Al límite de la obediencia

Cuando con expresión cansada, abrió sus ojos somnolientos, por sobre su cabeza, Miguel admiró desesperanzado el calendario: 10 de septiembre, marcaba el día actual. Miguel, resignado, suspiró despacio. Había pasado un par de días desde que aquella madrugada, intercambió breves y esperanzadoras palabras, con su amado Manuel...

Aquella noche experimentó felicidad, después de muchísimos días sintiéndose en la mierda, pero, a los minutos posteriores, Antonio bajó hacia el living, y lo sorprendió por detrás. Le lanzó una bofetada, y luego, le leyó los mensajes con Manuel.

Obviamente, aquello desató la ira de Antonio, y solamente limitado por el silencio de la noche, decidió no castigar a Miguel de forma más severa, y tomó como única opción, confiscar el celular a Miguel.

Miguel ahora, se hallaba incomunicado, y aislado de todo y todos; no tenía como volver a hablar con Manuel, y mucho menos, como poder salir a la calle. Si Antonio estaba de buenas, le permitía salir un rato al jardín, para tomar un poco de aire fresco, para los minutos posteriores, volver a encerrarse en casa, y si era posible, en su habitación todo el día.

Miguel, vivía como un pajarillo en cautiverio. Sentía que se caía a pedazos, y poco a poco, se volvía cada vez más, y más gélido.

—Anoche la pasamos bonito, ¿no, mi amor?

Oyó de pronto Miguel, por detrás de la cama, y a su espalda, cuando Antonio, despertó por la mañana; la noche anterior, nuevamente Miguel había sido violado. Y sí, violado, porque él, en el miedo que experimentaba, solo dejaba hacer a Antonio, lo que quisiera, incluso cuando Miguel, no expresaba consentimiento alguno; Antonio, siempre tomaba los silencios de Miguel como un ''sí'', cuando claramente, eran un ''no'' rotundo, en una clara señal de desprecio a su persona.

Antonio no conocía el consentimiento. Él, en su perversidad, tomaba los silencios de Miguel como consentimiento, e incluso, cuando Miguel no mostraba mucha resistencia por causa del pavor —pues Antonio llegaba a golpearlo—, él seguía tomando aquello, como un ''sí''.

Antonio era un hombre degenerado, y perverso.

—Te gustó, ¿verdad, bonito? —le susurró al oído, pasándole el brazo por el dorso desnudo, y besándole el cuello; Miguel cerró los ojos con fuerza, y desvió el rostro; sintió que su estómago se contrajo; Antonio se dio cuenta—. ¡Mierda! Chaval; yo intento ser cariñoso contigo, pero tú no cooperas en nada...

Miguel no dijo palabra alguna. Se quedó quieto en su sitio, y agachó la cabeza.

Antonio lo comprendió; esa era la forma de desprecio, que Miguel le mostraba. El silencio; ignorar su presencia, como si en vez de una persona, le estuviese zumbando una mosca en la oreja.

—¿Por qué actúas así conmigo? ¿Cuál es tu puto problema?

Miguel se mordió el labio; sintió su garganta contraerse.

—¿En serio, mierda? ¿En serio preguntas esa huevada? —respondió Miguel, en un jadeo—. ¿Qué no entiendes mis señales, Antonio? ¡No quiero intimar contigo! ¡No quiero dormir contigo! ¿No te das cuenta? No te deseo; no te quiero.

Antonio rodó los ojos, y lanzó un bufido. Se levantó de la cama, y se dirigió a la puerta del baño. Comenzó a murmurar por lo bajo.

—Hace unos días atrás me quitaste mi celular; lo quiero de vuelta. Dámelo; no tienes ningún derecho a...

—Tengo derecho a quitártelo, porque estabas hablando con ese gilipolla de Manuel —decretó Antonio a secas—. Eres mi prometido, Miguel; recuérdalo. Cualquier interacción, que tengas con ese maldito hijo de puta, u otro hombre, es un engaño hacia mí. No está cómodo que mientras yo estoy teniendo sexo contigo, tú pienses en ese gilipolla, o digas su nombre en medio dé. Tu padre me ha hecho tu prometido; merezco algo de respeto, ¿no?

—¿Y qué respeto me das tú? —dijo entonces Miguel, volteándose hacia él, con aura desafiante—. Me tratas como un pedazo de mierda, baboso. Me golpeas, me violas, me aíslas de todo el mundo, me humillas, y...

—Ya, ya; bla, bla, bla... —resopló Antonio, burlesco, y moviendo su mano, simulando el movimiento de un títere—. Eres como las mujeres, Miguel; sentimental, dramático, ignorante, y hormonal. No te hago caso; ve televisión un rato; así se te pasa. Relájate un poco.

Antonio cogió rápido una toalla, y se metió al baño; dio un portazo, y detrás, dejó a Miguel con lágrimas retenidas en los ojos, y con la rabia quemando en sus entrañas.

¡Mierda! Miguel tenía tanta rabia...

Y rabia, porque los días junto a Antonio, se hacían cada vez más intolerables. Antonio era un maldito degenerado, un salvaje, un ignorante, y por supuesto, un machista de mierda.

Porque Antonio, tenía la creencia que, Miguel, al ser un hombre con ''actitudes más afeminadas'', al ser más emocional, y sensible, cumplía el ''rol de una mujer'' en la relación, y, por tanto, siempre lo basureaba, e ignoraba sus palabras y descargos; aparentemente, Antonio sufría también de misoginia, y en las actitudes ''femeninas'' que Miguel mostraba, Antonio extendía sus frustraciones, y lo maltrataba tanto física, como mental, y sexualmente.

Miguel sentía miedo, pero también rabia.

Y miedo, por los maltratos de Antonio, pero, por otro lado también...

Por Manuel.

