El niño herido
Cuando Miguel salió corriendo de la clínica, el viento de la noche era muy fuerte y frìo en el exterior. Su cabello castaño y algo rizado, se alborotaba por causa de la gélida brisa.
—¡¿E-En què rayos estaba pensando?! —exclamò Miguel, avergonzado por el episodio reciente con Manuel—. ¡¿Què mierda fue lo que hice?!
Se quedó allí, parado fuera de la clínica. Las manos le temblaban del frìo —y la emociòn—, y tenía el rostro ardiendo del éxtasis.
Se sentía muy estùpido.
—¡¿Còmo pude caer tan bajo con ese cholo?! —exclamò—. Ay, Dios... ¡aunque sea un médico, sigue siendo un bellaco! ¡Vive en El Callao!
Miguel hablaba tan fuerte para sí mismo, que las pocas personas que pasaban por fuera de la clínica, le miraban con algo de miedo.
—¡Q-què horror! S-sì, está guapo, pero... —De pronto, la imagen de Manuel se hizo presente en su mente; el pantalón y su entrepierna ajustada, su mirada seductora, sus ojos verdes que tenían el aura de unos ojos felinos, su aliento caliente, sus manos grandes y su voz varonil; Miguel tiró un chillido, frustrado—. ¡Carajo, no! —exclamó—. ¡No puede gustarme ese cholo!
De pronto, la puerta automática de la clínica se abrió. Una nueva persona salió desde el interior. Miguel se volteò; era Manuel.
Este le mirò con el ceño fruncido, y le ignorò de forma magistral. Siguiò su camino, y comenzó a caminar hacia el estacionamiento.
—¡O-oye! —exclamò Miguel, ofendido por dicha actitud—. ¡Ven ac-¡
—¡¿Què?! —exclamò Manuel, ofendido también; volteándose desafiante—. ¿Vas a pegarme de nuevo?
Miguel se encogió en su sitio. Frunció los labios, nervioso.
—Bu-bueno... ¡tuve que hacerlo! —se defendió Miguel—. ¡Tù me estabas seduciendo!
Manuel no creyó lo que oìa. Lanzó un soplido de indignación.
—¡Yo ni siquiera te seduje! —se defendió Manuel, con justa razón—. ¡Tù comenzaste a coquetearme!
Si bien Manuel era seductor, muchas veces no lo hacía a propósito. Miguel, en cambio, coqueteaba a consciencia.
—¡¿Què?! —Miguel sabìa que era cierto, pero no pensaba darle la razón a Manuel; debía defenderse—. ¡T-tù empezaste! ¡Me sedujiste!
—Yo ni siquiera intenté hacerlo, Miguel.
—¡¿Ah no?! —reclamó, alzando los brazos, armando un teatrito cerca del estacionamiento; los colegas de Manuel veían extrañados—. ¡¿C-Crees que es muy fácil aguantar tenerte cerca de mí, sin que me pase algún pensamiento sexual por la cabeza?!
QUÈ.CHUCHA.HABIA.DICHO.
No, no, no. Miguel ya la había regado.
Pero, cuando se percató de lo que había dicho, ya era muy tarde. Tenía la cara roja como un pimentón, y de los más rojos.
Manuel estaba con los labios fruncidos y el rostro ardiendo.
—¡¿Q-què?! —exclamò Manuel.
Miguel tragò saliva, nervioso.
—¡Nada, huevòn! —le dijo, sin saber como cerrar el hocico para no regarla màs—. ¡Pe-pero que quede claro que tù comenzaste! Yo... yo solo me defendí.
Manuel le observó, manteniendo el ceño fruncido. Finalmente, lanzó un suspiro rendido, y se volteó para seguir su camino, dejando atrás al peruano.
Miguel, ofendido porque Manuel no le prestaba atención, comenzó de nuevo a perseguirle.
—¡O-oye! ¡No me dejes acà hablando sol...¡
—¡Ya Miguel, ya! —A Manuel se le acabó la paciencia; se volteò y lo tomò por los hombros, con fuerza; Miguel le miró con sorpresa—. ¡Basta ya! Deja este teatro. ¿Què quieres de mì, Miguel?
Miguel se quedó boquiabierto, intimidado por la suave, pero severa voz que emanaba ahora de Manuel.
Joder, ¿por qué le parecía tan varonil algo como eso?
—Ya es suficiente, Miguel —le dijo, severo—. Estàs armando un alboroto. Estàn mis colegas, algunos pacientes, y...
Soltò a Miguel, y este volvió a respirar.
—Me golpeaste frente a mi secretaria. Lo mejor será que... será que ambos partamos a nuestras casas. Es tarde, es mejor que vuelvas ahora, aprovecha que hay gente por las calles.
Manuel se volteó, y se dirigió a una moto negra y muy elegante, que yacía estacionada un par de metros más allá.
Miguel, curioso, fue siguiendo despacio a Manuel.
—Bueno, Miguel —le dijo, ubicando su maletín en la parte trasera de la moto, en donde había un compartimiento. Tomó el casco, y se lo puso. Se subió encima de la moto, y la echó a andar—. Cuìdate. Nos veremos en otra ocas...
—¡Espera! —Miguel, impulsivo como la mayoría de veces, se interpuso por delante de la moto; Manuel frenó de golpe—. Manuel, escucha...
Manuel, paciente como también la mayoría de veces, se sacó el casco, y escuchó con atención a Miguel.
—Yo... de verdad, lo siento. —Esta vez, Miguel mostraba un real arrepentimiento—. Te he causado problemas, y realmente lo siento. Has sido amable conmigo y... y me gustaría al menos saldar dicha deuda.
Manuel le observó por unos instantes, con una ceja alzada.
—¿Lo dices de corazón? —preguntò, y Miguel, sonrojado por tener que mostrar esa parte suya, musitò despacio:
—Sì... de verdad.
