¿Señor Manuel?
Era temprano por la mañana cuando Manuel, ajustándose el último botón en el cuello de su camisa, se asomó despacio por la puerta de su habitación.
Miguel aún dormía de forma plácida. No era de sorprenderse tampoco; era muy temprano y, de no ser porque debía partir a su trabajo, Manuel también aún dormiría en el sofá.
Ingresò a paso lento hacia la habitación, que aùn yacia iluminada con la leve lucecita amarilla de la làmpara de sal. Caminò hacia la cama, y se sentó despacio en los pies de esta; desde allí, observó como Miguel aùn dormía.
Y asì se quedó por unos minutos.
A lo lejos, podía oírse el tic tac del reloj, y la leve respiración de Miguel en un profundo sueño. Ya màs lejos, podían oírse algunas bocinas de vehículos en la calle.
—Umh... —musitò Manuel por lo bajo—. Es mejor que lo deje dormir. Se ve muy cómodo allí.
Manuel se acercò al cuerpo de Miguel, y posò el dorso de su mano en la frente del peruano. Se quedó unos instantes en esa posición, y Miguel arrugò un poco su nariz, en señal de que un leve aroma percibìa su olfato.
El dulzor del perfume de Manuel le hizo sonreír en medio del sueño; era un perfume exquisito.
Manuel ladeó los labios y, conforme por no notar fiebre en Miguel, procedió a retirar su mano de la frente del peruano. Pero Miguel entonces, aún dormido, tomó de forma inconsciente la mano de Manuel, no dejándole partir.
Manuel se sobresaltó un poco.
—Mmmmh... —musitò Miguel, removiéndose un poco en la cama, y aferrando la mano de Manuel hacia su pecho—. Mamà...
Susurrò, notándose en su voz un tono algo melancólico. Manuel, extrañado por ello, contrajo las cejas.
—Ma-mamà... —volvió a repetir Miguel, dormido—. Ven conmig...
Y se callò de pronto. Manuel le observó descolocado.
Manuel esperò unos segundos y, después de asegurarse de que Miguel estaba nuevamente durmiendo de forma plàcida, se levantò y caminò hacia la puerta de la habitación.
Se volteò por última vez y observó dormir a Miguel. Se quedó en silencio por unos segundos.
—Parece muy dulce cuando duerme... —dijo—. Parece un niño indefenso.
Manuel sonriò de forma inconsciente al observarlo. Dio un suspiro largo, caminò hacia el living, tomò sus últimas cosas y partió al garaje.
Allì subió a su moto y partió hacia el trabajo.
Para ese entonces el reloj ya daba las 7:30 am.
(...)
La alarma del celular le hizo dar un gran brinco en el colchòn. Miguel, entonces a las 9:30 am, despertó.
Apenas lo hizo, lanzó un leve quejido y apagò la alarma a ciegas. Se tomò la nuca con cuidado, y pudo sentir el chichòn abultado por detrás. Se tocò con la yema de los dedos, y volvió a quejarse echando palabrotas por lo bajo.
Al parecer su caída había sido bastante fea. Rigoberto hijo de puta.
Apenas la nubosidad de su vista se borrò, pudo tener una visión màs estable de su alrededor.
Estaba en la habitación de Manuel.
Miguel observó con tranquilidad por unos minutos y, después de asimilar que estaba en una casa del Callao —eso le dio algo de repelùs—, gritò con fuerza:
—¡Manuel! —nadie le respondió; solo el perro del vecino le ladrò—. ¡Manuel! ¡Ya despertè!
Nada.
—Putamadre, bellaco de mierda...
Miguel echò maldiciones por lo bajo, y se sentó en los pies de la cama. Se puso sus zapatos, y se adentrò en la casa.
—¿Manuel? —inquirió con cierto enojo—. ¿Dònde estàs?
Miguel se adentrò en el living, en la cocina, en otro dormitorio, en el patio y, por último, en el baño.
Manuel definitivamente no estaba.
—Bueno... —dijo, resignado—. Supongo que...
Y parò de pronto, cuando vio en la mesita del living una nota escrita; la tomò y la leyò.
''Bueno días, Miguel. Cuando despiertes, yo ya habré partido a mi trabajo. Estaràs solo en casa. Prometì dejarte el contacto de un taxi que podrá llevarte hasta tu casa; tòmalo. Si tienes hambre, hay comida en la nevera; siéntete libre de usar la cocina. Cuìdate.
Manuel''
Miguel suspiró con pesar, y dirigió su vista hacia el costado; allí había otra nota. Miguel la leyò.
—Es el taxi... —susurrò—. Supongo que es mejor que lo llame ahora —dijo, pero entonces le sonò el estòmago; el hambre se hizo sentir—. Bueno... supongo que beberè algo chiquito y me irè.
Miguel se dirigió hacia la cocina y preparò algo rápido.
La cocina de Manuel era amplia para una persona sola, y estaba muy ordenada. Estaba abastecida de víveres, tenía loza muy bella y colorida, y tenía una gran colección de distintos sabores y aroma de té. Miguel los observó de cerca.
—Tal parece que le gusta mucho el té... —dijo, observando las distintas esencias—. Tè de hoja, de canela, negro, azul, con esencia de naranja, clavo de olor, berries...
Comenzó a enumerarlos, para poder elegir uno; al final se decidió por un tè negro con esenia de naranja y canela; se lo sirvió en una taza y lo bebiò con calma. Siguiò caminando y observando la cocina, curioseando.
—Asì que también bebes... —susurrò, observando en un estante de cristal diversos ejemplares de licores; whisky, vino, tequila y pisco—. Para ser un pobre cholo tiene muy buenos licores; ¿de dónde sacará plata? Estoy seguro que trafica... —susurrò, y siguió su incursión hacia otra habitación de la casa.
Se encaminò hacia el living. Allì se detuvo también por un instante. Comenzò a observar los muebles alrededor; tenía figuras y artesanías prehispánicas. Habìa una minimalista mesita de centro, y unos sofás negros de cuero. También había un equipo de música, y algunos cuadros de paisajes, otros con desnudos, y uno en donde aparecía Michael Jackson; Miguel sonriò.