Porque hasta hace una semana, él y Manuel, habían conversado por breves mensajes de texto, en medio de la madrugada. ''Ahora es tu turno'', le dijo Manuel, y Miguel, desde ese día, supo el significado de dicha frase; qué quería decir su amado, con aquellas palabras...

Que era su turno de esforzarse, de buscarlo, de luchar por la relación de ellos que, aunque nada formalmente los unía, el sentimiento estaba ahí, latente, y ardiendo.

Sabía que Manuel esperaba acciones de su parte; dinamismo, que mostrase interés, que la ausencia de él en su vida, le afectaba, y que, por tanto, debía luchar por él.

Pero a Miguel, en esas condiciones, se le hacía difícil, y casi imposible. Antonio era como su sombra, y donde fuese, él estaba allí detrás, con expresión inquisitiva, y con aura amenazante.

Miguel tenía miedo, de que Manuel pensara, de que no había interés de por medio; que no tenía intenciones de luchar por él, y que realmente no le amaba...

Tenía miedo de, definitivamente, perder el amor de Manuel...

—Voy a desayunar; si vas a bajar, por favor, primero relájate. No quiero lidiar con una típica mujer hormonal; para eso, mejor te quedas aquí arriba, ¿vale?

Dijo Antonio, saliendo del baño, y poniéndose su bata. Miguel lo observó con desprecio.

—¿Por qué sientes ese odio hacia las mujeres? ¿A lo femenino? —disparó Miguel, con expresión seria—. ¿Cuál es tu trauma?

Aquello último dejó a Antonio en silencio por un instante. Contrajo su expresión, y torció los labios.

—No me gustan las mujeres.

—¿Por qué? —disparó Miguel, a secas.

Antonio se quedó mirando al suelo.

—Mi madre me abandonó cuando era un niño. Me crié con un tío.

Miguel alzó ambas cejas. Se mostró descolocado.

Antonio, al parecer, se mostraba algo vulnerable a su pregunta; a Miguel, le sorprendió ver algo de vulnerabilidad en él.

—Mi mamá se suicidó cuando yo tenía tres años —susurró Miguel, en su puesto; Eva, que dormía plácidamente entre sus piernas, ronroneaba despacio—. Y jamás he sido un abusador, ni un maltratador como tú lo eres.

Hubo un silencio denso entre ambos; Antonio agachó la mirada, y observó a Eva dormir sobre Miguel.

Contrajo los ojos.

—Me hubiese gustado, de niño, que mi madre me hubiese defendido, como lo hace esa bestia contigo —dijo, refiriéndose a Eva.

Miguel observó con algo de lástima.

—Bueno, voy a bajar. Cuando se te pase lo hormonal, baja. Ahora no quiero lidiar contigo; quédate con esa puta bestia.

Antonio salió de la habitación, y pegó un portazo. Miguel se quedó en la habitación; tampoco quería lidiar con él.

Y no es, como si los traumas de Antonio, le importasen. En otras circunstancias, habría sentido empatía, pero Antonio, no se la generaba.

Porque era una persona cruel.

(...)

Cuando Antonio bajó a la cocina, vio a Héctor sentado en el sofá. Antonio sonrió divertido, cuando en la cara del hombre, pudo evidenciar un vacío absoluto. Héctor, con las cuencas hundidas, observaba a la pared, con una infusión en la mano, que humeaba a su lado.

Antonio se le acercó, sosteniendo una taza de café en la mano; se sentó a su lado.

Hubo un silencio entre ambos; Héctor no le observó.

—Eh, tío... qué buena está tu actuación —le dijo Antonio, riendo—. Tienes una cara de demacrado... tienes la piel hasta amarilla. Estás ojeroso, y...

—No molestes...

Antonio echó un bufido.

—¿No crees que estás llevando demasiado lejos la actuación de tu cáncer? —susurró Antonio, por lo bajo—. No tienes que actuar que estas enfermo, cuando nadie te está viendo, tío. Mira que, hasta te has maquillado, para...

—Antonio; de verdad tengo cáncer.

Antonio se quedó con una sonrisa tonta en la cara. Contrajo las cejas, y carraspeó la lengua.

—No juegues, tío. No estoy de ánimos para bromas; mira que tu hijo Miguel, ya me ha dado suficientes problem...

—Estoy con un cáncer de páncreas, en estado avanzado —dijo Héctor a secas, observando aún la pared—. Hace unos días fui al médico, y me lo ha diagnosticado. Antes de ayer fui a otro médico, y me han confirmado el diagnóstico. No tengo esperanzas de vida; me han desahuciado. Me queda poco tiempo en este sitio.

Antonio, sintió de pronto, que aquello era demasiada información para su cabeza. Se quedó quieto, y pronto, salió del trance. Se llevó una mano a la barbilla, y se apoyó en ella. Bebió un sorbo de café.

Hubo un silencio.

—Este... bueno, tío; no sé qué decirte, eh... —dijo, descolocado—. Lo siento mucho; es lo único que puedo decirte. Lamento tu situación, pero... ¿qué haremos entonces?

—¿Qué haremos de qué? —lanzó Héctor, con voz seca.

—Pues... de nuestro plan, ¿no? Yo ya he ingresado tu cadena de hoteles en Europa; nos quedaba muy poco para terminar los contratos, y... pues Miguel también. Que me tengo que llevar al chaval hasta España; sabes que tengo muchos proyectos para él; hay agencias, de cine de pornografía, que están interesados en el material que les dije iba a grabar. Ha-hay personas incluso, que me han ofrecido sus instalaciones para las grabaciones, y...

—¿Y cuál es el problema? —volvió a decir Héctor, tajante.

—¡¿C-cómo qué cual es el problema?! Tío... ¡qué te vas a morir, no jodas! ¿Qué vamos a hacer? ¿El plan, acaso...?

—El plan sigue intacto —decretó Héctor, girando su cabeza hacia Antonio, y observando con expresión seria—. El plan sigue en pie, tal cual lo hicimos; nada ha cambiado.

