Capítulo 22
Casi sin aliento y con los sentidos a tope, Álex se paró enfrente del portón del hogar de Angie, a quien no había visto en persona desde esa desastrosa discusión en su casa. Solo le respondía mensajes cada vez que a ella le permitían tener el móvil a la mano y sin supervisión. Su versión del pasado habría ignorado por completo las reglas y prohibiciones, aprovechado la constante ausencia de los padres de su novia y entrado como un delincuente a visitarla. Sin embargo, se había abstenido de hacerlo, pues se convenció de que lo mejor para la joven era alejarse de él.
Se consideraba a sí mismo el erizo del relato de Schopenhauer. Ese que moría de frío y necesitaba cercanía con otros, pero cuanto más cerca estaba de los demás erizos, más daño se provocaban estos con sus espinas. Tenía la idea clavada en su interior, había intentado sacarla haciendo una composición musical, más su creatividad y capacidad de poner palabras en orden y conseguir un ritmo melodioso, lo había abandonado también. De ahí que haya llenado el suelo de su habitación con fracasos.
Álex meditó una vez más sus acciones. Se contradecía a sí mismo, sabía que estaba cometiendo un error, pero sus incontrolables deseos erráticos de encontrarse con Angie otra vez lo superaban. Exhaló, haciendo que un halo de vapor saliera de su boca. De ahí, miró a los lados para comprobar que no hubiera nadie más en la calle que pudiera acusarlo de vandalismo. Cuando dejó de sentirse observado, puso un pie en el muro que rodeaba la casa y escaló. No era alto y ya había trepado por él tantas veces que conocía cada muesca.
En cuanto estuvo arriba, dio un ágil salto hasta el césped y se golpeó las rodillas al caer. Hubiese sido más coherente que le llamara a Angie para que le abriera, pero su madre le había quitado el móvil antes de salir de casa para llevarlo al psicólogo.
Sin querer, recordó las palabras de ese especialista, la preocupación en su rostro y otra vez, la insistencia de que lo mejor para él era acudir a un psiquiatra. Ya lo había dicho antes el orientador del instituto, pero hizo de menos sus problemas y se casó con la idea de que nada más tenía una personalidad que daba asco. Creía que no necesitaba de psicofármacos, ni de psicoterapia y, mucho menos, de esa posibilidad extremista de ser aislado en una institución mental.
Sacudió la cabeza para sacar esas ideas y continuó caminando por el patio de su novia. La cama elástica en la que ambos se hicieron pareja hacía más de un año seguía ahí, también los columpios en los que solían pasar el rato y el árbol que les proporcionaba sombra cuando se recostaban en el césped en verano.
Se acercó a la puerta que daba al patio trasero. Pudo haberla abierto, pero prefirió golpearla para que fuera Angie quien le permitiera la entrada y no hacerlo como si fuese un ladrón. En lugar de escuchar los pasos de la joven al bajar por las escaleras, captó el sonido de la ventana abriéndose. Caminó hacia atrás y se asomó para encontrarse con la mirada asustada de su novia.
Se observaron el uno al otro un buen rato. Álex calmó una gran parte de sus ansias al verla sonreír emocionada. Negarse que ella lo calmaba sería mentirse, aunque estaba consciente de lo absurdo que era empezar a comprarse la idea de que una muchacha vivaz como Angie solucionaría sus problemas.
Ella, desde donde se encontraba, le hizo una seña al joven para que subiera. Ignorando todas las negativas que su mente le proyectaba, Álex abrió la puerta y corrió lo más rápido que pudo por aquella casa que no era suya, pero que había visitado infinidad de veces durante más de cuatro años. Conocía cada rincón de esta, y le gustaba más estar ahí que en su propio hogar. Al menos, la casa de Angie era luminosa y desprendía un aura mucho más ligera que la suya.
Álex entró sin preguntar a la habitación de su novia. Ella lo esperaba emocionada y saltó a sus brazos. Así era lo suyo: una completa locura construida a base de pasiones inexpertas y del deseo de obtener del otro lo que tanto les hacía falta.
