La Metamorfosis

Con el pasar de los minutos, el viento se volvió cada vez más gélido y abrupto. En la acera, y a pocos metros de su lugar de destino, se caló más arriba la chaqueta. Frotándose los brazos por causa del frío, se dispuso a esperar por más minutos a la llegada de su hermanastro.

Los cabellos rizados y negros se le alzaron por sobre el rostro. Con un movimiento torpe, agarró un mechón y lo acomodó por detrás de su oreja. Observó a su alrededor, intentando captar la presencia de Miguel, pero en el intento, se exasperó aún más.

Miguel se estaba tardando demasiado. Habían quedado en juntarse en la esquina a las 9:00 am, y el reloj en su muñeca, ya marcaba las 9:15 am.

De tardarse más, probablemente las cosas se pondrían peor, si es que ya no lo estaban...

Luciano lanzó un quejido al aire. Sacudió despacio su cabeza.

—Apresúrate, menino Miguel... —susurró para sí mismo, y luego, apoyó su espalda en el tronco cercano de un árbol. Suspiró.

Allí, Luciano agachó la cabeza. Sintió el silbido del viento cruzando la copa de los árboles, y muy pronto, y sin poder advertirlo, su cabeza comenzó a divagar en un mar de pensamientos.

Los recuerdos de la noche anterior se le vinieron a la cabeza. Luciano sonrió nervioso.

Mierda... ¿realmente le había confesado sus sentimientos a Martín? ¿Realmente eran algo formal ahora? Y aparte... ¡¿Habían intimado?! Por un instante, Luciano sintió que no fue capaz de procesar toda aquella realidad; sintió un espasmo y se aferró más hacia sí mismo. Se sonrojó levemente.

Él y Martín, que habían sido buenos amigos hace años atrás, y que, por cuestiones caprichosas del destino, hoy se encontraban presencialmente en una ciudad lejana a sus países...

Hoy, después de muchos años, ellos... se encontraban, y se gustaban, aunque, lamentablemente envueltos también en una situación muy compleja a raíz de sus vivencias personales...

¡Qué jodida cosa más loca! Luciano sintió que la cabeza le dio vueltas, y escondió su rostro entre las manos.

''Mi casa es tu casa, Lú. Podés venir a la hora que quieras, cuando quieras, y a lo que quieras. Siempre serás bienvenido, y más si necesitas estar en paz. Yo siempre me haré un tiempo para vos. Sos importante para mí''.

Al recordar las palabras dichas por Martín en la mañana, Luciano sonrió con expresión melancólica.

—¿Tu casa es mi casa, dices...? —musitó para sí mismo, y luego, ladeó su cabeza. A unos metros desde la esquina, en donde yacía esperando a Miguel, Luciano observó la fachada de su casa. Sintió un malestar de inmediato; apretó sus labios—. No quiero llegar a esa casa... —susurró, sintiéndose angustiado—. Esa casa es tan... no sé, muito extraña, y... mi madre... ella ya no es la misma; es como si ahora fuese otra persona...

Se quedó pensativo por otros minutos. Cerró los ojos y suspiró. Se quedó inmerso en sus pensamientos, que poco a poco, se hacían cada vez más ansiosos.

A Luciano ya no le hacía feliz vivir en dicha casa, o, mejor dicho... ¡nunca le hizo feliz! El ambiente entre Héctor, Antonio, y su madre, que ahora estaba actuando realmente muy extraña a juicio de Luciano, era a veces muy sofocante y confuso.

Luciano se la pasaba todo el día encerrado en su cuarto, o todo el día en la calle. Cualquier cosa era mejor que presenciar las conversaciones vacías, clasistas y estúpidas de Antonio y Héctor en la mesa a la hora de cenar, o de soportar las discusiones y las explosiones de ambos, cuando las cosas no salían, o no se hacían como ellos querían.

Eran unos caprichosos y maleducados totales, y eso, a Luciano le podría.

Cualquier cosa, era mejor que estar en esa casa. Luciano, ni siquiera podía ya conversar naturalmente con su madre, como antes solía hacerlo. La dinámica de esa casa, era realmente exasperante, y la dinámica de Luciano con su madre, claramente se veía también afectada.

Un ambiente familiar demasiado tóxico.

Luciano suspiró con pesar. Se quedó quieto en el tronco, y agachó la mirada.

Cuando entonces, a lo lejos, su oído advirtió una nueva presencia, Luciano contrajo los ojos. Los ruidos de unos pasos apresurados se oyeron encaminarse hacia él. Luciano alzó la cabeza, y ladeó la mirada a un costado del tronco.

A su lado, Miguel, yacía apoyado con sus manos sobre sus rodillas. Cansado, respiraba un tanto agitado y acalorado.

Se observaron en silencio.

—Lú, y-yo... lo siento. Te juro que...

—Llegas tarde. Son las nueve y veinte casi, y...

—¡S-sí! Disculpa, por favor... —intentó excusarse Miguel, aun jadeando despacio—. Es solo que... venir desde el Callao hasta San Isidro es complicado. Intenté venir lo más rápido posible, pero...

—Ya, no importa. Es mejor que nos apresuremos... —le interrumpió Luciano, ladeando su mirada hacia la fachada de la casa. Miguel observó igualmente, y sintió un nudo formarse en su estómago. Apretó sus puños—. Probablemente nos estén esperando. Quizá mi mamá se enoje conmigo por dormir fuera la noche de ayer.

Miguel torció los labios y asintió. Tomó aire y suspiró largamente. Hubo un silencio muy tenso; Luciano le observó. En Miguel, fue visible una fuerte ansiedad e intranquilidad. ¿Qué clase de cosas vendrían a su mente al volver a ver la casa, después de esa travesura?

Y es que Miguel, no se arrepentía de haber hecho lo que hizo. Sabía que ahora, llegando a casa, habría consecuencias para él, pero...

No se arrepentía de nada.

¿Y cómo arrepentirse? Si la noche anterior, la pasó junto a Manuel... ¡A su Manuel! Después de tanto tiempo separados, al fin pudo besarle los labios, abrazarlo, sentirle la cálida piel de cerca, acurrucarse en su pecho y oír con fuerza sus latidos. Observar el universo esmeralda en sus ojos, oír su voz suave y que tanta paz le transmitía, ser sostenido por sus manos, y también recibir su anhelado perdón.

Después de dormir en sus brazos, sintiéndose protegido y amado, después de tantos días siendo basureado y humillado por Antonio...

Era imposible sentir arrepentimiento. El solo hecho de haber visto a Manuel, en la noche de su cumpleaños, compensaba cualquier consecuencia negativa hacia su persona. Miguel se sentía pagado por adelantado, y aunque el miedo latía con fuerza en su pecho, a la vez, latía también la emoción de haber visto a Manuel.

Y de querer verlo de nuevo, una y otra vez, sin temer a las futuras consecuencias.

—Mi Manu... —suspiró Miguel, y bajó la mirada. Se observó las manos, y se las acarició. Pensó, que la noche anterior, Manuel también se las había acariciado. Cerró los ojos y sonrió, sintiendo un reconfortante calor abrazarle el pecho.

El recuerdo de Manuel siempre le daba paz. Miguel sonrió con melancolía; las piernas le temblaron.

No quería volver a casa, aquello era evidente. Quería devolverse en sus pasos, y retroceder de nuevo hacia el callao. Anhelaba entregarse de nuevo a los brazos de Manuel, y quedarse junto a él.

Y junto a su amada amiga Eva también...

Miguel sentía que ya no podía volver a dicha casa. Su mismo cuerpo, y mente, rechazaban seguir avanzando hacia ella. El ambiente dañino, la violencia de Antonio, y la enfermedad de su padre, le tenían a Miguel al borde del colapso nervioso.

Nunca antes se había sentido con tantas ganas de huir de un sitio. Su viejo apartamento en Miraflores, aunque pequeño y simple, era un lugar en donde en antaño, Miguel y Manuel vivieron en paz junto a Eva, y fueron realmente felices. A esas alturas, Miguel se reprochaba cada una de sus decisiones, y la culpa ya no le dejaba dormir tranquilo siquiera por las noches, pero ya nada había por hacer; llorar sobre la leche derramada, para Miguel era una opción cada vez menos viable. En una falsa ilusión, y empujado por su humanidad y su compasión hacia su padre, ahora vivía en una casona lujosa por allá en San Isidro, pero...

Aunque lujosa, Miguel la sentía totalmente vacía, y le hacía infeliz. En una falsa ilusión por sentirse al fin en una familia, dañó a Manuel, y también se dañó a sí mismo.

Miguel no quería volver a dicha casa, pero...

—Mi padre... —susurró, apretando sus manos. Hubo un largo silencio; Luciano le observó extrañado. Por la cabeza de Miguel, se asentó la imagen de Héctor—. Debo volver por mi padre. Si yo me voy... él se sentirá triste quizá; no puedo hacerle eso, y menos ahora. Él realmente tiene ganas de reconstruir nuestra unión de padre e hijo, no puedo hacerle algo como eso...

Luciano, observó en Miguel una fuerte indecisión. Sus manos le sudaban, y constantemente miraba a sus espaldas. Se tomaba el cabello, y hablaba en voz baja, como reprochándose a sí mismo, por haber pensado siquiera en abandonar a su padre.

En Miguel se desataba una verdadera lucha. Se sentía entre la espada y la pared.

—Menino Miguel. —Le irrumpió Luciano con voz suave pero firme, Miguel le observó contrariado—. Debemos volver a casa. De verdad, estamos llegando muito tarde.

Miguel suspiró angustiado, y asintió despacio. Inhaló profundamente, y se armó de valor.

Tomó su celular, que, por causa de su artimaña en la noche anterior, tenía de nuevo en su poder. Lo desbloqueó, y rápido, escribió a Manuel: ''Te amo con toda mi alma''. Lo guardó. Alzó la mirada, y observando a Luciano con aura seria, dijo:

—Vamos, Lú.

(...)

Cuando ambos ingresaron a la casa, de inmediato el olor a quemado les impregnó las narices. Luciano contrajo las cejas, y atónito escupió:

—O que diabos aconteceu aquí?! —''¡¿Qué mierda pasó acá?!'', exclamó con un aura entre enojado, y sorprendido.

El ver la sala principal de la casa, y los sofás quemados, con el agua aún impregnada en el suelo, y con un terrible olor que penetraba hasta el fondo de las narices, era algo un tanto shockeante.

Miguel se mordió los labios, y guardó silencio. Al igual que Luciano, se tomó la esquina de la camiseta, y se tapó la nariz, haciéndose el sorprendido y el desentendido. No dijo nada, ni pensaba decirlo. De revelar, que él había sido el causante de dicho incendio, probablemente le habría llegado un puñetazo por parte de Luciano, y eso es lo que menos Miguel quería.

Luciano tenía brazos grandes, y un cuerpo atlético. No se habría imaginado como dolería uno de sus golpes.

—E-está todo... quemado, y... mojado... —agregó Miguel, un tanto asustado por cómo había afectado el incendio a la sala; aquello no se lo esperaba—. Chucha...

Luciano tragó saliva, y luego, gritó con fuerza:

—¡¿Mamá?! ¡¿Onde vocé etá mae?! —asustado, Luciano comenzó a llamar a su madre. El riesgo de que ella, probablemente habría sufrido quemaduras, le alertó.

Miguel, por su lado, se adentró despacio en la casa, caminando sigiloso entre cosas en el suelo, y algunos muebles quemados. No pensó, que realmente el fuego habría escalado hasta dicho punto...

Sintió miedo, de la reacción que probablemente, tendría su padre, y también...

Antonio.

Y, por cierto, ¡¿dónde estaban ellos? A Miguel, esa duda le asaltó de inmediato. Se puso rígido, y de tan solo pensar en Antonio, una fuerte opresión le atracó en el pecho. Torció los labios.

—¡¿Mamá?! —volvió a gritar Luciano por otra parte, aún asustado, cuando de pronto, desde la habitación matrimonial de Héctor y Rebeca, se oyeron cosas caer estrepitosamente. Luciano contrajo los ojos, y sin prestar atención a Miguel, corrió hacia allá.

Miguel le observó nervioso, y se quedó rígido en su sitio. Luciano ingresó en la habitación, y cuando vio lo que en ella pasaba, se quedó nuevamente desconcertado.

Se le aferró un nudo en la garganta. Se quedó en silencio por unos instantes.

Rebeca, su madre, yacía de rodillas en el suelo, levantando con manos temblorosas, un montón de cosas que yacían rotas, o regadas por ahí. Había un mueble roto, y el desorden era notorio. Brunito, parado desde su cuna, sollozaba y observaba asustado.

