Culpable o No


Cuando la mañana siguiente llegó, ambos amanecieron en el mismo lecho de amor. El aura del sitio era apacible, romántica, y muy tranquila. Manuel y Miguel, yacían abrazados. Miguel, durmiendo sobre el pecho desnudo de Manuel, y este último, con una mano aferrada en la cintura de su amado; aquello, estando exhaustos, después de una larga noche haciendo el amor.

Y, por supuesto, Eva ronroneaba entre ambos.

Era una escena muy tierna.

Fue Manuel entonces, quien se dignó primeramente a despertar. Con lentitud, abrió los párpados, dejando expuestos el brillo de sus tiernos ojos verdes. Observó somnoliento.

Y, lo primero que vio ante él, fue a Miguel, el hombre al que amaba, durmiendo plácido sobre su pecho desnudo.

Manuel sonrió con ternura. Sintió el pecho estallarle de amor.

—Buen día, vida mía... —susurró a Miguel, que permanecía aún dormido—. Mi niño hermoso, luz de mis ojos...

Dormido, Miguel suspiró. Manuel se sonrojó, y lanzó una tierna risilla. Sintió una cálida sensación en el pecho.

—Dentro de pocos días... —dijo despacio, alzando suave su mano, y acariciando el rostro a su amado, con suma delicadeza—. Tú y yo estaremos en nuestra casita, mi amor. Mañana, mañana es el gran día...

Manuel sintió de pronto, que tanto amor no cabía en su pecho. Con un brillo reluciendo en sus ojos, observó con aura enamorada a Miguel.

—Prometo que te haré el hombre más feliz del mundo, mi amor. Lo prometo...

Eva, que observaba enternecida aquello, comenzó a ronronear con más fuerza.

Ella también pensaba, que Manuel era un hombre muy tierno. El hombre perfecto para Miguel, su amo.

Hacían una pareja muy jodidamente hermosa...

—Te amo mucho, Miguel... —suspiró, y suave, le besó la frente—. Pronto seremos una familia. Tú, yo, y por supuesto... Eva —dijo, ladeando su mirada hacia la gata. Esta observó enternecida, y removió sus orejitas—. Compré una casita para nosotros, y para reiniciar nuestra vida, amor... tal y como siempre lo quisiste. No es una casa muy grande, ni lujosa... pero es perfecta para nosotros. Tiene un árbol, para que Eva pueda treparlo, y un patio bonito, para que tengamos muchos gatos. —rio despacio, y suspiró—. No fue fácil conseguirla... tuve que endeudarme por muchísimos años, y hacer horas extras todos los días. Terminé exhausto, pero... por ti, todo lo vale, Miguel...

Miguel sonrió entre medio del sueño, y suspiró. Manuel se sonrojó.

—Por ti soy capaz de todo, futuro esposito...

Susurró despacio, y volvió a besarle el rostro a Miguel.

Y, por varios minutos, se quedó a su lado, observándolo en silencio, susurrándole palabras de amor, y acariciándole el rostro con sumo cuidado.

Se quedó amándolo en silencio.

Hasta que entonces, Eva maulló; Manuel la miró.

Hambre; Eva tenía hambre.

—Déjame adivinar... ¿quieres desayunar? —susurró Manuel, divertido. Y Eva, volvió a maullar—. Ya... iré a darte comidita.

Eva removió sus bigotes, ansiosa, y de un salto, se adentró hacia la sala de estar. Despacio, Manuel retiró su brazo, que estaba por debajo de Miguel. Y, antes de alzarse desde la cama, besó los labios de su amado, en un suave roce. Inconsciente, Miguel suspiró.

Y, sentado desde la cama, Manuel le observó.

Y se quedó por otro par de minutos mirándole. Sintió un fuerte cosquilleo en el estómago.

Extendió su brazo, y suave, le acarició la mejilla a Miguel. Este, aún dormido, se removió un poco. Manuel suspiró.

Eva volvió a maullar desde la sala.

—Ya, ya voy —avisó Manuel, y se alzó desde la cama.

Caminó hacia el baño —estando aún desnudo—, se aseó rápido, y volvió a la habitación. Se puso ropa, y se dirigió hacia la sala.

Eva, que lanzaba divertidos maullidos, se entrelazaba en las piernas de Manuel. Llegaron hasta la cocina, y allí, Manuel extendió la comida de la gata, sobre su platito. Eva comenzó a comer con muchas ansias.

Manuel la observó, y sonrió. Se agachó a su altura.

Y absorto en sus pensamientos, comenzó a indagar.

La mente comenzó a darle vueltas.

—Ayer... cerré un importante ciclo con Camila —susurró a Eva, recordando—. Desde mañana... comenzará una nueva etapa para mí. Cu-cuando Panchito, mi hijo, murió... —recordó, sintiendo los ojos húmedos—. Pensé que nunca más podría rehacer mi vida; que yo no tenía derecho a eso...

Hubo un largo silencio. Se oyó solamente comer a Eva.

—Y mañana, después de siete años... la vida me presenta una oportunidad, para permitirme ser feliz. Y-yo... no soy un hombre tan malo, ¿verdad? Yo creo que... merezco ser feliz también. Miguel, él... él es la persona que elegí, para volver a rehacer mi vida. Él también lo quiere así. E-él me lo pidió también... el ser una familia; el tener nuestra casita...

Sonrió despacio. Alzó el dorso de su mano, y limpió una lágrima que caía.

—Mañana, cuando la fiesta de Miguel acabe, le daré la sorpresa —dijo, alzándose desde el suelo—. Le diré que cierre los ojos, y... cuando los abra, verá las llaves en su mano. ¡No puedo esperar a su reacción! Estoy seguro de que será muy feliz...

Eva terminó de comer, y se relamió los bigotes. Alzó su mirada hacia Manuel, y le maulló en agradecimiento.

Manuel sonrió despacio.

De pronto, el timbre del apartamento sonó.

Manuel se sobresaltó.

—Mi-mierda... —susurró, caminando lento hacia la puerta, un tanto asustado—. Y... ¿si es el papá de Miguel?

Manuel contrajo las pupilas, y se quedó en su sitio. El timbre volvió a sonar.

—Es mejor que vaya a despertar a...

—Abre la puerta, pelotudo.

Resonó desde la puerta; Manuel se volteó, incrédulo.

Era la voz de Martín.

Y Martín no vendría con Héctor; aquello era obvio.

Rápido, Manuel se volteó, y giró la perilla. La puerta se abrió.

Martín, tras ello, sonrió.

—Martín... —susurró Manuel, sorprendido por la visita tan temprano—. Pasa... ¿querí' tomarte algo? ¿Un café, un mate? O quizá...

—Manu... —susurró Martín, adentrándose despacio, y metiendo sus manos en los bolsillos. Manuel observó descolocado; Martín venía con un aura algo misteriosa—. Yo... vine para algo rápido.

Ambos se observaron. Hubo un silencio.

—¿Está despierto Miguel? —dijo entonces Martín, con expresión seria—. Creo que... sería mejor si él interviniese en esto también.

Manuel contrajo las cejas; observó extrañado.

¿A qué venía Martín?

—Miguel está durmiendo... —reveló Manuel; Martín asintió—, pero si quieres, puedo ir a...

—No; no lo despiertes. Déjalo así, che...; deja que el pibe descanse.

Hubo otro largo silencio. Martín agachó la mirada. Manuel observó inquieto.

—Martín, ¿qué onda? Me estás... asustando. ¿Pasó algo malo?

Martín torció los labios, y carraspeó su garganta.

—¿Podemos bajar a conversar?

Manuel pestañeó extrañado.

—S-sí, sí... déjame ir a ponerme zapatos; ando en pantuflas...

Martín asintió, y, al paso de unos pocos minutos, entonces ambos bajaron a la explanada del edificio. Se metieron en el vehículo de Martín, y allí, ambos tomaron asiento.

Hubo un incómodo silencio. Martín se veía algo contrariado.

—Martu... —dijo entonces Manuel—. ¿De qué querí' conversar? Me estai' asustand...

—Manu... —resopló Martín, y suspiró—. Ayer, cuando fui a dejar al pibe este...

—¿A quién?

—A Luciano —dijo Martín—. Al pibe que me subiste al vehículo; el del parque.

—¿Se llamaba Luciano? —intervino Manuel, extrañado.

—Sí, así se llama. Pero bueno, eso no es lo importante, lo que quería decirte...

—¿Le siguió doliendo el tobillo, cuando llegó a su casa?

Martín observó extrañado, y algo irritado.

—No sé, Manu; no sé. Déjame termin...

—Espero que no. Igual y no era un esguince; solo era resentimiento superficial.

—Manu.

—¿Ah?

—Déjame hablar, pelotudo del orto. —disparó irritado, y Manuel rio hacia sus adentros; siempre era agradable recibir los insultos de Martín; le daba risa.

—Sí; perdona.

Martín lanzó un suspiro cansado, y volvió a hablar.

—Cuando ayer fui a dejar a Luciano a su casa, vi... a Miguel.

Manuel abrió los labios, y con expresión desinteresada, asintió.

—Oh... ¿fuiste a San Isidro? Miguel me comentó que allá, vive su padre ahora. Él almorzó ayer ahí, con su madrastra, su papá, y su hermanito chico. Sí; me lo comentó, y...

—Estaba con otro... hombre, Manu.

Manuel se detuvo en seco, y contrajo las pupilas.

Se quedó en silencio.

—¿C-cómo que... estaba con otro hombre?

Martín suspiró cansado.

—Yo... lo vi con otro pibe. No me malinterpretes, pero... no los vi besarse, ni nada.

—¿E-entonces?

—Pero... el hombre lo tomaba por la cintura. No era un abrazo... normal, como, por ejemplo, nos abrazaríamos tú y yo. No era un tacto de... amigos. Era más... sensual. Más de... ¿pareja?

Manuel se quedó en silencio. Estuvo inexpresivo.

Martín observó preocupado.

Ninguno habló, por varios minutos. Manuel quedó absorto en sus pensamientos.

—N-no... yo creo que te confundiste... —rio Manuel, algo nervioso—. Miguel no me mencionó nada de otro hombre, anoche..., él solo me habló de su papá, de su mamá, y...

—Después ambos subieron a un vehículo —siguió relatando Martín—. Los dos solos, en un vehículo, y... bueno, yo lo quería conversar con él presente, pero... eso, Manu. El hombre lo agarraba de forma muy... atrevida. Y Miguel... no hacía mucho tampoco por quitárselo de encima. Era como... si él se lo permitiese.

Manuel, de nuevo, se quedó inexpresivo. Agachó la mirada, y observó en un punto fijo. Se quedó en silencio por varios segundos.

Martín, a su lado, hizo lo mismo.

Manuel se pasó la mano por la barbilla, algo inquieto. Lanzó un suspiro.

—¿Me estás intentando decir que, Miguel me es infiel?

Martín contrajo las pupilas de golpe. Giró su cabeza hacia Manuel.

—Yo no te estoy diciendo eso...

—Eso es lo que me estás intentando decir —disparó Manuel, irritado—. Que Miguel me es infiel; que Miguel me está engañando con otro hombre.

—No; yo no te dije...

—No te creo nada de lo que me estás diciendo, Martín. —dijo inquisitivo, con expresión enojada—. Miguel me lo habría mencionado; él me lo habría dicho anoche, cuando le pregunté cómo había ido su velada.

Martín se alzó de hombros, y rodó los ojos.

—Bueno, Manuel; no me creas. Yo te estoy mintiendo.

—Sí, lo estás haciendo. O te confundiste.

—Sí, sí... te estoy mintiendo. Tu amigo, el que conoces desde hace diez años, te está mintiendo.

Hubo un silencio incómodo entre ambos. Martín encendió un cigarrillo, y contrajo las cejas.

Estaba de mal humor.

—¿Eso es lo que venías a decirme? —disparó Manuel, impaciente—. Tengo que ir a preparar desayuno.

Martín, con los labios torcidos, asintió en silencio.

Manuel observó molesto, y echó una maldición al aire. Se giró entonces para salir del vehículo, cuando de pronto, Martín dijo:

—Confiar a ciegas en alguien, Manuel, te hará daño. No seas tan ingenuo.

Aquello, fue como gasolina para el fuego interno de Manuel. Torció los labios, y contrajo su expresión. Se volteó brusco, y con aura seria, observó a Martín.