—¿Te escapaste de nuevo? —le preguntó Angie, apoyando la cabeza en el pecho de su novio.
—No podría ser distinto.
Aun siendo tan jóvenes, tenían la necesidad enfermiza de sentirse el uno al otro en compensación a todos esos días separados. Aprovecharon la soledad en la que se encontraban para permitir que los besos se multiplicaran, que las caricias se dieran por debajo de la ropa y que sus cuerpos rebotaran en la cama al momento en el que ella intentó abalanzarse sobre él. Rieron como esa tarde en el hotel y también se observaron con la misma complicidad.
La pareja compartía un cigarro mientras seguían abrazados entre las sábanas. Álex admiró a la joven que yacía a su lado, lucía curiosa con los cabellos castaños despeinados y el maquillaje de sus ojos corrido, pero también sentía algo de culpa por haberse dejado llevar así. El efecto de la droga del placer empezaba a acabarse, obligándolo otra vez a afrontar la carencia de serotonina.
Sin dejar de abrazarla, él acercó el reloj a su rostro para revisar la hora. Aún les quedaba tiempo. Una vez tuviera que irse, se marcharía a casa de Dani. Su plan era estar fuera por unos días hasta que su madre se convenciera de que se encontraba bien y que solo era una mierda como persona.
—¿Y si volamos a Braganza? —preguntó de repente él.
—¿Por qué hasta Portugal? —murmuró extrañada.
—No lo sé. —Deshizo el abrazo—. Si aceptas, podríamos cambiarnos la identidad.
Angie sonrió pensando que se trataba de una broma. Mientras, Álex subió una ceja y frunció los labios, ya que sí había estado considerando la posibilidad de escapar hasta allí, así no volvería a ser un dolor de cabeza para su madre y tampoco una vergüenza. Así podría engañarse a sí mismo con que era una persona diferente y no un desastre intolerable.
—Diré que soy actriz de teatro. —Angie continuó con el juego—. Tú podrías ser un compositor.
—Me gusta la idea. Aunque, si te soy sincero, me conformaría con ser cualquier cosa que no fuera Álex Vélez.
Él se levantó de la cama, abrochó los botones de su camisa —no permitió que Angie se la quitara, ya que no quería asustarla con lo que había en sus muñecas—, cogió sus vaqueros oscuros del suelo y se los puso, para terminar de vestirse poniéndose sus desgastadas zapatillas. Angie lo imitó, recogió su falda del suelo y la planchó con las manos para evitar las evidencias de que fue lanzada por los aires.
Álex se apoyó en la ventana y observó cómo ella se desenredaba el pelo con los dedos. Una duda comenzó a perturbarlo y pronto no fue capaz de seguir manteniendo esa necesidad de escupirla:
—¿Por qué estás enamorada de mí?
El cuestionamiento tomó por sorpresa a Angie. Normalmente, Álex hacía preguntas de ese tipo cuando no le contestaba los mensajes rápido. Ya era algo común recibir interrogantes del estilo: «¿Te has aburrido de mí?».
—No lo sé —respondió ella. Se acercó a donde él se encontraba y buscó sus ojos—. Cuando te conocí eras misterioso, pero divertido, parecías ser alguien muy serio, aunque también podía hablar contigo de cosas interesantes. Mucho de lo que decías me dejaba pensando. Además, tenías la cualidad de ser impredecible, nunca supe qué pasaba por tu cabeza.
—¿Estabas conmigo por curiosidad? —masculló indignado, frunció el entrecejo y cruzó los brazos.
—Al principio...
—Lo dijiste todo en pasado —interrumpió—. ¿Qué tal ahora? ¿Por qué estás conmigo?
—Te amo —repuso. Colocó las manos sobre sus hombros—. Y no sé por qué he dicho todo eso en pasado.