—Bueno, al menos tiene buen gusto musical —se dijo, bebiendo otro sorbo del tè—. ¿Què es esto? —dijo de pronto, acercándose a una esquina del mueble, y tomando un pequeño objeto ovalado y metálico.
De allí, salió un fuerte olor a dulzor; Miguel entonces supo de qué se trataba. Era una moledora de marihuana.
—Todavía es marihuano —dijo Miguel, despectivo—. No se podía esperar otra cosa de un sujeto del callao...
Caminò hacia un costado de la habitación, y abrió una puerta que daba a un espacio exterior; era el patio trasero.
Miguel allí, entonces quedó encantado. Lanzò un silbido al aire.
—Acà sì tiene bien bonito... —susurrò, adentrándose al lugar.
Era un patio trasero con bastantes plantas, una linda banca de madera en un rincón, y una campana de viento colgando de una cuerda. Habìa dos arbustos, y varias plantitas en maceteros bien cuidadas. Por allí, Miguel alcanzó también a distinguir unas figuras de duendecillos y nomos en el césped.
—Chucha, que miedo... —dijo, bebiendo otro sorbo—. Siempre he encontrado rara a la gente que tiene nomos en sus patios.
Desde allí, Miguel alcanzó también a divisar la ventana de la habitación de Manuel; era el único lugar de la casa que tenía conexión con el patio trasero.
Miguel se quedó un rato allí, sintiendo el leve ruidito de las hojas sacudidas por el viento. Y, cuando sintió que ya había admirado lo suficiente dicho lugar de la casa, entonces volvió a la habitación de Manuel para recoger sus cosas y partir hacia su apartamento.
Apenas entró en la habitación de Manuel, recogiò su bolso —que, para fortuna suya, tenía los ochocientos soles en su interior—, y se metió el celular al bolsillo.
Y cuando tuvo la disposición de retirarse, de reojo observó algo que también llamó su atención; en una esquina de la habitación de Manuel, yacían fotografías de antaño, lo que parecía algo así como un álbum familiar.
Miguel retrocedió unos cuantos pasos y observó de lejos.
—Què interesante... —se dijo a sì mismo, y se volvió completamente hasta el lugar; dejó el bolso en la orilla de la cama y observó las fotografías de cerca.
Miguel era muy curioso, y siempre había pensado que, de haber estudiado una carrera ligada a la investigación, èl habría sido uno de los mejores en tal ámbito.
Era curioso, y en ocasiones bien chismoso.
—Oh, ese es èl... —observó en una fotografìa—. Era un niño; se ve tierno...
En una fotografía yacìa un pequeño Manuel de siete años en la orilla de un rìo con una radiante sonrisa y un pescado en la mano; al parecer mostraba los resultados de su dìa de pesca.
En otras fotos se observaba también a familiares; madre, padre, hermanos...
O eso es lo que Miguel dedujo de todo ello.
Pero entonces, dos fotografías llamaron su atención. Se detuvo en ese instante.
—Eso es...
La fotografía de un niño pequeño que, no sobrepasaba los tres años de edad —a juicio de Miguel—, se veìa en grande en los recuerdos de Manuel. Era un niño con cabello negro, y ojos castaños. Sonreía y sostenía un camión de juguete en su manita. Se le veìa muy contento.
A Miguel le vino de pronto una sensación cálida al pecho; se sobresaltò.
—Es un bebè... —musitò—. ¿Serà su sobrinito?
En la otra fotografía entonces, Miguel observó otra imagen que llamó su atención. Esta vez Miguel no sintió una sensación càlida, sino que un aura de angustia le invadió.
Se sintió extraño; Miguel sacudió su cabeza.
En la fotografía estaba Manuel ya adulto, con una mujer que parecía ser de su edad. En dicha imagen, Manuel parecía varios años màs joven, y yacìa sentado en lo que parecía ser un parque. La mujer, en cambio, aparecía arrodillada por detrás y abrazando a Manuel. La mujer tenía el cabello algo rojizo y ojos castaños. Ambos se veían contentos y cercanos.
—Es una fotografía feliz, supongo... —dijo Miguel—; ¿por què entonces siento algo triste provenir de ahì?
Se quedó pensativo. ¿Quièn sería esa mujer? ¿Serìa su hermana? ¿novia? ¿amiga? Bueno, era algo que èl no podría saber...
Y de pronto, en los pensamientos de Miguel, el ruido de la alarma volvió a sonar; este se sobresaltò y derramò algo de tè en la alfombra de Manuel.
—¡Chucha! —exclamò, y sacò su celular para volver a apagar la alarma.
Y entonces, lanzó un alarido de la sorpresa, pues en su alarma decía:
''Dar de comer a Eva. 9:30 am. Alarma pospuesta por veinte minutos''.
¡La alarma que le despertó era para dar de comer a Eva, su gata!
Miguel se apresurò, corrió a la cocina, dejó la taza cerca del lavaplatos, y volvió a zancadas hacia la habitación. Tomò su bolso, mirò la nota con el número del taxi, y llamó de inmediato.
Su pobre Eva seguro ya estaba flaca del hambre.
(...)
—¡Eh, joven! —Un hombre llegó en un taxi y se detuvo frente a la casa de Manuel; comenzó a tocar la bocina con insistencia y con una gran sonrisa en el rostro; Miguel se tapó la cara de la vergüenza—. ¿Es usted Miguel? ¿Amigo del señor Manuel?
—Ew, no soy su amigo... —dijo Miguel para sì mismo, casi en un murmullo—. Este... sì; su conocido. ¿Usted es...?
—Soy Juan —respondió el taxista—. Lo llevarè hasta su casa; sùbase.
Miguel se subió en la parte trasera del vehículo, desconfiado por qué clase de hombre fuese Juan, el taxista.
Avanzaron varias cuadras en silencio. Miguel, sumido en sí mismo, tenía su vista fija en la ventana, observando las calles del callao.
Pudo divisar algunos almacenes, carros de comida callejeros, algunos perros callejeros y a gente trabajadora en las calles. Por un lado, pudo observar también algunas viviendas de material ligero y la carencia de edificios de altos pisos como sì había en Miraflores.
Era definitivamente un lugar muy distinto a donde èl vivía.