Martín le devolvió la misma mirada.

—¿Por qué me decí' eso?

—Porque sos muy ingenuo —acusó Martín, a secas—. Yo... no quise decírtelo antes, Manu, pero... ¿estás seguro de que Miguel, está en la misma sintonía que vos?

—Habla claro, aweonao.

—Ahora que el padre de Miguel, ha aparecido... ¿los planes de él, siguen siendo los mismos con vos?

Manuel lanzó una risa sarcástica al aire. Martín observó con expresión seria.

—Miguel me ama, Martín. No sé si recuerdas que somos prometidos.

—¿Y qué con eso? Eso no te asegura nad...

—¿Podí' cortar tu webeo, weón? —lanzó Manuel, iracundo—. Lo único que has hecho estos días, es plantarme dudas en la cabeza. ¿Qué clase de amigo eres? ¿Haces lo mismo con tus pacientes?

—Tú no eres mi paciente —le dijo Martín, ofendido—. Sos mi mejor amigo. No saques a relucir temas profesionales fuera de la clínica.

—Es que me tení' chato, weón; en serio. Para tu weá.

—Sos un pelotudo de mierda, Manuel. —A estas alturas, ambos comenzaron a alterarse—. Nunca puedo hablar bien con vos; siempre te ofendes por todo.

—Porque lo único que haces, es intentar derribar mis planes, Martín. Solo te dedicas a ser pesimista. No necesita tu negatividad culiá.

—Estoy intentando ser realista, forro de mierda. Me altera ver que seas tan ingenuo, Manuel. Sos como un niño; ingenuo, e inocente. No te estoy diciendo que Miguel no te ame, pero... su papá apareció, Manuel. Me comentabas hace tiempo, que Miguel tiene carencia de amor familiar, y que, por esa razón, él te propuso formar una familia, pero... ¿qué pasará ahora? Su familia completa apareció. ¿Tú estás dentro de los planes de Miguel ahora? ¿Los planes siguen igual para él? ¿Han conversado sobre ello? ¿Ustedes...?

—Oye; cállate un rato, conchetumadre.

—Déjate de insultarme, forro del orto; me tenés las pelotas llenas. Te voy a cagar a palos.

—Y tú a mí me tení' las weás hinchás, culiao. Córtala, weón. Miguel me ama; él quería que compráramos una casa. Él quería formar una familia conmigo...

—Sí; eso lo quería antes de que apareciera su papá, Manuel. Ahora no lo sabes.

—Miguel no es como Camila —dijo Manuel, entre dientes; Martín contrajo las pupilas—. Ella jamás supo darme mi lugar. Miguel si lo hará.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque Miguel sabe, cuánto me dolió el vivir la humillación en aquella vez. Él no permitiría que yo fuese dañado de nuevo. Él me ama, Martín. Yo confío en él. Miguel es distinto; él si es una buena persona.

Martín torció los labios, y guardó silencio. Manuel siguió observándolo, con aura furiosa.

—Yo he hecho mucho por Miguel. Él dice que me ama, y yo le creo. Él jamás me haría daño.

—No todas las personas, van a responderte de la manera en que esperas, Manuel. No todas las personas saben ser recíprocas.

—Miguel si lo sabe.

—No lo creo.

A este paso, la ira de Manuel fue tanta, que tomó a Martín por el cuello de su camisa, y lo arrinconó con fuerza dentro del vehículo.

Martín entonces, también estalló.

—¡Soltame, hijo de puta! —gritó, tomando también a Manuel por el cuello de su camisa.

Ambos se observaron, con denso enojo. Apretaron sus puños con fuerza.

Hubo un silencio muy denso.

—Si vas a volver a poner en duda, el amor que Miguel siente por mí, no quiero volver a verte más —resopló Manuel, iracundo—. No necesito de alguien que me llene la cabeza con mierda.

Martín sintió aquello con dolor. Torció los labios, y los ojos, se le humedecieron en lágrimas. Observó a Manuel con profundo enojo.

¿Por qué Manuel, no lograba comprender, que aquello se lo decía con buenas intenciones?

Solamente quería evitar, una probable decepción por parte de Manuel...

Y es que Martín, tenía preocupación. Nunca antes, había visto tan enamorado a Manuel. Nunca antes lo había visto tan cegado por amor, de aquella manera en que lo hacía con Miguel.

Martín tenía miedo.

—Bájate de mi vehículo.

Dijo Martín a secas, lanzando un violento manotazo, y zafándose del agarre de Manuel. Este le observó con ira retenida.

Se observaron en silencio.

Manuel lanzó un bufido, y se volteó para salir del vehículo. Al salir, dio un brutal portazo al carro. Martín frunció el entrecejo.

Manuel se adentró en el edificio, y volvió al apartamento.

Martín se quedó en el vehículo, y despacio, echó la cabeza hacia atrás.

Dio un profundo suspiro.

—Espero, de todo corazón, estar equivocado...

(...)

Cuando Manuel llegó al apartamento, Miguel salió de inmediato desde la habitación. Venía tallándose un ojo, y bostezando.

Se había despertado recién.

—Buenos días, mi chilenito bonito... —sonrió, caminando hacia Manuel, y aferrándose a su pecho.

Manuel sonrió cansado.

—Buen día, mi amorcito...

Se quedaron en silencio por unos instantes. Miguel suspiró.

—¿De dónde vienes?

—Fui a... botar la basura —sonrió, y le tomó el rostro a Miguel; se dieron un tierno beso en los labios—. ¿Recién despertaste?

Miguel, sonrojado, asintió.

—¿Te preparo desayuno?

—Shi —respondió Miguel, y volvió a abrazarse a Manuel—. Un desayunito rico... pero no tan rico como lo de anoche, papacito...

Manuel comenzó a reír, y Miguel se sonrojó.

Recordaron su larga sesión de encuentro íntimo, y se avergonzaron.

Anoche, si se habían pasado. Miguel se corrió tres veces. Manuel terminó sin aliento. A Miguel, incluso, aún le temblaban un poco las piernas.

Eva había terminado con trauma auditivo.

—Ojalá Julio haya escuchado como me cogías anoche —disparó Miguel, sonriendo con maldad.

—¡Pero Miguel! —comenzó a reír Manuel, agraciado—. ¿Para qué quieres eso?

—Para que sepa que tú me coges a mí, y no a él.

Manuel rio agraciado, y Miguel le comenzó a besar el cuello.

—¿Un mañanero? —gimió Miguel en su oído—. ¿Qué te parece? En vez de desayunar, nos comemos los dos...

Manuel sonrió seductor, y se besaron los labios.

—Me parece bien...

De pronto, el timbre resonó. Ambos contrajeron las pupilas. Observaron nerviosos la puerta.

—¿Q-quién será? —preguntó Manuel, pensando en Martín; no creyó dicha opción; no después de la discusión que habían sostenido.

—No lo sé... —susurró Miguel, frunciendo el entrecejo—. Pero el baboso que sea... lo voy a matar. Están interrumpiendo mi sesión contigo...

Manuel sonrió, y rápido, le besó los labios a Miguel. Este se volteó para atender la puerta; Manuel le dio una nalgada.

Miguel comenzó a reír despacio, y al ponerse frente a la puerta, observó por el ojo mágico.

Contrajo las pupilas.

—¡E-es mi papá! —jadeó hacia Manuel, asustado.

Manuel se quedó de piedra.

—¡Conchetumare! ¡¿Qué weá hago?! —exclamó, en un susurro; comenzó a moverse de aquí para allá—. ¡¿M-me voy al balcón?! N-no, mejor a...

—A la habitación —ordenó Miguel, y corrió hacia él. Lo tomó del brazo, y lo arrastró; Manuel le siguió—. Quédate aquí; cerraré la puerta. No hagas ruido, y no salgas por nada del mundo, ¿entendido?

—Sí, señor.

Miguel sonrió sugerente.

—A ver, dímelo en un gemido...

El timbre volvió a sonar.

—¡Amor, anda a abrirle a tu papá!

—Que me lo digas en un gemido, huevón.

Manuel rodó los ojos. Sonrió agraciado.

—Sí, señor... —gimió de forma muy sensual, y se mordió el labio.

Miguel sufrió un espasmo.

—Puta que rico —sonrió—. Cuando mi papá se vaya, te voy a devorar esa pinga rica, papito rico.

Le dio un agarrón grosero a Manuel en la entrepierna, y se fue a atender la puerta.

Manuel dio un brinco, y se sonrojó a más no poder. Cerró la puerta de la habitación.

Tras la puerta del apartamento, entonces apareció Héctor. Miguel sonrió.

—Buenos días, hijito.

—¡Papito! —exclamó Miguel, y de un movimiento, se echó en brazos de Héctor. El hombre sonrió, y le dio una palmadita en la cabeza a su hijo—. Ven, pasa, pasa...

Cuando ambos estuvieron en la sala de estar, entonces Miguel, habló:

—¿Te sirvo algo, papá? ¿Desayunaste? ¿Te cocino algo? ¿Comiste?

A Miguel por un instante, se le olvidó la presencia de Manuel en la habitación. Comenzó a consentir en demasía a su padre.

La presencia de su padre, siempre le alegraba, y le emocionaba.

Manuel, desde la habitación, oía en silencio. Estaba nervioso.

—No, hijo, calma... —musitó Héctor, sonriendo—. Yo... pasé a visitarte; aproveché que, estaba por acá cerca...

—Ah... ¿estabas haciendo trámites?

—No, hijo... —musitó él—. Vengo regresando del doctor. Fui a visitarlo.

Miguel contrajo las pupilas. Tomó asiento junto a su padre. Le observó con expresión seria.

—¿Qué... te dijo?

—Comencé tratamiento de radioterapia —dijo Héctor, con aura cansada—. Y... bueno; el médico no me dijo nada que yo no supiese.

—¿Qué te dijo, papá?

—Que las probabilidades de supervivencia son... bajas.

Miguel contrajo la expresión.

—Pero... las hay, papá. Aunque sean bajas; las hay.

—No seamos fantasiosos, hijo..., es seguro que yo moriré. Prefiero vivir mis últimos meses con todo, y no hacerme falsas expectativas.

Miguel agachó la mirada, y suspiró.

No estaba de acuerdo con que su padre, fuese tan derrotista.

Además, ahora que lo tenía ahí, amándolo, y con vida, Miguel ya no quería perderlo.

—La única forma, de extender mi tiempo de vida, es no pasar malos ratos. No pasar rabias, ni impresiones fuertes, ni emociones amargas...

—¿Eso te ha dicho el médico?

—Sí.

Miguel asintió nervioso, y agachó la mirada. Hubo un profundo silencio.

Aquello, de cierta manera, le atemorizaba. Si su padre no podía pasar emociones amargas, eso quería decir, que él, debía consentirle, y obedecerle en todo. No podía negarse a sus peticiones, ni desobedecer sus deseos.

En pocas palabras; en gran parte, él era responsable de si su padre, seguía o no con vida.

Y de si su hermanito menor, Brunito, tenía o no el derecho de disfrutar a su padre, por mucho tiempo más.

Miguel, entonces, se sintió con una responsabilidad gigante por sobre sus hombros.

Sonrió con tristeza.

—Bueno... ya no hablemos de eso, papá —musitó Miguel, sonriente. Se alzó del sofá, y le besó la cabeza a su papá. Héctor sonrió—. El otro día preparé unos suspiros limeños que... uf, están para chuparse los dedos. Déjame traerte uno.

Miguel se alzó, y rápido, caminó hacia la cocina. Abrió la nevera, y de allí, sacó dos pocillos con suspiro limeño. Sacó unas cucharitas, y con ellas, se devolvió al sofá. Le extendió una a su padre, y armoniosos, comenzaron a comer juntos.

Comenzaron a platicar sobre Brunito, y sus gracias; rieron divertidos.

De pronto, a lo lejos, se oyó un estornudo. Aquello se escuchó con claridad. Miguel contrajo las pupilas, asustado. Héctor observó extrañado.

Había sido Manuel, desde la habitación. Manuel ahora, estaba con las manos por sobre sus labios, asustado.

En el pensamiento, Miguel maldijo a Manuel.

—¿Qué fue eso? —disparó Héctor, descolocado—. ¿Hay alguien en tu... habitación?

—¡N-no, papá! ¡¿C-cómo crees?! Yo... yo vivo solo...

Héctor observó irritado, y rápido, se alzó del sofá.