Antonio quedó algo descolocado.

—Ya, pero... ¿y qué pasará contigo? Digo...

—Me voy a morir —musitó—, pero nada cambiará. Escúchame bien lo que diré...

Héctor carraspeó su garganta, y bebió algo de infusión. Antonio imitó su accionar, y bebió café. Ambos se observaron.

—Desde que yo soy un niño, siempre... mi padre me ha despreciado. Mi mamá, y mi papá, siempre prefirieron a mi hermano mayor; siempre...

—¿Tienes un hermano mayor? —jadeó Antonio, alzando una ceja—. Vaya, eso no lo sab...

—Está muerto.

—Oh... —susurró Antonio—. Lo siento... ¿qué le pasó?

Héctor desvió la mirada, y se mordió el labio inferior.

Hubo otro silencio.

—Eso no importa —decretó—. Lo importante es que sepas, que jamás recibí admiración de mis padres; jamás. Siempre, siempre... viví a la sombra de mi hermano. Jamás me felicitaron, y siempre él se robaba el afecto de todos; porque decían que era un hombre bueno, amable, y cariñoso. Tanto fue así, que todos se ganaban su afecto, que él incluso, llegó a ganarse el afecto de...

Antonio notó que Héctor, se veía algo afectado por la conversación. Tomó otro sorbo de infusión, y prosiguió.

—Bueno, da igual... —dijo, tragando saliva—. Desde que mi hermano murió, yo pude tomar su lugar, y comencé a ganar el reconocimiento de todos. Ahora soy un importante hombre de negocios, un reconocido empresario, acá en Perú, y en otros países y continentes. Yo, a base de esfuerzo, he conseguido todo lo que me propongo. Soy un hombre orgulloso de lo que tengo, y mis hoteles, y mi prestigio, pasarán a mi siguiente generación.

Héctor decía aquello con el pecho inflado. Sus ojos opacos, de pronto brillaron. Su mirada se volvió soberbia.

—Bruno, mi hijo menor, es el heredero de mi fortuna; también será mi sucesor. Él se encargará de llevar mis negocios, y perpetuar mi nombre en el mundo. Él llevará mi mensaje, y mi soberbia a todos lados. Bruno, será un hombre como yo; será mi viva imagen. No dejaré que la muerte, trunque mis planes. Esto no es para mí un problema.

Antonio, de pronto sintió curiosidad, al oír las palabras de Héctor, y preguntó:

—¿Y por qué Bruno? ¿Por qué razón muestras un trato distinto con Bruno, y Miguel? Mientras que, a tu hijo menor, le entregas todo esto, a Miguel... me lo regalas, para poder desgraciarle la vida de la peor manera. —Antonio sonrió—. No te estoy juzgando, eh... solo, es una duda. Se me hace curioso.

Héctor observó severo, y apretó los labios.

—Miguel es asqueroso... —susurró, y Antonio, no pudo evitar reír—. Ver a Miguel, es... ver la viva imagen de su madre. Es idéntico a su madre; son ese tipo de personas que, siempre están allí riéndose, siendo tan... cercanos y emocionales. Son sensibles, y... Miguel siempre es tan caluroso, y... me apesta. Me apesta su maldita presencia; siempre lo desprecié, siempre. Cuando era un niño, incluso, después de golpearlo, se acercaba a mí buscando amor; yo lo pateaba. Siempre... él tenía esa luz; Miguel es como una luz, es como una pequeña estrella, y... me molesta. Su luz me molesta, su presencia, es... asqueroso.

Antonio se echó a reír; Héctor lo miró con seriedad.

—Vaya, tío... pensamos igual, eh. Miguel también me parece muy emocional, y... me molesta. Pero bueno, no estoy con Miguel por amor, sino que por... el trato. El chaval me será útil.

Héctor suspiró, y asintió.

—El trato sigue en pie, Antonio. Aunque yo muera, tu deberás seguir tu palabra, e ingresar mis hoteles en Europa. Rebeca los administrará, y cuando Bruno cumpla la edad suficiente, se hará cargo de ellos, y difundirá mi legado por el mundo. Y, Miguel... bueno, estará bajo tus órdenes.

—Será el mejor prostituto de Europa.

Héctor sonrió despacio.

—Bueno... y aunque ya acepté mi destino, que voy a morir... obviamente no me genera placer el dolor. Quiero ir a un médico, que me ayude a tener una muerte tranquila.

—¿Piensas en alguien en específico?

Héctor asintió despacio.

—En Manuel.

Antonio, que bebía su café, lo escupió de inmediato. Observó atónito a Héctor.

—¡¿Qué dices, tío?! ¡¿C-cómo que a Manuel?! ¡¿Te has vuelto loco?!

—Pregunté por él a otros médicos, y... todos me han dado buenas referencias. Solo quiero ir para que pueda recetarme buenos medicamentos; no sabes cómo mierda me he sentido, Antonio. Necesito no sentir dolor, y...

—¡¿Pero con Manuel?!

—Sí, huevón —dijo, tajante—, pero tengo un plan. Iré, y le diré que en realidad la consulta es para otro amigo; no le daré a conocer mi real estado. Debo tener cuidado con...

—Entonces te acompaño —dijo Antonio a secas, de pronto interesado; Héctor lo observó, y alzó una ceja—. Pero iremos sin Miguel, eh... tú sabes que Manuel, es peligroso, porque...

—Sí, ya sé... —susurró Héctor—. Miguel no puede verlo; entre más alejados estén, mejor avanza el plan. Tengo eso muy presente.

—Vale... —suspiró Antonio, aliviado—. Entonces, ¿lo iremos a ver hoy? —Héctor asintió despacio—. Vale, entonces, con el gilipolla del doctor Manuel, a eso de las 6 pm, ¿te parec...?