Luciano frunció el entrecejo, caminando despacio entre el desorden del suelo, observando indignado.

—Oh, Lú... —susurró débil Rebeca, dándose cuenta de la presencia de su hijo. De forma torpe, se alzó desde el suelo, y arrastrando un poco los pies, caminó hacia él—. Mi bebé, me tenías tan preocupada, pensé que...

—Tu ojo... —musitó Luciano, perplejo. Suave, tomó el cabello de su madre, y lo apartó de su ojo derecho. Allí, se veía con claridad un golpe asestado. El color violáceo en la zona, alertaba de un fuerte impacto en el lugar. Luciano sintió que la rabia le consumió en tiempo récord—. ¿Q-qué mierda, qué mierda pasó, mamá? ¿Por qué tienes el ojo...?

De un movimiento rápido, Rebeca alejó la mano de su hijo mayor. Se volvió a esconder el ojo herido con su cabello, y agachó la cabeza. Sonrió nerviosa.

—Me caí. Me pegué con la punta de un mueble.

Luciano contrajo los ojos, y alzó la cabeza. Observó a su alrededor; cosas regadas en el suelo, la cama desordenada, un mueble roto —como si le hubiesen propinado una patada—, y su hermanito pequeño sollozando en su cuna, observando con susto.

Como si antes de su llegada a la casa, algo terrible hubiese pasado.

Luciano no era tonto, y la paciencia ya se le había acabado.

—Pare de pensar que sou uma criança boba. —''Deja de pensar que soy un niño tonto'', le reclamó a su madre, con voz severa y profunda—. ¡¿Qué mierda pasó acá?! ¡¿Acaso...?!

A Rebeca le rodó una lágrima silenciosa. Con vergüenza, levantó la mirada.

Luciano lo supo entonces.

—Ese hijo de puta te golpeó de nuevo, ¿verdad?

—Lú, hijo, escucha...

—¡¿ESE HIJO DE PUTA TE GOLPEÓ?! ¡¿SÍ O NO?!

Luciano gritó con tanta ira, que incluso Brunito, su hermanito, comenzó a llorar con más fuerza. Rebeca sintió que estaba al punto del colapso. A Luciano, pronto se le marcó una vena en la sien.

Estaba furioso.

—N-no... no, no me ha golpeado. Héctor no...

Luciano sintió que los ojos se le llenaron de lágrimas. La rabia comenzó a exaltarle los latidos del corazón. Apretó sus puños, y sintió ganas de matar a Héctor.

—Deja de defenderlo, por favor...

—No lo estoy defendiendo, Lú. E-es solo que... me tropecé, y...

—Deja... de... defenderlo... por favor...

A Luciano se le quebró la voz. Se tomó la cabeza, e intentó calmarse. No se oyó nada entre ambos. Tan solo a Brunito sollozando despacio desde su cunita.

Miguel, desde la sala, no atendía absolutamente nada de lo que pasaba entre Luciano y su madre, en dicha habitación.

—¿Crees que no me he dado cuenta, mamá? ¿Piensas que no tengo recuerdos, de cuando Héctor te humillaba, crees que no sé qué él te golpea a escondidas? ¿Piensas que no lo sé, de verdad...? ¿Qué tanto subestimas a tus hijos, mamá?

Rebeca agachó la cabeza. Se sentó a los pies de la cama, y no dijo palabra alguna.

—¿Es eso lo que quieres para tus hijos? Estás extraña, has cambiado. Ya no eres como la mamá que solía recordar, la mamá con la que solía jugar, y a la que solía admirar, tú...

Luciano se llevó una mano al rostro y se lo frotó con exasperación. Retuvo los sollozos. Rebeca, su madre, era ahora una mujer apagada y asustadiza. No era como Lú, de niño, la recordaba.

Luciano ya no sentía admiración por su madre.

—Yo los amo, Lú. A ti, y a Brunito; son mis hijos. Por eso hago esto, porque quiero que vivan en un hogar con padre y madre. Porque quiero que no pasen necesidades y...

—¡¡Pero míralo a él!! —gritó Luciano, apuntando hacia Brunito, que sollozaba desconsolado—. ¡¿Piensas que no le afecta?! ¡Mira a mi hermano, él vio todo lo que Héctor te hizo! ¡¿Piensas que no lo recordará en un futuro?! ¡¿Piensas que los niños no sienten, mamá?! ¡¿Piensas que en un futuro todo eso no le afectará a Brunito?! ¡Brunito crecerá con un agujero en su pecho, y todo es porque tú se lo permitiste! ¡No sabes todas las consecuencias que se tiene a raíz de vivir tanta violencia!

—¡¡No me reproches de esa manera!! —gritó Rebeca, entre lágrimas, ya enojada por las palabras de su hijo mayor—. ¡¡Te das el derecho de criticar cada cosa que hago!! ¡¿No te das cuenta, que todo lo hago por ustedes?! ¡¿Qué si aguanto, es por ustedes?! ¡Deberías sentirte agradecido! ¡Gracias a esto, ustedes viven cómodos, y ya no en las favelas en donde solíamos vivir! ¡Ahora vivimos como personas dignas!

Luciano experimentó un quiebre más fuerte en su voz. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—No puedo creer que estés diciendo eso, mamá... escucharte es... decepcionante.

—Aún piensas como un niño, Lú. No entiendes cómo funcionan las cosas. No entiendes el mundo de los adultos.

—¿El mundo de los adultos? ¿Cuál es el mundo de los adultos? —dijo, entre sollozos de rabia—. ¿Sembrar inseguridades a los hijos, poner expectativas pesadas en sus hombros, obligarlos a cumplir con tus deseos personales, hacerlos víctimas de tu violencia intrafamiliar, y luego decirles que se callen porque no tienen derecho a expresar su opinión, y luego hacerlos crecer con carencias emocionales y traumas? ¡¿Ese es el mundo de los adultos?!

Rebeca quedó perpleja. Quiso responder, pero no encontró palabras ante eso.

Luciano, su hijo, tenía razón.

Y ella lo sabía.

Pero el ser víctima de violencia intrafamiliar, en la normalización de un círculo vicioso, del cual es muy difícil salir, recobrar consciencia y armarse de valor para superar, es algo de lo que muchas víctimas de violencia, sufrían.

Rebeca no solo estaba perdiendo su propio brillo a raíz de eso, sino que también...

A su hijo.

—¡¿Piensas que yo no tengo traumas a raíz de todo esto?! ¡¿Piensas que no sufro también?! ¡¿Por qué piensas que jamás participo de sus actividades de ''familia feliz''?! ¡Porque es una mierda! ¡Porque no son una familia! Jamás te confío mis problemas, ni mis cosas porque... —Alzó despacio el dorso de su mano, y se limpió las lágrimas. Rebeca observó con tristeza—. Porque siempre me abandonaste emocionalmente. Porque dices que no entiendo nada. Siempre pensaste que yo era un niño tonto...

Por última vez, Luciano observó la habitación. En un rincón, Brunito siguió llorando, y de vez en cuando, balbuceaba palabras inentendibles.

A Luciano, eso le rompió el corazón, y por última vez, preguntó:

—¿Te irás de casa conmigo?

Rebeca cerró los ojos, y retuvo el llanto. Y tras varios segundos en silencio, respondió en un hálito avergonzado:

—No...

A Luciano se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas, pero no descompuso su expresión. Observó a su madre con expresión enojada, e infló el pecho con orgullo.

—Bien.

Sin más palabras, Luciano salió de la habitación. Cuando ello ocurrió, Rebeca se echó a llorar en la cama. Tras unos minutos entonces, oyéndose de lejos movimientos de cosas, Luciano salió de su cuarto con dos bolsos llenos de ropa y pertenencias.

Se paró en la puerta de la habitación de Rebeca, y observó con expresión enojada. Aún tenía lágrimas retenidas en los ojos.

Despacio, entró en la habitación, y se dirigió a la cuna de su hermanito. Con delicadeza, lo tomó, y comenzó a mecerlo. En su idioma natal, comenzó a susurrarle palabras de amor. Le besó el cabello, y tras un rato de haberle consentido, lo volvió a dejar en su cunita. Brunito, en ese instante, entonces dejó de llorar, apaciguado por el dulce trato de su hermano mayor.

—Volveré por ti, espérame. No dejaré que vivas todo esto.

Le susurró a Brunito, que, con ojos llenos de lágrimas, observó confundido. Luciano le dio un suave beso en la frente, y luego, despacio se giró sobre sí mismo. Con tristeza y decepción, observó a su madre sentada cabizbaja en los pies de la cama.

A Luciano se le apretó el corazón.

—Adiós, mamá.

Aquello fue lo último que Luciano dijo a su madre antes de partir de casa. Cuando entonces, los pasos de Luciano se oyeron varios metros lejos de la habitación, Rebeca cayó en cuenta de lo que estaba ocurriendo.

Su hijo estaba abandonando la casa.

Rebeca contrajo los ojos de golpe, y sin pensarlo demasiado, tomó a Brunito entre sus brazos, y corrió tras Luciano, que, con ojos llorosos y arrastrando sus bolsos, caminaba hacia la puerta.

Miguel, que yacía rígido en un rincón de la sala, aun observando atónito y asustado el resultado del incendio, presenció el escándalo que se formaba entre Luciano y Rebeca.

Se quedó pasmado.

—¿L-Lú...? ¿Te vas de la casa? —se atrevió a preguntar a su hermanastro, con voz endeble. Luciano, que ocultaba su rostro, observando tan solo hacia el suelo, asintió en silencio.

Miguel contrajo los ojos.

—¡¡Lú, detente!! ¡¡Para!! ¡¡No puedes irte, por favor!! ¡¿A dónde irás?! ¡¿A dónde piensas que irás?! ¡¡No tienes dónde ir!!

De pronto, por detrás apareció Rebeca. Gritaba desesperada, y en un movimiento descuidado, tropezó y cayó al suelo con Brunito. Miguel se exaltó, y la ayudó a levantarse. Desesperada, e ignorando la presencia de su hijo menor y su hijastro, la mujer se levantó, y corrió hacia Luciano, que se disponía a abandonar la casa.

Brunito se quejó despacio, y Miguel, lo tomó entre sus brazos, intentando consolarlo.

—¡¡Hijo, por favor, recapacita!! ¡¡No puedes dejarme, Lú!! ¡¿A dónde irás?! ¡Dímelo! ¡¡Soy tu mamá, por favor!!

Desesperada, Rebeca se aferraba al cuerpo de su hijo, en un último intento por detenerlo a su lado. Luciano, con lágrimas contenidas, se la sacaba de encima, sin decir palabra alguna y sin dirigirle la mirada.

Miguel observó toda aquella escena con el corazón apretado. Brunito, en sus brazos, observaba asustado. Rebeca jamás se había visto tan fuera de sí.

Y, tras varios intentos inútiles de Rebeca por retener a su hijo en casa, lo inevitable ocurrió: Luciano abandonó la casa, e incluso, ya estando en la calle, los gritos de Rebeca no callaron.

Se oyó luego el ruido de una puerta cerrar con fuerza, y después, el chirrido de un vehículo alejarse a toda velocidad. Posterior a ello, ya nada se oyó desde la calle. Miguel aferró a Brunito más a su pecho, y asustado, se asomó por la puerta.

De vuelta, venía entonces Rebeca, arrastrando los pies, y sollozando en silencio. Miguel retrocedió varios pasos al interior de la casa, y luego, la puerta se cerró.

Cuando Rebeca cerró la puerta, se echó de inmediato a llorar en una silla. Se puso ambas manos en el rostro, y estalló. Miguel, en silencio y sintiendo lástima por ella, observaba a un par de metros más allá. Brunito, en brazos de Miguel, se lamentaba entre balbuceos inentendibles.

Miguel agachó la cabeza. El corazón se le apretujó.

Y tras varios minutos, Rebeca se alzó desde la silla, y caminó hacia Miguel. Se paró frente a él, y con expresión llena de indignación, le dijo entre dientes:

—Si tan solo, tú no hubieses llegado a esta casa, nada de lo que está ocurriendo ahora... estaría pasando...

Miguel contrajo los ojos, y lanzó un jadeo sordo. Una bofetada de Rebeca le sacudió el rostro, y Brunito, dio un brinco del susto.

Miguel se quedó de piedra, con le mejilla herida, y con los ojos contrariados por causa del impacto.

Hubo un silencio absoluto.

