meses en la capital jugando al programador y ya crees que puedes hablar como un ingeniero urbanito.

—Un año en mi pueblo y ya te has vuelto huraña y cotilla. —Rodó los ojos.

—¡Cotilla siempre he sido! —objetó—. Volviendo a lo de tus redes de neuronas, me fliparía poner tu voz de asistente. Así sería como siempre estar en bachillerato teniéndote de mi tutor.

—Voy a hacer de cuenta que eso es un cumplido.

La iluminación de un poblado les indicó que estaban por llegar. Angie tuvo que reducir la velocidad y volver a conducir con toda prudencia por estrechas calles tapizadas de piedra de río. El hostal estaba en la entrada del pueblo, se trataba de un inmueble pequeño con decorados rústicos y una fuente que no servía en el patio de enfrente. El estacionamiento tenía un único cajón desocupado, lo que los hizo pensar que poseían absurda.

Angie se encargó de pagar una habitación para ambos, lógicamente pidió la que tenía una sola cama y baño incluido, lo que le costó algunos pesos extra que no tuvo reparo en entregar. Ben no pudo evitar sorprenderse por esa facilidad, pero prefirió no decir nada. Con las llaves en manos, ambos subieron por unos escalones que rechinaban y caminaron por un estrecho pasillo hasta la segunda puerta. Dentro del cuarto lo primero que hizo Angie fue despojarse de sus zapatillas y tirarse boca arriba en la cama.

—Hazme compañía —pidió ella, miró a Ben, quien se encontraba con la espalda recargada en la puerta.

Él sonrió, hizo lo que le solicitó y también se acostó boca arriba, quedando cerca de Angie. En lugar de mirarla, se enfocó en el techo en ruinas que tenía encima, pero las frías manos de la joven sujetando una suya no tardaron en acaparar su atención. Entrelazaron los dedos y ella gateó hasta que sus rostros coincidieron. Se miraron a los ojos con complicidad, Angie hizo su cabello hacia atrás y agachó la cara lo suficiente para sentir su aliento.

Estuvieron largo rato así, chocando narices y sintiendo una corriente eléctrica entre sus bocas, invisible, pero casi tangible. Ben puso sus manos en las mejillas de ella y subió las comisuras de los labios remedando una sonrisa, mientras, Angie maniobró para quedar encima, sentándose en su pelvis y colocando las manos en su pecho. Volvió a agacharse, ahora pegando sus labios con los suyos, dándole un beso largo y apasionado. Al separarse, ella se quitó de encima y se acostó, haciéndole a Ben una seña para que se acercara.

Él se arrastró por la cama hasta quedar frente Angie, colocó una mano en sus muslos cubiertos por unas medias oscuras y los acarició, recorriendo con las yemas de sus dedos toda la extremidad. Después, los separó con cuidado para acomodarse entre sus piernas delgadas. Angie puso las manos en su espalda, él volvió a besarla, dejando una leve mordida en sus labios.

—No tienes idea de cuánto te extrañé —mencionó Angie entre jadeos.

Aunque la expresión de la joven intentaba mostrar picardía, a Ben le parecía ver algo distinto. Se quedó quieto, ya no se sentía a gusto con la idea de tener sexo en ese momento.

—Yo también te echaba de menos —resopló, desvió la mirada y se separó, acostándose a su lado.

Ben culpó de esa incomodidad a la combinación del todo y a cómo, dé un momento a otro, su vida volvió a cambiar gracias a sus decisiones impulsivas.

—Creo que es un poco pronto para que follemos otra vez —dijo ella, se arrastró por la cama y recostó la cabeza en el pecho de Ben.

—¿Qué haremos después de llegar a la playa? —interrogó mientras acariciaba sus cabellos—. ¿Seremos fugitivos?

—Llévame a vivir contigo a la ciudad —susurró al mismo tiempo que cerró los ojos.

