Capítulo 41
Cuando Ben vio a su padre y a Bel esperándolo en una de las mesas de un puesto callejero de pizza, consideró dar media vuelta y regresar al hotel, explicarle a la indulgente Paola que no pudo con el reto y que lo volviera acoger en su piso como lo estuvo haciendo los últimos tres meses. El joven tomó una bocanada de aire, se encontraba avergonzado por haber regresado de ese modo, con la cabeza agachada, el pánico carcomiéndole el pecho y su salud mental en su punto más bajo. Las fuertes palabras de su madre acosaban sus pensamientos, escuchaba su voz diciéndole lo débil que era y el cómo nunca dejaría de ser un incapacitado que los obligaba a gastar dinero.
«Concéntrate en el presente», se exigió a sí mismo. El terapeuta que ahora llevaba su caso le recomendó mirar a su alrededor para librarse de aquellos pensamientos invasivos. Debía prestar atención a lo que sucede y dejar en tercer plano amenazas imaginarias que se sentían auténticas.
Se dio una bofetada mental y caminó con prisas por la acera para acercárseles. Respiraba con profundidad, sintiendo como el aire entraba por los pulmones, lo exhalaba con lentitud y repetía la acción. Cuando se encontró delante de la mesa, apretó sus párpados y tensó la mandíbula. Se esperaba un regaño, reclamos justificados, un par de bofetadas y burlas a su decadencia, pero, en cambio, lo que recibió fue el asfixiante abrazo de su melliza.
Bel apoyó la cabeza en su pecho, aferró las manos a su espalda y se permitió llorar. Era claro que ella no volvería a dejarlo ir. Ben le respondió, plantó bien los pies en el suelo para no caer por la presión y cuando estuvo a punto de irse de espaldas, sintió unas manos grandes impidiéndoselo. Él ni siquiera tuvo que girar para saber que eran las de su padre. Estuvo a punto de unirse a las lágrimas de su melliza, pero fue capaz de controlarse. Sentía que, si dejaba que estas salieran, no pararía hasta que el agotamiento se las secara. Así como sucedió en el consultorio del psicólogo la vez que Paola lo forzó a ir.
—Lo siento —susurró, frunció los labios y se obligó a controlarse.
—Te detesto —masculló Bel, cortó el abrazo para empujarlo y observarlo enrabiada—. Te odio, pero no dejaré que vuelvas a cagarla así.
—Te has comportado como un inmaduro —aseveró su padre. Ben giró la cabeza y se sintió de nuevo un niño pequeño a punto de ser retado—, desde ahora en adelante, me encargaré de vigilar que hagas bien las cosas.
—¿Podemos hablar de eso después? —sugirió incómodo, había algo que debía decirles y esa fue la principal razón por la que aceptó que Paola les informara, parcialmente, su situación mental—. Por favor.
Bel de nuevo empujó a su hermano, aunque después le sonrió con amargura. El hombre los abrazó a ambos, imitando una escena que se repetía mucho hace varios años, cuando Ben y Bel no eran más que un par de niños que peleaban por juguetes. Después del conmovedor reencuentro, la familia se percató de que habían acaparado las miradas del resto de los comensales. Sintiéndose avergonzados, volvieron a la mesa de plástico.
—¿Cómo estás ahora? —le preguntó su padre, cogió la carta, pero no se molestó en mirarla, fue más por un tic—. Cuando recibimos la llamada de esa tal Paola estuve a punto de irme a la ciudad con tu hermana.
Ben mordió su labio inferior y negó.
—Estoy mejor ahora. —Resopló él, tamborileó en la mesa—. No había necesidad de eso y menos mal que no lo hicisteis. Paola me ha estado ayudando mazo, vigila que me tome las pastillas como es debido y me convenció de venir.
—¿Y esa mujer tiene una fundación o qué? —interrogó Bel—. Le agradezco un mogollón que nos haya ayudado, pero no me explico por qué hace tanto por ti.
El joven dudó si decirles la verdad o no, al menos a su melliza, ya que sería la única que entendería. A veces, volvía el sentimiento de no ser más que un reemplazo de Álex, sin embargo, las pajas mentales también lo hicieron llegar a la conclusión de que pocas personas en ese mundo absurdo tenían razones para ayudar a un adolescente a punto de ahogarse en el pozo de una depresión clínica.