Caminó hacia la habitación. Miguel lanzó un jadeo sordo, y se levantó de golpe. Le siguió a Héctor por detrás.

De un portazo, Héctor abrió la puerta.

Se quedó de piedra.

Miguel sintió que iba a desfallecer.

Héctor observó la habitación, y con las pupilas contrariadas, se volteó hacia Miguel.

Hubo un silencio fúnebre.

—¡¿Cómo chucha tienes la habitación tan desordenada, Miguel?! —disparó, regañándole.

Miguel observó descolocado, y sintió que el alma le volvió al cuerpo.

Héctor se adentró más en la habitación, y Miguel, perplejo, le siguió.

Observó por todos lados; Manuel no estaba.

Volvió a respirar.

—Ordena tu habitación, Miguel. Mira tu cama... —le dijo, observando las sábanas revueltas—. Duermes solo, ¿cómo desordenas tanto una cama?

Miguel apretó los labios, y se aguantó la risa.

Si la cama estaba así de desordenada, era porque...

Anoche había follado a lo bestia con Manuel, en distintas posiciones, y a diferentes ritmos.

Miguel sonrió, y se sonrojó.

Por debajo de la cama, Manuel, que estaba escondido, se aguantó también la risa.

—Ya no eres un adolescente, Miguel; ordena tu habitación. Aprende a vivir como la gente, por Dios.

Siguió regañándole, y Miguel, asintió con una sonrisa.

—S-sí, papito...

Héctor echó un profundo suspiro, y con fuerza, se echó en la cama.

Manuel sintió un repentino golpe en su cabeza —del trasero de Héctor—, y se mordió los labios, reteniendo el quejido.

Miguel supo de aquello, y se volvió a aguantar la risa.

—Ven, siéntate —le dijo Héctor—; conversemos.

Miguel carraspeó su garganta. Se tornó nervioso.

—Eh, papá... ¿por qué no conversamos en la sala? Aquí no...

—Siéntate —le volvió a decir, y le tomó del brazo. Lo jaló a la cama, y cayó con fuerza. Manuel volvió a golpearse la cabeza, por debajo de la cama, pero ahora por el peso de Miguel—. Conversemos.

Miguel observó descolocado, y asintió.

Hubo un silencio incómodo entre ambos. Manuel, por debajo del colchón, empuñó ambas manos, y nervioso, guardó total silencio.

—Quiero hablarte de... Antonio —dijo Héctor, y Miguel, contrajo las pupilas. Manuel alzó las cejas—. ¿Qué... te parece él, hijo? ¿Qué tal te ha caído?

Miguel observó descolocado, y se mordió los labios.

No quería tocar ese tema allí, en su habitación, y con Manuel por debajo de ambos, oyendo todo.

—Papá, ¿vamos a la sala?

—Miguel, no desobedezcas —respondió irritado, y Miguel, asintió apenado—. Dime, hijo... ¿qué te pareció Antonio?

Miguel agachó la mirada, y tardó en contestar.

Hubo un silencio incómodo.

—Bi-bien... —dijo, nervioso—. Es... buena onda. Divertido.

—¿Verdad que sí? —irrumpió Héctor, agraciado—. Es muy divertido. Es un hombre muy culto, e irreprochable. Un hombre recto, de principios...

—Sí, así parece, jaja...

—Es un hombre de negocios, muy bien posicionado, con dinero, inteligente, y divertido —recalcó Héctor, sonriendo a su hijo—. Y... ¿sabes que más es él?

—Este... no, papá, ¿qué más es?

—Gay.

Miguel quedó descolocado, ante la sorpresiva actitud de su padre. Manuel, por debajo de la cama, apretó los labios. Héctor sonrió.

—¿E-en serio? ¿Es... gay?

—Sí, es gay... —repitió Héctor—. ¿Sabes, hijo? Yo, antes... le tenía un poco de repudio a ustedes, a los gay, pero... ya, en la actualidad, ustedes son vistos como normales...

—Porque somos normales, papá.

—Sí, sí, algo así... —musitó—. Por eso... ya aprendí a tolerarlos mejor. Por eso también, soy capaz de tolerar, hijo, si es que tienes una pareja hombre...

Miguel sonrió de inmediato al oír aquello. Los ojos le brillaron.

Pensó de inmediato en Manuel.

—¿E-en serio, papá? ¿No te enojarías, si yo estuviese con otro hombre?

—¡No! ¡¿Cómo crees?! Ya el homosexualismo, y esas cosas... son vistas como normales. Las puedo tolerar.

—¡¡Gracias, papá!!

Exclamó Miguel, contento. Se echó en el regazo de su padre, y le abrazó. Héctor sonrió.

—Pero... bueno, yo quería hablar de otra cosa, hijo.

Miguel se alzó, y observó a su padre.

—Antonio es homosexual, y él... aparte es soltero. —Miguel asintió en una sonrisa, desinteresado por aquello—. Y... es guapo, ¿verdad? Es muy guapo.

Miguel contrajo la expresión, extrañado por aquello.

Hubo un profundo silencio.

—Es guapo, ¿sí o no? —repitió Héctor, molesto—. Dímelo, pues, Miguel. Yo no soy gay; no entiendo los gustos de ustedes, los raros...

—E-eh... bu-bueno, sí; es guapo... supongo.

—¡Lo sabía! Sí, es guapo... y está bastante bien para su edad. Tiene casi cuarenta años, y se mantiene bastante bien, ¿verdad?

—Este... supongo que sí. Ajá...

—Y... a ti te gustan mayores, ¿no? Bueno, no es que yo sepa mucho de tus gustos, ni tus experiencias amorosas, pero... me parece que te gustan mayorcitos...

Miguel se sintió jodidamente incómodo. Nunca pensó que él, y su padre, hablarían de romance homosexual, y mucho menos de sus gustos.

Sí; tenía razón. Antonio era guapo, y para su edad, estaba aceptable.

Pero a Miguel le gustaba Manuel. Manuel le derretía, le provocaba, le excitaba, le generaba los jodidos pensamientos más impuros, y le sacaba a relucir hasta el lado más dominante, oculto en lo más profundo de su alma.

Para Miguel, el ver a Manuel, era como el ver pornografía.

Era su puto Dios griego; la musa que le inspiraba en lo sexual, en lo emocional, e intelectual; no necesitaba más.

Después de Manuel, para Miguel no había otro gusto de hombre. Él había dejado la vara por encima de todo.

—Y... bueno; hijo. Yo... he pensado que, si tú decides unir tu vida a algún hombre... —siguió Héctor, dando rodeos en su conversación—. Ese hombre debe estar a tu altura, hijo. Alguien como... Antonio; sí, como él... alguien inteligente, y... guapo, con dinero, que te entregue estabilidad. —Miguel observó estático—. Alguien que sea capaz, de hacerse cargo de ti, después de mis días, Miguel.

—A-ah... claro, papá...

—No te hagas el tontito, hijo... —sonrió Héctor, agraciado; le pegó un leve codazo a Miguel—. Ayer vi, mientras hablabas con Antonio, como lo observabas... te gusta, ¿verdad?

Manuel oyó eso, y quedó de piedra.

—¡¿Q-qué?! —disparó Miguel, descolocado—. N-no, papá; no me...

—Ah, hijo, por favor... no tengas vergüenza. Él... te mira con otros ojos, y tú a él también. Yo los vi. La forma en que ustedes se miraban... había química; sí... la había. Incluso ayer, cuando él te vino a dejar al apartamento, en la noche... pensé que entre ustedes se daría algo; no sé...

—¡¿Q-qué?!

Aquello fue tan repentino, que Miguel miró a su padre con expresión casi caricaturesca. Manuel, por debajo, se mordió los labios.

¿Quién era ese hijo de puta de Antonio? ¿Entonces Martín había dicho la verdad?

Sintió celos.

Héctor comenzó a reír, y Miguel, observó descolocado.

—Bueno; ya, me voy... —dijo, alzándose de la cama, y estirando los brazos—. Debo regresar a casa; Rebeca debe estar...

—Papá... —susurró entonces Miguel—. Antes de que te vayas... ¿puedo pedirte un último regalo de cumpleaños?

Héctor alzó una ceja.

—Mh... ¿qué cosa?

—Yo... ¿puedo llevar a un amigo, a la cena de mañana?

Héctor torció los labios. Oyó aquello con desapruebo.

—Por favor... —suplicó Miguel, juntando sus manos—. Yo... necesito llevar a mi mejor amigo. Él es... importante para mí, papá. Es muy important...

—¿Tu amigo es empresario?

Miguel quedó descolocado.

—N-no...

—Entonces no.

—Pe-pero papá...

—¿Es ese muchacho de tatuajes? Ese tal... ¿Manuel?

—Sí, papá; es él. Mi amigo Manuel, ¿podría llevarlo? Por fav...

—No, Miguel. No me agrada ese amigo tuyo.

—¡Pero ni lo conoces!

—Debe ser un cholo cualquiera; si lleva tatuajes..., ¿es peruano?

—Es chileno.

—¡Agh! —exclamó, haciendo una mueca de asco—. Chileno todavía... ¿es dueño de alguna empresa chilena, de las que hay en Perú? ¿Homecenter? ¿Tottus? ¿Falabella? ¿Ripley? ¿Fasa? ¿Latam?

—E-eh, no, papá... —Miguel rodó los ojos—. Es médico, papá; te lo dije el otro día...

—No estoy de acuerdo, Miguel...

—Papá, por favor... —Miguel, a esas alturas, entonces se arrodilló, y junto sus manos; suplicó a su padre—. Te lo pido, papá. Por favor; te lo suplico.

—Él no es parte de la familia, Miguel.

—Ya sé que no lo es, papá. —Cuando Miguel dijo aquello, Manuel contrajo las pupilas. Sintió dolor al oírlo—. Pero, por favor...

Miguel se quedó en dicha posición por varios segundos, con expresión suplicante. Héctor entonces, suspiró; terminó cediendo.

—Bueno, está bien... —se rindió, y Miguel sonrió—. Pero que vaya bien vestido. Debe ir presentable. Tu fiesta será en San Isidro; habrá gente distinguida.

—Sí, papá. Él irá presentable.

Miguel se alzó desde el suelo, y abrazó a su padre. Héctor sonrió cansado.

Ambos caminaron fuera de la habitación. Se dirigieron entonces a la puerta, saliendo ya del apartamento.

—Bueno, entonces... nos vemos mañana, hijo.

—Nos vemos, papito.

Héctor sonrió, y antes de salir, observó el apartamento.

—Tu apartamento es muy... básico. Deberías venderlo...

Miguel sonrió extrañado.

—¿T-tú crees eso?

—Sí, es un apartamento ordinario —recalcó—, pero bueno... eso, acabará pronto, ¿sabes?

Miguel alzó una ceja, si entender muy bien aquello.

—¿Cómo?

—Nada, hijo —le dio una palmadita en la cabeza a Miguel, y sonrió—. Nos vemos; adiós.

Y salió del apartamento. Tras él, la puerta se cerró.

Miguel se quedó en silencio por unos segundos, observando estàtico a la puerta. No entendió las palabras dichas por su padre. No le dio màs vueltas al asunto, y se encogió en sus hombros. Se volteò sobre sì mismo, y, lo primero que vio al girarse, en la puerta de su habitación, fue a Manuel.

Manuel, desde el umbral de la puerta, observaba estàtico, y con expresión seria.

Miguel sonriò con ternura.

—Mi papà es muy ocurrente... —canturreò, abrazàndose al cuello de Manuel, y depositando un beso en sus labios.

Pero Manuel no se moviò, no se abrazò a èl, ni le correspondió al beso.

Miguel le mirò descolocado.

—Amorcito... ¿por què no me respondes a mi bes...?

—¿Quièn es Antonio?

Manuel disparò tajante, y con expresión seria.

Miguel observó descolocado.

Hubo un profundo silencio.

—¿A...Antonio?

—Miguel; por favor... oì la conversación —suspirò Manuel, irritado—. Estaba debajo de la cama, yo...

—Sì, lo sè...

—Bueno, entonces, ¿quièn es Antonio?

Miguel suspiró.

—Es un amigo de mi papà... —explicó Miguel, con expresión melancólica, por la seriedad que Manuel le mostraba—. O, màs bien... mi papà lo considera parte de la familia.

Hubo un profundo silencio. Manuel suspirò. Miguel le observó con cara de cachorrito regañado.