Sin dudarlo y a sabiendas de lo que implicaba, él movió sus manos hasta la espalda de ella y la acercó a su cuerpo, haciendo que el contacto fuera aún más estrecho. Angie, aunque algo contrariada, no tardó en comprender que esa era la forma que él tenía de decirle que aceptaba llevársela.

Angie esperaba encontrarse con un clima cálido, con el sol en su máximo esplendor alumbrando un cielo azul y libre de nubes grises, sin embargo, lo que se encontró fueron calles tapizadas con una ligera capa de nieve y un frío todavía más intenso que el que hacía en su pueblo. Aunque al principio se sintió decepcionada, su percepción cambió cuando un eufórico Ben sacó la cabeza por la ventana para admirar con más detalle el punto en el que el océano apenas se distinguía del cielo.

El joven sentía su rostro congelarse, aunque no quería regresar a su asiento, se vio tentado a sacar su móvil y tomar montones de fotografías que saldrían mal, sin embargo, recordó que de hacerlo se encontraría con mensajes y llamadas preguntando en dónde estaba.

—Es tan guay —expresó él sin incorporarse—, tía, vayamos a la playa.

—Fijo a que nos vamos a cagar de frío —replicó burlona—, pero te voy a hacer caso solo porque pareces un niño.

Ben no respondió, seguía con medio cuerpo fuera del coche, le fascinaba el contraste entre el mar al fondo y las montañas nevadas al otro extremo. Angie, en lugar de sacar el móvil, se dejó guiar por los señalamientos en la carretera y pidió no perderse en ese pueblo que desconocía por completo. Pasó por donde algunas casas antiguas, hoteles que parecían palacios y también por edificios que contrastaban con el resto de la arquitectura. El malecón se alcanzaba a ver detrás de estos inmuebles y Angie, contagiándose de la emoción de su compañero, aceleró para que llegar allá lo antes posible.

El primero en bajar fue Ben, quien apenas y esperó a que ella terminara de estacionarse para correr al mirador y estamparse contra los barrotes pintados de azul. Subió los pies a uno de los tubos y se estiró para sentir más de cerca la potente brisa marina. El oleaje golpeaba unas enormes rocas y le salpicaba el rostro con pequeñas gotas de agua salada.

A unos metros, se encontraban las escaleras para bajar a la arena, misma que esa mañana estaba también tapizada de blanco.

—Tenemos que venir en verano, cuando la playa es azul —mencionó ella.

—Me parece más guay así.

Ben cogió la mano de Angie y le dio un leve tirón, invitándola a bajar. Hizo la cabeza de lado, pero después su boca formó una sonrisa. El joven la condujo con ansias por una acera desierta y húmeda. Bajaron las escaleras con las manos entrelazadas, encontrándose con una extraña combinación entre fina arena y nieve. Sus pasos crujían bajo esta, generando un sonido curioso que no tardó en hacer que se dedicaran una sonrisa de complicidad.

Angie también se maravilló con ese espectáculo y en lugar de seguir caminando, soltó la mano de Ben, se agachó para recoger nieve del suelo y preparó una munición.

Él se alejó dos pasos y la señaló con un gesto divertido.

—Me habías prometido una guerrilla —aseveró ella, sentía la nieve derretirse en sus manos—, cumple tus promesas, no seas traidor. —Lanzó la bola.

—¡Avisa! —Ben corrió para esquivar la nieve.

Este también se colocó en cuclillas e improvisó una munición. Cuando se incorporó, Angie ya tenía una entre las manos y en lugar de lanzarla, comenzó a correr con Ben detrás.

Ambos reían como en los tiempos en los que eran un par de niños, arrojaban las municiones y maniobraban para recoger más nieve sin que el otro los alcanzara. A pesar de la felicidad que sentía y lo mucho que se estaba divirtiendo, el joven no tardó en percibir la factura física de sus impulsos. La pierna dañada comenzó a dolerle, y aunque al principio lo quiso ignorar, el malestar no tardó en hacerse intolerable. Se detuvo en seco, lo que provocó que Angie lo acribillara con pequeñas municiones de hielo.

—¿Ya te cansaste? —le preguntó ella con una sonrisa burlona.

