Capítulo 27

Angie se sentó en la acera, sosteniendo su rostro con las manos y observando al frente. Uno de sus dedos se enredó en un mechón y recordó el tacto de la mano de Álex en su cabeza, un movimiento divertido que o acariciaba o alborotaba. Cada vez que su exnovio la recogía de sus clases de Ballet se encargaba de deshacerle el moño, de entrelazar los dedos en la espesura que liberaba y sonreírle con los ojos achinados, para después pegar sus labios a los suyos.

No tenía mucho que la joven había empezado a odiar pasarse el peine todos los días o amarrárselo en un moño alto. Estaba tan perdida en sí misma que se sentía ajena a algo que siempre tuvo, como lo era su larga cabellera. Además, estaba por comenzar la época de lluvias y eso implicaba exceso de humedad que acabaría por esponjar su melena.

Resopló con nostalgia, a la vez que repasaba las palabras dichas por Dani. Tenía razón a pesar de todo; porque, con menos culpa encima, Angie podía recordar mejor la mano de Álex jugando con su cabello, pero también sentía al fantasma de la de Ben retirándole los mechones de la cara el fin de semana anterior.

—¡Angie! —Escuchó su voz llamándola.

Primero pensó que se trataba de un juego de su mente atormentada, pero después viró la cabeza hacia atrás, dándose cuenta de que Ben se aproximaba. Hizo una expresión sorprendida, que convirtió en una sonrisa sincera al ver que él tenía el mismo gesto. Pronto, el joven se encontró a su lado e intentó sentarse también en la acera. Ella se levantó y lo ayudó a que no perdiera el equilibrio. A pesar de todo, su instinto para cuidar de otros no se marchaba.

—Si querías descansar te hubieras apoyado en la farola —mencionó Angie, dejó de mirarlo y siguió con la atención al frente—. Te vas a hacer daño y eso podría causarte problemas con la cirugía.

—Ya te dije que no me voy a operar. —Resopló.

Angie se mordió el labio inferior; estaba rompiendo muy rápido con su palabra de no involucrarse más con Benny, pero le era imposible quedarse callada.

—Mírame a los ojos —le exigió ella con fuerza—, ¿te has tomado tus medicinas?

—Calma —suspiró incómodo—. No es para tanto, estoy bien. Y no sé qué tiene que ver una cosa con otra.

Ella cerró los ojos y retuvo sus lágrimas, porque sin querer recordó a Álex, y otro temor abstracto se manifestó de nuevo: el de perder otra vez a alguien importante.

—Solo cállate —ladró—. Me cuesta estar tranquila cuando la peña se pone así. Por eso, necesito que me prometas algo o más bien muchas cosas.

—Vale...

—Es un hecho que durante semanas no voy a poder estar detrás de ti por el covid, así que vas a seguir tomándote la medicación como se debe. Y te voy a presionar por mensajes para que no vuelvas a pensar en que no te quieres operar —ordenó.

—Angie, no soy un crío al que debas estar cuidando...

—Y si no lo haces, yo no volveré a dirigirte la palabra —amenazó.

Ben lanzó un largo suspiro y asintió con la cabeza. Había accedido a someterse a esa manipulación y de uno u otro modo, se sentía bien sabiendo que Angie se preocupaba así por él. Aunque no estaba del todo convencido de querer operarse, parecía ser el único en negación junto con su madre. De modo que terminó por acceder a someterse al procedimiento; ahí mismo, justo en el momento en el que tenía a Angie apuntándole con la mirada y amenazándolo con alejarse para siempre si no hacía lo que decía.

—Está bien —suspiró—. Acabamos discutiendo y eso que solo quería hablar contigo para disculparme por lo que sucedió en mi casa.

Ella miró al suelo, a los cordones desatados de sus botas militares, que a su lado tenían las Vans grises de Ben. Eran un par de zapatillas desgastadas por el exceso de uso y que tal vez en un pasado fueron negras.

—Soy rara. —Seguía con la atención en el suelo, pensando en que, así como ella usaba sus botas casi todos los días, él lo hacía también con ese par de zapatillas—. Déjalo así, creo que ya deberías haberte dado cuenta de que soy mala para ti.

—Si a esas nos vamos, yo también lo soy. Te recuerdo que tengo que tomarme una pastilla diaria para no tener tan malos días.