Manuel sonrió enternecido.
—Como forma de agradecerte por lo que has hecho por mì, te propongo algo.
Manuel le mirò interesado; cruzò los brazos, y dijo:
—Te oigo.
—Bien. ¿Què hora es?
Manuel observó el reloj de su muñeca, y dijo:
—Las 8:40 pm.
Miguel sonriò.
—¿Què tal si vamos a mi apartamento? —sugirió Miguel—. Queda por aquí, bastante cerca de la clínica. Te invito a beber o comer algo. Hagamos las pases.
Manuel lo pensó por un instante, y luego sonriò.
—Està bien. Vamos. —Miguel sonriò—. Sube a la moto, y ponte esto. —Pasò a Miguel el casco—. Sujétate fuerte a mí.
Cuando Miguel subió a la moto con Manuel, sintió una adrenalina que jamás había experimentado.
Sentir el frìo viento rozando en su rostro, y ver las vivas luces de Miraflores, en las zonas màs bohemias de Lima, le llenaban de ímpetu y emoción.
Aparte, el abrazar por la espalda a Manuel, y lograr percibir algo del dulce perfume del chileno, le provocaba a Miguel una especie de aura de ensoñación.
Se sentía bien.
—¿Por dónde giro, Miguel? —preguntò Manuel, sacando a Miguel de su aturdimiento.
—A-ah —contestò—. Debes girar hacia la derecha. En ese edificio está mi apartamento.
Avanzaron un par de metros màs, y entonces llegaron hasta su lugar de destino.
Manuel estacionò en el interior del edificio, en el sitio que era de propiedad de Miguel.
Quièn bajò primero fue Manuel, y luego, ayudó bajar a Miguel.
Luego ingresaron en el edificio, y subieron por los ascensores.
Entonces Miguel sacò la llave, e ingresaron al apartamento.
Lo primero que se oyò entonces, fue un fuerte maullido de Eva.
La gata comenzaba a hacer escándalo.
—¡Eva! —exclamò Miguel—. Tranquila, bonita, ya llegué.
Pero Eva no parecía muy interesada en la presencia de Miguel, sino que en otra pues, apenas Manuel ingresó en el apartamento, Eva se enredó entre sus piernas, y ronroneaba con fuerza.
Miguel entonces lo comprendió.
—¡Qué gata tan puta! —exclamò, cruzándose de brazos—. ¡No me has visto en varias horas, y lo primero que haces es enredarte con un extraño!
Manuel comenzó a reír divertido por las palabras de Miguel. La gata, coqueta como nunca, comenzaba a maullar para recibir la atención de Manuel.
—Dicen que las mascotas se parecen a sus dueños...
Miguel le dedicó una mirada algo molesta; Manuel desvió la suya, sonriendo de forma picara.
—Ponte cómodo —le dijo Miguel—. Debes de estar cansado después de tantas horas de trabajo. Iré a preparar algo para comer. Por mientras te serviré algo para beber.
Manuel tomó a la gata en brazos, y esta se mostró muy gustosa con dicha acción. Comenzó a ronronear con más fuerza.
—Prefieres beber vino o... ¿Whisky? También te gusta el pisco, ¿verdad? Tengo también de es...
—¿Cómo sabes que eso me gusta? —preguntó Manuel, tranquilo, percatándose de la información que manejaba Miguel.
El peruano se quedó boquiabierto por unos segundos.
—Porque... bueno, anoche me lo dijiste...
—No te lo dije —sonrió Manuel, y Miguel enrojeció de la vergüenza
—Bu-bueno... quizá me confundí —dijo, sin darle más importancia—. ¿Qué querrás?
Manuel sonrió, y dijo:
—Dame pisco. Tomaremos pisco.
—Perfecto —dijo Miguel, y sirvió en un vaso pequeño un cortito de pisco para Manuel—. Disfruta, y siéntete cómodo. Iré a preparar algo, y vuelvo.
Manuel asintió, y Miguel se dirigió hacia la cocina.
Con el paso de los minutos, entonces se comenzó a oír desde la cocina, el ruido de alimentos friéndose, y un exquisito aroma comenzó a desplegarse por todo el apartamento.
Y el apetito de Manuel comenzó a hacerse presente.
—Tienes un apartamento muy lindo —dijo Manuel, por lo alto, para que Miguel escuchara—. Es bastante amplio, ¿es tuyo?
Se escuchó a lo lejos el ruido de unas cuchillas partiendo verduras, y luego se oyó la voz de Miguel:
—Sí, claro. Es mío. Bueno, mío y de Eva.
Manuel sonrió.
Y sì que era un apartamento amplio, pero, lo que llamó la atención de Manuel fue que, dentro de todo aquel espacio que había para decorar, no hubiera una solo foto familiar.
¿Cuàl era la familia de Miguel?
Pasaron un par de minutos más cuando, entonces de la cocina, se oyó de nuevo la voz de Miguel:
—Ya está listo —anunció, caminando con dos platos y otro pocillo con salsas—. Realmente lo siento por lo poco... —se disculpó—. De haberte invitado con màs tiempo, habría preparado algo mejor...
Manuel dejó a Eva en el sofá, y ayudó a Miguel para llevar las cosas a la mesa.
—No te disculpes —le persuadió—. Eso huele super rico, ¿qué es?
—Hice... hice lomo saltado —revelò Miguel, algo nervioso pues, jamás había cocinado para otra persona—. No sé si te gust...
—Seguro me gustará —le dijo Manuel—. Huele riquísimo.
Miguel sonrió expectante, emocionado por el halago de Manuel. Similar a un niño que, después de armar un regalo con todo su esfuerzo, espera las palabras de felicidades de su padre.
Su padre...
Un recuerdo fugaz le vino a la mente, cuando, Miguel tenía tan solo diez años de edad. Aquella vez había cocinado para su padre, pero, èl, siendo tan frío como siempre, dijo con palabras déspotas:
''No tengo tiempo para esa mierda, Miguel. Tengo trabajo que hacer. Come tú solo''.