Paola quería evitar a toda costa que otra persona pasara por esa cruel experiencia.
—Luego os contaré, es algo difícil de explicar, pero no es nada malo —sonrió ansioso—. ¿Qué pedimos? —Cogió la carta y clavó su mirada ahí—. Estoy que muero de hambre.
—Ben —lo llamó su padre—, ¿te sientes listo?
El joven hizo oídos sordos, siguió leyendo la carta. No quería decirles la verdad; que no se encontraba preparado para hacerle frente a su madre y explicarle todo lo que sucedió. Tampoco confesarle al resto de su familia que su salud mental estaba tan deteriorada que era recomendable que no pasara parte de sus vacaciones de invierno con ellos, sino en otro sitio.
—¡Benjamín! —Su hermana colocó una mano en la carta para que la bajara—. Dinos la verdad, ¿cómo te encuentras ahora?
Tragó saliva y comenzó a mover el pie con ansiedad.
—Ya hemos hablado con tu madre —relató el hombre—, aunque ella quiere escucharte a ti.
—Siempre ha sido dura conmigo —murmuró Ben—, estoy nervioso, pero tengo que poder decirle lo que tengo que decirle.
—Cualquier cosa yo intervengo —avisó Bel—, ha prometido no ser tan cabrona contigo.
—¡Belén! —regañó a su hija—. Es tu madre.
—Vale, me he pasado —bufó y cruzó los brazos.
—No tienes que temer, Ben. —El hombre bajó su tono—. Solo quiero saber si puedes hacer esto o hablar con ella después.
—Puedo hacerlo —aclaró él.
Aunque les estaba mintiendo a ellos y también se engañaba a sí mismo otra vez.
Había una parte en el centro del pueblo donde el río se convertía en un delgado canal que se podía saltar con facilidad. El asfalto hizo más estrecha la corriente y, aunque en un pasado era el sitio predilecto para pícnics, ahora no era más que una parte abandonada que ni siquiera las parejas utilizaban de lecho de amor. Apenas y había algunos grafitis en sus muros hechos de piedra de río y, al haber un puente elevado que facilitaba el tráfico, se formaba más sombra y humedad, lo que en esa época de año volvía insufrible el frío.
Ben usaba un par de guantes de cuero para protegerse y una bufanda azul oscuro que contrastaba con la tonalidad pálida de la chaqueta vaquera. Esperaba recargado en un muro que tenía escrito en letras rojas y enormes «muérete». Aunque fumaba para relajarse y ya llevaba preparada parte de su explicación —pues la había practicado mientras viajaba en el coche de Paola—, no podía evitar cuestionarse a sí mismo y a su realidad.
«¿Y si sabe que mentí? ¿Y si me tiene lástima? ¿Y si todo mundo me trata como si fuera un loco? ¿Y si jamás puede ser como antes? ¿Eso era mejor? ¿Si mi madre me viera se avergonzaría de mí?».
Se sentía igual a si caminara en una cuerda floja, porque lograba casi todo lo que se proponía a base de trabajo duro y obstinación, pero le quedaba esa ansiedad de que cualquier empujón podría llevarlo otra vez al fondo de un pozo. Cansado de pasar tiempo a solas consigo, giró a donde se encontraban las escaleras que llevaban a los transeúntes al canal, ya que esperaba a que su hermana nuevamente se apareciera para hablar con mayor libertad de la situación.
Luego de la comida, Ben les mintió con que iría a ver a sus amigos, mientras su hermana dijo que tenía un pendiente por resolver; así ambos lograron librarse de su padre sin levantar sospechas. Bueno, al menos eso creían, puede que el hombre imaginara lo que pasaba en realidad y solo fingiera para permitirles a sus hijos charlar sin censuras.
Miró al reloj del móvil, habían pasado solo cinco minutos desde la hora acordada y se culpó a sí mismo por ser ansioso. Lo que Ben quería era que el tiempo se detuviera para que nunca llegase el momento de la cena y tuviera que enfrentarse a su madre, y de paso, confesarles que en realidad se encontraba peor de lo que pensaban. Por algo, Paola insistió en llevarle y le preguntaba varias veces en dónde estaba.
—¡Ben! —lo llamó una voz femenina que conocía bien.
Sorprendido, alzó la mirada y vio como Bel bajaba el último escalón. El joven dejó su lugar y caminó a donde se encontraba el final de esas escaleras.