—No te enojes conmigo, amor... —susurrò, con ojitos tristes—. No aguanto cuando... cuando no me tratas con dulzura, y con amor, como siempre lo haces...

Manuel torció los labios.

—¿Por què no me hablaste de èl? —insistió, insatisfecho con las respuestas de Miguel—. Cuando ayer te preguntè, como había ido tu dìa, no me lo mencionaste, ¿por què?

—Manu... ¿y para què? ¿Acaso eso tenía alguna importancia?

—Para mì, sì.

—¿Y por què? —disparò Miguel, hastiado—. Antonio no es importante, ¿ok?

—Bueno, por como hablaba tu papà de èl, parece que sì, ¿o no? —Miguel suspirò—. Aparte... èl te vino a dejar ayer en su vehìculo, o eso mencionò tu papà...

—Sì, me vino a dejar èl, ¿pero què importa, Manu?

—Ese hijo de puta, ¿ha intentado sobrepasarse contigo?

Miguel torció los labios, y agachò la mirada. Manuel comprendiò la respuesta.

—¿Por què no me lo dijiste?

—No ha intentado sobrepasarse, Manuel. Tù malinterpretas todo.

—¿No confías en mì? ¿Es eso?

—Quien no confía en mì, eres tù. ¿Por què de pronto, le das tanta importancia a Antonio?

Manuel recordó lo dicho por Martìn; se mordió los labios. Guardó silencio.

—¿Crees que yo te sería infiel? —disparò Miguel, tajante.

—No; no he dicho eso.

—¿Crees que yo le daría preferencia a otro hombre, que no fueses tù?

—¿No lo harías?

—¡Por supuesto que no, huevòn! —exclamò Miguel, con la voz algo inestable—. Incluso me duele, que llegues a pensarlo. ¿Crees que yo te fallarìa, Manuel?

—N-no, no es eso, amor...

—Me hiere que desconfíes de mì. Me hiere que pienses que, yo a ti, no te darè tu lugar. Eres mi futuro esposo, ¿no? Se supone que debes confiar en mì. ¿Crees que soy como la babosa de Camila? ¿Qué no serè capaz de darte tu lugar, como mi hombre, Manuel? ¿Acaso no te he dicho, cuàntas veces, que te amo, y que quiero estar a tu lado?

A esas alturas, Miguel casi lloraba. Las làgrimas se vieron en sus ojos relucir. Manuel entonces, se sintiò culpable.

—A-amor, lo siento... —suspirò—. D-de verdad, yo... no quise; no pensè en que tù me fallarìas, es solo que...

—Eres un huevòn —le dijo, y lo empujò con suavidad—. Yo jamás te fallarìa, Manu. Yo no me meterìa con ese huevòn de Antonio, ni con ningún otro hombre. A quién amo es a ti, ¿te cuesta entender eso?

Manuel, en un movimiento, entonces aferrò a Miguel a su pecho. Cerrò los ojos con fuerza. Miguel correspondió al abrazo de inmediato.

—Lo siento, lo siento; de verdad, lo siento... —repitió, en susurros—. Perdòname, amor; no dudè de ti...

Miguel, que se aferraba con fuerza al pecho de Manuel, asintió despacio.

Se quedaron en silencio por varios minutos, hasta que Miguel entonces, se separò levemente del pecho de su amado.

Observò a Manuel con expresión triste. Le extendió el labio inferior, haciendo un tierno pucherito.

Manuel sonriò con tristeza.

—Me trataste feo... —reclamò Miguel, usando un tono muy dulzòn—. No me gusta que me trates feo; tù nunca me tratas feo...

Manuel sonriò enternecido. Miguel se volvió a abrazar a su pecho.

Era cierto; Manuel nunca lo trataba mal. Siempre le hablaba en un tono dulce, lo trataba con cuidado, y jamás se enojaba.

Miguel, al sentir la más mínima seriedad en Manuel, entristecía. Estaba acostumbrado al trato dulce que Manuel le daba.

—Me negaste un beso. Tù nunca me niegas un beso...

Manuel comenzó a reìr. Miguel era tan... melodramático. Y, en parte, manipulador. Sabìa que, a Manuel, le bastaba con que le hablara en un tono dulzón, para que entonces èl, cayera rendido a sus pies.

Miguel, cuando lograba aquello, por dentro reìa como un diablillo.

Tenìa a Manuel en la palma de su mano...

—Mi papà está medio cucù —dijo entonces Miguel, alzando su vista hacia su amado—. Està medio loquito, amor. No hay que hacerle taaanto caso.

Manuel comenzó a reìr.

—¿En serio?

—Sì, pero es mi papito, y cucù y todo, aùn asì lo amo —sonriò, y despacio, estirò sus labios a Manuel, pidiéndole un besito—. Dame beshito. —Manuel sonriò, y despacio, le tomò el rostro a Miguel.

Le plantò un beso tremendo, digno de película.

Miguel lanzó un sonoro suspiro.

—Rico —susurrò, sonrojado—. Y... bueno; ya viste que mi papà, me permitió llevarte a la fiesta.

—Mh, sì... —suspirò Manuel, algo melancòlico—. Y no le caigo bien, creo...

—Ya te dije, amor; está medio cucù.

—Sì, mi amor, pero incluso asì... duele un poco. Ahora, estoy mucho màs nervioso. ¿Què tal si nunca llega a aceptarme? Èl...

—Tranquilo... —susurrò Miguel, deslizando sus manos por el cuello de Manuel, y acariciando—. Todo saldrá bien, ¿sì? Mañana será una velada preciosa; ya lo veràs. Le diremos a mi papà, que tù y yo somos prometidos. Mi familia te aceptarà, y yo... especialmente yo, te darè tu lugar, mi amor.

Manuel sonriò emocionado. Un hermoso brillo nostàlgico, se posò en sus preciosos ojos color esmeralda.

Miguel sintiò que el corazón le estallò de amor. Manuel tenía siempre expresiones muy puras...

Para Miguel, Manuel era como un angelito. O, como esos perros de raza grande, que por fuera pueden verse muy rudos, o peligrosos, pero que por dentro son un manojo de amor, y ternura.

Sì; Manuel era como un... San Bernardo, o un Pitbull.

—Prometo, mi amor, que yo te darè tu lugar. Yo no soy como ninguna persona de las que conociste antes —dijo, refiriéndose a los episodios traumáticos que antes Manuel, tuvo que afrontar en su vida—. Yo sì te amo, de verdad.

Manuel asintió con ternura, y despacio, se abrazò a Miguel. Ambos, se quedaron asì por varios minutos.

Y, el dìa pasó asì para ellos. Tranquilo, y en su pequeño nido de amor, que se inundò de cursilerías, y de mimos.

Y, ya entrada la noche, el nerviosismo del otro dìa, se hizo presente.

A la medianoche, entonces el veintiocho de Julio, llegó. Y Manuel, fue el primero en saludar a Miguel.

¿El regalo improvisado de cumpleaños? Una performance sexy, de Manuel, para Miguel...

Aquella noche, Miguel volvió a tocar el cielo.

El cielo, antes del Eclipse del próximo dìa.

(...)

28 de Julio, del año 2018.

9:00 pm.

Cuando ya la noche, del siguiente día llegó, Manuel sintió que era un manojo de nervios. En el baño, se observaba al espejo, mientras se afeitaba la barbilla. Miguel, en la ducha, canturreaba emocionado, a sabiendas de que, en los próximos minutos, debían partir a su fiesta de cumpleaños...

¡La primera celebración en su vida, de una fiesta de cumpleaños!

—Me adelantaré, mi amor. Iré a cambiarme —avisó Manuel, y se secó el rostro con una toalla.

—Vaya, mi amor. Yo ya salgo, y te alcanzo.

Manuel asintió, y caminó hacia la habitación. Cuando allí se adentró, comenzó a cambiarse de ropa.

Para aquella noche, eligió una camisa de color carmín, una corbata negra, y un pantalón negro. Era una tenida formal, pero no dejaba de verse con aura jovial. Era adecuada para la ocasión; ni muy pretencioso, ni tampoco muy casual.

Mientras comenzó entonces a vestirse, los pensamientos se le alborotaron. Palpó el nerviosismo más de cerca.

Era el cumpleaños de Miguel; del hombre al que amaba por sobre todas las cosas. La primera cena con sus suegros; la primera interacción con la familia de su futuro esposo. La noche en que oficializarían su relación, y la noche, en donde Manuel le daría el gran obsequio de cumpleaños a Miguel...

La noche en que le regalaría la casita en donde, Manuel y Miguel, comenzarían a formar su propia familia.

Tal y como Miguel, siempre lo había añorado...

Manuel sonrió emocionado.

—Estamos un poco atrasados, amor; mi papá me dijo que yo debía estar allá a las... diez —irrumpió Miguel de pronto, llegando a la habitación. Rápido, se sacó la toalla, y comenzó a secarse el cuerpo.

Manuel guardó silencio, y asintió. Miguel le observó.

—Oye, que guapo te ves hoy... —susurró, y se abrazó a su prometido. Manuel sonrió avergonzado—. Aunque... bueno; te ves guapo todos los días.

Manuel lanzó una risilla ahogada. Miguel sintió ternura.

—Estás muy nervioso, mi amor. Relájate...

—Di-disculpa, es que... es mi primera vez haciendo esto. Tú... sabes, mi amor. Yo no soy de esta onda... yo nací en Chile, en una población muy pobre. Sabes que mi vida siempre estuvo marcada por la necesidad, y... que de pronto, deba ir a un lugar, con gente tan distinguida, me... me genera un poco de nerviosismo. Y más aún si, esas personas distinguidas, son tu familia. No quiero generarles una mala impresión, yo no quiero...

—¿Por qué les generarías una mala impresión? —susurró Miguel, con aura tierna. Se abrazó a Manuel, y le acarició el rostro—. Eres un hombre excepcional, mi amor.

—Pe-pero...

—Eres un hombre inteligente... huevón, eres médico; no eres cualquier cosa. Eres un hombre noble, tierno, y muy amable. Eres guapísimo, y mi prometido. ¿Qué más perfecto puedes ser?

Manuel sonrió avergonzado, y asintió en silencio.

—Todo irá bien hoy, ¿sí? —Miguel le besó los labios; Manuel le correspondió—. Prometo que todo saldrá bien; ten calma.

Manuel asintió, y Miguel, entonces comenzó a vestirse. En dicho trayecto, Manuel se encaminó hacia el velador, y dándole la espalda a Miguel, sacó un objeto desde allí.

Lo observó sigiloso, y lo guardó en su bolsillo.

Eran las llaves de la casa en Miraflores. El regalo sorpresa para Miguel.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Miguel, de improviso, acomodándose la camisa.

Manuel se sobresaltó.

—¡N-no, nada! —respondió, alterado—. Y-yo... pensaba sí, ¿Me sacó los piercings de la oreja? Creo que se ve muy informal...

—Nah, déjatelos —respondió, restándole importancia—. Yo me los dejaré. Mi papá debe entender, que tú y yo somos jóvenes. No somos unos vejestorios como él, y como Antonio.

Manuel asintió, y se alzó de la cama. Miguel sonrió, y se acercó a él. Comenzó a acomodarle la corbata a Manuel.

—Somos un equipo —susurró Miguel, observando directo a los ojos de su amado. En el lenguaje de sus miradas, quedó en evidencia la complicidad entre ambos—. Y hoy todo saldrá bien, mi amor.

Manuel suspiró, y sonrió. Con lentitud, se besaron los labios. Se abrazaron con fuerza.

Ojalá aquel momento, hubiese sido infinito...

—Te amo...

—Y yo te amo a ti, mi amor.

Aquella noche, entonces partieron a San Isidro.

Manuel no volvió nunca más, a pisar dicho apartamento.

(...)

Cuando llegaron a San Isidro, y específicamente, a su lugar de destino, Miguel se adentró primero en las dependencias del restaurante.

—Entraré yo primero, ¿vale? Así no sospecharán de antemano, que tú y yo, vinimos juntos...

Manuel asintió enérgico.

—Dale; yo entraré en cinco minutos más.

Se despidieron con un fugaz beso en los labios, y Miguel, rápido se adentró. Manuel entonces, observó el reloj en su muñeca. Transcurrido el tiempo, entonces se adentró en las dependencias del restaurante —que, por cierto, era gigante por fuera, y visiblemente muy lujoso—.