Y ese día almorzó solo, como siempre.
—Y bueno... ¿nos sentamos a comer?
Las palabras de Manuel sacaron a Miguel de su trance. Este pestañeó algo confundido, y dijo:
—Claro, sí... sentémonos a comer.
Y ambos se sentaron a la mesa. Eva, que también los acompañaba, comía a un costado de la mesa, trozos de lomo salteado.
Se oyó de pronto, una especie de grito contenido. Miguel alzo su vista algo asustado, pensando que Manuel se había atorado, pero, vio en realidad, la divertida expresión de Manuel.
Este tenía la boca llena de comida.
Lo tragò, y sonriendo, dijo:
—Oh, la weà rica —Miguel sonrió por causa de dicho halago—. Està muy rico, en serio.
—Gra...gracias —Miguel no sabìa què responder exactamente; no es que estuviese acostumbrado a buenos comentarios. Estaba màs bien acostumbrado a comentarios de su padre, por ejemplo—. Solo fue algo... algo improvisado.
Manuel comió tan rápido, que no alcanzaron a conversar mucho en aquellos minutos.
—¿Puedo servirme más? —dijo, y a Miguel eso le dio mucha gracia y ternura.
—Claro, preparè mucho.
Miguel se alzò de la mesa, y le trajo màs comida.
Manuel sonriò, algo ansioso.
—Disculpa, ahora sí puedo conversar mejor —se disculpó Manuel, recobrando la compostura—. Tenía muchísima hambre. El exceso de trabajo me deja hambriento y cansado...
—¿Por què no me lo dijiste antes? —preguntò Miguel, echándose apenas una cucharada en la boca; no tenía demasiado apetito. Quisa se debía a la tristeza que ocultaba por lo de su padre—. No sabía que fueras médico...
Manuel se echó un sorbo de licor a los labios. Miguel hizo lo mismo a los pocos segundos.
—Soy de perfil bajo —le dijo—. No encontré motivo para decirte que soy médico. Creí que era absolutamente innecesario.
—Pero... —irrumpió Miguel, pensativo—. Si me habrías dicho que eras médico, quizá yo...
—¿Me habrías tratado distinto?
Miguel se acabó tan rápido el pisco, que tuvo que servirse màs muy pronto.
—Sì... —respondió Miguel, siendo absolutamente sincero—. Te habría tratado distinto.
—¿Por qué lo habrías hecho así, Miguel?
—Porque ser médico, te hace más importante —le confesó, y se echó otro sorbo de licor a la boca—. Te hace más digno de admiración.
—Y si habría sido un auxiliar de aseo, como pensaste en un principio. ¿Habría sido merecedor de menos respeto?
—Sí, porque no te admiraría.
Manuel arqueó ambas cejas. Observó a Miguel, pero no estando enojado, sino que con genuina curiosidad.
Miguel le parecía un joven muy curioso. En momentos poco soportable, y en otros momentos muy encantador y misterioso.
—¿Qué edad tienes, Miguel? —le preguntó de pronto Manuel.
—Tengo veintitrés años —dijo Miguel, y tomó otro sorbo—. ¿Y tú?
—Veintiocho años.
¡Rayos! Pensó Miguel. Manuel no contaba con la edad para considerarse un Sugar Daddy, pero... esa podría ser la excepción, ¿o no?
—No aparentas esa edad; te ves mucho más joven —le confesò Miguel.
—Eso dicen —sonrió el chileno—. Pero bueno... a lo que iba con esa pregunta; entre tú y yo no hay mucha diferencia de edad, ¿verdad?
Miguel asintió con una sonrisa, y el rostro sonrojado; el licor comenzaba a hacerle notorio los primeros efectos.
—Bueno, pero, de todas maneras, he pasado por muchas cosas en mi vida a pesar de mi relativa corta edad. Solo quiero que entiendas algo; mira. Mi padre trabaja descargando cajones de verduras en una feria libre, allá en Santiago. Mi madre, por otro lado, es auxiliar de aseo en un jardín infantil.
Miguel se sintió avergonzado de pronto. La madre de Manuel era auxiliar de aseo, y èl había utilizado eso como un insulto.
—Jamás he pensado que yo soy más importante que mis padres por ser un médico —le dijo—. La importancia de las personas no se mide por los logros personales que han conseguido, sino que por el papel que representan dentro de su comunidad.
Miguel, de cierta manera absorbido por la sabiduría que Manuel mostraba en sus palabras, escuchaba con atención. Se echó otro sorbo de licor en la boca.
—Intenta pensar en una comunidad de hormigas —le dijo—. En un hormiguero. Cada una de ellas representa un papel importante dentro de dicha comunidad. Piénsalo así, pero dentro de la sociedad humana. ¿Qué pasaría si, por ejemplo, el auxiliar de aseo deja de limpiar en mi despacho de la clínica?
Miguel, pensativo, se quedó absorto un momento en sus pensamientos, y luego respondió:
—Todo quedaría sucio...
—¿Y qué pasaría por consecuencia? —Miguel no respondió, pues comenzaba a estar algo mareado por el alcohol—. Mi despacho estaría sucio, y probablemente todo quedaría infectado. Probablemente habría hongos y, en un caso extremo, mi despacho sería un lugar para enfermarte, y no para sanarte. Eso provocaría a la vez, que yo no atendiera a nadie, y por último gente enfermaría y moriría porque no hay atención.
Miguel comenzaba a entender hacia donde iba el razonamiento de Manuel, a pesar de estar alcoholizado.
—Lo mismo con mi padre —le dijo—. Si èl no cargara las cajas con verduras, tù y yo no podríamos comer este exquisito lomo salteado, que tiene cebolla, por ejemplo. Cada persona cumple un papel importante dentro de la sociedad, independiente de cuál sea.