—¿I-irán donde Manuel?

De pronto, se oyó la voz de Miguel en la puerta. Héctor, y Antonio, contrajeron los ojos. Alzaron la mirada, nerviosos.

Miguel, desde la puerta, sonrió enérgico. Un tierno brillo revistió sus azules ojos.

—¡¿Irán donde Manuel?! —exclamó, riendo enternecido. Corrió hacia su padre, y se sentó frente a él—. ¿Ha-harás caso a mi consejo, papá? ¡¿Irás con Manuel?! ¡Me alegro mucho, papito! ¡Te juro que no te arrepentirás! Es la mejor decisión que pudiste tomar, papá. Manu te ayudará; él es un médico excelente, de eminencia acá en Lima. Yo hablaré con él, ¿sí? Hablaré por ti, y le contaré todo. Puedo tener contacto directo con él, para recuperar tu salud, papá. ¡Ay, me alegro tanto de que hayas accedido a mi petición, papá! Te salvarás, lo juro. Manuel y yo te ayudaremos; te llevaré a control con él, y todo estará bien. ¿A qué hora nos iremos a su consult...?

—Tú no irás, Miguel.

Aquellas palabras de Antonio, sepultaron la sonrisa de Miguel. Quedó con expresión petrificada, y contrajo los ojos.

Se quedó mudo por unos instantes.

—¡¿Q-qué estás diciendo?! —jadeó, indignado—. ¡E-eso es ridículo, no digas huevadas! ¡Yo le recomendé a Manuel a mi papá! ¡No tú! Papá, dile a Antonio, que yo iré contigo a la consulta de Manuel. Yo fui quien te lo recomendó; papá, dil...

—Antonio tiene razón, hijo —intervino Héctor, sepultando definitivamente, la emoción de Miguel—. Tú no irás a la consulta; solo iremos yo, y Antonio. Tú no puedes...

—¡¿Y por qué no?! —Miguel se alzó del sofá, gritando indignado—. ¡¿P-por qué no, papá?! ¡No es justo! ¡Yo quiero ver a...!

Miguel de pronto, se mordió la lengua. Sin percatarse, de pronto, por causa del ímpetu, él iba a gritar a su padre: ''Yo quiero ver a Manuel''; sabía que no era lo correcto...

—Te quedas en casa; punto. Aparte, no iremos por la salud de tu papá, ¿vale? Iremos por otra persona.

Ante las palabras de Antonio, Miguel se quedó de hielo en su sitio. Héctor, despacio, se alzó del sofá, y ante la mirada desconcertada de Miguel, caminó hacia la cocina. Antonio, por detrás, también se alzó.

Miguel entonces, sintió que debía insistir. No podía quedarse así sin más; quería ver a Manuel, deseaba ver a su amado Manuel. Debía agotar todos los malditos medios hasta conseguirlo. Quería verlo, abrazarlo, besarlo, sentirlo.

Quería ver a Manuel ya; le urgía.

—¡Papá, por favor! ¡Déjame ir contigo! ¡Pa...!

Antonio, de un movimiento brusco, le tomó del brazo, y lo jaloneó con violencia. Miguel se quedó estático, y observó asustado.

—Déjate de hacer pasar malos ratos a tu padre, pedazo de mierda —le dijo, mostrándole los dientes—. Déjate de mierdas, Miguel. Déjate de joder.

Como última advertencia, Antonio torció el brazo de Miguel; este lanzó un fuerte quejido, y por el dolor provocado, cayó al suelo. Antonio le observó con desprecio, y rápido, caminó tras Héctor.

Miguel, en el suelo, se acarició el brazo con la piel enrojecida, y agachó la cabeza. Sintió que las lágrimas se le asomaron; sintió vergüenza. A su lado, por las escaleras, Eva bajó, y lo observó con aura compasiva.

Miguel la miró con expresión cansada.

—Ya no aguanto más, Eva...

(...)

Aquella tarde, cuando el reloj marcó las 5 pm en la pared de secretaría, Martín entro por la puerta de la clínica, con aura despampanante, y extrovertida. Llevaba sobre su nariz, unos lentes oscuros de sol, y en cada oreja, llevaba unos piercings sobrepuestos. El cabello rubio se lo había peinado hacia atrás, y en el cuello de su camisa, llevaba un par de botones desabrochados.

Las enfermeras, y la secretaria, observaron descolocadas. Martín se veía bello, pero... extraño.

Ese no era el estilo que él siempre llevaba; no era usual en él...

—Buenos días —saludo Martín a la secretaria, que observaba entre sonrojada, y extrañada—. ¿Ya llegó alguien a mi consulta, señorita?

La secretaria torció los labios.

—A-aún no, señor Martín. Un paciente canceló su visita, y quedó una hora libre.

Martín sonrió despacio, y se desabotonó más la camisa. La secretaria observó descolocada, y con los ojos medios saltones.

—Bueno, che... el paciente se lo pierde. Me iré un rato a la cafetería, con permiso.

Y cuando Martín, se volteó para ir en la dirección contraria, chocó con alguien de frente. Ambos se sobresaltaron.

Martín se volvió a acomodar sus anteojos de sol, y entornó los ojos.

Había chocado con Manuel.

—Eh, Manu...

Manuel, que llevaba sus anteojos de lectura, bata blanca, y una taza de café en la mano, observó con expresión contrariada.

Se quedó con la boca abierta observando a Martín.

Martín, en su sitio, se peinó el cabello hacia atrás. Sonrió expectante a Manuel.

Hubo un silencio entre ambos.

Manuel entonces, se echó a reír. Martín observó algo ofendido.

—¿Por qué chucha estai' vestido así?

—¿Así cómo? —respondió, y Manuel, volvió a reírse—. ¡¿De qué te reís, pelotudo?!