Cuando Manuel entonces, caminó por el antejardín del restaurante, para dirigirse al interior, sintió una voz provenir desde su espalda.

Se volteó, y observó algo nervioso.

Se quedó en silencio.

—O-oh, eres tú...

—¡Menino Manuel! —saludó Luciano, que estaba en el antejardín, también vestido con ropa formal. Sostenía un cigarrillo en su mano—. ¡Qué alegría verte! Es una hermosa coincidencia encontrarte, aquí...

Manuel sonrió, y se detuvo unos instantes para conversar con él.

—¿Cómo sigues de tu tobillo, Lú?

—Todo bien —respondió, sonriente—. Gracias a ti. Te lo agradezco.

—No hay problema; tranquilo —le restó importancia.

—Hoy te ves absolutamente encantador —recalcó Luciano, con una sonrisa un tanto sugerente—. Muy guapo; si me permites decírtelo...

Manuel se sonrojó por unos instantes, y agachó la mirada.

—A-ah, gracias... tú también, te ves bien. Te ves bien hoy.

Ambos rieron.

—¿Tienes una celebración aquí, menino Manuel? ¿En este restaurante? —apagó el cigarrillo, y lo echó en el bote más cercano. Acortó distancia hacia Manuel, y siendo un tanto invasivo con él, extendió sus manos, y comenzó a arreglarle la corbata.

Manuel retrocedió un poco; Luciano lo siguió.

—E-eh... s-sí, Miguel, mi promet...

—¿Miguel? —disparó Luciano, alzando la mirada a Manuel, y moviendo despacio su corbata—. ¿Vienes al cumpleaños de Miguel?

Manuel guardó silencio, y observó extrañado.

—Sí... —susurró, descolocado—. ¿Cómo sabes que yo...?

Ambos guardaron silencio, y se observaron. Luciano sonrió despacio. Manuel se sintió un tanto incómodo.

—No te lo dije antes, menino Manuel, pero... —Luciano deslizó su mano por la corbata de Manuel, y finalmente, la ajustó; Manuel observó descolocado—. Pero me pareces muy bonito.

Hubo un silencio entre ambos. Manuel no supo cómo tomarse aquello.

Entonces, desde el interior del restaurante, salió Miguel.

Y los vio a ambos.

Hubo un silencio fúnebre.

Miguel contrajo las pupilas de golpe.

—A-ah, Miguel... —susurró Luciano, desinteresado, cuando vio a su hermanastro a un costado—. ¿Ya van a empez...?

Miguel, de un movimiento poco cortés, y de un manotazo, alejó a Luciano de Manuel. Se interpuso por delante de Manuel, y observó a Luciano con aura asesina.

Manuel quedó pasmado.

Ninguno de ellos habló. Luciano observó perplejo.

—¿Q-qué... pasa? ¿Ustedes dos...?

—Él es Manuel —disparó Miguel, con expresión asesina a Luciano—. Y es mi... mi...

—Amigo —disparó Manuel, tomando a Miguel por los hombros, y frotando despacio, en un intento por calmar a Miguel, que evidentemente, estaba en medio de un ataque de celos—. Soy su amigo. Y... ¿ustedes dos se conocen? —dijo Manuel, extrañado por la aparente relación entre Miguel, y Luciano.

—Luciano es mi hermanastro.

Disparó Miguel, aun observando a Luciano con aura asesina. Manuel contrajo las pupilas, sorprendido por ello. Luciano, por su parte, no pudo creerlo.

Se quedó de piedra.

¡¿Miguel, su hermanastro, conocía a Manuel?!

—¡Ah, son hermanastros! —sonrió Manuel, algo nervioso—. Bakán; no lo sabía... de saberlo antes...

—Lú, hora de entrar a...

De pronto, apareció Rebeca por la puerta. Paró de golpe, al ver la tensa aura en el lugar. Quedó extrañada.

—E-eh... ¿Lú?

—A-ah, mamá... —dijo él, aún con las pupilas perplejas. Miguel, en su sitio, y por delante de Manuel, aún observaba a Luciano, con expresión iracunda.

Hubo un silencio. Manuel, que era el más cuerdo en aquellos instantes, se agachó un poco, y susurró en el oído a Miguel.

—Amor, por favor... basta.

Miguel se mordió los labios, y asintió en silencio. Cerró los ojos con fuerza, ordenó sus pensamientos, y retuvo sus impulsos asesinos hacia Luciano.

Exhaló con fuerza, y con aura más tranquila, dijo:

—Mamá Rebeca... —se dirigió a su madrastra—. Te presento a... Manuel. Él es mi mejor amigo, y nos va a acompañar en la cena.

Manuel sonrió con expresión gentil, y suave, extendió su mano a Rebeca.

Luciano volvió a flecharse con Manuel, cuando vio la bonita sonrisa que tenía.

Miguel observó aquello, y apretó los labios.

—Muito gusto, menino Manuel —sonrió Rebeca, agraciada—. Es un placer.

—El placer es mío, señorita. En un encanto el conocerla.

Ambos sonrieron, y estrecharon sus manos. Luciano y Miguel, se observaban con tensión.

—Y, Luciano... —dijo entre dientes Miguel, observando a su hermanastro—. Te presento a Manuel, mi mejor amigo...

Luciano alzó una ceja, y asintió en silencio. Manuel sonrió incómodo.

—Ah, son amigos...

Hubo otro silencio incómodo, y Luciano, comenzó entonces a sospechar.

¿Amigos? ¡Esos dos no eran amigos! La forma en que Miguel, era evidentemente territorial con Manuel, la forma en que lo apartó, cuando estaba cerca de él...

No eran simples celos de amigos. Algo más había allí.

Luciano sonrió.

—Chicos, vamos a cenar. Adentro, ya está esperando Antonio, Brunito, y tu papá, Miguel.

Miguel asintió enérgico.

—Vamos.

Cuando entonces Rebeca, y Luciano entraron, Miguel detuvo a Manuel, y lo jaló del brazo. Lo observó con cierta tensión.

—¿Qué chucha tú, y el baboso de Lú?

Manuel suspiró.

—Nada, mi amor. No hay nada; de verdad. Ni siquiera sabía que tú, y él son hermanastr...

—¿Por qué te arreglaba la corbata? Eso solo lo puedo hacer yo, ¿qué mierda se cree? Lo voy a matar.

Manuel sonrió despacio, y en un tenue abrazo, se aferró a Miguel.

Miguel entonces, se calmó en poco tiempo. Correspondió al abrazo de su prometido, y rápido, alzó su cabeza, y vigiló si no había intrusos a su alrededor.

Tomó el rostro a Manuel, y rápido, le plantó un beso de lengua.

Manuel sonrió.

—Vamos; mi papá debe estar esperando.

(...)

Cuando todos ingresaron entonces, la mesa estaba ya apartada. El interior del restaurante, era un lugar hermoso, y muy lujoso. Por dentro, las paredes eran violetas, y adornadas con tenues luces de color durazno.

La mesa, que estaba servida para todos, era larga, y estaba apartada del resto. El lugar, evidentemente, era muy distinguido.

Manuel nunca había asistido a un lugar así.

—Papito... —habló de pronto Miguel, acercándose a su padre. Manuel, nervioso, le siguió por detrás.

Héctor se volteó, y sonrió, observando a Miguel.

—Qué bueno que llegaste, hijo; vamos a...

—Te presento a Manuel, papá; mi amigo...

Héctor contrajo las pupilas, y se quedó quieto por unos instantes. Alzó su mirada, y vio a Manuel.

Manuel sonrió nervioso, y de un movimiento suave, extendió su mano.

—Mucho gusto, señor Héctor. Es un placer conocerlo.

Héctor tuvo que procesarlo por unos instantes. Dejó a Manuel con la mano estirada.

Miguel contrajo su expresión.

—Pa-papá... por fav...

—Hola, Manuel —contestó entonces, con tono algo seco. Extendió su mano, y apretó la de Manuel—. Bienvenido.

Miguel sonrió extasiado, y Manuel, sintió que el alma le volvía al cuerpo.

—Vamos a sentarnos. La mesa está servida.

Avisó, y se volteó para ir junto a Rebeca. Miguel y Manuel, se observaron contentos. Habían pasado la primera etapa.

¡Joder! Se querían besar, para celebrar; pero no... debían ser sigilosos.

—¡Ah! Hijo, ven, siéntate a mi lado... —Héctor se volteó sobre sí, y tomó del brazo a Miguel, lo arrastró junto a él.

—¡P-pero, papá! Y-yo...

Miguel quería sentarse junto a Manuel, pero su padre, ya lo había arrastrado a su lado. Desde el puesto, Miguel observó a Manuel, con ojos suplicantes.

Manuel torció los labios.

Ambos comprendieron entonces, que esa noche, no podrían darse un trato tan cercano. Debían guardar distancias.

Héctor ya había hecho demasiado, con saludar a Manuel, y aceptarle en la mesa.

Y, sin chistar, ambos aceptaron la decisión de que Miguel, se sentara al lado de su padre.

Manuel entonces, caminó hacia otro puesto, y tomó asiento. A la distancia, se observaron, y sonrieron.

Luciano entonces, corrió al lado de Manuel, y se posicionó en la silla del lado.

Miguel maldijo a Luciano, con todo el catálogo disponible de lisuras peruanas.

Ese Luciano era astuto...

Pero, peor fue la impresión de ambos, cuando entonces Antonio, apareció en la fiesta. Héctor lo recibió con calidez.

—¡Antonio! —alzó sus brazos Héctor, y lo abrazó—. ¡Bienvenido! Ven; estábamos esperándote. Esto no puede iniciar sin ti; claro que no...

Rápido, Héctor se movió al otro lado de Miguel. Extendió una silla por el otro extremo, y así, Miguel quedó rodeado, en un lado, por su padre, y por el otro lado, por Antonio.

Y quedó posicionado entre ambos.

Manuel observó aquello, un tanto inquieto.

Todos en la mesa, comenzaron entonces a conversar. La conversación entre Héctor, Rebeca, y Antonio, era muy amena. Miguel, que observaba intimidado, asentía a las palabras de su madrastra. Brunito, por su lado, balbuceaba, y comía.

Luciano entonces, corrió la silla más hacia el lado de Manuel, y por lo bajo, le susurró:

—¿Te sirves vino, menino Manuel?

Manuel sonrió incómodo, y respondió:

—No, gracias, Lú... no quiero beber hoy.

—Yo sí me sirvo, ¿me lo alcanzas?

Manuel asintió, y le extendió la botella de vino a Luciano. Este extendió su copa, y con una sonrisa algo sugerente, volvió a preguntar:

—¿Me sirves, Manu?

Y Manuel le sirvió vino en su copa. Miguel, desde el otro extremo, observó aquello.

Frunció el entrecejo.

Y, con el paso de los minutos, entre Luciano y Manuel, se desató también una amena conversación.

Pero Manuel, jamás permitió que esta, no fuese una meramente formal. De hecho, la conversación que sostuvieron, fue sobre la carrera artística de Michael Jackson.

Por su lado, Antonio, que estaba posicionado al lado de Miguel, posó su brazo por la espalda de este. Al sentirlo, Miguel se tensó.

Antonio le sonrió.

—¿Cómo lo estás pasando, chaval? —preguntó a Miguel, deslizando una mano por su hombro, y apretando con suavidad.

Miguel contrajo las pupilas. Manuel, desde el otro extremo, entonces vio aquello.

Manuel se tensó. Luciano siguió hablándole; Manuel no le tomó atención.

—¿Y-yo? Bi-bien... la comida está... rica...

Héctor y Rebeca, entonces irrumpieron entre ambos. Comenzaron a reír junto a Antonio. Miguel, a los pocos minutos, se integró también a la conversación de ellos.

Miguel entonces, comenzó a reír junto a Antonio.

Manuel quedó perplejo.

—¿Qué sucede, menino Manuel? —irrumpió Lú, al ver la expresión de Manuel—. ¿Sucede algo?

—N-no, Lú... no pasa nada.

Manuel agachó su mirada, y comenzó a juguetear con la comida de su plato. Luciano entonces, le observó la argolla en su dedo anular.

Luciano contrajo su expresión.

Alzó su cabeza, y dirigió su mirada hacia la mano de Miguel.

Miguel también llevaba una argolla...

Y eran argollas idénticas.

Luciano entonces, quedó sin aire por unos instantes.