Miguel sonrió avergonzado.
Y, por primera vez, Miguel no sintió enojo porque alguien le había puesto en su lugar; al contrario, se sentía agradecido por dicha explicación.
Miguel sentía una ambivalencia hacia Manuel. Por una parte, gustaba ser orgulloso con èl, y, por otro lado, gustaba ser dócil ante èl.
—Y bueno, Manuel... —Miguel, de forma brusca, llenó otro vaso con pisco; Manuel comenzó a preocuparse un poco—. A-asì que... asì que eres médico, ¿no? Entonces... ¿por què vives allá, en el Callao?
Manuel no comprendió muy bien a què se dirigía la pregunta.
—No nos hagamos los huevones, Manuel... —sonriò, y Manuel no pudo evitar sonreír por la transparencia que Miguel mostraba por su aparente borrachera—. Ganas harta plata, ¿no? Los médicos ganan bien... ¿qué hace un médico que gana harta plata, viviendo en el callao?
Manuel dio un suspiro profundo.
—Si te lo explicaría, no sé si lo entenderías. —Miguel alzó una ceja, y se cruzó de brazos—. Solo digamos que, por mis principios, es un lugar en el que me siento mucho más cómodo que, por ejemplo, aquí, en Miraflores.
—Tú podrías vivir acá en Miraflores si lo quisieras —le dijo Miguel, y tomó otro sorbo—. Eres médico.
—Lo sé —dijo Manuel—. Pero estoy bien en el Callao.
Miguel suspiró con pesar.
—Bueno... supongo que, por más médico que seas, no dejas de ser un bellaco, ¿verdad? Esas cosas se llevan en el alma...
Ambos comenzaron a reír. Manuel lanzó un poco de pisco desde la boca, divertido por la ocurrencia de Miguel.
—Y... ¿cuànto ganas, Manuel? —A esa altura, Manuel tomó la botella de pisco, de forma disimulada, y la corrió lejos de Miguel. Ya se le notaba la influencia del alcohol—. Di-digo... ¿pu-puedo preguntar, verdad? Quizà sea mu-muy grosero de mi parte...
Manuel se echò a reír sin disimulo.
—Bueno... —contestò—. Digamos que... el dinero que recibo al final, no es tanto. Al principio recibo una buena suma, pero me quedo con lo justo y necesario.
Miguel le mirò extrañado.
—¿A... a què te refieres con eso?
Manuel suspirò, y agarrò su maletìn. Abriò este frente a los ojos de Miguel y, entre sus indumentarias, sacò una hoja.
La extendió a Miguel; este comenzó a leerla, aunque con un poco de dificultad.
—Se re-recibe donación por... por parte de Ma-Manuel Gonzàlez a... a asociación de... de niños co-con càncer...
Miguel, estando medio borracho, re leyó aquella línea tres veces, intentando comprender el hecho.
Y el foco se le prendió a medias.
—¿Tù? —Alzó la mirada a Manuel—. ¿Tienes càncer?
Manuel se puso a reír.
Miguel sì estaba borracho. Parpadeò extrañado.
—Todos los meses, cuando recibo mi remuneración, hago donaciones con ella. Dono la mitad de mi sueldo a la asociación de voluntarios de niños con càncer —explicó a Miguel, y este le observaba un tanto impactado—. La otra parte del dinero, la uso para mandar dinero a mi familia, y otra, para un compromiso que adquirí hace años en mi país. Al final, me quedo con lo justo y necesario para mì; no necesito màs.
Miguel, frustrado por ver la cantidad de dinero que Manuel desperdiciaba, dijo entonces:
—¡¿Pe-pero por què haces eso?! ¡Es mucho dinero! E-esa plata... ¿estàs seguro que la usan bien?
Manuel asintió despacio.
—¿Y... y cuál es ese compromiso por el que envías dinero a Chile? —inquirió, un tanto celoso—. ¿Què es lo q-que pagas allá? ¿Què es tan importante?
Manuel bajò la mirada, y guardó silencio por varios segundos.
Miguel notò un aura melancólica.
—Es una larga historia... —sonriò incòmodo—. Lo importante es que mi dinero les ayuda. No necesito saber màs que eso.
Miguel extendió su brazo, y Manuel tomò la hoja; la guardò.
Miguel entonces, volvió a decir:
—Y... ¿no te interesaría usar tu dinero en otra cosa, o... persona?
Cuando Miguel hizo dicha pregunta, volvió a sonrojarse. Manuel le mirò interesado.
—¿A què te refieres, Miguel?
Miguel se mordió el labio, nervioso.
—Veràs... yo tengo veintitrés años, y tù veintiocho, ¿verdad?
Manuel asintió.
—Y... te gustan los hombres, ¿o me equivoco? O bueno, por lo que pasó en la clínica hace un rato...
Manuel se sonrojó, y desviò la mirada. Se rascò la nuca, y susurrò:
—Soy... soy bisexual.
Confesó, y Miguel sonrió de forma leve.
—Genial, entonces... te interesará esto —le dijo—. Yo... he estado con algunos hombres mayores, a cambio de... de dinero.
Manuel se mostró un tanto incómodo por ello.
—Soy sugar baby, y he tenido sugar daddys.
Manuel, incómodo, comenzó a jugar con sus pulgares. Respetaba aquellas relaciones por dinero, pero no las comprendía.
—Y... bueno. El hombre más joven con el que traté tenía cuarenta años. Y bueno... tú tienes veintiocho.
Manuel observó extrañado; ¿a qué iba todo aquello?
—¿No quisieras ser mi sugar daddy, Manuel? —preguntó al fin Miguel—. Eres muy joven para considerarte uno, pero... pero esta será la excepción.
Manuel se quedó mudo por unos instantes, sin saber que decir a dicha petición.