Manuel se mordió el labio, reteniendo otra carcajada. Tomó a Martín por el brazo, y lo arrastró lejos de la secretaria, que atenta, oía la conversación de ambos. Allí se detuvieron, y Manuel, se echó a reír de nuevo.

Martín, por debajo de sus anteojos de sol, contrajo las cejas.

—Dejá de reírte, Manuel. Te voy a dar unas piñas, que...

—Weón, en serio, ¿por qué estai' vestido así?

—¿Qué tiene?

—Martín, por favor... mírate —le dijo, levantando su mano libre, y tocándole las orejas—. Tienes unos piercings de mentira puestos —hizo alusión a unos aretes sobrepuestos en las orejas de Martín—. Y lentes de sol, en pleno invierno po, weón. La camisa desabotonada, el peinado hacia atrás, y... tu pantalón, weón, está demasiado ajustado...

—Me lo decís vos todavía, que usas pantalones ajustados.

—Ya, pero yo los uso así por eeeesto —dijo Manuel, bajando su mano, y apuntándose la entrepierna con disimulo; la secretaria, a lo lejos, observo dicho ademán, y se sonrojó—. Porque me aprieta ahí; no es por gusto propio.

—Por la pija de burro.

—¡Sssshhh! —exclamó Manuel, nervioso, y Martín comenzó a reír—. Pero ya po, en serio; ¿por qué de pronto, cambiaste tu estilo de forma tan... drástica? Parecís un wachiturro; ¿por qué no te pegai' un paso?

Manuel sonrió burlesco, y Martín, se levantó los anteojos de sol; se los posicionó por sobre la cabeza. Miró a su alrededor, y luego, dijo a Manuel por lo bajo:

—¿Crees que, con esta apariencia, ahora le guste a Luciano?

Manuel quiso reírse por la pregunta, pero en lugar de eso, se atoró con el café; carraspeó su garganta. Sus lentes se empañaron por el vapor; se los alzó por sobre la cabeza.

—El otro día, vos me dijiste que debía arreglarme un poco más; exaltar mis atributos, así que... quise usar tu estilo. Si a Lú le gustas, eso quiere decir, que, si me visto como vos, quizá le llame la atención, y...

—¡Pero weón! —intervino Manuel, algo indignado—. Yo no me visto así, Martín. Parecís un turro, weón; me siento ofendido, ¿acaso yo parezco un turro? —Martín, con expresión burlesca, asintió; Manuel se sintió ofendido—. Ah, que erís buena onda, culiao. Aparte, cuando te dije que ''exaltaras tus atributos'', no me refería a esto. ¿Voh' erí weón?

—A veces —respondió, cruzándose de brazos—. Pero bueno... hice un cosplay de vos.

Manuel siguió riendo, y Martín, también lo hizo.

—¿Le gustaré así a Lú? Quiero acostumbrarme a este nuevo estilo, quizá así...

Manuel sonrió algo enternecido, y despacio, alzó una mano; le desordenó el cabello a Martín.

—No tienes que imitar el estilo de nadie, Martu. Solo tienes que ser tú mismo; sé fiel a tu estilo.

Martín contrajo las cejas, y rápido, le alejó la mano a Manuel. Volvió a peinarse el cabello hacia atrás.

—No me despeines, pelotudo; me costó hacerme el cabello así, y...

De pronto, cuando Martín extendió su mirada hacia la entrada de la clínica, vio entrar a Luciano.

Martín quedó de hielo; Manuel se volteó, y observó.

—Uh, hablando del rey de Roma... —susurró Manuel, divertido—. Ahí viene Lú...

Martín comenzó a desesperarse. De pronto, aunque tenía una apariencia de ''chico malo'', seguía siendo alguien muy ansioso; comenzó a ponerse nervioso.

—Che, Ma-Manu... ¿q-qué hago? ¿qué hago? A-ahí viene Lú; la... la concha de tu madr...

—Tranquilo, weón —le susurró Manuel, frotándole la espalda—. Te ponís muy nervioso, Martu; tienes que ser tú mismo no más; así como siempre has sido con el Lú...

Martín, de pronto, se llevó ambas manos a la boca.

—Manu; te voy a lanzar mi aliento. Decime si huele bien.

—Ya, a ver; dale.

Martín, de forma disimulada, le echó el aliento en la cara a Manuel.

—¿A qué huele?

—A pene.

Martín le pegó en la cabeza a Manuel; este comenzó a cagarse de la risa, mientras se frotaba por el golpe.

—¡Esto es serio, pelotudo! Decíme a que huele. Dejate de joder, Manuel.

Manuel, entre risas, contestó:

—A menta, weón. Huele a menta.

Martín suspiró aliviado, y sonrió.

—A menta con pene.

Manuel volvió a estallar en risa, y Martín, alzó su mano, para volver a golpearlo.

—¡Sos un boludo, hijo de...!

—Hola, menino Manuel; menino Martín...

De pronto, se oyó la voz de Luciano por detrás. Martín dio un respingo, y nervioso, se quedó quieto. Manuel observó agraciado.

—Hola, Lú. ¿Cómo estai?

Luciano sonrió coqueto a Manuel, y de pronto, Martín intentó voltearse. Manuel le tomó el hombro, y de un movimiento brusco, le ayudó.

Quedó frente a frente con Luciano; Martín se quedó algo rígido.

Luciano observó a Martín, y sonrió contrariado. Hubo un silencio.

—¿Q-qué te pasó, Martín? —le dijo, extrañado—. Te... te ves distinto, y...

—Ho-ho-hola, Lú... —dijo él, con la voz algo apretada—. ¿C-cómo estás, en qué andás?

Manuel se quiso reír, porque Martín, se mostraba más torpe que en otras ocasiones. Luciano observaba extrañado.

—Este... vine a verte a ti; quiero conversar algo contigo.

Respondió Luciano, y Martín, no pudo creerlo. ¡¿Venía a verlo a él?! ¡¿Y no a Manuel?! Aquello le tomó por sorpresa; no se lo esperaba.