Y lo comprendió.

No... Miguel y Manuel, no eran amigos. Ambos eran...

Novios. Y, esas argollas, simbolizaban compromiso.

Claro... por aquella misma razón, Miguel se había mostrado como una fiera, cuando vio la cercanía corporal entre ambos.

Luciano quedó perplejo, y a la vez, algo decepcionado.

Era obvio que sus oportunidades con Manuel, se reducían a cero.

Sí, Manuel le gustaba, pero él tenía principios. No sería un hijo de puta tampoco. Si Manuel era el novio de Miguel, entonces él, iba a respetar aquello.

Si Miguel hacia feliz a Manuel, ¿con qué derecho él, iba a irrumpir entre ellos?

Luciano sonrió con tristeza.

—¿Te gusta la comida, menino Manuel? —preguntó, con una sonrisa melancólica.

—Sí... —susurró, sonriendo—. Está rica, aunque es un poco distinta a lo que imaginé. Prefiero la comida peruana más... ¿de barrio? ¿Así se dice? Pucha, no sé... es que yo soy medio weón para estas cosas tan... ''distinguidas''...

Luciano comenzó a reír. Manuel también comenzó a hacerlo.

Así, la cena pasó para todos, entre risas, conversaciones amenas, y en un juego de miradas entre Miguel, desde un extremo, y de Manuel, por el otro.

En parte, les frustraba el no poder estar juntos, y conversar entre ellos, pero comprendían la situación en la que estaban.

Y, cuando entonces la cena, llegó a un punto en donde, se debía dar el discurso de cumpleaños, Héctor se alzó de la silla, y tomó una copa de cristal.

Ante todos, Héctor hizo sonar la copa tres veces. Todos guardaron silencio. Observaron atentos.

Héctor, sonriente, alzó sus brazos, y con voz potente, dijo:

—Muchas gracias a todos, por asistir esta noche a la cena de mi hijo mayor... Miguel. —Bajó una mano, y apretó el hombro de Miguel, que observaba contento a su padre hablar—. Yo... no sé por dónde comenzar.

Hubo un silencio en la mesa. Héctor suspiró con fuerza. Rebeca, su esposa, le apretó la mano.

—Miguel es... mi hijo mayor, y yo... lo concebí junto a su madre, hace muchos años.

Miguel sintió de pronto, nostalgia. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Manuel, desde la distancia, observó melancólico.

—Lamentablemente, yo... tras la muerte de su madre, nunca fui justo con mi hijo. Demasiado tiempo, yo... a él le negué el derecho de tener una familia. Fui egoísta con él, y un padre desatendido. Lo único que hice con él, el día en que partí a Brasil, fue el comprarle una gata, y ella, fue su compañera. Su gata Carlota.

—Eva, papá... —corrigió Miguel, sonriendo.

—Eso; Eva. Su gata Eva.

Se oyó balbucear a Brunito, y Héctor, prosiguió:

—El día de hoy, mi hijo cumple veinticuatro años. El día de hoy, aunque él no lo sepa, su madre y yo, fuimos felices, recibiéndolo a él entre nuestros brazos, hace años, en una sala de hospital. Hoy, años después, lamentablemente... he sido diagnosticado con una enfermedad terminal.

Rebeca, comenzó a llorar. Las lágrimas le cedieron despacio. Brunito observó con expresión tierna, sin comprender lo que su papá hablaba. Miguel, por otro lado, agachó la mirada. Antonio se mantuvo estático.

Manuel y Luciano, observaron en silencio. El dolor en ellos, era palpable, especialmente en Miguel.

—Dentro de un tiempo, yo... moriré; eso es un hecho. Y, probablemente, este sea el último cumpleaños junto a mi... a... mi...

Héctor entonces, rompió en llanto. La voz se le quebró completamente, y Rebeca, se alzó de su silla. Abrazó a su marido, y como un niño, Héctor sollozó en el regazo de su mujer.

Hubo un silencio absoluto. Miguel, a un lado, comenzó también a sollozar. Antonio, de forma imprudente, lo abrazó.

Manuel quedó de piedra.

Luciano observó a Manuel, preocupado.

—M-mi hijo... yo sé, Miguel, que he llegado demasiado tarde a tu vida —sollozó, limpiándose las lágrimas—. Pero, hijo mío... yo te amo. Te amo mucho, hijo...

—Y yo te a-amo a ti, papito... —sollozó Miguel, y Antonio le frotó la espalda.

—Y... yo sé, que tengo una deuda gigante contigo, hijo, y... es por eso que, por el amor que te tengo, porque mi tiempo acá es corto, y porque necesito partir de este mundo, con la seguridad de que tú estés bien, es que hijo mío... te tengo un regalo de cumpleaños, y te pido, de todo corazón, que lo recibas.

Miguel entonces, observó descolocado.

¿Su padre le tenía un regalo de cumpleaños?

Antonio sonrió.

—Te pido hijo, que lo aceptes. Es lo último que puedo darte, antes de morir. Te lo entrego como muestra de mi amor, y preocupación. Es mi último deseo en vida.

Rebeca tomó un bolso, y lo extendió a su esposo. Héctor tomó sus anteojos, y con aura emocionada, sacó los objetos del bolso.

Todos observaron curiosos.

—Mi primer regalo para ti, hijo mío... —dijo, extendiendo una carpeta con papeles, y abriéndola ante todos—. Es una casa, en San Isidro.

Hubo un jadeo generalizado en la mesa. Miguel quedó de piedra.

Manuel quedó sin aliento.

—¡¿Q-qué?! —lanzó Miguel, estupefacto—. ¡¿U-una casa, papá?!

—La casa, es tal y como te la mereces, hijo mío... —dijo entonces Héctor, extendiendo unas fotografías en grande, y mostrando a todos en la mesa, la hermosura de la casa.

Y sí, la casa era hermosa.

Y más que casa, parecía una mansión. Y en un distrito de Lima, que era reconocido aparte por su belleza.

Miguel no pudo creerlo. Manuel, mucho menos.

Las manos le temblaron a Manuel. Luciano pudo percatarse de aquello.

—Pero... aquí no termina esto —anunció Héctor, sonriente y enérgico. Rebeca entonces, le extendió otro objeto.

Miguel, que tenía lágrimas en los ojos, de lo sorprendido que estaba, quedó estático. Héctor entonces, extendió el objeto, y lo abrió.

Dos argollas.

—Me complace también, anunciar el compromiso de mi hijo Miguel, junto a...

Ante todos, se vio dos hermosos destellos relucir. Nadie fue capaz de hablar.

—A Antonio. Miguel, y Antonio, me complace anunciar vuestro compromiso de matrimonio.

¿Qué?

¡¿Qué había dicho su padre?!

¡¿Lo comprometió con Antonio?!

Miguel sintió que el alma abandonó su cuerpo. Sintió desfallecer.

Aquello jamàs se lo habrìa imaginado...

Rebeca comenzó a aplaudir, y a lanzar vítores. Héctor comenzó a reír, emocionado. Antonio sonrió enérgico.

—Desde hoy, hijo mío... —anunció Héctor, tomando la mano de Miguel, y quitando la argolla que llevaba puesta; la tomó con repudio, y la lanzó sobre los platos sucios.

Manuel observó aquello. Una punzada le atracó en el pecho.

—Tú y Antonio, deberán llevar una vida en común —anunció, poniendo en el dedo de Miguel, la argolla de matrimonio que había comprado. En la mano de Miguel, relució entonces dicho anillo.

El anillo era hermoso. Era de oro blanco, y en la punta, tenía una piedra preciosa.

¿Cuánto habría costado?

—Y a ti, Antonio —dijo Héctor, tomando también la mano de Antonio, y posicionando en su dedo, la otra argolla—. Te encargo por favor, el cuidado de mi amado hijo. Por favor, ámalo, cuídalo, y apóyalo.

—Lo haré, señor. Lo cuidaré con mi vida.

Rebeca y Héctor, comenzaron a aplaudir. Miguel, perplejo, y con una terrible expresión, se observó la mano, que ahora llevaba la argolla de matrimonio.

Miguel no fue capaz de reaccionar.

Manuel mucho menos.

—Hijo mío —dijo Héctor, emocionado hasta las lágrimas—. Mi último regalo de cumpleaños, para ti, es unirte a este buen hombre; Antonio. Él te amará, y te cuidará con su vida. Después de mis días, cuando yo no esté, él se encargará de guiarte por el buen camino, y de apoyarte en tus proyectos. Miguel, tú, y Antonio, serán buenos esposos. Estoy seguro de eso. Ese es mi último deseo de vida, hijo mío. Acepta este regalo de mi parte.

Miguel alzó su mirada, y una fina lágrima deslizó por su rostro. Observó el rostro de su padre, y el labio inferior le tembló.

Aquello era una maldita pesadilla.

Miguel entonces, no se sintió capaz de observar a Manuel.

No quería siquiera imaginar la cara que llevaba.

—La casa en San Isidro, será para ustedes dos... —anunció Héctor, y despacio, tomó la mano de Antonio, y la unió a la de Miguel—. Vivirán allí, y llevarán una hermosa vida matrimonial. Aún la casa no puede ser usada, eso sí... falta afinar unos últimos detalles, pero pronto podrán usarla. Por mientras, tú, hijo mío... vendrás a vivir con nosotros a San Isidro. Vendrás con tu familia, Miguel; como siempre debió haber sido...

Antonio sonrió, y asintió enérgico. Se veía contentísimo.

Miguel, en cambio, tenía una expresión perpleja.

—¡Bueno! Entonces... ¡enhorabuena! —exclamó Héctor, enérgico. Rebeca, por su lado, tomó una botella de champagne, y la abrió. Se formó un gran revuelo. Antonio rio jocoso—. ¡Felicidades a los futuros esposos! ¡Brindemos!

Rebeca tomó las copas, y las sirvió para todos.

Manuel observaba al rostro de Miguel, intentando hallar una reacción en él; una maldita respuesta.

Pero Miguel no le miraba...

Manuel sintió que caía en un abismo.

¿Por què Miguel no se defendía?

—¿Menino Manuel...? —preguntó entonces Luciano, preocupado, al percatarse del aura terrible que Manuel llevaba—. Manu...

—Mi-Miguel, por fa-favor... —susurró Manuel, con la voz rota, oyendo aquella tan solo Lù—. A-amor... amor, haz algo, amor...

Pero Miguel no reaccionó. Tenía la vista hundida en la mesa, y no se movía.

Miguel, tal parecía, había aceptado dicha decisión de su padre.

Todos tomaron una copa, y comenzaron a brindar.

—¡Un brindis por los futuros esposos! —exclamó Héctor, contentísimo—. ¿Alguien se opone a esta unión? —preguntó, bromista, y Rebeca comenzó a reír.

Pero Manuel, no pudo soportarlo.

Sus sueños, sus proyecciones, el tiempo junto a Miguel, todo...

Se caía a pedazos ante él.

No podía aceptarlo.

Y con profundo dolor, Manuel decidió entonces, que, si Miguel no hablaba, entonces él lo haría.

Manuel entonces, impulsado por el amor que sentía hacia Miguel, decidió no callar.

Miguel iba a apoyarlo; estaba seguro.

—Yo me opongo a esta unión.

Manuel se alzó despacio, y observó a Héctor con aura seria.

Héctor descompuso su expresión de golpe, y con aura soberbia, observó a Manuel.

Ambos se miraron a los ojos.

Miguel, que, hasta ese punto, no reaccionó, entonces contrajo las pupilas de golpe, y observó a Manuel.

Hubo un profundo silencio.

Héctor comenzó a reír.

—Qué gracioso muchacho; ahora, por favor, toma asiento. Alza tu copa, y brindemos, por los futuros esposos, Miguel y Anton...

—Dije que me opongo —repitió tajante, con aura seria.

Héctor entonces, lo supo.

Manuel no estaba bromeando.

Miguel observó asustado.

—¿Qué dices... imprudente de mierda?

—Miguel es mi novio —reveló entonces Manuel, sintiendo la adrenalina en su sangre—. Yo y él somos pareja, señor. Este anillo —dijo, alzando su mano, y mostrando la argolla relucir—, es un anillo de compromiso. Miguel también la llevaba, y usted la lanzó junto a los platos sucios.

Héctor quedó perplejo.

—Yo y Miguel, seremos futuros esposos, señor. El me ama a mí, y no a Antonio.