Y, tras ello, Miguel sintió que era reconfortado por unos fuertes brazos a su alrededor.

Rebeca, sin previo aviso, entonces lo abrazó. Brunito, que aún permanecía en brazos de Miguel, también fue abrazado por Rebeca.

Hubo otro silencio.

—Eres igual que yo, Miguel... —susurró Rebeca, con la voz rota; Miguel sintió que los ojos se le humedecieron; observó confuso—. Nuestros pétalos se han caído, y ahora... no tenemos brillo.

Miguel alzó la cabeza despacio, y desconcertado, observó el ojo moreteado a Rebeca. El corazón se le contrajo.

Y antes de que él pudiese decir algo, la puerta de la sala se oyó abrir.

Miguel dirigió su mirada de inmediato hacia la puerta, y cuando esta se abrió de par a par, la nueva presencia se adentró.

Miguel sintió que el corazón se le detuvo.

Rebeca se volteó asustada. Por detrás de la nueva presencia, vio a un par de ojos con aura muy densa, fijarse en ella y su cercanía corporal con Miguel.

Rebeca lanzó un jadeo sordo.

—¡Da-dame a mi hijo! —exclamó ella, aterrada. De un movimiento poco cortés, quitó a Brunito de los brazos de Miguel, y en un abrir y cerrar de ojos, se alejó varios metros de él.

Miguel se quedó de piedra.

Y peor fue su sensación, cuando frente a él, pronto se observó la clara figura y presencia de quién más temía.

—¡¿En dónde gilipollas te habías metido, hijo de puta?!

Miguel sintió su cuerpo rígido, y en un instante, su expresión se configuró en una llena de temor retenido.

Lo que distinguía, a Manuel de Antonio, era que cuando los ojos de Miguel veían al primero, en sus pupilas se extendía un aura llena de amor y sosiego, y en cambio, con Antonio...

Su cuerpo y ser completo, entraban en alerta.

Con Antonio, la sensación era de angustia, y de guerra.

Con Manuel, era paz, sosiego y amor.

—¡¿Qué eres sordo, niñato de mierda?!

Miguel retrocedió asustado, chocando con la pared de la sala. Hacia él, avanzó de igual manera Antonio, dando grandes zancadas y sosteniendo unas llaves en una de sus manos. En su rostro, traía una terrible expresión de odio comprimido.

Miguel tragó saliva. Del susto, se protegió la cabeza con ambos brazos, pensando que sería golpeado, pero en lugar de eso...

—Rebeca. —Se oyó decir por detrás, con una voz notoriamente cansada. Miguel, asustado, extendió su mirada hacia dicha dirección, y observó a su padre; Antonio aún observaba, rígido y con la respiración contrariada, por causa de la ira—. Vete a la habitación con Brunito.

—Sí.

Sin siquiera dudar de dicha orden, Rebeca se adentró en la habitación, y cerró la puerta tras ella. En la sala, tan solo quedó Miguel, junto a Antonio y Héctor.

Y entonces, pasó lo que Miguel tanto temía.

Apenas se oyó cerrar la puerta de Rebeca, una bofetada pesada le impactó el rostro a Miguel. Lanzó un chillido sordo, y cerró los ojos con fuerza. Su piel morena, entonces se pigmentó de un color rojizo de inmediato. La zona de la piel le quedó caliente, por causa del golpe. Héctor, por detrás, no dijo nada. Se limitó a ignorar el hecho de que Miguel había sido golpeado.

Miguel observó confundido y asustado.

¿Por qué su papá no reaccionó ante ello?

—¡¿En dónde mierda pasaste la noche?! ¡¿En dónde estabas?!

Gritó Antonio, tomando a Miguel desde el antebrazo, y apretándole con fuerza. Le sacudió.

—¡A-Antonio! Ba-basta, es-escúchame, po-por favor, yo...

—¡¿Hasta cuándo mierda vais a faltarme el respeto?! ¡¿Hasta cuándo no vais a entender cuál es tu lugar, pedazo de mierda?! ¡¿En dónde pasaste la noche?! ¡¡Dímelo!! ¡¿Con quién la pasaste?!

—¡¡A-Antonio!! ¡¡Su-suéltame!! ¡Me estás haciendo daño, mi brazo...!

De pronto, Héctor intervino. Posó una mano sobre el hombro de Antonio, y apretó despacio. Antonio se detuvo en su acción. Miguel observó asustado hacia su padre, con expresión suplicante.

—Vamos a conversar.

Cuando Héctor, con voz suave dijo aquello, Antonio no soltó de inmediato a Miguel. Se tomó un par de segundos para seguirle provocando daño, y cuando Miguel lanzó otro quejido por causa de la fuerza, recién le soltó. Antonio sonrió sugerente.

Miguel lanzó un profundo jadeo, y se acarició el brazo. Héctor, que apenas caminaba, y que venía ayudado de un bastón, se dirigió hacia la cocina. Antonio tomó a Miguel por la chaqueta, y lo empujó hacia adentro. Ambos caminaron por detrás. Todos se sentaron. Miguel, asustado, mantenía la mirada fija hacia el suelo. Por un lado, se le sentó Antonio, y por el otro, Héctor.

Genial, ahora aparte, estaba rodeado por ambos. Miguel sintió su corazón latid con fuerza.

Cómo le habría encantado, que en ese instante Manuel hubiese entrado por esa puerta, y le salvara...

Hubo un silencio fúnebre en la sala, hasta que Héctor, entonces habló.

—¿Tienes idea de cuánto tiempo llevamos buscándote?

Miguel agachó la cabeza, y no respondió. Apretó sus propias manos, nervioso.

—Contesta, basura. ¿No escucháis lo que tu padre acaba de preguntarte?

Miguel inhaló profundamente, y con voz algo temblorosa, contestó:

—N-no sé...

—¿Qué no sabes? Llevamos casi cinco horas buscándote, Miguel.

—Fuimos incluso a la morgue —disparó Antonio—. Incluso en la estación de policías, luego de poder apagar toda esta mierda. —Alzó un brazo, y apuntó hacia la sala quemada. Miguel torció los labios—. Porque... supisteis que sufrimos un incendio, ¿verdad? ¿Ya viste cómo quedó, Miguel?

Aquella última pregunta, fue claramente sugerente. Antonio observó directo a los ojos de Miguel, pero este, rehuyó de su mirada.

Era obvio que Antonio, había descubierto a Miguel.

—S-sí, claro... sí supe.

—Y encontré mi desodorante en aerosol al lado del enchufe. Se quemó completo.

—Que... triste. Lo lamento, Antonio.

Se oyó un fuerte golpe retumbar en la mesa. Algunas cosas de alrededor se cayeron. Miguel y Héctor dieron un brinco del susto. Antonio, observaba a Miguel con ojos inundados de odio. No le había hecho nada de gracia las respuestas de su prometido.

Miguel tragó saliva; contrajo los ojos.

Antonio iba a sacarle la mierda, una vez que estuvieran a solas. Era obvio, que se estaba reprimiendo frente a Héctor.

Porque seguramente, de Héctor presenciar un golpe hacia Miguel, él intervendría en defensa de su hijo, o eso pensaba Miguel.

Eso pensaba, muy ingenuamente Miguel...

—Tú no pensáis en nada, ¿verdad? Dímelo, en dónde mierda pasaste la noche, Miguel. Tú debes pasarlo conmigo, gilipollas; yo soy tu prometido. ¡¿En dónde andabas?! —Miguel volvió a agachar la cabeza; Antonio, con fuerza, le tomó del mentón, y le obligó a mirarle—. ¡¿Dónde andabas?!

Antonio gritó tan fuerte, que incluso Héctor sintió molestias en su oído. Miguel lanzó un jadeo sordo, y cerró los ojos con fuerza.

—E-estaba con Luciano. Pa-pasé la noche con él. Estábamos en una fiesta, y...

—¡¿En una fiesta?! Llama al gilipolla de Luciano, le preguntaré si es verdad; ¡Lucian...!

—Él... él se fue de la casa, antes de que ustedes llegaran. —Ante ello, Héctor y Antonio se observaron de reojo, y sonrieron—. Pe-pero... te juro, papá, te lo juro... —ante la agresividad de Antonio, que le hacía imposible querer escuchar a Miguel, este se dirigió a su padre, intentando buscar comprensión—. Papá... te juro que pasé la noche con Luciano. N-no hicimos nada malo... ¡llegamos juntos! Pregúntale incluso a Rebeca si quieres. Y-yo... llegué temprano porque... se nos hizo tarde, pero no hice nada malo, te lo juro, yo...

—No podeís salir a ningún sitio, imbécil. Debéis estar conmigo, acá en nuestro cuarto. Ni siquiera podéis salir con Luciano, ni con nadie. Solo debes salir conmigo —dijo por un lado Antonio, mostrándole los dientes a Miguel, ya hastiado de esperar a asestarle otro golpe.

—¡Estoy harto de ti! ¡¿Dónde chucha viste que soy tu esclavo, huevón?! ¡Ya me tienes harto, Antonio! Yo puedo salir de este lugar, sin pedirte permiso a ti, ni a nadie. Soy un hombre libre, y...

—Antonio tiene razón —dijo entonces Héctor, con voz calmada, y sin mirar siquiera a Miguel—. Debes hacerle caso en todo, Miguel. No cuestiones las palabras de tu prometido.

Ante ello, se formó un silencio. Miguel observó atónito a su padre, sin creer las palabras que había articulado.

—¿Q-qué? Pero... pero papá...

—Ya lo escuchasteis —dijo por otro lado Antonio, con voz rabiosa—. ¡Tenéis que hacerme caso, Miguel! Mi palabra debe bastar para que tú me hagas caso, me seas obediente, y seas un buen prometido. Me estáis cansando, y no me haré cargo de esas consecuencias.

Miguel observó esta vez aterrado hacia Antonio. ''Y no me haré cargo de esas consecuencias''; ¿qué consecuencias? ¿Acaso lo estaba amenazando?

¿Era una amenaza de muerte?

—¿Q-qué consecuencias? ¡¿Acaso me estás amenazando?! Oye, ¡¿qué conchatumare te pasa?! —Miguel se sentía lleno de rabia; la indignación le palpitaba en las sienes. Después de pasar una noche en libertad junto a Manuel, Miguel se sentía cada vez menos tolerante a las insolencias de Antonio—. ¡¿Qué chucha te pasa, estás loco?!

—¡¡Déjate de faltarme el respeto, gilipollas!! —gritó Antonio, poniéndose rojo de la ira—. ¡¡Cada vez me dan más ganas de enterrarte de cabeza en el suelo!! ¡¡Te juro que te voy a matar si sigues así!!

—¡¿Crees que voy a aguantarte que quieras amenazarme?! ¡Papá, por favor, haz algo...!

Cuando Miguel entonces, dirigió su mirada hacia su padre, buscando en él algo de indignación por las amenazas de Antonio a su persona, Miguel sintió que la primera venda de sus ojos, se caía.

Sintió una profunda decepción.

—Bueno, yo... ya tengo que irme —susurró Héctor, con expresión muy cansada, y apenas levantándose con su bastón. Miguel, lo observaba con labios levemente separados, y con pupila contrariadas—. Por causa de Miguel, ahora me siento muchísimo peor. El estrés y el cansancio me tienen mal. Iré a dormir.

Hubo un silencio absoluto. Miguel sintió que los ojos se le aguaron.

—Pa-papá... ¿No le dirás nada a Antonio? T-tú mismo lo escuchaste, ¿no? E-él dice que va a matarm...

—No seas problemático, Miguel —musitó Héctor, con voz calma, y apoyándose en su bastón. Ignoró la mirada suplicante de Miguel, y siguió andando—. No seas problemático, haz caso.

—Pe-pero... —dijo Miguel en un hálito, con la voz algo inestable—. Papá... ¿acaso no escuchaste lo que me dijo? E-él me va a...

—¡¿Qué no escuchasteis a tu padre, mierda?! —Gritó Antonio por detrás, ya no pudiendo contener su agresividad, y tomando a Miguel por un antebrazo; lo torció hacia su cuerpo, y Miguel lanzó un fuerte quejido por causa del dolor—. ¡¡Dejadlo en paz!! ¡¡Mira como lo tenéis!! ¡¡Cada vez más enfermo, y cada vez con menos esperanzas de vida!! ¡Cómo podéis ser tan egoísta! ¡¿Miguel?!

Miguel intentó zafarse del fuerte agarre de Antonio, pero fue en vano. En un intento desesperado, le mordió una mano, pero Antonio, agresivo como siempre, le propinó otra fuerte bofetada, pero esta vez, en la otra mejilla.