—Puedo hacer todo lo que quieras por dinero. Puedo darte amor, tratarte como mi novio, darte mimos, preocuparme por ti, y... ¡Y también podemos dormir juntos! Y... bueno; ya sabes a qué me refiero con eso...
Manuel, sonrojado a más no poder, frunció los labios.
—¿Q-què clase de proposición es esa, Miguel?
—No es necesario que sigas haciendo esas donaciones, Manuel —le dijo—. Ni que sigas enviando dinero a tu país. Quizá, sería bueno para ti que, por dinero, pudieses tener mi compañía; darte un gusto...
Manuel, estaba tan incómodo, que no dijo nada más a Miguel. Solo le observó por varios segundos, con una expresión confusa.
—Sería un contrato, entre tú y yo. Seríamos novios. Te daría mucho amor. Podemos disponer de las tarifas, y...
—¿Qué clase de vida has llevado hasta este momento, para pensar que el amor puede comprarse?
Hubo un silencio absoluto entre ambos. Miguel, descolocado por las palabras de Manuel, no pudo responder a dicha pregunta.
Era cierto... ¿qué se sentía recibir amor sin tener que rogar por ello? ¿Sin tener que mediar el dinero para ello?
—Lo siento mucho, Miguel, pero... —Manuel, algo ofendido por dicha propuesta, entonces se alzó del lugar—. Se hace algo tarde y... quizá deba partir a casa.
Miguel, que aún estaba sentado en su sitio, con la mirada perdida, y herido por las palabras de Manuel, siguió estático.
—Agradezco tu oferta, pero... no soy de esa clase de personas —dijo—. Lo respeto, pero no puedo comprenderlo. Nunca he pagado por dar amor, ni nunca cobraría por ello tampoco. El amor no se compra, ni se vende. Es un sentimiento genuino, y puro, y no puede mancharse por el dinero.
Miguel, sintiendo que cada palabra le calaba cada vez más hondo, se quedó quieto en su sitio.
Se sintió una basura.
—Realmente respeto, Miguel, que estés acostumbrado a esa clase de relaciones, pero...
Hubo un silencio.
—Pero yo no lo estoy. Las repudio.
Miguel, sintiéndose el ser más despreciable del mundo, entonces lo entendió.
Manuel era distinto a èl.
Èl, que desde pequeño había sufrido de todo tipo de carencias afectivas, había llenado dichos vacíos con dinero y bienes materiales.
Desde que era un niño de dos años, y cuando su madre decidió partir hacia otro plano, su padre se encargó de contratar a una mujer extraña que terminara con el trabajo de su crianza.
Toda su niñez y adolescencia, vivió el rechazo de su padre. Y, cuando apenas cumplió su mayoría de edad, èl le compró una gata para que le hiciera compañía y, a las pocas horas siguientes, viajó a Brasil para formar una nueva familia.
Y allí se quedó, solo en medio de todo.
Su padre, que ahora vivía junto a su nueva familia en otro país, tenía una esposa a la que amaba, y un nuevo hijo al que le dedicaba todo su tiempo.
Pero, ¿y èl...?
Miguel sentía que aún necesitaba, de vez en cuando, compañía, y un abrazo.
Y, en la búsqueda de algo que llenara dicho vacío, Miguel comenzó a ofrecerse como carnada a hombres mucho mayores que èl, que le demostraran amor carnal, y que le dedicasen tiempo, así como no lo hizo su padre.
Porque Miguel, de forma inconsciente, comenzó a buscar en otros hombres aquel amor que nunca halló en su padre; pero jamás lo encontró como tal.
Era obvio que Manuel se ofendería con dicha propuesta. Después de todo, Manuel, a leguas, era distinto a toda la manga de enfermos que Miguel conoció antes.
Manuel era mucho más humano, y noble. ¿Qué clase de hombre rescata a un desconocido de ser violado, incluso cuando ello supone tu propio riesgo y, aparte, incluso cuando ese mismo desconocido te humilló antes en vía pública?
¿Y què clase de desconocido te lleva a su casa, te da abrigo, y te cuida incluso cuando le has insultado y denigrado?
Nadie haría eso.
Por lo mismo, seguramente Manuel era amado por muchas personas. Manuel, a diferencia de èl, tenía un corazón gigante, y conocía que era sentirse amado, y entendía también lo que era amar.
Èl, en cambio, no podía comprenderlo.
—Espera... —susurró, con la voz cansada y en un hilo—. Lo... lo siento, Manuel...
Manuel, que cogía su bolso para retirarse, entonces lo miró.
—No quise ofenderte, perdón...
Manuel, suspiró con pesar. Y, a paso lento, acortò distancia hacia Miguel. Se sentó frente a èl, y posó una mano en su hombro, en señal de apoyo.
Notó de inmediato en los ojos de Miguel esa aura vacía y desolada, y que el brillo que resplandecía en el azul de sus ojos no era el de la luz de la sala, sino que el de unas lágrimas asomándose.
Miguel era tan frágil, entendió Manuel entonces, pero...
¿Por qué se esforzaba tanto en ocultarlo?
—Soy patético... —dijo entonces, y una lágrima le rodó por el rostro—. Perdón, Manuel, de verdad; lo siento...
Miguel no pudo sostenerse por mucho más tiempo, y entonces la dura e implacable muralla de orgullo, se derrumbó.
Manuel sintió que el corazón se le apretujó.
Y el niño herido interior de Miguel, quedó al descubierto.
—Tienes razón, soy patético... —sollozó, y hundió su rostro en ambas manos—. Soy una basura...
Manuel se acercó más hacia èl, y tomó sus manos, dejando al descubierto su rostro con una expresión desolada.
—No, Miguel... no te dije que fueras patético. No lo hice. Escucha, tranquilo...
—¡Pero lo soy! —exclamó—. Valgo tan poco que... que incluso mi padre dejó de amarme.
Y desde ese punto, comenzó a llorar de forma amarga.