De pronto, Miguel oyò una música resonar desde el parlante del vehículo. Juan, el taxista, había puesto en su equipo de música, la canción ''El arbolito'', del grupo néctar.
Miguel se encogió en su sitio por la vergüenza. ¿No pudo encontrar nada más cholo que poner?
—Y bueno, joven... —comenzó a meter conversa el taxista—. ¿Es usted amigo del señor Manuel? Èl me encargó llevarlo sano y salvo a su casa.
—Bu-bueno... —Miguel comenzó a hablar temeroso; por màs que Manuel le haya dicho que era un hombre honrado y de confianza, no podía dejar de sentir desconfianza—. N-no... màs bien, quizá un conocido.
Sì... un conocido; supongo que eso era Manuel para Miguel.
—Ya veo —respondió Juan—. ¿Y de dónde lo conoce?
—Este... —Miguel se quedó pensativo; ¿còmo chucha iba a explicarle que conoció a Manuel porque el cholo ese lo rescatò de su violador? —. Es amigo de un amigo...
—Chevere —dijo—. ¿Su amigo vive acà en el callao?
Miguel dibujò una expresión constreñida en su rostro. Se callò por varios segundos.
Para empezar, no tenía amigos. Y si tuviera un amigo, tengan por seguro que no viviría en el Callao.
—E-eh... —Miguel se quedó mudo—. N-no. No realment...
—El señor Manuel vive acà en el Callao.
—Sì, asì veo... —dijo Miguel, con cierto desagrado—. ¿Y desde hace cuànto èl está por... por acà?
—¿Èl señor Manuel?
—Ajà.
—El señor Manuel está hace como dos años, creo.
Y se quedaron en silencio. Miguel, pensativo, entonces se percatò del trato que el taxista daba a Manuel.
''El señor Manuel''.
¿Por què son ese tono se refería de forma tan respetuosa a Manuel? ¿''Señor''? Como si Manuel fuese un hombre un tanto distinguido.
Cuando Miguel entonces abrió la boca para preguntarle por ello, el taxista se detuvo en un cruce, y un hombre del exterior se acercò a la ventana del conductor.
—Oe' ¿para dónde vas?
—Voy a Miraflores —respondió el taxista, a un hombre que era al parecer, un amigo.
—¿A Miraflores? ¿A què pituco de mierda te llevas para allá? —dijo un tanto molesto, metiendo su cabeza por la ventana y observando el asiento trasero de forma desafiante; Miguel se encogió un poco del miedo.
El taxista le dio un codazo al otro hombre. Este lanzó un quejido.
—Màs respeto, oe' —le dijo—. El joven es amigo del señor Manuel.
El otro hombre se sobresaltó, y se dio un golpecito en la boca a sí mismo, como modo de castigo.
—Chucha, perdón —se disculpó—. ¿Por què no lo dices de un principio, huevòn? —le dijo ahora al taxista—. Disculpa, de verdad —le dijo de nuevo a Miguel—. No sabía que eras amigo del señor Manuel.
Miguel observó extrañado, y solo asintió despacio con la cabeza.
—Ya ps huevòn, déjame seguir trabajando. De vuelta conversamos —dijo el taxista, y le dio un golpecito en el brazo al otro.
Siguieron avanzando, y entonces Miguel, pudo al fin preguntar:
—¿Por què lo tratan asì?
El taxista le observó a través del espejo retrovisor.
—¿A quién, joven?
—A... a Manuel.
—Ah, ¿al señor Manuel?
—Sì —asintió Miguel—. ¿Por què lo tratan con tanta... diplomacia?
El taxista sonriò.
—¡¿Què por què lo tratamos asì?! —exclamò divertido—. ¡Porque el señor Manuel es muy querido y respetado acà en el Callao!
Miguel contrajo un poco sus pupilas, escuchando con atención.
—Muchacho, si tù le preguntas a cualquiera de estas personas por el señor Manuel, todos te dirán maravillas de èl. Acá èl es muy respetado. Èl podría salir, si lo desea, a las tres de la madrugada a dar un paseo, y absolutamente nadie le hará daño. Es màs; lo saludarán y le darán las buenas noches.
Miguel comenzó a dibujar una expresión algo aterrorizada en su rostro; no cabía la menor duda.
Sus sospechas eran ciertas.
Manuel era un narcotraficante. Y era uno de los grandes. Probablemente, Manuel manejara esa zona del callao, y por esa misma razón era tan amado y respetado por la gente. Eso explicaba el por qué Manuel tenía una casa tan bonita tambièn.
Probablemente era como Pablo Escobar. Quizá, Manuel era un matón que tenía controlada esa zona del callao, y por miedo, la gente le hacia reverencia.
Miguel comenzó a sentir miedo al pensar que durmió en la cama de un narco. Siento un frìo recorrerle la espalda.
—Y bueno, como le decía. Èl siempre presta ayuda de forma desinteresada. Ha sanado a todos nuestros niños, y...
El taxista, pudo ver como Miguel le observaba con la vista fija por el espejo retrovisor. Hicieron contacto visual directo, y entonces el taxista se mordió la lengua, nervioso.
Entendió que comenzaba a hablar de más, cosa que no gustaba a Manuel.
Y desde ese punto, guardó silencio absoluto, hasta que entonces llegaron a la dirección del apartamento de Miguel, en Miraflores.
—Muchas gracias, ¿cuànto le debo? —preguntò Miguel, abriendo su bolso para sacar el dinero y pagar el taxi.
Juan, el taxista, sonriò y, observando por el espejo retrovisor, dijo:
—Ya está pagado, joven. No se preocupe.
Miguel observó extrañado.
—Todo favor que sea a nombre del señor Manuel, está saldado. Vaya tranquilo. Que tenga un buen dìa.
Miguel se quedó allí por unos segundos, asimilando la situación. Despuès sacudió levemente su cabeza, y dijo finalmente:
—Gracias. Buen dìa.
Y bajò del vehículo.
(...)
Apenas entró en el apartamento, Miguel sintió los maullidos de Eva. Caminò apresurado hacia la cocina, y abrió una nueva lata de atùn, disculpándose en voz baja con su gata.