Aquello sonó con fuerza en la sala. Miguel lanzó un quejido al aire.

—¡Pa-papá, ayúdame por favor! —suplicó Miguel, con la voz ya rota, y el rostro ardiéndole—. ¡Pa-papá, Antonio me pega, por favor...!

Pero Héctor le ignoró monumentalmente, y en vez de detenerse, o defender a su hijo, siguió caminando hacia la habitación, arrastrándose con el bastón.

Miguel sintió que la primera trizadura le atracó en el alma. ¿Por qué...?

¿Por qué su padre le ignoraba, mientras él era golpeado?

¿Cómo era posible, que su padre ignorara su llamado de auxilio?

¿Cómo...?

—Papá... ¡papá! ¡Su-suéltame, Antonio! ¡Suéltame huevón, suéltame! —Entre gritos desesperados, y la voz endeble, Miguel forcejeaba con Antonio, pero le era inútil—. ¡Papá mírame, por favor! ¡No quiero irme con Antonio, papá! —Antonio le tomó con fuerza, y comenzó a subirlo por las escaleras. Se formó un alboroto, Miguel lloraba entre gritos y propinaba patadas al aire, intentando escapar—. ¡Papá! ¡Papito por favor, ayúdame...! ¡Antonio me encierra en la habitación, y me quita la comida! ¡No permitas esto, ayúdame! ¡¿Papá?!

Héctor entonces, siguió caminando tranquilo. Se metió en su habitación, sin siquiera voltear hacia Miguel. Cuando entonces desapareció de su vista, Miguel se sintió abatido y abandonado. Antonio sonrió con aura psicópata, y tras desaparecer Héctor, le cerró la boca a Miguel con una mano, y lo arrastró hacia la habitación.

Allí, Miguel quedó hecho pedazos emocionalmente.

Tras llegar a la habitación, no recibió ninguna otra palabra de Antonio.

Pero sí una golpiza.

Y a Miguel, desde ese punto, no se le volvió a ver por varios días más.

(...)

Cuando la tarde cayó sobre el cielo de Lima, el frío se volvió cada vez más prominente en la ciudad. En la ventana de un edificio, la luz encendida y el ajetreo al interior, daban indicios de actividad en ese lugar.

Manuel cumplía con su rol de médico a esas horas de la tarde.

—Muchas gracias doctor, siempre usted muy certero en su diagnóstico. Estamos agradecidos.

Manuel sonrió cortés ante dichas palabras de una de sus pacientes. Abrió la puerta, y con un ademán gentil, les invitó a salir del despacho.

—No es nada. Por favor, vuelva pronto para su siguiente cita. Que tenga una buena tarde.

Se despidieron con sonrisas en la puerta, y luego, abandonaron el despacho. Tras ello, Manuel cerró con suavidad, y se quedó allí parado por unos pocos segundos, observando hacia la pared.

Suspiró cansado, y se dirigió a la camilla; se sentó en ella, y bajó la mirada.

Comenzó a pensar.

Pensaba en muchas cosas últimamente. Su cabeza era un mar de pensamientos, y la mayoría de ellos, muy ansiosos.

Miguel. Miguel era su primer pensamiento al despertar, y el último antes de ir a dormir.

Y, lo de la noche anterior, obviamente tenía a Manuel con Miguel, en el centro de su pecho, y ocupando casi la totalidad de sus pensamientos.

A Manuel, ello le traía una mezcla de emociones. Por un lado, se sentía recargado de buena energía. El poder volver a ver a Miguel, después de tanto tiempo, y el poder besarlo y tenerlo con él, le había llenado de alegría y de ese sentimiento pasional que Miguel significaba para él.

Manuel no podía negarlo, se sentía feliz por dicho reencuentro. Amaba a Miguel, y aquello, le llenaba de dicha.

—Ay, Miguel... —suspiró, similar a un chiquillo enamorado. Las mejillas se le sonrojaron levemente, y sonrió melancólico. Subió una pierna a la camilla, y se apoyó en su rodilla. Allí, se quedó de nuevo pensando, y observando hacia su escritorio—. Te extrañé tanto, y ahora... ahora también. Quiero verte siempre...

Aquello último, lo dijo con notoria melancolía. Porque, a pesar de sentirse feliz por el reencuentro, por los temas zanjados, y por constatar que el amor entre él y Miguel, seguía igual a como en antaño, aquellas no eran razones suficientes para tener a Manuel con el corazón en paz.

Porque había muchas otras cosas, que le tenían intranquilo, ansioso, y con incertidumbre.

Con una terrible incertidumbre...

Miguel le había prometido volver lo más antes posible hacia él. También, le había prometido decirle a su padre que él decidía abandonar a Antonio, y que retomaría su relación con Manuel, porque ello, era lo que más anhelaba.

Miguel, le había prometido a Manuel enfrentar a su padre. Ganarle al miedo, tomar valor, e informarle que Manuel era su prometido, y que, por tanto, con él se casaría.

Pero... Manuel, a veces dudaba de eso.

De que Miguel, realmente fuera capaz de hacer eso.

No comprendía la razón por la que Miguel, antes había desaparecido. No entendía la razón por la que Miguel, aparecía un día, y luego desaparecía quince días más. No entendía la razón por la que Miguel, era tan inconsistente en sus promesas.

¡¿Por qué?! ¡A Manuel, eso le exasperaba! Si fuese por él, él mismo habría ido a casa de Miguel, y se lo habría llevado lejos de todos, para tenerlo solamente para él, pero... Manuel, ya no iba a hacer eso. ¡No señor, ya no iba a hacerlo!

Hace unos meses atrás, habría sido capaz. Manuel, antes del día de la tragedia, movía mar, cielo y tierra por Miguel. Miguel era su razón de encontrar motivación día a día, de emprender sus proyectos, y de incluso contraer matrimonio.

Miguel, era para Manuel, la razón de sus actos.

Hoy, Miguel ya no lo era. Manuel, en su tiempo de soltería, aprendió a ganar cierta independencia, y... sí, eso le gustaba.

Pero había algo que aún persistía con fuerza, y era el hecho, de que Manuel amaba a Miguel.

Y en su osadía por amarlo, también lo sufría.

Sufría la ausencia de Miguel por tanto tiempo, el hecho de pensar que con otro hombre él se amaba y acostaba, y el hecho de que él, no fuese tan importante para Miguel como lo había pensado en algún momento...

Pero Manuel ignoraba, que Miguel lo seguía amando de la misma forma, e incluso, más que antes. Porque en la ausencia de Manuel, Miguel al fin valoraba la belleza de ser humano que Manuel era.

Manuel estaba ya marcado por esa desconfianza. El día de la tragedia, aquello lo marcó, y, aunque Miguel le visitó la noche anterior, intentando ganarse el perdón de Manuel, y de redimir sus errores pasados, declarándole que aún le amaba, y que estaba dispuesto a luchar por él...

Manuel no le creería, hasta que Miguel, realmente cumpliese esa promesa.

¡Manuel no iba a volver a mover un solo dedo por Miguel! ¡Ahora era su turno! Si Miguel, realmente quería retomar la relación de antaño, entonces él debía enfrentar a su padre, e informarle que abandonaba a Antonio.

Hasta entonces, Manuel no iba a quedarse tranquilo, ni seguro de los sentimientos de Miguel. Lo que Manuel necesitaba, eran hechos concretos, acciones, y menos palabrería. Estaba ya cansado de esperar, y de la inseguridad que le provocaba dicha situación.

Sí, amaba a Miguel. Amaba a Miguel demasiado, pero... estaba inseguro. No sabía Manuel, si Miguel realmente, iba a cumplir dicha promesa. Aquello le dolía, y le generaba sentimientos encontrados. Y amar a Miguel, aún con esa fuerza y pasión como lo fue en días anteriores, y sintiendo dicha inseguridad, a Manuel le dolía mucho, y le era imposible ignorarlo.

Suspiró con pesar, y cerró los ojos. Intentó calmar dicha ansiedad, y pensó tan solo en la noche anterior.

La sensación de los labios de Miguel en los suyos, tan cálidos y suaves, acariciándole la piel, a Manuel le provocó una sutil sonrisa en los labios.

El corazón le palpitó con fuerza. Se sintió feliz por un instante.

Lanzó una pequeña risilla.

—Te amo tanto...

De pronto, cuanto Manuel entonces comenzaba a divagar en los recuerdos de la noche anterior, sintiéndose enamorado e hipnotizado por el recuerdo de Miguel, algo impactó de sorpresa en el interior de su despacho.

Manuel contrajo sus ojos esmeraldas, y observó contrariado. Torció los labios.

—¡Cuánto daría por gritarles nuestro amor, decirles que al cerrar la puerta nos amamos sin control! ¡Qué despertamos abrazados, con ganas de seguir amándonos, pero es que en realidad no aceptan nuestro amor!

Por la puerta, entró Martín sin previo aviso, con un matero en la mano, y canturreando a los cuatro vientos, como si de un concierto en vivo se tratase.

Manuel miró divertido, y por supuesto, confundido.

—¡Amor prohibido murmuran por las calles, porque somos de distintas sociedades! —siguió canturreando, mientras reía divertido. Con la punta del pie, cerró la puerta del despacho de Manuel. Se subió al escritorio, y comenzó a dramatizar una escena mientras cantaba; Manuel le observaba con una sonrisa tonta en el rostro—. ¡¿Qué haces besando a la lisiada?! ¡Así que era de este de quien estabas enamorada, maldita lisiada! ¡DE MI NANDITO!

Manuel comenzó a reír; Martín le guiñó un ojo en respuesta.

—Voh estai loco, weón. ¿Qué te pasa?

—Ando re feliz, flaco —contestó Martín, echándose hacia atrás, y sonriendo—. Hoy amanecí bendito, es más, tengo ganas de cantar canciones románticas. A ver, lánzate una, ¿Una de Chayanne?

Manuel alzó una ceja, y sonrió.

—¿Y eso? A ver...

—Decime una canción, dale, rápido. ¿Qué canción querés que te cante? Dale, elegí. Te doy a elegir porque sos el Manu, sos mi hermano.

—Umh, a ver... espera, estoy pensándola po.

—O quizá... ¡¿querés fumar?! Te traigo mota, flaco. ¿O querés cigarr...?

—Acá no se puede fumar po, Martu. Si nos pillan, nos echan cagando.

—La vida hay que vivirla al límite.

Manuel rodó los ojos, y sonrió.

—Ay, Manu... —suspiró Martín, sintiéndose en las nubes. Se bajó del escritorio, y se sentó al lado de Manuel en la camilla. Se apoyó en su hombro, y comenzó a hacerle cariño, similar a un gato refregándose a la pierna de su amo—. A ver, dame un besito.

—¡No weí! Te pusiste maraco al toque, para.

Manuel siguió riendo, Martín le observó con ojos fijos.

—Dame un besito, no seas así.

—Oh el culiao pesao...

—¡Será la última vez que me podrás dar un beso, chileno del orto! Desde hoy, mis labios ya son exclusivos para alguien más...

Ante dicha revelación, Manuel alzó una ceja, y sonrió sugerente. Se cruzó de brazos, y observó a los ojos de Martín.

Ambos se miraron en silencio, y Martín sonrió.

Le dio un piquito en los labios a Manuel, de forma tan rápida, que este ni pudo pestañear. Manuel le pegó un manotazo, Martín se cagó de la risa; se sintió como un diablillo.

Manuel susurró varios insultos, y se reía.

—Listo, esa fue mi último puti-beso antes de ser monógamo. Y fue para vos, eh. Deberías estar agradecido, de que alguien como yo, re facherito y un dios del olimpo, te haya besado, Manu.

Manuel se limpió la boca entre risas, y observó divertido.

—Ya po, cuéntame, a ver... ¿por qué tanta felicidad? ¿En qué andái?

Martín suspiró y sonrió. Observó hacia el techo, y se tomó su tiempo antes de poder hablar.

—Hoy amanecí con Luciano entre mis brazos —reveló, y Manuel alzó las cejas—. Manu... ¡lo vi! Lo vi ahí, ante mí... dormimos juntos. Pasamos la noche juntos...

Manuel tuvo que digerir la noticia en un par de segundos. Pestañeó descolocado, y sonrió aún más.

—A-a ver... pero explícame bien po. ¿Cómo es eso de... ''pasamos la noche juntos''? ¿La pasaron no más, o...? Ya sabís... ¿pasó algo más?

Martín se sonrojó hasta las orejas. Manuel entendió dicha reacción; sintió ternura por su amigo.