—Nunca he comprendido bien como funciona el sentirse amado, o el amar a alguien más —dijo, y las lágrimas no le cedían—. Valgo tan poco que... que incluso, si un día muriera, absolutamente nadie me lloraría, o extrañaría...
Manuel supo que, en ese momento, sus palabras de consuelo sobrarían.
Miguel estaba tan cargado de tristeza, que solo necesitaba desahogarse para librarse de tanto dolor.
En momentos como esos, era necesaria la contención, y no los consejos.
—Sino hubiese sido por ti, Manuel... no sé qué habría sido de mí esa noche. ¿Sabes qué es lo más triste? Que, de no haber llegado tú en ese instante, yo estaría quizá no sé en qué lugar, y...
Se detuvo, otra lágrima le cedió y cayó en su muslo.
—Y nadie me buscaría.
Manuel, comprendió entonces en parte, por qué Miguel actuaba también de esa manera tan arrogante en ocasiones.
Muchas veces la baja auto estima, o bien, las carencias afectivas e inseguridades adquiridas en la infancia, se escondían detrás de actitudes arrogantes o arribistas en la adultez.
—Ni siquiera mi propio padre puede amarme... —sonrió con tristeza, y otra lágrima le cayó—. Incluso me despreció cuando era tan solo un niño...
Y se deshizo en un llanto amargo. Y Manuel, por más que quisiera abrazarlo siquiera para darle mayor contención, no fue capaz de invadir el espacio de Miguel.
Sintió que eso podía ser imprudente.
Pero Miguel, sintiéndose totalmente vulnerable y vacío, pidió en un sollozo a Manuel:
—Abrázame, po-por favor...
Manuel, incrédulo, le observó un tanto inseguro.
—Por... por favor...
Y no bastaron más palabras para que, Manuel, en un movimiento suave y sereno, acurrucara a Miguel entre sus brazos.
El más pequeño se echó a llorar como un niño, y no pudo detenerse por varios minutos.
Manuel repartía pequeñas caricias en su cabello castaño, intentando mitigar un poco su dolor.
—S-soy tan pa-patètico... —dijo en un sollozo, y Manuel le respondió:
—No digas eso. Llorar está bien. No pienso que seas patético; creo que aceptar que te sientes triste, es muy valiente.
Miguel bajo la intensidad de sus sollozos, y alzó la vista hacia Manuel.
Le observó con cierta vergüenza.
—Eres valiente, Miguel.
Y de nuevo se echó a llorar.
Y por otros minutos se quedó así, en los brazos de Manuel.
Y Miguel no quiso admitirlo, pero no quería separarse de ahí.
Estar abrazado a Manuel, en su regazo, con este dándole pequeñas caricias en el cabello, se sentía bonito.
Era bonito estar en los brazos de alguien que te consolara, y más si esa persona era Manuel.
Nunca antes alguien lo había hecho con èl.
Nunca antes alguien había empatizado con su dolor.
Miguel se sintió en paz, por primera vez.
—¿Mucho mejor? —preguntó Manuel, cuando Miguel entonces dejó de sollozar.
Miguel asintió despacio, aún abrazado al regazo de Manuel, dando un pequeño chillido —con la nariz constipada— como respuesta afirmativa.
Manuel sonrió con tristeza.
—Ven, te llevaré a la cama. Será mejor que descanses...
Manuel separó levemente a Miguel de su pecho, y se puso de pie.
Miguel entonces protestó:
—¡N-no te vayas! —le dijo, sonrojado, y con los ojos un poco hinchados por el llanto.
Manuel sonrió.
—Tranquilo, no me iré hasta que te duermas —le dijo—. Vamos, te llevaré hasta tu habitación.
Miguel, que aún sentía mareo por la ingesta de alcohol, se puso de pie con ayuda de Manuel.
Y ambos fueron a la habitación.
Miguel, de forma torpe, y con ayuda de Manuel, entonces comenzó a sacarse la ropa, quedando en ropa interior, un polo, y con calcetines.
Se acurrucò entonces en su cama, y Manuel le acomodó las almohadas.
Eva, la gata, llegó hasta la habitación, y se recostó al lado de Miguel; comenzó a ronronear.
—¿Te sientes mejor? —dijo Manuel, sentándose en una orilla de la cama.
Miguel, con los ojos un poco hinchados, con el rostro sonrojado, y sintiéndose como un bebè mimado por Manuel, dijo:
—S-sì... pero no te vayas aùn, por favor.
Manuel sonrió enternecido.
—Tranquilo —respondió—. Te prometí que me quedaría acá hasta que te durmieras, y eso harè.
Miguel sonriò, y Manuel le acomodó las frazadas, tapándole màs para que no pasara frío. Luego, encendió la lamparita del velador, y una tenue luz iluminó la habitación.
Manuel cogió una hoja y un lápiz que yacían en el velador de Miguel; este último le mirò con curiosidad.
—Por màs que me hayas dicho hoy en mi consulta que no te sientes triste, sé que no es cierto —dijo, y comenzó a escribir en la hoja—. Es posible que tengas una depresión, Miguel. Me interesa que tomes terapia. Me da miedo pensar que, en algún punto, podrás cometer alguna locura.
Miguel observó en silencio, y asintió despacio, como un niño regañado.
—Te anoté el contacto de un buen psicólogo. Es mi amigo que te mencioné antes. Atiende en el piso de arriba de mi consulta. —Miguel volvió a asentir—. El suicidio nunca es una opción, ¿vale? Debes tomar terapia. —le dijo—. Abajo también anoté mi contacto; si te sientes muy mal, o necesitas una cita, llámame. Estaré ahí para ti.
Miguel volvió a asentir; Manuel no pudo evitar sentir ternura por ello.
Miguel se estaba mostrando absolutamente dócil ante èl, ¿por qué no podía ser así más seguido? Esa parte tan tierna de Miguel, le provocaba una cálida sensación en el pecho a Manuel.