Vaciò el pescado en el plato de Eva, y esta comenzó a comer desesperada, dando gruñidos de vez en cuando, como una forma de regaño a su amo por no llegar a dormir anoche, y otra por tardarse en darle de comer.
Miguel se quedó observándola en silencio.
Y se quedó allí por bastante rato, hasta que Eva dejo de comer, caminò por su lado, ignorándolo, y se fue directo a su cama.
Miguel se quedó solo entonces en la cocina.
Y el silencio invadió todo el apartamento.
Estaba solo.
Caminò de forma lenta hasta el sofà, y allí se sentó.
Se quedó observando las cortinas blancas de su sala, que se alzaban ligeramente por la corriente de aire, y sintió que un vacío horroroso lo invadió.
Y el golpe de realidad le chocó.
Sintió un nudo en la garganta.
Apoyo sus codos en sus muslos, y dobló su espalda. Posò sus manos en la frente, e intentò retener las lágrimas que querìan salir de sus ojos.
Miguel comenzaba a tomarle el peso a la situación.
Comenzò a llorar en silencio.
Miguel jamás había sufrido abuso sexual. Era cierto, era un sugar baby. No era como si èl fuese virgen o casto, o algo por el estilo. Èl había tenido aventuras y encuentros anteriormente con otros hombres, pero jamás había sufrido una experiencia que lo tuviera al borde de suplicar por su vida.
Toda su vida èl llevò las riendas de todo. Dirigía, lideraba y jugaba con los hombres que embaucaba, especialmente si estos eran muy mayores y con dinero. Èl, confiado en que Rigoberto, al ser un hombre viejo y feo, solo se conformaría con una cita, jamás pensó que este sería un depredador sexual que buscara saciarse más allá que con su simple compañía.
Miguel estaba horrorizado.
Siempre pensó en el riesgo que conllevaba ser un Sugar Baby, pero jamás pensó que de verdad le pasaría. Pero, ahora le había pasado. ¿Què hacer después de sufrir un abuso sexual, y casi una violación? ¿Què debía hacer? Miguel estaba acostumbrado a llevar esa vida, pero el horror de anoche, le obligaba a pensar que debia dejar de ser un Sugar Baby.
Quizà, la próxima vez, sería asesinado, y no solo abusado sexualmente.
Sintiò una terrible sensación de angustia punzarle en la boca del estómago.
Comenzò a sollozar màs fuerte.
—Me siento tan sucio... —dijo en medio del llanto, abrazàndose a sì mismo—. Tengo miedo...
Se recostò despacio en el sofà, y abrazò un cojín. Se quedó sollozando por varios minutos.
Miguel estaba roto, y cansado. Cansado de tener que actuar su fortaleza, que era implacable, orgulloso y que nada le afectaba. Porque claro que le afectaba.
Se sentía desprotegido y desamparado. ¿En quién podía apoyarse ahora que vivía aquello y estaba solo? Porque ni su propio padre lo amaba, y èl era consciente de eso.
Solo tenía a Eva, que, para rematar, ahora también le ignoraba.
Miguel comprendió entonces que, estaba solo; completamente solo. Y que sí, Rigoberto hubiese llegado màs allá con èl hasta el punto de, incluso quitarle la vida, nadie se habría percatado.
Porque la existencia de Miguel no era importante realmente para nadie.
Suspirò con tristeza. Se sentó despacio en el sofà, y limpiò sus làgrimas con el antebrazo.
Mirò su celular.
¿Y si llamaba a su papà? Hace mucho tiempo no lo llamaba...
La última vez que lo llamó, fue para desearle feliz cumpleaños, y todavía recibió su saludo con mucho desgano. Miguel era siempre quien lo llamaba para saber de èl, pero su padre jamás mostraba la misma iniciativa con èl.
¿Realmente era buena idea llamarlo?
La respuesta era, quizá, que no; pero debía hacerlo.
Necesitaba pedirle ayuda. Miguel no quería volver a ser un Sugar Baby, pues, ahora temía por su vida. Y, estaba tan roto, que su inestabilidad emocional ahora no se lo permitiría. Quería estar seguro.
Buscaría otro empleo; claro que sí. El gran problema, es que conseguir un empleo llevaba su tiempo y, en medio de dicho trayecto, Miguel no tenía dinero para sustentarse. De alguna u otra forma, necesitaba llamar a su papa, para pedirle dinero por mientras èl buscaba un empleo.
Sì, claro... su papà lo entendería perfectamente. Seguramente si, èl dirìa a su papá que fue abusado, y que casi era asesinado, seguramente su instinto de padre le diría que ayudara a su hijo.
¿Què clase de padre se niega al llamado de auxilio desesperado de su propio hijo? Ninguno. Solo uno desnaturalizado.
Miguel se mordió el labio, nervioso, y tomò su celular.
Se quedó paralizado por varios segundos y, cuando tuvo el valor de hacerlo, entonces marcó.
Pasaron varios minutos sin obtener respuesta, hasta que, ya en la tercera llamada, entonces su papá contestó.
—¿Alò? —se oyò al otro lado de la línea. Era el papà de Miguel.
—A-alò... —contestò Miguel.
—¿Quièn es? —espetó con voz fría.
—Papà, soy yo —sonriò Miguel al otro lado de la línea, reconfortado por oír la voz de su padre—. Soy... soy Miguel.
Hubo un silencio sepulcro en la línea. Solo se oyò la respiración de Miguel.
—Ah... —contestò el hombre, sin mostrar sorpresa—. Miguel, mira... estoy ocupado. Llama en otro moment...
—Papà... —susurrò Miguel—. Yo... es de urgencia. Aparte... no me siento muy bien. De verdad quería oir tu voz, papà... ¿tù no? Te extrañè much...
—Estoy ocupado, Miguel.
Fue tan severo para contestar, que Miguel sintió que los ojos se le volvieron a cristalizar.
—Papà, alguien abusò de mì —le dijo sin tapujos, intentando buscar en su padre algo de preocupación.
Pero no funcionò.
—Lo lamento, Miguel —le dijo—. ¿Algo màs?
Miguel sintió que el nudo en la garganta le cedía.