—Mh... —musitó Manuel, sugerente—. Así que...

—Lo hicimos... —confesó Martín, diciéndolo muy bajito, como si fuese un secreto—. Yo y Lú... hicimos... ya sabes, eso que tú también solías hacer con Miguel, cuando eran novios...

Manuel se sonrojó y contrajo los ojos.

—Eso que solías hacer con Miguel tres veces al día, y cuando Julito los escuchaba desde el piso de arriba —agregó, de forma maliciosa y divertida.

—¡Ya weón, shhh! —Manuel se avergonzó, y le tapó la boca a Martín; este comenzó a reír—. ¡N-no es necesario tanto detalle, aweonao!

—Pero yo y Lú no despertamos a los vecinos, eh. Vos te pasaste. Parecía que le estabas dando como matraca al pobre de Mig...

—¡Ya weón! —exclamó Manuel, avergonzado; Martín rio jocoso—. Pe-pero ya... entonces, ¿tú y Lú...?

—Estamos juntos —reveló Martín, ya poniéndose serio de nuevo—. No somos novios como tal, pero... pienso pedírselo uno de estos días. Conversamos mucho, y decidimos intentarlo. Estamos saliendo.

Manuel sonrió, y se sintió feliz por Martín. Lo abrazó por la espalda, y le dio unos pequeños golpeteos.

—Te felicito, Martín. Sé que serás feliz con Lú, y sinceramente, creo que es buen chico para ti. Te merecís lo mejor del mundo, hermano. Quiero que seas feliz con él.

Ambos se observaron a los ojos, y a Martín, se le llenaron los ojos de lágrimas. Manuel lo abrazó.

—Serás feliz, Martu. Sé que sí.

Martín asintió en silencio, y una lágrima le cayó. Se la limpió rápidamente.

—Gracias, hermano...

Manuel sonrió, y le sacudió el hombro. Ambos se pusieron sentimentales.

Y tras varios minutos en que Martín, contento por su nueva relación, relataba a Manuel lo hermoso y especial que era Luciano para él, pudo Martín caer en cuenta, de que Manuel estaba extraño.

Manuel se veía feliz por la noticia, pero... algo en él, le indicaba que estaba intranquilo.

Martín se atrevió a preguntar.

—Dejemos de hablar de lo mío con Luciano, y... decime, ¿qué te pasa, Manu?

—¿De qué hablas?

Martín rodó los ojos. Manuel quiso ocultarlo.

—Te conozco mejor que tu mamá, Manu. Decíme que te pasa, no me lo ocultes. Te veo intranquilo.

Manuel se quedó en silencio, y tras varios segundos, suspiró con mucho pesar. Se frotó las manos, y observó hacia abajo.

Martín esperó en silencio.

—Ayer Miguel fue a mi casa —reveló Manuel, y Martín observó sorprendido.

—¿Lo... lo viste? ¿Y... qué pasó?

—De todo... —respondió cabizbajo, y Martín sonrió sugerente—. N-no... digo, de casi todo. De eso ''otro'' no pasó.

—Ah... —suspiró Martín, desilusionado—. Pero, ¿conversaron?

—Sí.

—¿Y cómo resultó todo?

Manuel volvió a suspirar. Intentó buscar las palabras adecuadas para resumir todo lo de la noche anterior. Habían sido muchas cosas.

—Fueron... muchas cosas, Martu. Discutimos, luego hablamos, lloramos, y yo... bueno, le dije lo que debía decirle.

—¿No fue igual a la última conversación que tuvieron?

—No, claro que no. La última vez que nos vimos, y que intentamos conversar, terminamos peleando. Yo terminé echándolo de mi casa, y corté nuestra relación. Creo que, la noche de ayer, fue completamente distinta. Yo le pedí perdón, y él me lo pidió a mí. Ambos asumimos culpas, y escuchar a Miguel, fue escuchar a una persona incluso ya muy madura. Fue una conversación mucho más calmada, y productiva que la última vez.

—El tiempo les ayudó a enfriar la cabeza, Manu. Tú necesitabas tu espacio, y Miguel también necesitaba pensar muchas cosas. Sé que es cliché, pero... ¿has oído ese refrán que dice ''la mejor aguja para cerrar una herida, es la aguja del reloj''? —Manuel negó despacio, miró curioso—. Bueno... es cliché, pero, es real. El tiempo ayuda muchísimo a entender las cosas, a enfriar la cabeza, y ver todo racionalmente. A muchas parejas, el tiempo les ayuda bastante, en cambio a otras... bueno, se separan; el tiempo hace lo suyo con todos.

Manuel asintió con expresión melancólica.

—Lo vi cambiado ayer. Miguel se veía más... centrado, y más racional. No se veía caprichoso como de costumbre, y lo sentí dispuesto a solucionar las cosas. Lo único que no ha cambiado entre nosotros, es que nos amamos. Te juro que ayer lo sentí, Martu... lo sentí. Sentí a Miguel de la misma manera en que nos amamos antes, pero...

—¿Pero...?

—Me cuesta confiar.

Manuel volvió a suspirar, algo sobrepasado. Exasperado, se pasó ambas manos por el cabello. Hubo un leve silencio.

—Es difícil lidiar con la desconfianza, Manu. Te estás metiendo con algo que va a atormentarte mucho. Si decís que vos y Miguel solucionaron las cosas, es porque así será. Ten calma y...

—El problema es ese —indicó Manuel—, no hemos solucionado todo.

—¿Entonces...?

—Perdoné a Miguel. Lo perdoné. Le dije que lo amaba, y que estaba dispuesto a comenzar desde cero, aplicar en nuestra relación lo aprendido en este tiempo, y trabajar de nuevo en nosotros, pero... ¿y él? ¿Él está dispuesto a eso, Martu? ¿Miguel realmente va a abandonar a Antonio, a enfrentar a su padre, va a tomar valor y por primera vez, demostrarme que me ama? ¿Se irá del lado de ellos, para por fin retomar nuestra relación? ¿Él me ama tanto como para atreverse a eso?

Ante aquellas dudas, Martín observó en silencio. Las dudas de Manuel eran legítimas, y aún más sabiendo la enfermedad de Héctor; nada le daba seguridad, de que realmente Miguel tomara fuerza y se enfrentara por sí mismo a dicha situación. Era natural, que Manuel sintiera esa cuota de incertidumbre. La noche de la tragedia, cuando pasó lo del restaurant, había dejado en Manuel una herida profunda, y era entendible dudar, y más cuando Miguel, no demostraba hasta el momento una acción concreta para darle tranquilidad a Manuel.

Pero, lo que Martin y Manuel no sabían, era que Miguel intentaba por todos los medios demostrar ello a Manuel. Para su infortunio y su ignorancia, ellos no sabían, que Miguel vivía un infierno en la casa de San Isidro.

No sabían, que Miguel se hallaba completamente manipulado por dos hombres psicópatas.

Y que aparte, era violentado tanto psíquica, física y sexualmente por Antonio.

—Tiempo al tiempo, Manu. Sé que eso no te tranquiliza ahora, pero debes ser paciente. Ahora estás teniendo pensamientos muy ansiosos, y eso no es bueno para vos. Tranquilízate, e intenta vaciar tu cabeza. Estos pensamientos solo terminarán con vos, Manu, y eso no es bueno. Miguel vendrá a ti, pero dale tiempo. Quizá... quizá él está atendiendo el asunto; dale tiempo.

Manuel asintió y sonrió melancólico. Martín le frotó la espalda, y le dio ánimos.

Tras varios segundos de conversación banal, Martín volvió a hablar de lo lindo que era Luciano, y Manuel, sonriente, le escuchaba hablar. De pronto, entonces el celular de Martín comenzó a sonar. Contestó de forma inmediata.

—¿Aló~? —canturreó contento.

Hubo silencio. Solo se oyó a la otra persona hablar desde el otro lado de la línea. Manuel observó con expresión curiosa, como cuando un cachorrito ladea su cabeza.

—¡¿Qué?! —disparó Martín, y Manuel contrajo los ojos—. ¡¿C-cómo que hay alguien esperándome en mi despacho hace una hora?! ¡¿Y por qué?! ¡¿Q-Quién es?! ¡¿Y por qué lo dejaron entrar?! ¡Agh!

Tras una leve discusión con su secretaria, Martín cortó la llamada. Manuel observó preocupado. Martín cambió su semblante de inmediato.

—¿Qué pasa? ¿Alguien entró en tu...?

—Llegó una nueva secretaria, y me dejó entrar a un extraño a la consulta, ¿vos sabes que eso es causal de despido? Pero no lo voy a hacer, me da pena, es una pibita apenas, pero... agh. ¿Quién va a estar jodiendo en mi consulta? Todavía en mi tiempo de descanso... ¡Y cuando estaba hablando de Lú! ¡¿Qué pelotudo osa a interrumpir mi hora de apreciación a Lú?!

—¿Te acompaño a ver quién está? Tengo libre hasta las cinco. De ahí bajo a pabellón.

—Dale, acompáñame. Quizá nos cagamos a piñas al flaco que entró.

Manuel comenzó a reír. Martín, molesto, salió dando zancadas por la puerta del despacho.

(...)

Cuando ambos llegaron a la consulta de Martín, se encontraron entonces con la sorpresa.

Luciano yacía sentado en el sofá de la consulta, y a su lado, se alzaban dos grandes bolsos. Desde allí, Luciano observaba hacia el suelo, ensimismado y claramente acongojado.

A Martín el corazón le dio un fuerte brinco. Una sonrisa ensanchó sus labios.

—¡Lú!

Al oír su voz, Luciano alzó la mirada de inmediato. A la entrada, vio a Martín junto a Manuel, y sin pensarlo por mucho tiempo, se alzó desde el sofá, y corriendo se lanzó en brazos de Martín.

Se aferró a su pecho. Lo abrazó con fuerza.

Manuel y Martín se observaron preocupados. Luciano ocultó su rostro allí.

—¿Lú? Lulú... ¿todo bien?

Luciano no contestó. Manuel observó contrariado. Martín comenzó a preocuparse en serio.

—Abrázalo... —le susurró Manuel a un lado, y le pegó un leve codazo—. Algo le habrá pasado...

Martín se aferró a Luciano en un fuerte abrazo, y luego, le besó el cabello. Tras unos instantes, Luciano se separó levemente, y avergonzado por mostrarse vulnerable, saludó cabizbajo a Manuel.

Manuel le sonrió con amabilidad en respuesta.

—Lú... ¿qué pasa? ¿Todo está...?

—Necesito que me recibas en tu casa —dijo a secas Luciano, con la voz apagada, y sin ser capaz de alzar la mirada—. Yo... te pagaré alquiler, o luego encontraré un lugar al que ir, pero...

—¿A... a mi casa?

Por un momento, Martín quedó fuera de sintonía. Contrajo los ojos y se vio con expresión graciosa. Luciano pensó que aquello era indignación, pero Manuel, que sabía leer mejor las expresiones de Martín, supo que aquello era felicidad contenida.

—S-sí... yo sé que seré molestia, pero...

—¡¿Molestia?! —exclamó, esta vez indignado—. ¡Lú, que vos quieras venir a mi casa, y vivir conmigo, es la noticia más linda que me ha llegado en el año! ¡¿Escuchaste eso, flaco?! —gritó, dirigiéndose a Manuel, que sonreía a un par de metros—. ¡Lú se irá a vivir conmigo! ¡La concha de la lora, qué feliz que soy!

Luciano contrajo los ojos, y observó confundido. Mientras que, a su lado, Martín celebraba y saltaba de la alegría, a Luciano los ojos se le llenaron de lágrimas y sonrió tímido.

El corazón se le contrajo. Su expresión se quebró.

Manuel lo pudo notar.

—Martu... —le susurró Manuel, despacio en la oreja—. Yo sé que estai feliz por la noticia, pero... deberiai hablar con Luciano. Se ve triste, míralo. Quizá le haya pasado algo...

Por un momento, Martín detuvo su celebración, y con mayor cautela, entonces se dirigió a Luciano.

Le tomó del rostro y le acarició suave la mejilla. Luciano sonrió melancólico.

—¿Qué pasó, mi Lulú? ¿Alguien te hizo daño?

Luciano negó despacio, y agachó la cabeza. Sin querer responder, ni dar más detalles de lo que ocurría con él, simplemente volvió a apegarse a Martín, y lo abrazó.

Luciano solo quería la contención de Martín en esos momentos. No sabía si realmente, quería hablar sobre la relación conflictiva que tenía con su madre, y lo que pasaba con ella en casa.