De la impresión, a Martín se le atascaron las palabras en la garganta. Manuel tuvo que darle un apretón en el culo, para ayudarlo a soltarlas.

—¡A-aaah! —exclamó, sintiendo el apretón de Manuel, por detrás; Luciano sonrió extrañado—. Di-digo... sí, claro. ¿Querés conversar? Vení; vamos a mi consulta...

Manuel sonrió extasiado, y alzó una ceja. Sintió ganas de hacerle barra a Martín, pero debía ser sigiloso en presencia de Lú.

—Nos vemos, Martu. —susurró Manuel, dándole una palmadita en el hombro. Luciano alzó la mirada, y observó a Manuel; le sonrió despacio—. Tú igual, Lú; cuídense. Yo vuelvo al trabajo.

—Tchau, menino Manuel; ate logo...

Manuel no comprendió mucho aquello último, y en lugar de responder con palabras, solo sonrió calurosamente a Luciano.

Martín y Luciano, entonces se perdieron ante su vista.

(...)

Cuando ambos entraron en la consulta, Martín se dirigió rápido hacia el sofá, y le acomodó un lugar, con mucho esmero, a Luciano.

—¿Querés algo de beber, Lú? ¿Café, un té, mate quizás?

Luciano, que tomó asiento en el sofá, asintió despacio.

—¿Un té?

—A la orden.

Luciano, desde su puesto, sonrió al mirar a Martín. Sintió cierta ternura, al ver el nuevo estilo que ahora llevaba, porque bien sabía Luciano, que aquello no era propio de Martín.

Y también, sintió ternura, al ver lo atento que Martín, se comportaba ante su presencia.

—Toma —le dijo luego, cuando tuvo la taza lista—. Ten cuidado, eh; está caliente. No te vayas a quemar.

Luciano echó una pequeña risilla, y Martín, sintió que el corazón le latió con fuerza. Hubo un suave silencio entre ambos, y se sintió una leve tensión.

—Bueno, Lú... ¿a qué debo tu bonita visita? ¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?

Luciano, que bebió un largo sorbo de té, asintió despacio. Dejó la taza a un costado, y se acomodó mejor en el sofá. Martín tomó asiento a su lado, y se observaron.

—Quiero que me ayudes con Manuel.

Dijo Luciano, y Martín, no pudo evitar sentir un poco de decepción ante ello.

Pero lo ocultó.

—Ah... sí, claro; decíme...

—Él está de cumpleaños el dieciocho de septiembre, ¿verdad? Dentro de ocho días.

—Sí, así es... —respondió Martín, algo desganado; qué tonto, había sido al pensar, que Luciano le iría a ver a él...—. ¿Por?

Luciano sonrió despacio, y de su bolso, sacó un lápiz, y una libreta.

—Voy a hacerle un regalo sorpresa a menino Manuel... —dijo Lú, abriendo la libreta—. Y necesito que me ayudes a saber... ¿qué cosas le gustan a menino Manuel? Voy a regalarle un tatuaje, hecho por mí, pero... quiero saber, qué clase de cosas, le gustaría tener a Manuel, dibujado en su piel.

Martín torció levemente los labios, y se cruzó de brazos; se quedó pensativo por un instante.

—Bueno, si vas a regalarle un tatuaje... tenés que saber, que a Manuel le gusta el estilo vintage; es como de un estilo más tradicional.

—Sí, de eso me fijé; es un bonito estilo.

—Ajá... —respondió Martín, algo cabizbajo—. Y bueno, le he viso que tiene tatuajes de dagas, y de animales; en el brazo derecho tiene un lobo, y unas rosas. Creo que en la espalda tiene un tigre. En la costilla tiene una daga.

—Dagas, animales... —susurró Luciano, escribiendo en su libreta—. ¿Crees que le guste, un corazón realístico, un caballero, o una enredadera?

Martín sonrió despacio, y asintió.

—Sí, eso suena bien para él...

Luciano asintió rápido, y emocionado, comenzó a dibujar un boceto rápido en su libreta. Martín lo observó admirado.

Y mientras Luciano dibujaba, Martín lo miraba con ojos de ensoñación. De pronto, mientras él extendía trazos en la hoja, alzaba la mirada, y veía la expresión de Martín.

Cuando sus miradas chocaban, sonreían, y rápido, agachaban la cabeza.

Les daba algo de vergüenza, tener ese contacto visual...

—Ya está... ¿qué te parece? —dijo Lú, extendiendo emocionado su dibujo, ante la mirada de Martín.

Martín tomó el dibujo, y lo observó detenidamente. Sonrió despacio.

—Hermoso, Lú. —Ante ello, Luciano sonrió enérgico—. Pero... ¿me permitís hacerle un pequeño cambio?

Luciano asintió despacio, y le extendió el lápiz a Martín; este comenzó a hacer unos pequeños detalles, y tras un minuto, le devolvió el dibujo a Luciano.

—Le agregué esas cositas; eso será del gusto de Manuel.

Luciano observó admirado, y asintió. Martín sonrió enternecido.

—Obrigado, menino Martín.

—Seja bem-vindo.

Respondió Martín, y Luciano, se sonrojó despacio. Ambos rieron.

Luego, hubo un leve silencio. Ambos desviaron la mirada.

—Yo... vine para esto, y... porque tenía ganas de verte, Martín...

Al oír aquello, Martín quedó descolocado. Contrajo sus ojos, y alzó una ceja.

¿Había oído bien?

—Bueno... yo he estado dibujando mucho sobre las cosas que, a ti, y a mí, nos gustan, y... quería saber tu opinión.

Rápido, Luciano sacó desde su bolso, otro cuadernillo. Lo abrió, y se lo extendió a Martín; este observó admirado.