—Fu...fue un abuso sexual, papá —le dijo, con la voz flaqueándole—. Fue un hom...hombre mayor. Abusò sexualmente de mì e... e intentó violarme. Ca-casi me mata, papá, yo tuve mied...
—Miguel, estoy a punto de tener una reunión con mis socios —le dijo, ignorando la conmoción de su hijo—. Llámame otro día para contarme. Adi...
—¡E-espera! —le gritò Miguel—. ¡¿Por què no puedes dedicarme, aunque sea un minuto de tu tiempo, papá?! ¡Te estoy diciendo que abusaron de mí, y no te importa en lo más mínimo!
El padre de Miguel, hastiado, entonces tomó el celular con fuerza, y camino hacia un lugar apartado, y dijo de forma hiriente:
—Si te han abusado, es porque tù lo has querido —le dijo con rabia—. A ti te encanta ese mundo, ¿no? Te lo has buscado. Todo lo que te pase, es porque tú mismo lo has provocado.
Miguel ni siquiera supo qué contestar.
—Pa-papà... —dijo en un aliento—. ¿Entonces te da igual si... si un dìa amanezco sin vida?
Hubo un silencio sepulcro en la línea, y tras varios segundos, entonces se oyò:
—Sì Miguel. Me daría igual.
Miguel entonces rompió a llorar. Se tomò el entrecejo y hundió su rostro en el cojín. Desde ahì, solo se oyò la voz de su padre en la línea:
—Deja de llorar, ¿quieres? Tù te has buscado esta forma de vida, y atente a las consecuencias. Tù fuiste quien decidió salirse de la universidad, y no seguir con la carrera que te elegí. Te quitè la mesada como castigo, pero agradece que al menos te dejé viviendo en el apartamento. Lo mínimo que mereces es que alguien te...
—¡¿Què alguien me matè?! —exclamò Miguel, enfurecido a través de la lìnea—. ¡¿Còmo quieres que consiga un trabajo, si tù jamás me enseñaste como hacer un curriculum si siquiera?! ¡No entiendo cómo se vive! ¡No sè hacia donde ir! ¡Estoy tan perdido, y eso a ti no te importa! ¡Te fuiste con tu otra familia apenas cumplí mi mayoría de edad, y solo me dejaste este apartamento y un gato! ¡No tengo familia, no tengo amigos, y jamás llamas para saber cómo estoy! ¡Un dìa podría desaparecer y eso jamás te va a importar, porque estás demasiado ocupado en amar a tu otra familia! ¡En amar a tu nueva esposa y a tu otro hijo! ¡¿Y yo què soy?! ¡Jamás recibí siquiera un te quiero de tu parte! ¡Solo quería pedirte algo de dinero mientras encuentro un empleo, porque tengo mucho miedo! ¡¿Por què no puedes apoyarme?! ¿¡Por què eres tan mal padre conmigo?! ¡¿Por què me odias tant...?!
—Eres tan escandaloso... —le interrumpiò su padre—. Y tan inútil, Miguel.
Solo se oyò la respiración agitada de Miguel. Las làgrimas no dejaban de caerle por las mejillas.
—Eres igual que tu madre. Igual de inútil y escandaloso. Por eso ella murió al poco tiempo de...
—¡¡NO HABLES ASÌ DE MI MADRE!!
Miguel no pudo retener màs su ira y, de un movimiento brusco, lanzó el celular hacia la ventana.
Esta se rompió, e hizo un ruido estridente.
Miguel corrió a su habitación, y cogió una almohada.
Allí, lloró incansablemente hasta quedarse dormido.
Miguel sentía que su padre siempre le hacia mucho daño.
(...)
A Miguel, unas fuertes punzadas en la nuca fue lo que le despertó. Despuès del feo episodio con su padre en aquella mañana, Miguel había llorado hasta el hartazgo y ahora sufría las consecuencias.
Le dolía la cabeza, tenía los ojos hinchados y tenía un poco de fiebre.
Se levantó despacio, y volvió a quejarse por el dolor en el chichón. Miró a su reloj.
—Las 17:30... —susurró, observando la hora.
Caminó hacia el living, donde yacía su bolso, y tomó la receta médica que Manuel le había entregado. Intento leerla.
No entendió nada.
—Ese médico si que tiene la letra horrible... —se quejó—. Seguro la farmacéutica le va a entender.
Decidido, llevò consigo la receta y caminò hacia el baño. Se duchò rápido para sacarse el aturdimiento, y regresando a su habitación, se cambió de ropa y se puso los zapatos.
Salió entonces de su apartamento —no sin antes dejarle màs comida a Eva—, y se dirigió a una farmacia para comprar los analgésicos.
Tras unos treinta minutos de caminata, llegó a un sector céntrico de Miraflores. Allí se hallaba la farmacia màs cercana, y entró.
—Buenas tardes —saludò a la señorita farmacèutica—. Vengo a comprar este medicamento —le dijo, y le extendió la receta médica; la farmacéutica la cogió.
—Un momento, por favor —y se volteò, yéndose hacia el interior de los estantes. Al rato, regreso con otro compañero—. Disculpe...
Miguel vio que venían sin una caja de medicamentos. Miró extrañado.
—¿Què pasa?
—Resulta que no somos capaces de entender la letra del médico... —dijo—. Incluso le mostré a mi compañero, pero no podemos descifrarlo. Tiene una letra muy...
—Muy fea —respondió Miguel.
—Asì es...
Miguel dibujò una especie de puchero.
—Sì, me di cuenta que su letra es muy fea. Pensè que ustedes podrían descifrarla.
—No podemos descifrarla, pero... —la farmacéutica extendió el papel hacia Miguel, y le señaló la parte inferior de la hoja—. Allì sale el nombre del médico, ¿verdad?
Miguel dirigió su vista hacia donde apuntaba la farmacéutica.
—Sì —respondió èl.
—Y, ahì también sale el nombre del recinto de salud.
Miguel volvió a leer. Debajo del nombre del médico, decía entonces: ''Clìnica la luz''. Miguel abrió los labios, entendiendo lo que quería decir la farmacéutica.
—La clínica la luz —le dijo la señorita—. Queda en esta misma cuadra. Està en la esquina, un par de tiendas màs allá. Podrìa ir y consultar con el médico.