«Lo dijiste en pasado porque te fascinaste con el Álex que era todavía un niño ignorante que quería ser violinista. Te enamoraste del chico que aparentaba ser misterioso y rebelde, pero que todavía se soportaba a sí mismo. Pero, dudas si amas al auténtico, al que ya no puede disimular su mierda de personalidad», reflexionó él. Se encontraba impaciente, movía el pie y tamborileaba sobre sus brazos.
—No sé por qué te gusta discutir de la nada —gruñó ella, torció la boca y dio dos pasos hacia atrás.
—Iré a casa de Dani. —Resopló Álex, al tiempo que se incorporaba.
El semblante de la joven cambió a uno de indignación, mientras en la mirada de Álex solo se proyectaba una chispa de decepción, pero no hacia ella, sino hacia sí mismo. Necesitaba evadir la situación otra vez, por lo que empleó de nuevo su mecanismo de defensa por excelencia: escapar de sus problemas.
Antes de tocar la puerta de la casa de Dani, Álex meditó una vez más sus acciones. Tenía la esperanza de que volviera a ser sencillo hacerle olvidar las cosas a su madre y demostrarle que, por más que lo regañara y le recordara que era un desastre, no tenía arreglo alguno. Se sintió mal consigo mismo, se llamó cobarde repetidas veces y pellizcó su antebrazo para hacerse reaccionar.
Tomó una bocanada de aire, golpeó la puerta y esperó a que se abriera. Tocaría el timbre, pero ese sistema llevaba descompuesto casi cinco años. Los mismos que ambos tenían de conocerse.
Quien lo recibió fue un adormilado Dani, este llevaba sus cabellos azabaches despeinados y usaba pantalones de pijama.
—Tío, ¿qué coño haces aquí? —le preguntó con estupor.
—Lo de siempre. —Resopló Álex, metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros—. ¿Puedo quedarme?
Dani se hizo a un lado, permitiéndole el paso. Álex subió las comisuras de sus labios, limpió sus zapatillas en el tapete y entró, sintiendo el cambio entre la oscuridad de afuera y la luz artificial de dentro. La casa de su amigo siempre le pareció un opuesto natural a la suya, habiendo exceso de colores cálidos e iluminación blanca. Incluso el aroma a humedad y madera vieja cambiaba por el de una comida recién hecha o por algún atomizador de lavandas.
—¿Quién es? —preguntó una mujer desde el salón, se trataba de la madre de Dani.
—Es Álex. —El joven avisó a su madre.
Ambos entraron al salón, donde una mujer se encontraba sentada en uno de los sillones con un ordenador en el regazo. Al verlos, ella cerró el aparato y le dedicó un gesto cariñoso a Álex, causándole un sentimiento contrariado al joven. Él agradecía sus atenciones y que fuera comprensiva, pero también le avergonzaba que se supiera la rutina en la que debía ser recibido por no soportar una situación en casa.
—¿Cómo estás? —le preguntó ella, enfocó sus ojos castaños en él.
Álex encogió los hombros, y se distrajo por unos segundos escuchando como su amigo subía por las escaleras.
—Si no quieres hablar ahora, está bien —mencionó—, en un rato estará la cena.
—Mil gracias —respondió él con la voz hecha un hilo. Odiaba que esa mujer lo conociera y se desgastara en hacer el esfuerzo por ayudarle.
El joven caminó hasta las escaleras, deteniéndose a admirar, como era siempre costumbre suya, las pinturas minimalistas que hacía la madre de su amigo. Le agradaba ver la forma en la que contrastaban los fondos blancos con la pared roja de ese espacio y como el cambio que esta hacía a blanco, una vez llegaba al piso de arriba, no se sentía tan abrupto. A diferencia de su casa, en aquel inmueble no se escuchaba el crujir de la madera y tampoco el sollozo del viento.
Entró sin permiso a la última habitación y halló a Dani acostado en su cama revisando el móvil. En el suelo ya estaba colocado su lecho improvisado. La colchoneta azul y encima un par de edredones junto con cobijas, y también algunas almohadas. Álex se tumbó boca abajo con tal violencia que incluso se lastimó la nariz.