Hubo un silencio en la consulta. Manuel sintió que sobraba, y, por tanto, decidió adelantarse a los hechos.

No era un buen día para ser un violinista, y aparte, jamás se le dio bien tocar el violín.

—Yo... los dejaré hablar tranquilos —dijo Manuel por detrás. Martín y Luciano observaron atentos—. Lú... me enteré de que tú y Martín... ahora están saliendo. Ya se lo dije a Martín, pero... los felicito, de verdad. Me alegra saber qué harás feliz a mi hermano, Lú. Te lo encargo, por favor.

Luciano sonrió apenado, y asintió. Martín miró conmovido.

—Tengo que irme, los dejo conversar tranquilos. Hasta pronto.

Martín y Manuel se despidieron con ademanes graciosos, como solían hacerlo. Y, antes de poder salir, Luciano dijo a Manuel:

—No te olvides de Miguel, por favor...

Al oír eso, Manuel se detuvo en seco. Su mano, que ya había tocado la perilla, se detuvo también. Martín observó contrariado, y Manuel, se giró sobre sí mismo, y sonrió afablemente.

Hubo un leve silencio.

—Sí, Lú... muchas gracias.

Luciano sonrió, y asintió.

Manuel abandonó el despacho de Martín a los segundos.

Y, cuando ya estaba fuera del sitio, se dirigió al ascensor y subió al último piso de la clínica.

Allí, en la azotea, había un espacio tranquilo, sin gente, y que, en lo alto, era posible observar gran parte de la ciudad.

Estaba ya atardeciendo, y en el cielo, se observaba un extraño y hermoso matiz de colores violáceos y anaranjados. Manuel observó por unos instantes, y sintió nostalgia.

Cerró los ojos, y sintió el viento acariciarle la cara. Llenó sus pulmones de aire, e intentó relajarse.

Tras unos minutos en calma, entonces sacó su celular, y lo desbloqueó. Leyó el mensaje que estaba escrito en su Whatssap.

Le dio un leve apretón en el pecho.

''Te amo con toda mi alma''.

Se leyó en el chat de Miguel. Manuel sonrió melancólico, y una lágrima se le quiso asomar. Volvió a tomar aire; no quiso seguir atormentándose con más pensamientos.

—Yo también te amo, pero... —Manuel dejó el celular a un lado, observó hacia la ciudad, y se quedó en silencio por unos instantes; suspiró despacio—. No te esperaré toda la vida, Miguel. Ya... ya no.

Cuando el reloj marcó casi las cinco de la tarde, Manuel entonces bajó a pabellón.

(...)

El chirrido de los grillos en el césped de la calle, era audible desde el interior de su oscura y silenciosa habitación. Pronto, el aire también comenzó a circular, y Miguel, que yacía sentado en su cama, pronto pudo sentirlo en su piel.

Despacio levantó su cabeza, y observó hacia la ventana que yacía en lo alto de su habitación; entornó los ojos despacio, sintiéndose vislumbrado con la luz de la calle tras la cortina.

De forma débil, Miguel extendió su brazo hacia el velador y encendió la luz de la lamparita. Cuando en su habitación, entonces se vio claridad, Miguel se arrepintió a los pocos segundos de haberlo hecho.

Se vio su propio reflejo en el espejo del frente.

—Qué horror... —susurró en un débil hálito, sintiéndose mareado, y viéndose la sangre seca aún en la nariz.

Horas antes, Antonio le había propinado una golpiza. Entre gritos, súplicas e insultos, se concertó otro episodio de humillación para Miguel en la habitación.

Furioso, Antonio le gritó toda clase de insultos e improperios, y también le volvió a despojar de su celular, dejándole completamente incomunicado de Manuel. Le dio un golpe certero en la cara, y le hizo sangrar la nariz. También le jaló del cabello, y le propinó un par de patadas en las piernas, cuando Miguel le suplicaba piedad.

Una dinámica que, entre ellos, lamentablemente se repetía a menudo.

Miguel se sentía adolorido completo. Incluso, de tanto llorar, sus ojos yacían hinchados. La voz la tenía sumamente débil, y tenía un dolor de cabeza de los mil demonios.

Las consecuencias habían sido grandes para la osadía de la noche anterior. Migue lo sabía; sabía que aquello le esperaría, pero...

Le seguía doliendo.

Y más aún, cuando había sido testigo de cómo su padre, horas antes, ignoró su desesperado llamado de auxilio.

A Miguel se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas.

Sí, le dolían las heridas físicas que Antonio le provocaba, pero... esta vez, lo realmente letal para Miguel, había sido la indiferencia de su propio padre.

¿Por qué razón no le ayudó cuando le suplicó entre gritos? ¿Por qué no interfirió cuando Antonio le pegó? ¿Realmente había hecho aquello a propósito, o... de verdad no le escuchó? ¡Era imposible eso! ¡Si le gritaba desesperado!

La razón de sus lágrimas, era aquella. Miguel sentía un gran agujero en el pecho, y con el pasar de las horas, en la soledad de dicha habitación, sin tener contacto con más nadie, y sintiéndose indefenso y solitario, comenzó a comprender algunas cosas, que, por causa de su sentimentalismo, antes no veía.

¿El problema? Ahora le dolía más caer en cuenta, de que quizá y probablemente, él estaba equivocado respecto de su padre...

Eso le dolió aún más, pero Miguel, en sus ansias de creer que realmente su padre le amaba, y que había vuelto para salvar su relación de padre-hijo, se negaba a pensar que su padre lo había hecho a propósito.

Volvió a llorar.

Pero esta vez de la incertidumbre.

—¿Po-por qué me ignoraste, papito...? —sollozó en silencio, temeroso de que Antonio le escuchase pues, su última amenaza antes de salir de la habitación, fue: ''Si tanto te gusta llorar, voy a subir y te volveré a golpear, para que puedas hacerlo con razón''—. T-tú viste como Antonio me pegó, y me arrastró, y... y no hiciste nada. Incluso cuando te dije que él me pegaba, y que me negaba la comida... ¿P-por qué me ignoraste así? Pa-papito...

Despacio se limpió las lágrimas. Se quedó mirando de nuevo hacia el espejo, y agachó la cabeza.

Odiaba el silencio y la soledad, porque aquellas dos, eran las gatillantes de sus pensamientos más ansiosos y angustiantes.

—Manuel pensará que no lo amo... —se lamentó, con la voz quebrada—. Antonio de nuevo me encerró en esta mierda... estoy harto... harto. Ya no quiero estar acá... ¡No quiero estar acá! Quiero estar con mi Manu... con mi Manuel... sáquenme de aquí, por favor... por favor...

Se volvió a quebrar, y esta vez, de forma estrepitosa. Tomó una almohada, y allí, comenzó a sollozar sin miedo a que Antonio le escuchase.

Y así, se quedó por varios minutos.

A Miguel le daba pavor pensar que no vería después de varios días a Manuel, y más aún, teniendo en cuenta el ultimátum de la última vez.

Sus palabras, la noche anterior, fueron más que claras...

''Te perdono, Miguel, pero... mi pregunta es... ¿qué sigue para nosotros? ¿Qué sigue ahora? ¿Te irás hasta tu casa, a vivir una vida de mentiras con Antonio? ¿Volverás a ignorarme por otros diez días más? ¿Cuántos días más pasaré sin saber de ti?''.

Miguel torció los labios. Se sintió impotente.

''Quiero que actúes, Miguel. Si estamos, tú y yo separados, es por tu situación. ¿Me tendrás en la incertidumbre? ¿Por cuánto tiempo más? ¿Cómo crees que me siento, al saber que volverás a esa casa, y Antonio, se atribuirá el derecho de tocarte? Tú me amas a mí, Miguel. Me amas a mí''.

Al recordar la incertidumbre de Manuel, Miguel se sintió aún más desolado. Sabía que Manuel esperaba acciones concretas de su parte, y él, estaba cada vez más dispuesto a arriesgarse para demostrarle el amor que le tenía.

Pero Miguel, tenía miedo...

Porque en esa habitación, ahora se sentía en una jaula. Era privado de comida, de amor, de libertad, e incluso, ahora de comunicación.

Miguel estaba aislado de todo, y de todos, y aún peor, con la huida de Luciano desde aquella casa.

No lo culpaba; Luciano tenía una relación conflictiva con su madre, y tal parecía, él también se estaba viendo muy afectado con dicha convivencia, pero...

¡Maldición! ¡¿Por qué se había ido?! Luciano era la única persona en la casa, en la que Miguel podía apoyarse en ciertos momentos, incluso cuando él, ignoraba el martirio que Miguel sufría.

Miguel, ahora se sentía completamente solo en ese lugar, pues ni Eva, su mejor amiga, ahora lo acompañaba como sí había sido en tiempos pasados.

Era Miguel, solo contra el mundo...

Sintió una fuerte presión en la cabeza. Los pensamientos le pesaban.

—No puedo estar más tiempo junto a Antonio... no lo soporto más. —dijo con voz áspera, y desesperado, se alzó de la cama, y caminó hacia la ventana en su habitación; expectante, observó si había alguna posibilidad de huir. Observó un poco hacia la calle, y desilusionado cayó en cuenta de que la ventana tenía barrotes.

Barrotes fuertes y muy anchos.

Miguel suspiró con pesar.

—Esta casa es como una puta cárcel... ¿cómo mierda no lo vi antes?

Los primeros días en dicha casa, habían sido una ilusión para Miguel. A pesar de extrañar siempre a Manuel, en los primeros días, él muy ingenuamente, pensó que realmente aquella convivencia sería como la de una familia, y que junto a Rebeca y su padre, Miguel volvería a tener aquella niñez que le fue arrebatada.

Como la familia que siempre añoró, desde niño.

Pero Miguel, ahora caía en la triste realidad. En la triste, desgarradora y desolada realidad, de que ellos...

No eran una familia, y no eran felices.

—¿Y... y la puerta? —susurró, y se volteó hacia la salida. Intentó forcejear la puerta por varios minutos, pero desilusionado, nuevamente se percató de la seguridad que lo rodeaba.

Miguel estaba eficazmente encerrado. Antonio se había ocupado esta vez, de que Miguel no se saliese con la suya.

Miguel pateó la puerta enojado. Lanzó un grito, frustrado. Se devolvió a la cama, y allí, se quedó sumido en un mar de pensamientos. Tras el paso de los minutos, entonces el sueño le volvió a menguar la consciencia, y al poco tiempo, Miguel comenzó a dormirse.

Pero en ese lapso, en que la mente está entre el sueño y la realidad, Miguel oyó algo con claridad a través de la lucecita de su habitación.

Se le pusieron los pelos de punta.

''Descubre la verdad...''

Eso... ¿había sido un susurro?

Miguel abrió los ojos de golpe, y lanzó un jadeo sordo. Se sentó en la cama, y con el corazón palpitándole rápido, observó asustado.

Se quedó en silencio. Solo se oyó la respiración agitada de sus labios.

—¿E-esa voz fue...?

Miguel quedó descolocado; dudó de lo que había escuchado.

—¿Ma-mamá...?

Hubo un silencio profundo. Miguel observó atónito entre la leve luz de su lámpara, intentando encontrar una explicación a dicho susurro.

¿Y si había sido su imaginación? Claro, eso era una posibilidad pues... sus pensamientos angustiantes, quizá ahora le jugaban esa mala pasada...

—¿E-esa voz no fue la de mi mamá? N-no es posible, ella está... —Miguel se quedó pensativo por unos instantes; sacudió su cabeza—. Ya estoy... escuchando huevadas; ¿De verdad estoy tan... tan loco? ¿Me volví loco? Chu-chucha... Mi mamá está... muerta. No seas cojudo, Miguel... relájate.

Se quedó en silencio por varios minutos, hasta que entonces, de pronto se oyó la cerradura de la puerta abrir.

Miguel observó alerta, y se puso tenso de inmediato. ¿Quién sería? ¿Era Antonio? ¿Iba a volver a golpearlo?

Miguel tragó saliva, y empuñó sus manos, dispuesto a defenderse de una eventual agresión.

Pero ello, para su fortuna, no pasó.

—Hola, buenas noches...

De pronto, por la puerta entró Héctor; Miguel observó contrariado.

Venía ayudándose de su bastón, y con la otra mano, traía un plato con comida. Se le veía cansado, pues apenas podía avanzar. Miguel se alzó despacio, y lo ayudó. Héctor, con voz cansada, agradeció.

—Gracias hijo, muchas gracias...