Ambos se quedaron callados. Un instante lleno de ansiedad, pero necesario para ordenar sus ideas. Angie observó con el rabillo del ojo al joven que tenía a su lado, su perfil bien definido, nariz recta, labios fruncidos y cabellera esponjosa que se agitaba con el vaivén el aire. No era el chico más atractivo del instituto, pero era de entenderse el porqué de su popularidad.

«¿Qué tiene de raro que me mole un tío así?», se preguntó. Aunque la respuesta no tardó en azotar contra la oleada de pensamientos.

Un coche negro se estacionó a centímetros de donde ellos estaban. El conductor hizo sonar el claxon y la ventana se abrió, dejando ver a un hombre de mediana edad con gafas oscuras sobre sus ojos.

—Ya voy, papá —expresó Angie, hizo el ademán de levantarse.

Ben se limitó a hacer una seña para despedirse.

—Oye, Ben —lo llamó Nico—, ¿quieres que te lleve a casa?

La joven mordió su labio inferior, pero ocultó su nerviosismo detrás de una expresión neutral.

—¿No sería desviaros mucho? —preguntó Ben, intentó levantarse por su cuenta, pero no lo consiguió sin causarse dolor—. Esperaré al autobús.

—Tengo a Haru en el asiento trasero, la he llevado al veterinario —completó él. Angie comprendió la intención de su padre, era obvio que quería evitar que cogiera el transporte público, porque conocía la situación mental de Ben, así como lo difícil que era para una persona con su discapacidad moverse así—. Anda, que no me causa líos —insistió.

—Ya, deja de hacerte el modesto y súbete —ordenó Angie, se resignó, era incapaz de resistirse o decir algo para impedir que compartieran el vehículo—. ¿Te subes o no?

—Vale —bufó con media sonrisa.

El padre de Angie conducía con una calma y paciencia casi divinas, no le estresaba el tráfico lento, tampoco la estrechez de algunas avenidas y no les respondía a los conductores que se enfadaban por no dejarlos pasar. Su profesión como médico, y los años ejerciendo en situaciones de riesgo en comunidades marginadas, lo habían dotado de una capacidad para soportar ese tipo de estrés.

—¿Y qué harás cuando termines el insti? —le preguntó a Ben, bajó el volumen de la radio.

Tanto Angie como Ben se encontraban en la parte trasera del coche. Ella revisando el móvil, él acariciando a Haru.

—Haré selectividad y espero obtener un apoyo de vivienda para estudiar ingeniería en la ciudad —respondió el joven—. Seré ingeniero en Sistemas computacionales.

Angie guardó el aparato, miró por la ventana como el cielo empezaba a tornarse gris.

—Qué guay —expresó Nicolás—. Será bastante difícil, pero seguro que es más satisfactorio cuando llegas a donde te propones por méritos propios.

La joven se quedó con la última frase y se sintió poca cosa, no recordaba alguna ocasión en su vida en la cual hubiera llegado a donde se propuso a base de solo esfuerzos suyos. Ben tenía una ventaja, pero era una que le pertenecía a él y que no fue dada como un regalo, sino que se vio obligado a entrenarla. Ella pensó que de decirle a sus padres que quería llegar a ser doctora, le facilitarían el camino, ya fuera presentándola a algún conocido o hablando con alguien para que la acomodara en una universidad de prestigio.

—¿Y qué dicen tus padres de que te vas? —Volvió a preguntar.

—Todavía no les he dicho nada —contestó sincero.

Angie se incorporó, encontrándose con un Ben con la cabeza agachada y una sonrisa amarga. Como si no fuera suficiente, tenía el peso de una madre estricta a su lado, una que lo presionaba para conseguir la excelencia, pero también para mantenerlo a su lado como un trofeo para presumir.

—No creo que les moleste a Carlos y a Sil —afirmó el hombre—. A nosotros nos gustaría ver a Angie haciendo lo mismo.

—También lo hará. —Ben respondió por ella.

—No me lo habías contado. —Él se giró un par de segundos hacia atrás.

—Todavía no es seguro —musitó Angie—. Solo lo estoy pensando.

—Igual y tenéis más tiempo para decidiros y pensar, que es posible que atrasen selectividad por lo del covid —concluyó Nicolás.

La charla terminó, ya que el coche tuvo que detenerse en una gasolinería. Después de cargar, el padre de Angie se estacionó enfrente de un minisúper, les preguntó a ambos qué querían que les comprara y, mientras su hija le pidió sin dudarlo, Ben dijo que solo quería una botella de agua e intentó darle lo que tenía de dinero, pero fue rechazado, así como su ofrecimiento a acompañarlo.