Él negó y, sin importarle nada, se sentó en la nieve para descansar.

—Es la pierna, no ha dejado de putearme —replicó fastidiado.

—Joder, me hubieras dicho. —Preocupada, Angie se agachó en cuclillas y colocó una mano en la extremidad dañada—. Voy a buscar un doctor.

—No es necesario —avisó, se retiró los guantes y frotó sus manos en esa pierna—, es el frío. Con descansar un rato se pasa.

—Más te vale —amenazó.

Ella se abrazó a sí misma, el dejar de moverse hizo que el frío empeorara.

—¿Te presto mi chaqueta? —interrogó él.

—Tío, si esto te pasa es porque te estás congelando. No seas gilipollas. —Rodó los ojos—. Quédate aquí, iré por mi gabardina al coche.

La joven dio media vuelta y, todavía abrazándose a sí misma, se dirigió a los escalones de piedra. Ben observaba como su figura se hacía cada vez más pequeña, llegaba a perderse y volverse únicamente un punto negro en el paisaje. Él escondió las manos en los bolsillos de su chaqueta, al sentir su móvil, la tentación fue tan insoportable que terminó por sacarlo y encenderlo. Se levantó de la arena y cojeó hasta acercarse a donde empezaba el agua. El móvil prendió su pantalla y no tardó en comenzar a vibrar en sus manos, tanto que incluso lo incomodó.

Observó el manto acuífero que tenía enfrente y, sin importarle su malestar físico, metió los pies en el líquido helado. Tragó saliva y revisó la sarta de notificaciones que tenía, eran mensajes y llamadas de Bel, también de su padre, de Paola, de sus amigos, de números desconocidos y para su sorpresa, también de su madre. En el chat de su hermana tenía cerca de setenta mensajes y se dispuso a ojear todos. Al principio eran simples preguntas, después reclamos, y luego audios donde se le escuchaba entre preocupada y enfadada.

«Es una niña», pensó mientras sonreía con amargura.

Sin embargo, al reproducir el último audio no pudo evitar sentir los ojos escocerse. Ella lloraba al mismo tiempo que lo insultaba, le reclamaba por ser egoísta e insensato, recordándole el daño que les hacía otros con sus acciones. Pero fue hasta la última oración que él empezó a quebrarse:

—Al menos dime dónde estás, prometo no decirle a nadie. Eres mi hermanito, por eso debo cuidarte. Te quiero.

Sin pensárselo dos veces, Ben marcó su número, necesitaba hablar con su hermana.

—¡¿Benny?! —preguntó alarmada del otro lado del teléfono.

Escuchó murmullos. Bel tenía el altavoz encendido y era obvio que sus padres estaban ahí, cosa que lo intranquilizó.

—Te dije que es Ben. —Resopló.

—¿Dónde has estado? —lo interrogó su padre—. Tenemos que ir por ti.

Él tragó saliva.

—Por ahí —sonrió como si fuesen capaces de verle—. No os preocupéis por mí, ya no soy un crío.

—Pero te comportas igual a uno. —Esa vez, quien habló fue su madre—. ¿Por qué te piraste así?

—¿Lo sabéis todo? —les preguntó. Se encontraba ansioso, dio un paso al frente para adentrarse más en el agua.

—Nos lo dijo todo la tal Paola. Que tuvo que llevarte al psiquiatra y al psicólogo y que estás peor que antes —replicó la mujer.

—Lo sé, por eso me fui. Siempre quisiste tener un hijo, ahora va a ser así. —Dio otro paso al frente.

—¡Cállate! ¡Solo lo empeoras! —le reclamó Bel a su madre.

—¡Es en parte tu culpa que le haya pasado eso! —añadió el hombre.

—¡Basta! —exclamó Ben con hartazgo—. Dejadla en paz, que ella lo único que quería era que yo lograra cosas. Soy yo el que ha fallado en todo.

—Por favor, no digas eso —irrumpió su madre.