Miguel no respondió a dichas palabras. En ocasiones anteriores, habría recibido la gratitud de su padre con alegría o sumisión, pero ahora, guardó silencio y asintió.

Estaba dolido.

Se devolvió a la cama, y se sentó al borde de ella. Héctor cerró la puerta, y despacio avanzó hacia él. Dejó el plato de comida en el velador, a un costado de Miguel, y luego, tomó asiento junto a él.

Hubo un leve silencio.

—Te traje comida, anda, come... —dijo Héctor con voz suave y desgastada, observando a Miguel, que solo tenía la mirada melancólica fija hacia adelante—. Debes tener hambre.

Y sí... ¡claro que tenía hambre! Si no había comido nada en todo el día. La maldita fatiga le tenía hasta con asco. Antonio así le castigaba; privándole de comida, y a esas horas de la noche, Miguel obviamente ya no soportaba.

Pero no, no iba a comer. No al menos frente a Héctor.

—No tengo hambre —respondió en un murmullo, sin querer mirar a Héctor.

Héctor alzó las cejas y torció los labios. Pestañeó extrañado.

—¿No tienes hambre? Pero hijo... —Deslizó una mano por el muslo de Miguel, dio unos golpeteos suaves—. Debes comer, no has comido nada, ¿verdad? Ven, come. Yo mismo, tu padre, me preocupé por ti, y te traje comida hasta acá, incluso cuando...

—Gracias, pero no era necesario que te tomaras la molestia.

—Miguel, por favor...

—Estás enfermo, deberías estar en cama descansando, no subiendo escaleras solo para traerme comida. Si es por comer, puedo hacerlo solo, ¿no? Para eso, debo tener la libertad de salir y entrar de esta habitación. ¿O me equivoco?

Aquel descargo de Miguel sonó rotundo, y Héctor lo sintió. Despacio, retiró su mano del muslo de Miguel, y se formó un silencio incómodo.

Miguel, con expresión seria, siguió observando hacia el frente, y no hacia Héctor.

Era evidente su malestar.

—Miguel... —suspiró Héctor, cansado—. Respecto de eso... yo no puedo hacer nada, ¿sabes? Tú y Antonio...

—¿Dónde está Antonio? —disparó Miguel tajantemente, y Héctor sonrió despacio.

—Se está tomando unas cervezas abajo.

—Mh, ya veo.

—Pareces una esposa celosa, Miguel... —sonrió Héctor, sugerente—. ¿Quieres que baje, y que le diga a tu prometido que suba a hacerte compañía? Recuerda que serán esposos, y...

—Me vale mierda Antonio —disparó Miguel, ya no pudiendo ocultar su desprecio hacia Antonio—. Por mí que se tome todas las cervezas, que salga borracho a la calle, y que un carro lo atropelle y lo mate.

Héctor lanzó un jadeo sordo. Miguel observó con rencor profundo.

—¡Miguel, por Dios! ¡No puedes ir diciendo eso de tu prometido, y menos desearle la muerte! ¡¿Qué es lo que te pasa?! Estás demasiado...

—¡¿Quieres saber que me pasa?! —reventó Miguel, ya hastiado—. ¡¿D-de verdad quieres saberlo?!

Empujado por el ímpetu, Miguel se alzó de la cama, y se puso de pie frente a su padre. La respiración se le agitó, y las manos le temblaron levemente.

Su expresión era de indignación y rabia contenida, Héctor observó algo intimidado.

Miguel entonces, cayó en cuenta de que debía relajarse. Lanzó un fuerte suspiro, y se llevó ambas manos al rostro. Se volteó hacia la pared, y se presionó el entrecejo.

Hubo un silencio.

—Relájate, relájate... —susurró para sí mismo, ante la mirada sorprendida de su padre—. No puedes gritarle a tu papá, está enfermo... relájate, Miguel. Está enfermo, no puedes gritarle...

Y tras el paso de un minuto, Miguel se volvió hacia Héctor.

Se observaron en silencio.

—Quiero que me expliques, papá... ¿por qué... por qué Antonio? ¿Por qué elegiste esto para mí? Yo... yo sé que quizá... no lo hiciste con mala intención, pero... ¿por qué? Dímelo, no entiendo porque tú...

—Porque... te amo —respondió Héctor, forzando una sonrisa—. Porque elegí lo mejor para ti, Miguel. Es por eso que hice todo esto; fue por ti...

Miguel agachó la cabeza, y suspiró cansado. Hubo otro silencio.

Sentía que ya ni siquiera tenía sentido gastar fuerzas para contradecir las palabras de su padre. Decidió callar.

—Ven, siéntate a mi lado. Vamos a conversar.

Aquella fue una conversación decisiva entre ambos, y el rumbo de ella, definiría más tarde el camino que Miguel tomaría.

Se sentó a su lado. Y Héctor, después de unos segundos intentando buscar las palabras adecuadas, procedió.

—Si elegí a Antonio para ti, hijo... es porque temo sobre tu futuro. —Ante aquellas palabras, Miguel contrajo las cejas—. Me di cuenta, de que como padre he fallado, pero... quiero redimirlo. Hijo, Antonio es... millonario. En España, él es una eminencia de los negocios, y estoy seguro de que, a su lado, jamás pasarás necesidades económicas. Es acomodado, bien posicionado, y podrá solventar lo que le pidas. Eso es lo que quiero para ti, Miguel; seguridad. Saber que el día de mañana no pasarás hambre, y que ya no deberás volver a ese trabajo de... ya sabes, cuando solías vender tus servicios de...

—Prostitución. —dijo Miguel con voz baja, sintiéndose algo humillado por el innecesario recordatorio de su padre.

Héctor trago saliva, y asintió.

—Sí... eso.

Hubo un silencio muy incómodo entre ambos, y Miguel, entonces habló.

—Pero yo no quiero depender de nadie, papá. Quiero vivir por mi cuenta. No quiero estar bajo el alero de Antonio, y...

—Pero hijo... sé realista. ¿Cómo podrías sostenerte tú? Si no sabes hacer nada —comenzó a reír despacio, Miguel observó son seriedad.

—Sí puedo hacerlo, papá.

—Miguel, por favor...

—¿Por qué desconfías así de mí? ¿En serio crees que no sé hacer nada?

—Pero, ¿qué sabes hacer, Miguel? Te pagué la universidad, y ni siquiera fuiste capaz de terminarla. No sabes estudiar, y no eres capaz de hacerlo, ¿qué harás? ¿De qué vivirás?

—No es que no haya podido terminarla, es que no quise, papá. No me gustaba esa carrera llena de... números, y de cosas que jamás llamaron mi atención. Yo quiero elegir lo que deseo estudiar, y... y te juro que puedo hacerlo. Hay algo que yo quiero estudiar, y sé que saldré adelante, y...

Héctor rodó los ojos. Sonrió burlesco.

Miguel observó atónito.

—Miguel, por favor...

De golpe, Miguel se alzó de la cama. Caminó hacia su cajón, y de allí saco una caja. La extendió en la cama, y volteó su contenido.

Sobre ella, cayó mucho maquillaje.

Héctor observó con desagrado.

—¿Q-qué chucha es eso?

—Maquillaje —contestó Miguel, expectante por rebelar a su padre, uno de sus más grandes sueños—. Quiero estudiar maquillaje profesional, papá. —Ante ello, Héctor miró con indignación. A Miguel se le dibujó una pequeña sonrisa tímida, pues pensar en su superación personal, y además recordar que dicho primer obsequio e incentivo se lo dio Manuel, le trajo una sensación bonita—. Yo... ya me averigüé todo. Quiero estudiar en una academia, y son alrededor de... cuatro años de estudio. ¡Y luego! Quiero poner mi propio salón, ¿te imaginas? ¡Sería chévere! Y voy a ser reconocido, papá. Me voy a esforzar, te juro que esto es lo que quiero, y...

Héctor se echó a reír estrepitosamente; no pudo evitarlo.

Miguel se quedó con las palabras en la boca. Observó atónito.

Y por varios segundos, solo se oyó la risa de Héctor en la habitación. Miguel observaba contrariado, y en silencio.

—¿E-es enserio, Miguel? No me estás tomando el pelo, ¿o sí?

Miguel siguió en silencio. Sintió un nudo en la garganta.

—¿P-por qué te ríes...? —preguntó en un débil hálito.

—Es que hijo, ¿tú? ¿Estudiar en una academia? Miguel... sé realista, además... ¡¿Maquillaje?! ¡Eso es de maricones, Miguel! ¡Eso da vergüenza, por Dios! Déjaselo a las mujeres, como Rebeca, pero... ¿tú? Miguel, por favor...

Miguel se sintió humillado y pisoteado. Los labios le temblaron.

Guardó silencio, y con los ojos cristalizados, oyó las hirientes palabras de su padre.

—Debes ser sincero contigo mismo, Miguel... —susurró, acariciándole el hombro—. Desde niño, tú... siempre fuiste distinto al resto. Siempre fuiste un niño muy sentimental y... eras incapaz de muchas cosas. En el colegio, jamás fuiste destacado, y... en la universidad, bueno, fuiste un completo fracaso, Miguel.

Mientras más hablaba Héctor, más Miguel sentía una daga en el pecho.

—No serás capaz de eso, Miguel. La universidad, o en este caso... una academia, requieren de esfuerzo y constancia, ¡Seamos sinceros! Tú no sabes hacer eso, Miguel... tú siempre fuiste... haragán. —Héctor rio divertido; Miguel agachó la cabeza—. Para esto debes ser capaz y ser inteligente, y... Miguel, yo dudo que tú puedas... ya sabes...

Cada palabra de Héctor, era mal intencionada. No estaba dentro de los planes de Héctor y Antonio, el hecho de que Miguel quisiera entrar a estudiar y valerse por sí mismo. Aquello era peligroso para el plan, pues de ocurrir, Héctor ya no tendría excusas para la unión de Antonio y Miguel.

Debía romper esas ilusiones ahora. Era ahora, o nunca. El plan no podía peligrar. Sus hoteles debían ingresar a Europa a como dé lugar, y muy pronto, aquello ocurriría. Estaban en la etapa final del plan, debían cuidar cada detalle.

Era mucho dinero involucrado, y las ansias de superación personal que Miguel poseía y mostraba, eran una barrera peligrosa para ello.

Héctor debía aplastar esas ilusiones, ahora.

—No, no, no... no puedes hacer eso, Miguel. Vas a fracasar, ¿para qué perder el tiempo? Es mejor ser realistas, hijo. No gastes plata y tiempo, y acepta tus capacidades. Tienes talento para... ser un buen esposo de Antonio, no para maquillar. ¡Aparte es ridículo! ¡¿Desde cuándo el maquillaje se estudia?! Es vergonzoso, Miguel. Es más decente... ser esposo de un hombre negociante y bien acomodado, ¿te imaginas? Viajar por el mundo, tener una mansión... ¡inclusive más grande y linda que esta! ¿Para qué perder el tiempo estudiando? Además, a ti jamás se te dio estudiar, Miguel. Ahórrate una decepción, hijo, y deja eso de lado. Es inútil.

A Miguel le cayó una lágrima; intentó ocultarla. Héctor carraspeó su garganta, y con tono simpático, preguntó a su hijo:

—¿Vas a comer? Eso huele exquisito, y...

—Gracias al maquillaje, yo puedo ocultar todas y cada una de las heridas que Antonio me provoca... —susurró Miguel, con la voz rota. Alzó la mirada hacia Héctor, y con ojos revestidos en lágrimas, se dirigió a él; Héctor observó contrariado—. Porque sí, papá... Antonio me pega. Si no fuese por el maquillaje, verías todas y cada una de mis heridas, pero no las ves porque nunca lo permito. Antonio me pega... me pega, papá. Tú mismo lo viste, ¿no?

Miguel hablaba con tanto dolor, que Héctor quitó la mirada de su rostro. No se sintió capaz de lidiar con ello. No pudo aguantarlo.

—No me ignores, papá... lo viste, ¿no? Como en la mañana Antonio me golpeó en la cara, ¿lo viste? Antonio me trata mal, papá. Siempre me pega, me humilla, me grita, me basurea, y... y...

Miguel se llevó ambas manos al rostro. Aguantó un sollozo. Se sintió basureado, por tener que exponer a su padre, todas y cada una de las vejaciones por las que pasaba.

Sentía su dignidad pisoteada.

—Y me viola...

Dijo en un jadeo, con vergüenza absoluta; se sintió sucio.

Héctor siguió mirando hacia el suelo.