Rebeca se llevò ambos manos a los labios. Luciano observó perplejo. Antonio, por su parte, mirò a Manuel con rencor. Hèctor, observó con soberbia, por sobre el hombro.

Miguel no pudo creerlo. Se sintiò entre la espada, y la pared.

No supo como reaccionar.

—Càllate, huevòn. No sabes lo que estàs diciendo. Es màs; seguramente has venido, porque obligaste a mi hijo a pedírmelo. Miguel ni siquiera debe considerarte su amig...

—Soy su futuro esposo. Yo, soy el hombre al que Miguel ama, y Miguel, es el hombre al que yo amo. —Y Manuel, entonces fue tajante en ello—. No voy a permitir esta unión, señor. Y Miguel tampoco.

—Pues... Miguel se ve tranquilo —intervino Rebeca, nerviosa. Manuel la observó, con expresión seria—. Yo... lo siento, pero... Miguel no ha dicho nada, como para pensar que èl...

—Este baboso ni debe ser amigo de Miguel. Mi pobre hijo, seguramente èl fue obligado por...

—¡Miguel! —exclamò entonces Manuel, dirigiendo su mirada hacia su amado, sabiendo que con Hèctor, ya no podía razonar—. Miguel, mi amor; mìrame...

Miguel ladeò su cabeza, y observó a los ojos de Manuel.

Y ante èl, se topò los ojos de su amado.

No... no, por favor...

Ante Manuel, Miguel era débil. No podía aguantar, ante aquella expresión...

Se quedó en silencio.

—Mi amor, por favor. Dile; dile a tu padre. Dile a tu padre, que tù y yo, somos novios, Miguel. Que quién amas es a mì. Que esta unión no podrá ser; mi amor, por fav...

Hèctor entonces, comenzó a toser desesperado. Rebeca, y Antonio, se alzaron preocupados. Miguel contrajo su expresión.

Se formó un gran revuelo.

—¡Imposible, eso no puede ser! —exclamò Hèctor, jadeando apenas—. ¡Miguel no te conoce!

—Miguel, mi amor... —volvió a insistir Manuel, observando a Miguel con aura tierna, e intentando encontrar en èl, el apoyo que esperaba—. Diles, mi amor. Somos un equipo; díselo, mi amor... por favor, Mig...

—¡¡Miguel!! —exclamò Hèctor, iracundo, y respirando agitado—. ¡¿Este huevòn está diciendo la verdad?! ¡¡Responde, Miguel!!

Miguel entonces, se sintiò en un abismo.

Por una parte, su padre le obsequiaba su último deseo de vida, y le unìa a Antonio, un hombre que, a juicio de su padre, le amarìa, y le haría feliz.

La última voluntad de su padre, antes de morir.

Y, por otro lado...

Manuel; el hombre al que amaba, y que, a pocos metros, le observaba con esa aura inundada en amor, y tierna, que siempre le dedicaba.

Miguel se sintiò acorralado.

—¡¡Miguel!! —volvió a gritar Hèctor, tosiendo—. ¡¡Habla, Migu...!!

—Y-yo, n-no...

Miguel balbuceò, perplejo.

—¡¡Esto no puede ser!! ¡¡Miguel no te conoce!! ¡¡Mi hijo jamás le daría la espalda a su padre!! ¡¡Maldito mentiroso!! —gritaba Hèctor, furioso, poniéndose rojo de la conmoción.

Manuel entonces, se acercò a Miguel. Y, con expresión gentil, le dijo con voz suave:

—Miguel, mi amor; por favor... díselos, que tù y yo somos...

—¡¡Deja a mi novio en paz, hijo de puta!!

Antonio entonces, intervino furioso. Empujò a Manuel, y este, se azotò contra la pared.

Manuel observó con aura asesina.

Miguel entonces, tuvo que intervenir.

Ràpido se alzò, y tomò a Manuel de un brazo. Con fuerza desmedida, arrastrò a Manuel hacia el exterior.

Mientras ambos se alejaban, los gritos de Hèctor se oyeron de fondo.

Ambos salieron a la explanada del restaurante.

Apenas salieron, Manuel tomò a Miguel por el rostro, y le obligò a hacer contacto visual directo.

Ambos se observaron.

—M-mi amor, po-por favor... —jadeo Manuel, con la voz rota—. ¿Por què no hablas, Miguel? Dìselos, mi amor... por favor. No puedes permitir esto, mi amor. Yo te amo, Miguel. E-èl... Antonio, no te hará feliz, mi amor, y-yo...

—Ma-Manu... —jadeò Miguel, apenas—. P-por favor, no hagas esto màs difícil... y-yo... mi padre, e-èl...; comprèndeme, ¿sì? Yo debo obedecerlo, e-èl...

—¡No puedo, Miguel! Por favor, mi amor, mi niño... —Besò a Miguel en los labios, con un movimiento desesperado—. T-te amo, te amo... por favor, mi amor. Y-yo... mira, mira...

Manuel hundió su mano en el bolsillo, y sacò las llaves. Y, ante la vista perpleja de Miguel, las extendió en su mano.

Miguel observó perplejo.

¿Què era eso?

—Nuestra casita, mi amor... —Las làgrimas cedieron en Manuel, y sonriò melancòlico—. Nuestra casa, e-ese... era mi regalo de cumpleaños, mi amor. Nuestra familia, ¿lo recuerdas? Tù, yo y Ev...

—N-no pu-puedo...

Jadeò Miguel, casi de forma automática. Manuel entonces, contrajo las pupilas.

Miguel extendió las llaves a Manuel, y se las devolvió.

Manuel no pudo creerlo.

—Pe-pero... —sonriò, sintiéndose fuera de sì—. Mi amor, nuestra familia, tù me dijiste que... que conmigo tù... íbamos a...

—Manu... —jadeò Miguel, con los ojos inundados en làgrimas—. P-por favor, tù siempre me comprendes, Manuel. Yo te a-amo, pe-pero... no puedo, m-mi papà, èl...

Manuel quedó estupefacto. Una làgrima le deslizò por el rostro.

Ambos se observaron en silencio.

Manuel sintiò una decepción tan profunda, que no fue capaz de digerirla.

Y, en un último intento desesperado, por hacer entrar en razón a Miguel, Manuel le tomò del rostro, y le besò los labios.

Miguel se quedó estàtico.

El beso de Judas.

Entonces, Antonio salió desde el restaurante, y los vio besarse.

Se alzò sobre Manuel.

Lo empujò con fuerza, y le asestó un puñetazo.

Manuel cayó al suelo. Miguel lanzó un jadeo sordo.

—¡Alèjate de mi novio, malparido!

Desde el interior, salieron entonces Hèctor, y Luciano.

Y, cuando Luciano vio en el suelo a Manuel, se lanzó sobre èl, preocupado.

—¡Menino Manuel! —exclamò, abrazàndolo—. ¡No lo golpees, asqueroso hijo de puta! —le gritò a Antonio, iracundo.

Miguel observó shockeado. Las manos le temblaron. Retrocediò asustado.

Manuel entonces, vio aquello con dolor...

Miguel no fue capaz de defenderlo, pero sì Luciano...

—¡Miguel! —exclamò Hèctor, con voz iracunda—. ¡¿Què mierda significa esto, Miguel?! ¡¿Este conchudo está diciendo la verdad?! ¡Dilo, Miguel! ¡¿Èl... acaso...?!

Hèctor entonces, comenzó de nuevo a toser. Miguel lo abrazò, sosteniéndolo.

—Pa-papito... papito, n-no te alteres, por favor, n-no...

Manuel se alzò desde el suelo, con ayuda de Luciano, y sollozando, dijo a Miguel.

—Mi-Miguel, por favor, mi amor...

—¡¡Guardias!!

Hèctor gritò con tal fuerza, que todos dieron un respingo. Seguridad no tardò en llegar.

—Llèvense a este huevòn de mierda —dijo con aspereza, apuntando a Manuel—. Formò un escàndalo. Por favor, llèvenselo. ¡Llamen incluso a la policía!

—N-no, papà, eso n-no... —jadeò Miguel, desesperanzado—. Por fav...

Hèctor volvió a toser. Miguel se aferrò a èl.

Los guardias entonces, tomaron a Manuel. Antonio observó con expresión maliciosa. Luciano, comenzó a forcejear con los guardias.

—¡Dejen a menino Manuel, por favor! ¡Èl no ha hecho nada, por favor!

Y entre tres guardias, redujeron a Manuel, y comenzaron a forcejear con èl.

—¡Miguel, por favor! —gritò, desesperado—. ¡Mi amor! ¡No puedes hacerme esto, Miguel! ¡Mi amor, por fav...!

Un guardìa le pegò un puñetazo en el estòmago. Miguel lanzó un jadeo sordo. Hèctor, por otro lado, se tomaba el pecho, adolorido.

—¡¡Miguel!! —gritò Manuel, desgarrado—. ¡Por favor, diles, diles que me amas! ¡Que soy tu prometido, no puedes hacerme esto, tù...!

Hèctor volvió a toser, y desfalleció. Miguel observó aterrorizado.

Hèctor entonces, tosió sangre.

Miguel contrajo las pupilas. Sintiò un terror absoluto por la salud de su padre.

—Di-dime, hijo... —jadeò Hèctor, con un hilo de sangre en sus labios—. ¿E-es cierto, lo que èl dice...? ¿Tù y èl... son novios?

Miguel entonces, supo que tenía en sus manos, el poder para que personal de seguridad, soltara a Manuel.

Y sabia muy bien, que, dependiendo de su respuesta, todo cambiarìa.

Miguel entonces, con el dolor de su alma, se vio obligado a elegir, entre su padre, y Manuel, el hombre al que amaba.

Cerrò los ojos, y sollozando, entonces eligió.

Abriò los ojos, viéndose en ellos, una fuerte aura dolorosa.

Miguel entonces, susurrò:

—N-no, papà... —Manuel quedó de piedra—. Èl no es mi novio.

Hèctor sonriò, aùn con sangre en los labios.

—¿Y... y lo conoces?

Miguel agachò la cabeza, y despacio, sintiendo las agujas en su garganta, susurrò:

—No... no lo conozco...

—Llèvenselo.

Miguel entonces, negó a Manuel.

Y, el personal de seguridad, entonces se llevò a Manuel. Y, mientras forcejeaban con èl, Manuel, con el alma desgarrada, gritò:

—¡¡Miguel, por favor!! ¡¡Por favor, no puedes hacerme esto!! ¡¡Miguel, mìrame!! ¡¡Miguel!!

Pero Miguel, jamás fue capaz de observarle al rostro. Y en su sitio, intentò ignorar los gritos de Manuel.

Sentìa vergüenza, por lo que habìa hecho...

Y, con el dolor de su alma, Miguel eligió a su padre, por sobre Manuel.

El alma se le desolló entonces.

Y Luciano, observó perplejo. ¿Còmo una persona, que decía amarte, podía permitir aquella humillación frente a tu familia? Pensò Luciano.

Porque Miguel, tenía la seguridad de que, al próximo dìa, Manuel iba a comprenderle. Que Manuel, su prometido, iba a comprender, que èl no tenía opción.

Porque Manuel era empàtico, porque siempre cedìa ante èl, y siempre le perdonaba.

Y con los ojos inundados en làgrimas, Miguel ayudò a su padre a incorporarse desde el suelo.

Cuando Miguel entonces, fue capaz de voltear su cabeza, y mirar atrás, vio en los ojos de Manuel, un aura distinta.

Desde aquel momento, Manuel no volvió a ser el mismo.

Miguel se encargò, de romper en èl, algo muy profundo en su alma.

(...)

Cuando a duras penas, los guardias pudieron entonces alejar a Manuel, intentaron reducirlo, pero les fue casi imposible.

Manuel no se tranquilizaba, y tenía demasiada fuerza, para incluso, tres hombres como ellos.

—¡Miguel, por favor! —sollozò, sintiéndose destrozado—. ¡¡Miguel, mi amor!! E-esto no puede ser verdad, èl... èl no... no puede hacerme esto, y-yo...

Manuel, en un arranque de ira, entonces intentò erguirse. Los guardias, a duras penas, volvieron a reducirlo.

—¡¡Migueeeel!! ¡¡Mi amoooor!! N-no... no, no...

Manuel sollozaba con la voz absolutamente rota. El personal de seguridad, entonces, optò por una decisión màs drástica.

La policía.