—Cuando a menino Manuel, le hablo sobre estos temas... él se muestra algo desinteresado, en cambio contigo... puedo hablar sobre esto; así que, por eso, quería verte, para...

—Eso es porque Manuel, no es tan fanático como tú y yo; él juega videojuegos casualmente, pero no es su mundo. Tú y yo, somos un par de ñoños de mierda; no Manuel.

Luciano comenzó a reír agraciado. Martín sonrió con ternura.

—¿Puedo... pedirte más té?

—Me ofendería si no pidieses más.

Martín tomó la taza de Lú, y se dirigió al termo. Luciano se irguió del sofá, y despacio, caminó al escritorio de Martín. Desde allí, comenzó a leer todos los distintivos y diplomas, que Martín tenía colgando en la pared. Observó admirado.

Martín, al rato, llegó con la taza humeante; se la pasó a Lú; este la recibió.

—Wow... quantos reconhecimentos....

—Ah, sí... —sonrió Martín, avergonzado—. Son diplomas de cursos que he hecho; de criminalística, de psicología infantil, en temas laborales; me gusta aprender de todo.

Luciano sonrió admirado, y asintió despacio.

—Están preciosísimos tus dibujos, Lú. Sos todo un artista.

Luciano, sonrojado por el cumplido, tomó la libreta.

—Obrigado... —musitó, y escondió su rostro tras la taza—. O-obrigado, Martín...

Ambos guardaron silencio, y de pronto, con mirada tímida, Luciano observó al rostro de Martín, y susurró:

—Posso perguntar, por que voce está usando ese visual? —''¿Puedo preguntar, por qué estás llevando esa apariencia?'', preguntó Luciano, algo nervioso hacia Martín.

Martín alzó ambas cejas, y respondió:

—Claro; nao há problema. Nada acontece. —''Claro; no hay problema. No pasa nada'', respondió Martín—. Yo... solo quise cambiar de estilo. No me gustaba mi estilo anterior, creo que...

—Pero si antes te veías precioso... —musitó Lú, algo apenado—. Bu-bueno... no es como si no te veas lindo ahora; te ves lindo igual, pero...

Despacio, Luciano dejó la taza en el escritorio. Martín observó descolocado. Luciano alzó sus manos, y lento, comenzó a retirar los piercings de la oreja a Martín. Bajó luego sus manos al cuello de la camisa, y comenzó a abotonar, para luego, desordenarle el cabello a Martín, y retirarle las gafas de sol.

Y Martín, volvió a ser el mismo de antes; el Martín de siempre.

Luciano sonrió enternecido; se sonrojó despacio.

—Ahora sí... eres el Martín de siempre.

Martín sonrió apenado.

—Así te ves bonito, menino Martín. Tu apariencia simple, condice con tu corazón humilde. Así es tu esencia; no te esfuerces por parecer distinto. Así es como estoy acostumbrado a verte, y así es como me siento cómodo contigo.

Martín agachó la cabeza, y sintió un fuerte cosquilleo en el estómago. Y, tras varios segundos, Luciano se sintió igual; ¡¿qué es lo que había hecho?!

Luciano se sintió entonces, de pronto muy nervioso. Desvió la mirada, e intentó no observar al rostro de Martín, pues, con el paso de los minutos, la expresión de él, se hacía más, y más absorbente.

—Des-desculpe, acho que fui muito rude... —''Disculpa, creo que fui muy grosero'', susurró Luciano, avergonzado—. N-no debí...

—No, calma, Lú... —sonrió Martín, enternecido por las acciones, y palabras de Lú—. Te lo agradezco mucho; de verdad, no sabes cuánto...

Martín entonces, despacio alzó su mano, y sintiéndose impulsado por la ternura del momento, le tomó la mejilla a Luciano.

Y Luciano, contrajo los ojos. Se observaron por largos segundos.

Ninguno dijo nada. Por primera vez, y después de muchos pensamientos revoloteando en sus cabezas, ambos decidieron mirarse directo a los ojos, y sin mediar otro lenguaje.

Y, aunque Luciano sentía que sus manos temblaban despacio, no sintió el deseo, ni el impulso, de quitar las manos de Martín desde su rostro.

Y en lugar de eso, Luciano sonrió despacio.

Martín entonces, se sintió más valiente que nunca, y desprovisto de toda vergüenza, decidió que era quizá el momento, para concretar aquello, que deseó desde un inicio.

—Te quero muito, Lú...

Ante aquellas palabras, Luciano contrajo sus pupilas. Y de pronto, sintió el tacto de Martín en su rostro, más afianzado que antes. Y a los segundos posteriores, Luciano sintió, que sus párpados pesaron, como si una extraña corriente de sueño, le invadiera en la faz; se sintió como en un escenario onírico, y muy apacible.

Y despacio, cerró sus ojitos castaños, para luego, sentir el cálido aliento de Martín, cerca de sus labios.

Luciano se sintió entonces, acunado en una paz increíble de pronto. Y las manos de Martín, fueron dos caricias en sus mejillas.

Luciano, de forma inconsciente, entonces sonrió.

Y casi, inmortalizan ambos un beso en los labios, sino fuese porque de pronto, algo muy imprudente, les arremetió.

Toc, toc.

—Señor Martín, su paciente está esperando. Lleva diez minutos de retraso.

La secretaria, desde el exterior, habló con fuerza. Luciano y Martín, abrieron los ojos de golpe; se observaron de cerca, a pocos centímetros de un beso.

Se quedaron quietos, por causa del impacto.

Se observaron directo a los ojos, y evidenciaron en aquello, como cada uno, tenía el rostro sumamente acalorado.

—¿Señor Martín?

Y entonces, abrió la puerta. La secretaria observó contrariada; Luciano y Martín, yacían en la misma posición.

Hubo un silencio incómodo; era evidente en lo que estaban...

La secretaria se llevó una mano a la boca.