—Ahórrate esa pasta y procura andar lo menos que se pueda, joder —masculló Angie una vez su padre entró al establecimiento.

—Qué borde estás —gruñó, cruzó los brazos y continuó acariciando a su mascota—. Para que lo sepas, el otro día pude andar por la casa por mi cuenta.

Ella le dio un golpe en la cabeza.

—Imprudente —chasqueó la lengua—. No tendrías que haberle dicho a mi padre lo de selectividad.

—No sabía que no debía decirlo —se defendió—, o que tenías líos como los míos con eso.

—¿Entendiste lo de los méritos? —le preguntó, estiró un brazo y acarició el lomo de Haru—. Quería que fuera una sorpresa para que ellos se sintieran orgullosos porque conseguí algo sin su ayuda.

—Yo de ti aceptaría, a la mierda toda esa cultura del sobreesfuerzo y romantización de currar sin descanso, si pudiera tener las cosas fácilmente, lo cogería sin pensarlo.

Hubo unos segundos de silencio incómodo, mismos que se vieron interrumpidos cuando Ben expresó con aire divertido:

—¡Haru! ¡Eres una maldita gata gorda!

Angie lo contempló con atención. Él cargaba a Haru, alzándola y observándola con reproche. A la joven le parecía increíble el contraste entre su frase realista y la comicidad al hablarle a su gata. No había que olvidar que, por más inteligente que fuera Ben, continuaba siendo un joven de solo diecisiete años en una situación compleja.

—No me mires así, que ya se gastan una pasta en tu comida —concluyó él, le sonreía con infantilidad a Haru, pero se trataba de una muy sutil.

Angie siguió su primer instinto, sacó el móvil, abrió la cámara trasera y le tomó una fotografía en esa pose.

«Es un tío guapo con un gato, cualquiera lo hubiera hecho», se justificó en su mente.

—¿Qué harás con esa foto? —preguntó al instante, regresó a Haru a la caja de plástico en la que la transportaban, como el coche era espacioso, la dejó en el suelo, junto a sus pies—. ¿Me vas a extrañar durante la cuarentena?

Ella sintió como su rostro se tornaba colorado. No dijo nada. Tampoco se movió. Y menos impidió que Ben hiciera lo mismo con la cámara de su móvil.

—¡Bórrala! —exigió ella.

—Si tú eliminas la me hiciste.

—No.

—Entonces tendré nuevo fondo de pantalla y así no te echaré de menos cuando suspendan las clases.

—Si a esas nos vamos, yo también tendré un fondo nuevo.

—No es justo, tú sales guapa.

«¿Por qué me haces más complicadas las cosas diciendo eso?», quería llorar por la frustración, cuanto más cerca lo tuviera, más le sería difícil progresar.

Angie se había cansado de tanto reprimirse, simplemente se dejó explotar y, en lugar de llorar, se abalanzó contra él para arrebatarle el móvil y borrar la foto. A pesar de todo, Ben continuaba teniendo buenos reflejos y logró estirar el brazo para impedir que lo alcanzara. Ella estiró también el brazo y se arrastró para quedar más cerca. En su intento por alejarse, Ben terminó acostado en los asientos con Angie encima, esta tenía una mano en el pecho de él, y la otra a punto de alcanzar el teléfono.

Los cabellos de Angie le causaban cosquillas en la nariz, lo que acabó por hacer que se rindiera y le entregara el móvil. Ella se percató de la pose en la que se encontraban y se llamó a sí misma traidora, pero algo le impedía quitarse, por el contrario, se quedó ahí y bajó su rostro a la altura de la de su tutor. Ben colocó una mano en la espalda de Angie y la otra la usó para acariciarle la mejilla.

—¿Ahora qué? —interrogó Angie—. ¿Volvemos a hacer de cuenta como que no pasó?

—No, porque podría volver a pasar.

La joven comprendió la intención tras esa frase, por lo que buscó la boca de Ben con la suya y le plantó un beso urgente, uno que llevaban semanas queriendo repetir. Las manos de Angie pasaron a hacer un recorrido por la espalda de Benny, mientras en su mente insultaba a Clara y a lo que juró que no haría.

«Vete, a la mierda, puta conspiración», pensó ella.

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