De cierta manera... eso le hacía ver más humano a Miguel.
Manuel sonrió de forma inconsciente, cuando se percató de que, junto a Miguel, èl se sentía muy cálido.
—¿Cuál es tu signo, Miguel?
Preguntó, y Miguel, extrañado por esa pregunta, parpadeó de forma muy simpática.
—Soy Leo —le dijo—. ¿Por... por què?
Manuel se sonrojò, y algo avergonzado, entonces confesò:
—Bueno... eso tiene sentido —dijo—. Eres Leo, y Leo es un signo bastante egocéntrico. Quizà eso responda al hecho de que seas algo arrogante, a veces.
Miguel le mirò curioso.
—No me mires asì —dijo Manuel, riendo—. Soy médico, pero también me atraen estos temas. Nunca puedo comentar abiertamente esto con mis colegas médicos, por supuesto. Ellos dicen que la astrología es ridícula. Como somos, en parte, científicos, solo creemos en lo que puede verse y probarse; es decir, lo empìrico, pero, de vez en cuando, no esta mal ser abierto a otras cosas, ¿verdad?
Miguel sonriò admirado, y Manuel desviò la mirada, sonrojado.
Miguel era lindo, y Manuel comenzaba a pensar mucho en ello.
—¿Y cuál es tu signo lunar, y ascendente?
—Una vez lo vi por internet —susurrò Miguel, extendiendo de forma tímida su mano, y tomando la mano de Manuel; comenzó a acariciarla de forma suave; Manuel se sonrojò aùn màs—. Saliò que era ascendente escorpio, y mi luna en càncer.
Manuel se sorprendió.
—Entiendo. Entonces, tus signos son; leo, escorpio y càncer —susurrò, y de forma igual tímida, correspondió a la suave caricia que Miguel le daba en la mano—. Eso también explica muchas cosas —le dijo.
—No entiendo muy bien eso, ¿de qué trata?
Manuel se tomó la quijada con la mano libre, pensativo, y dijo:
—El signo ascendente, representa el cómo te proyectas hacia el resto; como el resto te percibe. Por otra parte, el signo lunar, representa tus emociones; el amor, tu relación familiar y tu predisposición al romance.
Miguel le miró algo extrañado; sentía que Manuel hablaba en chino.
—En pocas palabras; tu signo solar, que es Leo, te hace una persona muy espontánea, directa, divertida y egocéntrica. Por otro lado, tu signo escorpio podría hacerte rencoroso, implacable, orgulloso, y muy fiel a los tuyos. Y, por último, tu signo cáncer te hace muy sensible, delicado, intenso y que ama mucho a su familia.
Miguel sonrió, entendiendo dicha explicación.
—Es por eso que, por màs orgulloso que te muestres, veía en ti un corazón sensible —le dijo, y Miguel se avergonzó—. En el fondo, tienes un corazón muy blandito. No te esfuerces tanto en mostrarme esa parte implacable tuya, porque ya entendí que no eres tan asì.
Manuel, pensativo, buscò una palabra adecuada para resumir todo ello, y tras un rato en silencio, entonces dijo:
—¡Eres como un pollito con una metralleta!
Miguel comenzó a reír con fuerza.
A Manuel, entonces, le dio un vuelco al corazón.
Tenía una risa hermosa.
—¿Y... y cuáles son tus signos? —preguntò Miguel, cuando por fin pudo parar de reir.
—Mi signo solar es Virgo —le dijo—. Mi ascendente es Aries, y mi lunar es Piscis.
Miguel le mirò extrañado, y dijo:
—¿Y eso què significa?
—Mis tres signos: virgo, aries y piscis, me dan tres características distintas. —A esas alturas de la conversación, ya tan fluida, las manos de Miguel y Manuel ya estaban entrelazadas con fuerza—. Virgo, me da la paciencia. Si no fuese por ello, en un primer lugar jamás podría haber, por ejemplo, tratado contigo.
Miguel le mirò con los ojos algo entre cerrados, y le hizo un puchero. Manuel rio divertido.
—Aries, por otro lado, me da la impulsividad que necesito en ocasiones. ¿Recuerdas lo que hice con Rigoberto? —Miguel asintió, sonriendo con malicia—. Bueno, sino hubiese sido por mi aries, jamás te habría, primero que todo, defendido, y mucho menos atacado a Rigoberto. Me da esa parte de justiciero que necesito, y ese impulso de hacer las cosas, cuando a veces tengo miedo.
—¿Y Piscis?
—Piscis, me da el lado más humano —le dijo—. Me permite empatizar con mi entorno, y, aunque sea complicado, hace que sea demasiado sensible, en ocasiones. Tù càncer y mi piscis, en resumidas cuentas, son los signos màs sensibles quizá del zodiaco.
—¿Entonces somos un par de llorones?
—Me temo que sì.
Y ambos rieron, divertidos.
—Y, por otra parte —dijo Manuel—. Mi aries y tu escorpio, son quizá los más feroces. Será mejor que nunca seamos enemigos.
Miguel le miró curioso.
—¿Somos el anticristo?
Y Manuel asintió, divertido.
Ambos volvieron a reír.
Y Eva, que yacía acostada entre ambos, se estiró, y comenzó a morderles los dedos a ambos.
Se formó un alboroto en la cama, en donde abundaron las risas.
Y al paso de un rato, entonces Miguel bostezó.
—Ups... —dijo Manuel, parando de inmediato el alboroto y las risotadas—. Ya es hora de dormir, ¿no?
Miguel, arrepentido de no haber contenido el bostezo, contestó:
—¡No! Es temprano aùn; no te vayas...
Pero el reloj marcaba otra cosa.
—Ya casi será media noche —le dijo Manuel—. Debo regresar a mi casa; mañana es mi último día de trabajo en la semana, y tengo muchos pacientes que atender.