Miguel sonriò, y cogió la receta.
—Muchas gracias —dijo cordialmente—. Volverè entonces en unos minutos.
La farmacéutica sonriò.
Miguel caminò entonces por unos cinco minutos, hasta que llegó a la dichosa clínica. Allì, observó un edificio de color rojo, que contaba con siete pisos. Se paró en la explanada, y observó desde allí.
Era un edificio grande, y en lo alto, tenía el ''Clìnica la luz'' con un letrero luminoso con luz blanquecina. A un costado, había tres ambulancias —en la sección de urgencias—, y una puerta principal por donde entraba y salía bastante gente.
Entonces Miguel entró.
Lo primero que vio, fueron tres ascensores funcionando a su derecha. Por la izquierda, había una señorita atendiendo en recepción, tras un gran escritorio. Miguel entonces se le acercó.
—Buenas tardes, señorita —dijo Miguel—. Me gustaría saber si este médico está ahora en la clínica.
La señorita sonriò y saludò. Tomò la receta médica que Miguel le extendió, y dijo:
—Oh, sì. El doctor Manuel —dijo, buscando en el sistema de su computadora—. Èl está atendiendo ahora. Està en el tercer piso, pero...
Miguel contrajo sus cejas.
—¿Usted tiene cita con èl? —preguntò.
—Oh, no —respondió Miguel—. Solo quiero preguntarle el contenido de la receta. En la farmacia la farmacéutica no entendió su letra...
La recepcionista comenzó a reir.
—Bueno... en ese caso, lo que pudo hacer, es que usted pregunte al médico. El detalle es que, ahora èl está atendiendo a sus pacientes. Podría dejarlo pasar, pero sería al final del turno del médico, después de que pasen todos sus pacientes.
Miguel asintió sin màs.
—Bueno, entonces... —la señorita comenzó a ingresar unos còdigos en el sistema—. El último paciente del médico pasa a las 19:30. Podrà esperar en el tercer piso, que es donde queda su consulta.
—Muchas gracias —dijo Miguel, y se dirigió hacia el ascensor.
Y, llegando al tercer piso, vio a bastantes personas esperando a ser atendidos. En el despacho, había varias sillas, plantas —muy parecidas a las que Manuel tenía en su patio trasero, cosa que descolocó a Miguel—, y una televisión para entretener en la sala de espera.
Al costado, había una puerta que era el despacho del médico. Allì, se veìa en una placa: ''Manuel González. Mèdicò general''.
Miguel observó curioso, y después de un rato allí en medio de la gente, decidió tomar asiento, y observar por la ventana hacia la calle.
Y allí se quedó, esperando alrededor de dos horas.
Con el paso del tiempo, entonces la sala comenzó a quedar vacìa. Miguel sintió que de a poco el sueño le ganaba.
—Disculpe, joven... —oyò Miguel de pronto; se volteò curioso, y vio a la misma señorita que le atendiò en recepciòn—. Ahora va a pasar el último paciente del doctor. Despuès de dicho paciente, sigue usted. Ya avisè al doctor.
Miguel, algo somnoliento, asintió despacio.
—Muchas gracias —le dijo.
Y, al pasó de veinte minutos, salió el último paciente del despacho. Miguel se irguió, se estirò, y caminò despacio hacia el despacho.
Tocò la puerta antes de entrar.
—Pase, por favor —escuchò, y abrió la puerta.
E ingresò.
Miguel se volteò para cerrar la puerta y, cuando alzò la vista hacia el médico en el despacho, se quedó de piedra.
Y abrió la boca de la impresión.
El médico, que yacìa sentado en su escritorio, alzò la mirada —por debajo de sus anteojos—, y dibujò una expresión consternada en su rostro.
Ambos se quedaron mirando por un instante.
—¡¿Què carajos haces ahì?! —disparò Miguel primero, observando desde la puerta, que ahora estaba cerrada—. Me... me equivoquè de lugar, seguramente... —dijo, adentrándose en el despacho, y observando a su alrededor con cautela.
Manuel estaba incòmodo en su sitio.
—Mi-Miguel... —le dijo—. ¿Què haces acà? ¿Pediste una cita acas...?
—Sì —dijo Miguel—, pero pedì una cita con el médico. ¿Dònde está el médico? —preguntò, observando a su alrededor, y volteándose impaciente.
Manuel se alzò del escritorio, y puso su mano en el rostro, incómodo por la situación.
—Bueno, creo que mejor me voy... —dijo Miguel, yéndose hacia el exterior—. Preguntarè a la recepcionista por el médico. Quizà me equivoquè de pis...
Miguel, de pronto sintió el agarre de Manuel en su brazo. Despacio, Manuel le atrajo hacia su cuerpo.
Miguel le mirò medio atontado.
—¿A què médico estàs buscando?
—Eso no es de tu inter...
—Miguel —volvió Manuel a interrumpirle—. Dime el nombre del médico que buscas. Te ayudarè a encontrarlo.
Miguel se quedó allí, sin saber que decir. Y, de pronto, entendió el por què Manuel estaba allí.
—Ah, ya entiendo... —dijo de pronto—. Manuel, tù eres...
Manuel le observó, expectante.
—Eres el personal del aseo, ¿verdad? —Manuel cerrò los ojos y dibujo una expresión extrañada—. Eres de la limpieza, ¿verdad? ¿Por què no me lo dijiste antes? —Miguel sonriò, aliviado por entender la situaciòn—. Haces el aseo en este despacho, ¿verdad?
Manuel rodò los ojos y soltò a Miguel.
—Si eres del personal del aseo, entonces podràs ayudarme a buscar al médico —dijo Miguel a Manuel—. Mira, estoy buscando a Manuel González. Es el médico de la receta que me diste ayer.
Manuel comenzó a reírse despacio. Cruzó los brazos, se sentó en su escritorio, y comenzó a observar a Miguel con aura enternecida.
Miguel se sintió ofendido.
—Oye, bellaco —le dijo, ofendido—. ¿Què es tan gracios...?
—Yo soy el médico —le dijo Manuel—. Sièntate en la camilla. Voy a revisarte.
Manuel le tomò despacio por el brazo, intentando guiarlo hacia la camilla. Miguel se zafó en un movimiento brusco, llegando a golpear a Manuel.