—Es la verdad, tú y yo lo sabemos —aclaró, dio otro paso al frente, mientras los ojos se le ponían vidriosos—. Solo cometo error tras error y molestia tras molestia.

—Vuelve y ponle fin a esta locura —le ordenó su padre.

Se apresuró a caminar más al frente, haciendo que el agua le cubriera hasta la cintura. El oleaje era agresivo, le salpicaba en la cara y Ben sabía que no tardarían en tragárselo. Pero eso quería, que se terminara y el telón de su vida se cerrase antes de despertar en una pesadilla.

—¡Entonces acabaré con todo! —respondió y después arrojó el aparato al agua.

Cojeó más rápido, sin detenerse y sin temor al agua. Pronto, una ola le cubrió completamente, intentó nadar contra ella para seguir adentrándose, y aunque lo consiguió, su pierna volvió a molestar. Ya sabía que no podía nadar, pero no se intranquilizó, solo aceptó que otra lo cubriera, esta vez, hundiéndose sin que pudiera salir.

Simplemente cerró los ojos y dejó de luchar.

Sin embargo, una mano sujetó la suya y se encargó de hacerle sacar la cabeza del agua. Abrió los ojos para encontrarse con la mirada angustiada de Angie, quien se aferró a él y nadó así hasta la orilla. Ben volvió a cerrarlos y subió las comisuras de los labios ante el absurdo de sus acciones. Pronto, las olas se escucharon más lejanas, los pies volvieron a la arena y la brisa marina le calaba los huesos.

Angie se le tiró encima y con lágrimas en los ojos le dio una bofetada.

—¡¿Qué coño hacías?!

—No lo sé.

Ella hizo el ademán de querer pegarle otra vez, pero en lugar de eso, se agachó para abrazarlo y llorar en su pecho.

—Te ibas a ir como él... —susurró entre lágrimas—. Me ibas a dejar como me dejó Álex.

Ben abrió los ojos tanto como pudo, colocó una mano en la espalda de ella y se insultó un millón de veces.

—No podemos seguir así. —Resopló.

Se sentó con todo y Angie encima.

—¿De qué hablas? —interrogó sin parar de llorar—. ¡¿Me vas a abandonar como lo hizo Álex?!

El joven mordió su labio inferior, mismo que no dejaba de temblar. Odiaba la situación y se cansó de seguir evadiéndose.

—Esto no es lo que necesitamos, Angie.

—¡Lo que yo necesito es que tú nunca me abandones! —se separó, colocó las manos en sus hombros y le clavó sus ojos llorosos.

—Lo que yo necesito es internarme en un hospital mental —confesó en voz baja, era la primera vez que pronunciaba juntas esas palabras.

—¡¿Qué?!

—Por eso regresé al pueblo, porque necesitaba decírselo a mis padres y a Bel, se supone estaré dos semanas allá —relató con pesadez—, me habían acompañado con la intención de supervisar que no hiciera nada estúpido, pero lo hice y me comprobé a mí mismo que en serio enloquecí.

Ella abrió los ojos, sorprendida, la respiración se había vuelto agitada y sentía en el pecho una estaca que no la dejaba tranquila.

—Más bien, nos volvemos locos juntos —mencionó Angie, repitiendo las palabras que Álex le dijo en esa última llamada—. Y no se supone que el amor haga eso.

—Hay que acabar con este desastre, ya vimos que huir juntos no es la solución mágica a todos nuestros problemas.

Angie sacó el móvil del bolsillo de su gabardina, estaba empapado e inutilizable, aun así, pensó en que padres estarían buscándola y también en el daño que les haría si se iba así de sus vidas.

La joven le sonrió con amargura y Ben le devolvió aquel gesto. Sujetaron sus manos, entrelazando los dedos y enfocaron la mirada en el agresivo oleaje. Ambos tenían la misma idea, era cuestión de que la expresara alguno para poder llevarla a la práctica.

—¿Sabes? —Ella rompió el silencio, limpió los ojos con el dorso de la mano—. Los grandes desastres como nosotros debían desaparecer para dar paso a la calma.

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