—Llama a la policía —anunció uno de ellos, por la radio—. Tenemos a un caso complicado acà. No quiere tranquilizarse.

—Mi-Miguel, Miguel, Miguel...

Manuel no parò de sollozar, hasta que entonces, llegó un carro policial. Y, a duras penas, lograron meterlo al carro.

Manuel entonces, no pudo sentirse màs humillado en su vida.

Y, teniendo el corazón roto, Manuel fue llevado a la estación de policía màs cercana.

Y allí, Manuel entonces comprenderìa, que su decisión de amar a Miguel, quizá fue la màs equivocada...

(...)

—Nos llegó un caso especial; un viejo rico, de San Isidro, lo mandò para acà —anunció un policía, llegando con Manuel esposado, que yacìa en silencio, y observando al suelo, con expresión vacìa—. ¿Dònde lo dejamos, oficial?

El oficial de policía, a cargo de dicha estación policial, hizo un ademàn desinteresado, leyendo el periódico y bebiendo café; no tomò atención a Manuel.

—Mètanlo al calabozo, junto a los otros; llamaremos al fiscal después, en cuànto se desocupe.

Y, cuando los policías arrastraron a Manuel hasta la entrada al calabozo, este, en un jadeo, dijo:

—Mi...guel. Miguel...

El oficial de policía, al reconocer dicha voz, entonces contrajo las pupilas. Lanzò el periódico a un lado, y despacio, se alzò de su puesto.

Caminò hacia Manuel, y le tomò el rostro.

Lo observó en silencio.

—Hola...

Manuel, al ver el rostro del policía, contrajo los ojos.

Aquello no podía ser cierto...

—¿Me recuerdas, hijo de perra? —dijo entre dientes, tomando el rostro de Manuel con fuerza.

Manuel no fue capaz de decir palabra alguna.

Sì; claro que lo recordaba...

Aquel hombre, el oficial de policía, el jefe de todos allí, el encargado del sitio...

Era el hombre que, hace meses atrás, èl habìa golpeado fuera del bar, cuando defendió a Miguel...

Manuel no pudo creerlo.

—A este muchacho —dijo entonces el oficial, dando pequeños golpecitos en la mejilla a Manuel—. Llèvenselo a la habitación del subterráneo. Le vamos a dar un trato especial. —Los policías sonrieron entre ellos.

Manuel entonces, jamás supo lo que allí abajo, le esperarìa.

(...)

Apenas Manuel fue ingresado en la habitación del subterráneo, fue lanzado con fuerza brutal contra la pared.

Lanzò un grito, y se encogió en el rincón. Asustado, observó a los tres policías.

Manuel contrajo las pupilas.

—Po-por favor... y-yo... no cometì ningún delito, y-yo...

Una patada en la cara. Manuel lanzó un grito ahogado. La sangre le escurrió de los labios.

—Càllate, chileno conchatumare —dijo un policía, sonriendo—. Si el oficial dijo que te vamos a dar un trato especial, es porque te lo daremos.

Manuel comenzó a temblar despacio. Sintiò miedo.

De pronto, se oyò una interferencia en la radio de unos de los policías.

—Còdigo, 4-07 —dijo uno, y se oyò otra interferencia—. El suboficial estarà arriba. El oficial bajarà al subterráneo.

Se cortò la transmisión, y entonces, uno de los policías, asintió.

—Enchufen la manguera —ordenó uno, y su compañero, obedeció.

Manuel observó asustado; se sintiò como un niño pequeño.

—¿Te gusta el agua, chilenito?

Manuel observó perplejo, y de pronto, sintiò el ruido del agua golpeando.

Y, ante èl, apareció, desde un compartimiento, dentro del subterráneo, un policía con una manguera.

Manuel lanzó un jadeo.

—Toma pues, què rico; agûita para el chilenito.

Y comenzaron a mojarlo, lanzándole agua con una manguera.

Manuel cerrò los ojos, y comenzó a moverse, intentando esquivar el potente chorro de su rostro.

Los policías comenzaron a reìr entre ellos. Manuel comenzó a temblar.

Què humillación...

—Mòjalo, mòjalo bien —ordenó el otro, tomando la manguera, y mojando a Manuel—. Que quede bien mojado.

Las risas y los malos comentarios, entonces no pararon. Manuel, en el rincón, estando esposado, y con una fuerte luz blanquecina cegarle la vista, sintiò pavor.

Estaba sufriendo las primeras vejaciones; humillaciones; lo estaban rebajando...

De pronto, se oyò entonces la puerta abrir. A contra luz, Manuel observó.

Era el oficial de policía. El resto de policías, al verlo, le hicieron una reverencia.

El oficial sonriò.

—Ya le dieron la bienvenida a este, ¿verdad? —preguntò, y sonriò.

—Sì, señor —respondieron al unìsono.

Manuel, que estaba completamente empapado, observó asustado.

El oficial se acercò a èl, y le sonriò.

—Llenen un balde con agua —indicó el oficial, y los subalternos, obedecieron—. Traigan un jarro, y un embudo.

Y, mientras los subalternos obedecían dentro del cuarto, Manuel observaba perplejo.

El oficial le tomò el rostro, y de cerca, le dijo:

—Ha pasado tiempo, chileno... ¿còmo has estado?

Manuel agachò la mirada; no respondió.

—¿Te acuerdas de mì? Porque yo sì de ti... imposible olvidarte.

Manuel guardò silencio. El oficial de policía, entonces sonriò.

—Ese dìa, fuera del bar... cuando estabas con Miguel, ¿recuerdas?

''Miguel''; oìr aquel nombre, le dolió a Manuel.

No quería volver a oìrlo.

—Cuando lo defendiste, y cuando me golpeaste, allí, frente a mi esposa, y frente a todos; cuando me humillaste...

A Manuel le comenzó a temblar el labio.

—Provocaste mi divorcio, y perdí el contacto con mis hijos... —dijo el oficial, sintiéndose el rencor en sus palabras—. Despuès de ese episodio, mi esposa me pidió el divorcio. Jamàs olvidarè lo que me hiciste, hijo de puta...

De pronto, un policía llegó con el balde lleno de agua. Otro, al instante, llevò un jarro, y un embudo.

—Ya está, oficial.

El oficial sonriò.

—Te darè un trato especial, chilenito... ¿no te gustò defender a Miguel ese dìa? Pues bueno... ahora sufre las consecuencias. Tù mismo, juzgaràs, sì valió la pena o no, defender a esa puta zorra.

Manuel observó asustado, y de pronto, fue tomado por tres hombres. Lo tumbaron en una mesa, y redujeron sus piernas. Le amarraron el torso con una gruesa cuerda, y Manuel, comenzó a gritar.

Estaba aterrorizado.

—Buen viaje, chileno —dijo el oficial, y de pronto, a Manuel le vendaron los ojos.

Para Manuel entonces, todo fue negro.

—¡¡Ayuda, ayuda, ayuda, por favor!! ¡¡Ayudaaaaa!! ¡¡N-noooo!!

A ese punto, Manuel sufrió un ataque de pánico. Comenzò a sollozar.

Sintiò, a unos metros, desde el balde, el resonar del agua chorreando. Los policías comenzaron a reìr.

—¡¡Mi-Miguel!! Por favor, por favor...

El oficial comenzó a reìr jocoso. Entonces, Manuel sintiò la primera descarga.

Entre sus labios, sintiò la sensación del plástico invadir, hasta el fondo de su garganta. Desesperado, Manuel intentò empujar aquello con su lengua, pero en el intento, solo se dañò. Sintiò el sabor de la sangre en sus labios.

Era un embudo, y estaba en su boca.

—Allì va la primeraaaa...

Anunciò el oficial, utilizando un divertido tono, y Manuel, sintiò de golpe, el agua en su interior, y llenarle el estòmago.

Manuel supo entonces, què estaban haciendo con èl.

Lo estaban torturando.

—¿Te gusta la historia, chilenito? —preguntò el oficial—. ¿Conoces la edad media? En esos tiempos, esta tortura era muy conocida... ''El tormento del agua''. Se la aplicaban a los herejes.

Manuel comenzó a toser desesperado. Comenzò a temblar.

—Mi-Miguel, n-no... Ma-Martìn, ayuda, ayuda, n-no... no...

Los policías comenzaron a reìr. Manuel comenzó a sollozar.

Entonces, de nuevo el embudo topò con su garganta. Otro jarro lleno de agua. A Manuel se le fue el agua por las narices.

—Esto es, hijo de puta... —dijo entonces el oficial—. Por humillarme. Te lo dije, ¿no? Te lo advertí, muchachito...

Manuel, en gritos desesperados, pedía compasión a sus verdugos. El oficial, sonriendo con sadismo, echaba litros de agua en el embudo, obligándolo a tragar aquello a Manuel.

—Dime, chileno; ¿valiò la pena defender a Miguel? ¿Valiò la pena, el defenderlo, incluso cuando te lo advertí? Mìrate... lo defendiste, y ahora... estàs aquí, con nosotros, y tragando muchos litros de agua...

Y mientras Manuel era humillado, y rebajado en su humanidad, sintiò entonces, que pronto llegó a su lìmite.

Y se vomitò.

Los oficiales comenzaron a reìr.

Manuel lanzó jadeos ahogados. El exceso de agua le estaba haciendo daño.

Manuel, jamás sufrió de algo como aquello. Una tortura, una vejación de esa magnitud...

Nunca antes, habìa pasado por algo como ello, ni siquiera en Chile, cuando en las marchas estudiantiles, era detenido por la policía de su país.

Manuel, ahora mismo, era una víctima del sadismo puro.

—¿Què dices? —se oyò hablar al oficial—. ¿Dices que tienes sed? El chileno tiene sed; denle màs agua.

Manuel entonces, fue llenado con màs agua. Pronto, entonces alcanzó su lìmite. Sintiò, en sus entrañas, y en sus órganos, el agua hacer presión. Su riñòn no aguantò.

Su cuerpo no soportò màs. Tuvo entonces, una falla sistemática.

Y, a los pocos segundos, Manuel se orinò.

Comenzò a llorar.

Era la puta humillación màs grande de su vida.

—Miren, se orinò la chilenita...

Comenzaròn a reìr jocosos.

Y Manuel, con la orina mojarle el pantalón, sintiò en cada sensación en su entrepierna, crecer màs y màs la humillación.

Se sintiò una mierda.

Cuando el oficial entonces, se sintiò satisfecho en algún punto, cuando Manuel dejó de sollozar, y se vio absolutamente humillado; se detuvo.

Sonriò agraciado.

—Bàjenlo de la mesa —ordenó, y los subalternos, desarmaron los amarres—. Dèjenlo en el rincón. Ya mañana lo soltaremos. Dèjenle el balde a un costado; lo usarà para orinar. Esta noche va a orinar mucho.

Los subalternos asintieron, y a Manuel, le retiraron las vendas de los ojos.

En los ojos de Manuel, fue visible entonces el sentimiento.

Manuel estaba vacío. En su mirar, ya no se vio màs el brillo de ensueño, ni de ternura, que tanto le caracterizaba.

Manuel se veìa muerto en vida.

Tenìa seca el alma.

A los pocos segundos, entonces Manuel perdió el conocimiento.

Y, ya entrada la madrugada, Manuel despertó.

En la oscuridad del subterráneo, en el frìo de aquel desconocido sitio, Manuel entonces, llorò a gritos.

Desgarrò su garganta, sollozando con el màs amargo sentimiento.

Y se maldijo a sì mismo.

Se maldijo, por haber sido ingenuo, por haber sido inocente, y haber creìdo en la gran puta mentira...

En la gran puta mentira de Miguel.

Y Manuel, se rompió. Su alma se partió, y comprendiò entonces, que nada habìa sido cierto.

Miguel no lo amaba, y hasta ese punto de la noche, después de haber vivido la humillación màs grande de su vida, Manuel comprendiò, que Miguel no lo amaba...

Porque quién ama, no permite esa humillación.

Y Miguel, habìa mentido a Manuel. Lo habìa negado, y lo habìa humillado.

Miguel, no lo amaba...

Manuel asumió aquello en su alma, y con dolor, lo aceptò.

Aquella noche, el eclipse entonces, provocó una gran oscuridad en el alma de Manuel.

Y por mucho tiempo, no volvió a ver la luz del sol.

Manuel no volvió a ser el mismo nunca màs.

(...) 

N/A;

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