Le mirò consternado.
—¡Su-suèltame! —le gritò—. Mira Manuel... ya sè que eres un narcotraficante. Y ocultas eso siendo auxiliar de aseo en la clínica, pero... ¿hacerte pasar por médico? ¿Eso ya no es mucho? ¿No tienes un lìmite?
Manuel se quitò los anteojos. Posò su dedo pulgar e índice en el entrecejo.
Nunca nadie había puesto a prueba su paciencia tan fuerte como lo hacia Miguel.
—¿De dónde chucha sacaste que soy un narco? —espetò Manuel, ya no utilizando su usual tono amable—. Las weas que estàs hablando.
—¡Es obvio que lo eres! —le dijo—. En el Callao la gente te respeta, ¿no? Eso quiere decir que les provees de drogas...
—Suficiente —dijo, tomando a Miguel por el antebrazo con màs fuerza, y sentándolo en la camilla—. Bien, vienes por un chequeo general, ¿no?
Miguel le mirò con ira contenida.
—Voy a decirle a las autoridades que te haces pasar por un médico.
Y a Manuel se le acabó la paciencia.
A zancadas, se acercò a la pared, por detrás de su escritorio. Sacò un cuadro muy elegantísimo que colgaba, y lo cogió. De su bolsillo, sacò su identificación personal. Caminò hacia Miguel, y se las extendió.
Miguel se quedó extrañado.
—Lee —le ordenó Manuel, con tono imperativo—. Lee lo que dice en ambas.
Miguel, un poco intimidado por la evidente poca paciencia que a Manuel ya le quedaba, bajò la mirada y comenzó a leer lo que decía la identificación, y lo que contenía el cuadro.
Comenzò con el cuadro.
''Universidad de Chile.
Facultad de Medicina
Concede el presente diploma a
Manuel González Rodríguez
Por cuanto ha cursado los estudios y rendido
Las pruebas prescritas por la Universidad
Para obtener el título de
Mèdico cirujano
Y ha sido en ellas aprobado con distinción
Le otorga este diploma en Santiago, a quince de abril de dos mil quince.''
Y después, Miguel leyò la identificación.
''Nombre: Manuel González Rodríguez''.
Y se quedó de piedra por varios segundos.
Se sintió el ser màs imbécil de la tierra.
—Te sentí fiebre —dijo Manuel, hurgando en sus indumentarias, mientras que Miguel aùn seguía con la boca abierta, como idiota—. La secretaria me ha dicho que viniste por la receta, pero de todas maneras te harè un chequeo rápido. —Manuel tomò el cuadro y la identificación que yacían en las piernas de Miguel, y las lanzó sobre la mesa—. A ver, súbete un poco la camisa.
Miguel, atontado, le hizo caso sin reclamo alguno.
Manuel tomò el estetoscopio, y lo instalò en sus oìdos. Con un toque delicado, comenzó a revisar por la zona de la espalda, para oìr los pulmones.
—Inhala —le ordenó, y Miguel hizo caso—. Y ahora exhala.
Hubo total silencio, hasta que entonces Miguel hablò:
—O-oye... ¿por què no me dijiste antes que eras un...?
—Sssssh —ordenó Manuel—. Intento oír tu respiración.
Hubo otro silencio. Tras oír lo suficiente, Manuel colgó en su cuello el estetoscopio. Buscò un par de guantes de látex en sus indumentarias, y se los puso.
Miguel le observaba atontado.
Manuel sonriò de pronto.
—De pronto te has quedado muy tranquilo, ¿no?
¡¿Y cómo chuchas no se iba a quedar tranquilo?! Tremenda palta había pasado. Había tratado a Manuel como auxiliar de aseo, cuando el huevòn era médico de la clínica, y todavía peor, le había tratado como a un narco.
Sì, Manuel era un bellaco, pero al menos uno con dinero. O eso creìa Miguel, pues un médico tenía plata, ¿no?
—Voy a revisarte la garganta. Ábreme la boca.
Miguel, sin chistar, abrió los labios, y Manuel introdujo en èl una paleta de madera.
Comenzó a observar la garganta.
Y Miguel, desde ese ángulo, observó a Manuel por varios segundos.
Qué guapo que se veía el maldito imbécil; pensaba Miguel.
No tenía sus perforaciones de siempre —pues, tal parece se las había retirado—. Tenìa el cabello un tanto desordenado, una bata blanca, y un pantalón negro muy ajustado que, para deleite de Miguel, le ajustaba muy bien por delante.
A Miguel se le cayó una baba por causa de sus pensamientos un poco obscenos. Comenzò a toser para disimular la vergüenza.
Manuel se echo a reír enternecido.
—Tranquilo, suele pasar —le dijo, calmándolo—. A varios pacientes se les cae la saliva cuando les reviso la garganta.
Miguel asintió apenado.
Y no es que se le cayera la baba por eso. Es que su mente había comenzado a volar, y sus instintos primarios hacìan ver a Manuel muy guapo ante sus ojos, cosa que Miguel no sabìa disimular muy bien.
Y mucho menos si a Manuel se le marcaba tanto la entrepierna en el pantalón. ¡Y peor! Si se le veía bien grande el... bueno, ya saben.
—¿Còmo te has sentido? —preguntó Manuel, sacándose los guantes, y yéndose hacia su maletín, comenzando a guardar sus cosas—. Aunque no lo creas, estuve pensando en ti. Lo de ayer fue traumático, y pensé en como te sentirías.
—He... he estado bien —mintió Miguel—. No pasa nada.
Manuel se sacò la bata blanca, la doblò y la guardò.
—¿Seguro? —le dijo, mientras tomaba sus piercings, y los volvía a poner en su lugar; Miguel sintió que de nuevo se le comenzaba a aflojar la saliva—. Yo te veo inmunodeprimido.
Miguel le mirò extrañado.
—¿Inmuno què?