—No te lo dije antes, pero te ves diferente —comentó Ben.
—¿Por qué he subido de peso? —inquirió vacilante.
Él negó al mismo tiempo que hizo un ademán con las manos. Bel colocó una mano en su hombro y soltó una pedorreta con la boca. Para no congelarse, los mellizos comenzaron a caminar por la acera, los dos con los dedos escondidos en los bolsillos de sus chaquetas. Ben pateaba una piedra, no la perdía de su campo y la conducía con agilidad, como si fuera un balón de fútbol y de nuevo fuera un jugador estrella.
—Si todo sale bien y paso selectividad, iré a la universidad en septiembre —dijo de repente la joven—. Veo cómo te ha ido y me da miedo no ser suficiente.
—¿Sabes? —Resopló—. Esfuérzate, pero solo hasta donde puedas —se sentía torpe, como si hubiese perdido las habilidades sociales que forjó durante dieciocho años—. No te creas del todo que, si las cosas no te salen bien o que, si no te sientes motivada, es nada más culpa tuya.
—Vale —musitó incómoda.
—Perdona, es que he tenido tantos líos estos meses. —Ben sacó una mano y revolvió sus cabellos—. Necesito mejorar y estoy en eso, pero no es fácil salir de una depresión clínica, eso dice el doctor.
—Dani me contó un poco —confesó—, es tiempo de que arregles las cosas contigo, aunque necesito que te dejes ayudar.
—Lo sé, pero es difícil no sentirme como basura desechable, no después de que Ángela se haya liado conmigo solo porque buscaba un reemplazo para Álex —admitió con dolor—, creo que al final de cuentas debo entender por qué lo hizo.
Bel se detuvo en seco, agachó la cabeza y lanzó un largo suspiro. Ben la imitó y pateó la piedra para hacerla caer al agua del canal.
—No digas eso. —Ella giró y colocó ambas manos en los hombros de su amigo—. Tienes que arreglar las cosas con Ángela también.
—Tía, cuando regresé con Elisa escuché un regaño tuyo de veinte minutos con todas las razones por las que no debía volver con mi exnovia. —Rodó los ojos—. ¿Y ahora me dices que arregle las cosas con Ángela?
—Sí, pero el hecho de que no hayas hablado de frente con ella solo te lastima más y te hace pensar en mierdas.
—Soy un gilipollas. La traté fatal.
—Lo eres, más bien, ambos lo sois. —Resopló—. Ve a hablar con ella, pídele una disculpa. Si tú perdonaste a Elisa no creo que Ángela no lo haga contigo, al menos para que no haya rencores.
—Es que ella y yo éramos dos cínicos de los huevos.
—Por eso durasteis tanto —expresó irónica—, Ben, haz lo que creas correcto, pero no vuelvas a cagarla como lo hiciste en la ciudad.
—Lo prometo. —Subió las comisuras de sus labios, formando una sonrisa rota—. Muchas gracias por todo, Belén Franco. Nos veremos pronto.
Había una parte en el centro del pueblo donde el río se convertía en un delgado canal que se podía saltar con facilidad. El asfalto hizo más estrecha la corriente y, aunque en un pasado era el sitio predilecto para pícnics, ahora no era más que una parte abandonada que ni siquiera las parejas utilizaban de lecho de amor. Apenas y había algunos grafitis en sus muros hechos de piedra de río y, al haber un puente elevado que facilitaba el tráfico, se formaba más sombra y humedad, lo que en esa época de año volvía insufrible el frío.
Ben usaba un par de guantes de cuero para protegerse y una bufanda azul oscuro que contrastaba con la tonalidad pálida de la chaqueta vaquera. Esperaba recargado en un muro que tenía escrito en letras rojas y enormes «muérete». Aunque fumaba para relajarse y ya llevaba preparada parte de su explicación —pues la había practicado mientras viajaba en el coche de Paola—, no podía evitar cuestionarse a sí mismo y a su realidad.
«¿Y si sabe que mentí? ¿Y si me tiene lástima? ¿Y si todo mundo me trata como si fuera un loco? ¿Y si jamás puede ser como antes? ¿Eso era mejor? ¿Si mi madre me viera se avergonzaría de mí?».