—Tienes una pinta fatal —vaciló Dani, seguía mirando al móvil—. ¿Qué pasó?
—¿Crees que estoy loco? —cuestionó sin levantar la cabeza, comenzaba a sentirse atormentado por las palabras de ese psicólogo.
—No, solo tienes un montón de líos encima. ¿Seguiste yendo con la consejera?
—Estamos en vacaciones de invierno, no he ido desde que salimos.
Álex recordó el momento en el que esa orientadora le entregó la tarjeta de un psiquiatra para adolescentes y también como la tiró a la basura una vez salió de su oficina.
—Tío, no te voy a forzar a decirme las cosas y tampoco obligarte a hacerlas —concluyó su amigo.
Silencio fue la respuesta que le dio, aunque él sintió eso como un golpe bajo. Cerró los ojos con la intención de quedarse dormido, pero le era imposible debido a la constante vibración que emitía el móvil de Dani.
—¿Son tus amigos universitarios? —Álex giró para quedarse boca arriba.
—Qué va, son los tíos con los que voy al curso para hacer selectividad.
—¿Qué te dicen? —Quería iniciar una charla para distraerse, porque odiaba los silencios o que le preguntaran algo que lo obligara a reflexionar, no por nada disfrutaba emborracharse.
—Algo de ir a una fiesta en casa de un tío que no conozco, pero puta pereza que me da ir. —Dani cambió su expresión por una mueca disgustada y le mostró la pantalla de su móvil a Álex—. Pero ahora no son ellos, sino tu novia.
El mencionado abrió los ojos tanto como pudo, mientras sentía que se le formaba un nudo en el estómago. Sus tripas se retorcían, la lengua no le daba para hablar y sus pensamientos rebotaban uno a uno en su subconsciente.
—Angie me acaba de mandar un mensaje diciéndome que le urge a hablar contigo —insistió Dani, había regresado el aparato a su campo de visión—, está cabreadísima y no me va a dejar de fastidiar hasta que hables con ella.
—Qué se le va a hacer. —Resopló con pesadez—. ¿Podrías dejarnos hablar en privado?
Álex recibió el móvil, después alcanzó a divisar su espalda desapareciendo detrás de la puerta. Tragó saliva y presionó el botón de regresar llamada.
—¿Diga? —pronunció nervioso, sus manos temblaban y le impedían no dejar caer el teléfono.
—¿Por qué coño no me has respondido? Te he mandado un mogollón de mensajes en el móvil.
—Lo olvidé en mi piso. —Era una mentira a medias, la realidad fue que su madre lo obligó a dárselo.
—¡Me dejaste tirada en mi casa! —le reclamó—. ¿Qué te está pasando, Álex?
El joven se sentó en la cama, provocándose un mareo. Sostuvo su cabeza con ambas manos y pensó en la manera correcta de evadir los reclamos.
—Llevábamos semanas sin vernos, me buscas de pronto y de la nada te vas luego de preguntarme una chorrada. —Angie suspiró con pesadez—. De verdad, que a veces no sé de qué manera tratarte. No logro entenderte y estoy empezando a hartarme.
—¡Ya sabía que me mentiste! —le espetó al móvil, tenía deseos incontrolables de colgarle, pero era en vano, porque Angie volvería a llamar.
—¿Tienes celos? ¿Piensas que te he engañado?
«Ya sé que no te gusta el verdadero yo», pensó el joven.
—Creo que con todo lo que hemos soportado debería quedar claro que te amo. —Más que una confesión de amor sonó a un reproche, similar a los que le hacía su madre.
«Eso. Me amas, pero no te agrado», se dijo a sí mismo.
—No lo entiendes, Angie. Jamás lo harás. Creo que deberíamos darnos un tiempo.
—¡No te comprendo a ti!
—Hice mal en volver a verte... ¡Es tu culpa por insistir con todos esos mensajes que quedáramos!
—¡Necesitas cambiar!
—¡¿Ni siquiera sé quién soy y me estás pidiendo que cambie?!
—¡Entonces, toma tu puto tiempo!
Angie colgó.
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