—Inmunodeprimido —le dijo. Guardò las cosas que le restaban, y volvió a pararse frente a Miguel, que aùn estaba sentado en la camilla—. Ayer lo notè, y no te lo dije, pero... te notè con un fuerte shock. Hoy en la mañana vi que también estabas soñando, y supuse que tenias un estrés post traumático. Tienes un poco de fiebre ahora, tu respiración suena cansada, y tienes la garganta un poco seca e hinchada. Eso es signo de defensas un poco bajas; puede deberse a una depresión no tratada, o bien a un estado de tristeza que aùn no puede ser diagnosticada como depresión. Tus defensas bajan por consecuencia de lo emocional.
Miguel entendió que, en su caso, ello era perfectamente posible.
—¿Te has sentido bien anímicamente? —le dijo—. Si te sientes mal, pide ayuda. Tengo el contacto de un buen amigo que es psicólogo. Trabaja en el piso de arriba. Puedo derivart...
—Estoy bien —interrumpió Miguel, algo celoso por oír la palabra ''amigo''.
¿Què clase de amigo era? ¿Por què trabajaban en el mismo edificio? ¡¿Y POR QUÈ RAYOS ESTABA CELOSO?!
—Bueno, entonces, si no hay màs que pueda hacer por ti... —Manuel sacò de su bolsillo una caja pequeña, y se la extendió a Miguel—. Tómalo. Son los analgésicos que te receté.
Y sonriò.
Miguel se quedó allí, sentado sin saber què decir.
Se miraron por unos instantes. Miguel se sonrojò un poco.
—¿Y bueno...? —dijo Manuel, un tanto incómodo—. Debo irme, Miguel. Mi horario ya terminó. Debo ir a casa...
—¡A-ah...! —dijo Miguel, saliendo de su trance. Dio un pequeño salto de la camilla, y se parò frente a Manuel.
Ambos quedaron muy cerca del otro, casi pegaditos.
—Este, bueno... —Miguel no sabìa muy bien lo que hacía. Desde ese punto, comenzó a actuar por mero impulso—. Gracias, Manuel.
Manuel alzó ambas cejas, sorprendido por la repentina gratitud de Miguel.
Miguel sonriò apenado.
—Eso no lo esperaba... —dijo, metiendo una mano en su bolsillo, y provocando que la tela del pantalón quedara aùn màs apretada; Miguel bajò su vista de forma imperceptible, notando como el bulto delantero se notaba aùn màs.
Subiò su vista de inmediato, sintiendo como los labios se le apretaban.
—Es...este, sì —dijo, siendo sumamente torpe—. Yo... lo siento. No debì tratarte asì. Eso creo...
—No eres tan feroz después de todo, ¿verdad? —Manuel, posò su mano entonces en la pared por detrás de la camilla; esto provocó que Miguel quedara rodeado, por un lado.
Y sintió que el calor le invadìa el rostro.
¡¿Por què Manuel era tan jodidamente ardiente?!
—Te muestras como un león. Arrogante y orgulloso, pero, la verdad, es que puedes ser alguien muy amable si no te esfuerzas en ocultar tu naturaleza, ¿verdad? En realidad, eres un conejito.
Manuel observó de cerca a Miguel, y este último, dejó llevarse entonces por sus instintos.
La respiración cálida de Manuel golpeándole el rostro, y el dulzor de su perfume le habían dado el motivo suficiente para obrar.
Ya todo se había ido a la mierda. ¿Qué importaba?
Manuel, impasible, solo se quedó quieto, sin esforzarse ni hacer movimiento alguno. Miguel, entonces fue quien hizo todo. Bajó los brazos y, pasándolos por la parte baja de la espalda de Manuel, provocó que ambos cuerpos quedarán aún más juntos, provocando que la entrepierna de ambos rozaran.
Manuel abrió los ojos y se sonrojò, sorprendido y percatándose de lo que realmente estaba pasando.
Sonrió de forma inconsciente, extasiado por la astucia que Miguel mostraba.
—Si soy un conejito, asì como dices... —susurrò Miguel, deslizando su dedo índice desde el abdomen de Manuel, y ascendiendo hasta el pecho de este, dibujando círculos en ese lugar—. Debo cuidarme, ¿no?
Tomò despacio la camisa del chileno, y la tirò un poco hacia èl mismo. Manuel entonces, quedó a pocos centímetros del rostro de Miguel.
Manuel estaba simplemente inmóvil, extasiado por la seducción en que lo hundía Miguel.
No sabía como responder a ese juego de seducción.
—Quizà algún lobo pueda comerme... —Miguel, con un tanto de malicia, posò un dedo en la barbilla de Manuel; este lanzó un leve suspiro—. Uno màs grande y... fuerte...
Y con cautela, Miguel acercò su rostro al de Manuel. Se mantuvo de esa forma por unos instantes, y sonriò cuando pudo ver en el rostro de Manuel lujuria contenida.
Manuel era ardiente, sì, pero también era jodidamente adorable.
—Mi-Miguel... —gimiò Manuel, preso de la seducción del màs pequeño.
Y Miguel sonrió con satisfacción.
—Disculpe, doctor Manue...
De pronto, la puerta del despacho se abrió de un golpe.
Manuel y Miguel quedaron al descubierto.
La secretaria los miró por unos instantes, y abrió los ojos con impresión.
Se puso roja como un tomate.
—¡O-oh, Dios! —lanzó un grito ahogado—. ¡Lo... lo siento, doctor! ¡Los dejo seguir en...!
Y Miguel, horrorizado por la situación, muerto de la vergüenza y, sintiendo como su orgullo peligraba seriamente, entonces utilizò su último recurso.
Y le lanzó un bofetón a Manuel, en pleno rostro.
La secretaria lanzó otro grito ahogado.
—¡Per-pervertido!
Le gritò Miguel, avergonzado a màs no poder, y con el rostro ardiendo. Tomò sus cosas, y salió corriendo del despacho, haciendo a un lado a la secretaria.
Manuel se quedó allí, de piedra, con el rostro hacia un lado por la bofetada, y con las dudas asaltándole la mente.
(...)
N/A;
El capìtulo saliò muy largo, asì que lo dividì en dos. ¡Sigue en la siguiente pàgina!
Postdata: La canciòn que puse arriba es la canciòn que va escuchando Juan, el taxista, cuando va a dejar a Miguel a Miraflores kljhaghjd. La puse por si alguien no la conocìa. Es tremendo cumbiòn.
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