—¿E-es esta la vida que quieres para mí, papá? —lo recriminó, con la voz rota y entre lágrimas—. Antonio hace de mi vida un infierno... ¿no puedes verlo? ¿No puedes ver lo infeliz que soy? Hay días en que pienso que matarme es la salida más rápida, pero no lo hago porque... porque quiero seguir viviendo, papá... —esta vez, se quebró por completo—. Quiero vivir... y quiero amar... pero mira, mira como Antonio destruye mi vida. Por favor, papá... déjame libre de él, te lo suplico, yo no...

—No puedo interferir en eso, Miguel; yo...

—¡¿Acaso no ves que me violenta?! ¡¿No estás escuchándome?! ¡¿Acaso no sientes amor por mí, que soy tu hijo?! ¡¿No me juraste frente a la tumba de mamá, que querías redimir tus errores?! —Ante ello, Héctor torció los labios y contrajo los ojos—. ¡Antonio me pega, por favor, tienes que...!

—¡¡Es porque te lo mereces, Miguel!! ¡¡Por eso Antonio te pega!!

Gritó Héctor, tan enfurecido y fuera de sí, que al instante comenzó a toser desesperado. Miguel, que observaba atónito por la terrible respuesta de su padre, se quedó quieto mirando.

Héctor tosió abundante sangre. Miguel no reaccionó.

—¿M-me lo... merezco?

Miguel no pudo concebir una respuesta tan frívola e indolente como esa. Por primera vez, después de tiempo aguantando tanto dolor y sufrimiento, él se atrevió a revelar a su padre, todas las vejaciones por las que Antonio le hacía pasar, y su padre...

Lo culpaba a él de eso.

¿Cómo sentirse respecto de eso? Para Miguel, aquello era una estocada en el alma, y una muy dolorosa revelación de que Héctor, su padre, al parecer no había cambiado.

Todo era igual que antes.

Miguel, muy ingenuamente, creyó que encontraría apoyo en él.

Que después de mucho tiempo, y después de tanto que hizo y aguantó por su padre, después de elegirlo por sobre tantas cosas, de elegirlo por sobre la vida que llevaba, y...

Haberlo elegido, esa noche, por sobre Manuel y su compromiso. Por sobre la maravillosa vida que pudo haber tenido junto a Manuel, él...

Su padre le daba la espalda, y muy ingenuamente, él pensaba...

Que, en su padre, encontraría apoyo.

Pero no.

—Digo, n-no es que te lo merezcas... —se corrigió Héctor, dándose cuenta, de que había dado rienda suelta a su desprecio por Miguel. Aún tenía sangre en los labios, con la respiración cortada, tomó un pañuelo y se limpió. Espero por unos segundos, antes de tomar aire, y continuar—. A lo que me refería, e-es que... Miguel, tú provocas a Antonio. He visto cómo le faltas el respeto, hijo. No querer acostarte con Antonio... es fuerte, digo... lo sacas de sus casillas, tampoco es culpa del pobre, o bueno, eso es lo que pienso...

—¿Q-qué? —disparó Miguel, indignado.

Héctor tragó saliva.

—Escucha, hijo, escúchame...

Miguel observaba en shock. Las lágrimas aún impregnaban sus ojos azules. No creía lo que escuchaba de su padre.

Héctor, nervioso, intentó explicarse.

—Antonio no es mal hombre, hijo... solo debes respetarlo. Sé leal con él, y sé respetuoso. Dale seguridad, dale paz, y sé servicial con él. Si te hace todo eso que dices... es porque quizá... él está frustrado; entiéndelo, ponte en su lugar; ¡Tú nunca te pones en lugar de nadie, Miguel! No digo que esté bien que te pegue, pero... es entendible, digo... enojarse es humano. Cuando eras niño, tú también me sacabas de mis casillas Miguel, y... bueno, te pegaba, ¿no? Y, aun así, yo te amo, y tú me amas. ¿Y quedaste con alguna secuela o algo? ¡No, yo te veo bien! Tómalo así. Puede ser una forma de castigo por no portarte bien, eso quiere decir, que debes ser más atento con él, y...

—Detente... —jadeó Miguel, ya en su límite, e impactado de escuchar tanta indolencia junta. Tenía ambas manos sobre su cabeza, intentando controlar su ímpetu—. Por favor, detente...

Héctor se calló de golpe, y observó contrariado. Miguel se veía sumamente sofocado. Tenía los ojos rojos, llenos de lágrimas, y una expresión de indignación nunca antes vista por Héctor.

Hubo un profundo silencio.

—Te quiero papá, pero... eres malo conmigo. Me tratas... de la misma manera en que tratabas a mamá.

Miguel se quedó con expresión rota. Héctor, despacio, intentó abrazarlo; sabía que Miguel no se podía negar a un abrazo de él; intentó volver a manipularlo.

Pero Miguel se lo quitó de encima con suavidad; ladeó su rostro.

No quiso mirar a su padre.

Héctor entonces, se sintió ridiculizado. Pronto, su temperamento comenzó a subir, y el cansancio por fingir que amaba a Miguel, llegó al tope por un instante.

Las cosas no estaban resultando como él lo quería, y no estaba acostumbrado a ello.

—¿Qué soy malo contigo? —reprochó, cambiando su tono a una muy áspero—. Dejé todos mis malditos negocios en Brasil por ti, Miguel. Eres un imbécil malagradecido, un niño inmaduro que no entiende qué mierda pasa. Siempre fuiste así; no me sorprende.

Miguel observó shockeado.

—¿Q-qué dices?

—¡¡Que eres una mierda, conchatumare!! —gritó, ya hastiado—. ¡¿Qué soy malo contigo?! ¡¿Que fui malo con tu madre?! ¡¡Tú no sabes lo que tu madre me hizo!! ¡¡Y no sabes lo que tú me provocas!!

Miguel contrajo los ojos. Quedó en blanco.

—¿D-de qué hablas? ¿De qué estás...?

—¡¡Dejé todos mis negocios en Brasil!! ¡Todo por ti, Miguel! ¡Por intentar salvar nuestra relación de padre e hijo! ¡Te busqué al mejor pretendiente, y te regalé un apartamento! ¡Luego te compré una casa en San Isidro! ¡Te traje aquí conmigo, te dí de nuevo una familia y otra madre! ¡¿Y así me pagas?! ¡¿Después de tantas cosas que he comprado para ti, tú...?!

—¡¿Y cuánto amor me diste, papá?! ¡¿Cuánta contención emocional me has dado en la vida?! ¡Nada! ¡Tus cagadas materiales nunca me importaron, y lo sabes! ¡Yo quería amor, quería a un padre, no un puto apartamento, ni una casa! ¡No al pretendiente que me trajiste! ¡No quiero tus regalos de cumpleaños! ¡No quiero tu dinero! ¡Solo quiero que confíes en mí! ¡¿Es mucho pedir?!

—Sí, si es mucho pedir, ¿y sabes por qué? Porque eres un fracasado, Miguel. Porque eres una mierda. Desde niño fuiste insoportable; nadie te quería cerca nunca. Siempre estabas cabizbajo, por allí dando lástima, buscando a tu mamá...

—No puedo creer lo que estás diciendo, Héctor...

—Te conozco, Miguel. Te conozco muy bien. No me pidas confianza, porque sé que no lograrás lo que te propongas, y siempre será así. Tu vida tiene que ser al lado de Antonio, te guste o no. Esa es tu realidad. No sabes estudiar, y no podrás; tu cabeza no da para algo como eso. Aprende a conocer tus límites, Miguel. Solamente cierra tu hocico, y haz caso a Antonio, ¿es mucho pedir? Simplemente te estoy pidiendo que te comportes... ¡¿Por qué eres tan problemático?! ¡Por Dios! ¡¿No ves acaso que estoy enfermo, Miguel?! ¡Necesito tranquilidad! ¡¿No recuerdas lo que nos dijo el médico?! ¡Necesito paz, y tú no me la estás dando! ¡Me estás matando!

Miguel alzó la mirada orgulloso. Tenía el cuello tenso. Las lágrimas asechaban en sus ojos.

—¡¿Quieres dejar sin padre a tu hermano Brunito?! ¡¿Quieres romper la promesa que hicimos a tu madre?! ¡¿Eso es lo que quieres?! ¡¿No sientes un poco de respeto por la memoria de tu madre?! ¡¿Ese es el hijo que serás para ella?! ¡¿No sientes culpa o vergüenza?!

Miguel se sintió impotente. Con expresión endurecida, observaba a su padre escupir el veneno. Tenía los puños como roca, preso del sentimentalismo. Quería acertarle un puñetazo en la cara a su propio padre, pero no podía.

Estaba enfermo. Miguel no se sentía capaz de algo como eso, por más desilusionado y roto que estuviese. Y, por más que las palabras de su padre escarbaran profundo en su alma, y dañaran demasiado.

No podía. No podía golpearlo. Miguel aguantó.

—Ay, Miguel... —suspiró con pesar, después de haber lanzado mierda por la boca, y después de varios minutos, cansado de dicha discusión. Despacio, se alzó de la cama, y caminó hacia su hijo. Le posó una mano en el cabello, y lo miró. Miguel observó con rencor—. Yo te quiero, hijo... te quiero mucho...

Despacio, abrazó a Miguel. Este no reaccionó, y en vez de corresponder al abrazo, se quedó rígido como piedra.

Se sentía roto. No quería abrazar a Héctor. Las manos le temblaban.

Y, después de unos segundos, Héctor rompió dicho abrazo. Se separó levemente de Miguel, y lo observó en silencio.

—Quiero lo mejor para ti, hijo. Tú no comprendes, porque aún eres inmaduro, pero... lo hago por ti. Porque te quiero.

Miguel siguió mirándolo con rencor retenido y lágrimas. No respondió. Tenía los labios apretados.

—Tú eres un buen niño, ¿verdad? Siempre lo fuiste, mi Miguel. Siempre, siempre... a mi lado siempre. Siempre estabas a mi lado, siempre eras servicial y cariñoso conmigo, y nunca cuestionaste mis decisiones, jamás me reprochaste mis acciones, ni te alejaste; y esta vez no será distinto, ¿verdad? Ahora lo hiciste porque... estás estresado, ¿verdad? Esta situación, de mi enfermedad... yo entiendo que nos tiene cansados a todos. Yo sé que no quisiste hacerlo, ¿cierto? Tu jamás cuestionarías mis palabras...

Miguel no volvió a contestar. Giró su cabeza hacia otro lado.

Hubo otro silencio.

—Hijo...

—Quiero estar solo, por favor —disparó tajante, y Héctor, se sintió despreciado.

Miguel no lo miró. Se quedó con expresión rígida.

—Bien... —susurró Héctor, esta vez, decidiendo darle el espacio que Miguel exigía—. Entiendo que estés enojado, pero... recuerda que te quiero.

Despacio, le besó la frente a Miguel. Cuando él, sintió los labios de su padre sobre su piel, no pudo evitar cerrar los ojos con fuerza, y quebrar por completo su expresión.

Le dolían las muestras afectivas de Héctor, porque...

Miguel ya no tenía la venda en los ojos.

Sabía que Héctor era el mismo de siempre.

Con dicha conversación, aquello había quedado en evidencia, y también, ya se había delimitado su camino a seguir.

A raíz de ello, Miguel sufrió su primera gran metamorfosis. 

Y comprendió, que amar a su padre no podía arrebatar cada uno de sus pétalos. Que amar no dolía, y amar, ahora mismo a su padre, le dolía demasiado. 

Miguel se sintió roto. Su padre, le hizo sentir roto.

El amor de su padre, le aplastaba cada uno de sus pétalos, y lo reducía. 

Y eso, no era sano. Miguel cayó en cuenta de eso. 

Y, tras unos pocos segundos, Héctor se volteó y decidió abandonar la habitación sin agregar más palabras. Al irse, Miguel se quedó observando hacia la pared. Y, cuando los pasos de Héctor se oyeron bajar las escaleras, Miguel reventó.

Reventó en llanto de ira, de rencor, y de impotencia.

Con rabia, tomó el plato de comida a su costado, y lo lanzó con fuerza a la pared.

Un montón de comida y de porcelana, salieron disparadas por doquier.

Desilusión. Miguel sentía una profunda desilusión, y una sensación de decepción que le comía el pecho.

Porque en su ingenuidad, él creyó que recibiría apoyo de su padre, pero... se equivocó.

La primera venda de los ojos, entonces cayó.

Y Miguel, poco a poco, fue descubriendo la verdad.

Y pronto, la verdad tras la verdad.

(...)

N/A; 

¡Hay doble actualización! Por favor, disculpen la tardanza. 

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