Se sentía igual a si caminara en una cuerda floja, porque lograba casi todo lo que se proponía a base de trabajo duro y obstinación, pero le quedaba esa ansiedad de que cualquier empujón podría llevarlo otra vez al fondo de un pozo. Cansado de pasar tiempo a solas consigo, giró a donde se encontraban las escaleras que llevaban a los transeúntes al canal, ya que esperaba a que su hermana nuevamente se apareciera para hablar con mayor libertad de la situación.
Luego de la comida, Ben les mintió con que iría a ver a sus amigos, mientras su hermana dijo que tenía un pendiente por resolver; así ambos lograron librarse de su padre sin levantar sospechas. Bueno, al menos eso creían, puede que el hombre imaginara lo que pasaba en realidad y solo fingiera para permitirles a sus hijos charlar sin censuras.
Miró al reloj del móvil, habían pasado solo cinco minutos desde la hora acordada y se culpó a sí mismo por ser ansioso. Lo que Ben quería era que el tiempo se detuviera para que nunca llegase el momento de la cena y tuviera que enfrentarse a su madre, y de paso, confesarles que en realidad se encontraba peor de lo que pensaban. Por algo, Paola insistió en llevarle y le preguntaba varias veces en dónde estaba.
—¡Ben! —lo llamó una voz femenina que conocía bien.
Sorprendido, alzó la mirada y vio como Bel bajaba el último escalón. El joven dejó su lugar y caminó a donde se encontraba el final de esas escaleras.
—No te lo dije antes, pero te ves diferente —comentó Ben.
—¿Por qué he subido de peso? —inquirió vacilante.
Él negó al mismo tiempo que hizo un ademán con las manos. Bel colocó una mano en su hombro y soltó una pedorreta con la boca. Para no congelarse, los mellizos comenzaron a caminar por la acera, los dos con los dedos escondidos en los bolsillos de sus chaquetas. Ben pateaba una piedra, no la perdía de su campo y la conducía con agilidad, como si fuera un balón de fútbol y de nuevo fuera un jugador estrella.
—Si todo sale bien y paso selectividad, iré a la universidad en septiembre —dijo de repente la joven—. Veo cómo te ha ido y me da miedo no ser suficiente.
—¿Sabes? —Resopló—. Esfuérzate, pero solo hasta donde puedas —se sentía torpe, como si hubiese perdido las habilidades sociales que forjó durante dieciocho años—. No te creas del todo que, si las cosas no te salen bien o que, si no te sientes motivada, es nada más culpa tuya.
—Vale —musitó incómoda.
—Perdona, es que he tenido tantos líos estos meses. —Ben sacó una mano y revolvió sus cabellos—. Necesito mejorar y estoy en eso, pero no es fácil salir de una depresión clínica, eso dice el doctor.
—Dani me contó un poco —confesó—, es tiempo de que arregles las cosas contigo, aunque necesito que te dejes ayudar.
—Lo sé, pero es difícil no sentirme como basura desechable, no después de que Ángela se haya liado conmigo solo porque buscaba un reemplazo para Álex —admitió con dolor—, creo que al final de cuentas debo entender por qué lo hizo.
Bel se detuvo en seco, agachó la cabeza y lanzó un largo suspiro. Ben la imitó y pateó la piedra para hacerla caer al agua del canal.
—No digas eso. —Ella giró y colocó ambas manos en los hombros de su amigo—. Tienes que arreglar las cosas con Ángela también.
—Tía, cuando regresé con Elisa escuché un regaño tuyo de veinte minutos con todas las razones por las que no debía volver con mi exnovia. —Rodó los ojos—. ¿Y ahora me dices que arregle las cosas con Ángela?
—Sí, pero el hecho de que no hayas hablado de frente con ella solo te lastima más y te hace pensar en mierdas.
—Soy un gilipollas. La traté fatal.
—Lo eres, más bien, ambos lo sois. —Resopló—. Ve a hablar con ella, pídele una disculpa. Si tú perdonaste a Elisa no creo que Ángela no lo haga contigo, al menos para que no haya rencores.
—Es que ella y yo éramos dos cínicos de los huevos.
—Por eso durasteis tanto —expresó irónica—, Ben, haz lo que creas correcto, pero no vuelvas a cagarla como lo hiciste en la ciudad.
—Lo prometo. —Subió las comisuras de sus labios, formando una sonrisa rota—. Muchas gracias por todo, Belén Franco. Nos veremos pronto.
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