Miguel, recostado y con la mirada algo acongojada, asintió despacio.
Tampoco podía retener a Manuel a su lado, al menos no por el momento.
—Aparte —dijo Manuel, volviendo a cubrir a Miguel con el cobertor de la cama—, debes descansar. Tienes que reponer energías.
Miguel no protestó ante ello, y Manuel, sentado aún en la cama, le observó.
Se miraron por un largo instante, y se quedaron allí, pegados el uno al otro, con la mirada estática.
Desviaron la mirada ambos al mismo tiempo, y se sonrojaron.
—Mañana... —susurrò Manuel—. Mañana es mi último día de trabajo, y salgo un poco más temprano de lo habitual —le dijo—. ¿Te parece si vamos a algún sitio juntos?
Miguel, de pronto sintió que el sueño se le esfumó por completo. El corazón le dio un brinco, y tuvo que retener un alarido.
¡¿Le estaba invitando a una cita?!
—¿Ma... mañana? —preguntó Miguel, escéptico, intentando mostrar un poco de desinterés a dicha propuesta que, por cierto, le hizo casi brincar de alegría.
—Sì, mañana —respondió Manuel—. Podría ser después del trabajo. Pasaría a buscarte, y...
—¡Sì! —exclamó Miguel, y luego, carraspeó su garganta, retomando su compostura—. Di-digo, sì, claro que sì.
Manuel sonriò.
—Perfecto —dijo entonces—. Mañana yo invito. Tómalo como un agradecimiento por esta velada que armaste, para hacer las paces.
Miguel, por debajo de la sábana, movía el pie ansioso, producto de la alegría. Intentò ocultarlo con el cuerpo de Eva.
—Bueno, entonces... mañana paso por ti, ¿vale? Cuando esté atendiendo a mi ultimo paciente, te escribiré. Dame tu número.
Miguel dictó el número de su celular, y Manuel lo guardò en sus contactos.
—Perfecto, entonces... bueno. —Manuel, como pocas veces, comenzó a actuar de forma muy torpe—. Me voy, Miguel. Gracias por esta velada, y... y descansa.
Cuando Manuel se alzò para abandonar la habitación, entonces Miguel hablò:
—Manuel...
Y Manuel se volteò. Le observó desde la puerta.
—Gracias por creer que soy valiente —susurrò Miguel, y se tapó el rostro con las sàbanas—. Ten... ten buenas noches.
Manuel sonriò enternecido, y susurrò:
—De nada, Miguel. Descansa.
Y con el rostro tapado por las sábanas —por causa de la vergüenza y su notorio sonrojo—, Miguel oyò como Manuel caminò hacia el interior del apartamento, tomò sus cosas, y salió del lugar.
Se oyò el suave movimiento de la puerta, y luego todo quedó en silencio.
Lo primero que hizo Miguel apenas Manuel abandonó el apartamento, fue agarrar la almohada y dar un grito ahogado.
Eva se asustó, abrió los ojos muy grandes, y se puso en posición de defensa.
Miguel comenzó a rodar por la cama, desordenándola.
—¡Eva, huevona! —exclamò, tomando a su gata, y abrazándola con fuerza—. ¡Una cita! ¡Una cita con el chileno! ¡Huevona, no, me muero!
Eva le dio una mordida para que le soltara, y Miguel lanzó una risa estridente.
—¡Estàs amargada, huevona! —le gritò a su gata—. ¡Te hace falta un gato macho que te haga maullar con fuerza, ah!
Comenzò a reírse solo, y se volteò, mirando hacia el techo. Se quedò con la respiración agitada por varios segundos, y luego sintió como su pecho latìa con fuerza.
Y los pensamientos le comenzaron a volar.
¿Què era eso? Jamàs una persona le había provocado una reacción como esa.
Y cuando la imagen de Manuel comenzó a hacerse presente en su mente, Miguel comenzó a entenderlo.
Ya no se trataba solamente de los aspectos físicos de Manuel.
Sì, claro que era guapo... ¡Era un churro, papasote, mijito rico! De ello no había duda, pero...
Ahora otros pensamientos embargaban a Miguel, y eran pensamientos que nunca antes había tenido sobre una persona.
Admiraba a Manuel. Manuel era amable, noble, divertido y muy tierno con èl. Tambièn era super inteligente —¡era médico! Eso le hacia una persona muy inteligente—, y una persona bastante madura.
Por otro lado, en brazos de Manuel, Miguel sintió que el mundo se le detuvo. Dentro del caos que su vida representaba, Miguel, de pronto sintió que, en los brazos de Manuel, todo tuvo solución, y que la paz le invadió el alma de pronto.
Sus palabras eran amables, su voz era suave y varonil, y su perfume le embriagaba de inmediato cuando le sentía cerca.
¿Còmo se pueden sentir tantas cosas en tan poco tiempo, y no morir?
Y Miguel entonces lo comprendió.
Se llevò una mano al pecho, y mirando aùn hacia el techo, entonces llegó a dicha conclusión.
—Eva, huevona... —susurrò, sin quitar la vista al techo de su habitación, y no pudiendo creer lo que le pasaba por la mente—. Me... me gusta...
La gata, incrédula por lo que oìa, maullò a su amo.
—Me gusta Manuel.
Dijo, y el corazón le volvió a latir con fuerza.
—Nu-nunca antes me había pasado... —susurrò, incrédulo por lo que pasaba—. Me gusta Manuel... me gusta Manuel... me gusta Manuel...
Si Eva hubiese podido estallar en risa, lo habría hecho en ese mismo instante.
(...)
N/A;
La frase que puse casi al final, donde dice: ''¿Còmo se pueden sentir tantas cosas en tan poco tiempo, y no morir?'', pertenece a la canciòn de Mon Laferte, que puse arriba.
Igual la canciòn es muy bonita, y representa lo que està comenzando a experimentar Miguel por primera vez. <3
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