Luciano entonces, entró en pánico.

—¡AAAAAAH, nao é o que parece! —''No es lo que parece'', gritó, sonrojado hasta las orejas, y muy avergonzado.

Martín contrajo los ojos, y de pronto, sintió las fuertes manos de Luciano, arremeter contra su pecho; Luciano lo empujó con fuerza.

De la fuerza que Luciano mostró, por causa del momento, Martín cayó estrepitosamente en su escritorio, y con hojas, lápices, y carpetas, Martín dio vuelta la estructura, y cayó al suelo en medio de un escándalo.

Y, como se diría en el buen chileno...

Martín se sacó la re conchetumadre.

—¡¡¡Aaah, la concha de tu madre, Lú!!! —exclamó Martín, dado vuelta como una tortuga obesa—. ¡¡Me dolió, pelotudo!!

La secretaria, que observó desde la puerta, no supo si cagarse de la risa, o preocuparse por la caída de Martín.

Porque, de verdad, había sido muy estrepitosa.

Luciano, en su sitio, observó impactado, y con el rostro colorado hasta las orejas. Sintió entonces que se desesperaba, y rápido, tomó su bolso.

—¡De-debo irme, tchau!

Rápido, Luciano escapó de la consulta. Martín, entre risas y enojo, se irguió desde el suelo. La secretaria corrió hacia él, y le ayudó a levantarse.

Cuando Martín pudo por fin erguirse, se apoyó en sus rodillas; la secretaria observó preocupada.

Martín entonces, riendo, susurró despacio:

—Señorita secretaria, por primera vez en la vida, siento ganas de despedirla.

La secretaria se sonrojó, y sonrió.

(...)

A las afueras de la consulta, Lú corría como un caballo desbocado. La emoción del momento, el ser sorprendidos por la secretaria, la vergüenza de haber tenido tan cerca a Martín, a pocos centímetros de un beso, tenían a Luciano con el corazón en la mano, y con el calor sofocándole la cara.

Y sintiéndose nervioso, y con el corazón latiendo de prisa, caminó hacia las afueras de la clínica, sin tomar siquiera atención, a la vista que ante él se extendía.

Luciano agachó la cabeza, y comenzó a caminar muy rápido; no miraba hacia donde se dirigía.

—Q-qué eu ia fazer? —''¿Qué estuve a punto de hacer?'', se preguntó Luciano, avergonzado—. Eu ia beijar Martín! Qu-quase dei um beijo no Martín! —''¡Iba a besar a Martín! ¡Casi le doy un beso a Martín!'', exclamó descolocado.

Y Luciano, iba tan inserto en su desesperación, que pronto, no se dio cuenta quien venía en su dirección contraria.

Y Luciano, se golpeó con fuerza; se azotó en la pared.

Chocó con alguien.

Sin embargo, la persona que le chocó, ni cuenta se dio. Luciano se volteó desafiante, y cuando se percató de quien se trataba, quedó enmudecido.

Había chocado con Antonio.

Sí, con Antonio; el prometido de Miguel, su hermanastro.

—¿Q-qué mierda? —susurró Lú, descolocado—. ¿E-es él?

Y Antonio, iba muy amistosamente, conversando con Héctor. Ambos se dirigieron entonces al ascensor, y pronto, se perdieron de vista.

Luciano quedó extrañado, y pronto, salió de la clínica.

Volvió entonces a casa.

(...)

Cuando Luciano, una hora después, llegó hasta la casa, encontró de inmediato en el sofá, a Miguel allí sentado.

Le observó en silencio, y Miguel, no se percató.

Miguel llevaba una expresión preocupada; en la oscuridad del living, yacía sentado, observando a la pared. Llevaba los brazos y piernas cruzadas, y con insistencia, movía uno de sus pies, signo de ansiedad.

Luciano contrajo las cejas. Sintió de pronto, curiosidad por el semblante de Miguel.

—Hola —saludó Lú despacio, acortando distancia hacia él—. ¿Te sientes bien?

Miguel de pronto, alzó su mirada hacia Lú. Ambos se observaron.

—Lu-luciano... —susurró Miguel, algo contrariado—. Yo... creo que no hay nadie en casa. Me dormí una siesta, y... de pronto, me desperté, y... no hay nadie en casa.

Luciano torció los labios.

—Ah; pensé que te pasaba algo malo, y...

—Disculpa mi pregunta, pero... ¿de dónde vienes?

Ante aquella pregunta de Miguel, Luciano observó algo extrañado. No era como si, él y Miguel, tuviesen la confianza suficiente, como para increparse el dónde habían estado.

—Vengo de la clínica —respondió a secas, y pronto, recordó la imagen de Antonio y Héctor, en la entrada del recinto de salud—. Ah, y... Antonio, y tu padre, están allá también; los vi llegar.

Miguel contrajo los ojos, y se irguió de golpe. Acortó distancia hacia Luciano.

—¡¿Q-qué dices?! —jadeó—. ¡¿Están allá?!

Luciano asintió despacio; Miguel lanzó una maldición al aire.

—¡Tamare'! E-entonces no mentían, cuando dijeron que irían... —dijo para sí mismo, nervioso—. N-no puedo quedarme acá; debo alcanzarlos, yo...

Luciano observó extrañado; alzó una ceja.

—Lú, por favor, por favor... —Miguel se acercó a él, y juntó sus dos manos, en forma de súplica—. Préstame dinero, por favor. Solo un poco; es para el pasaje. Te juro que te lo devuelvo luego, Lú.

Luciano alzó una ceja, y se cruzó de brazos.

¿Acaso Miguel iba a ir a ver a Manuel? Si era así, entonces no le prestaría nada.

—Mh...

—¡P-por favor, Lú! —pidió Miguel, conmiserativo—. ¡Y-yo quiero ir a la clínica, porque quiero ir con mi papá! Mi papá fue a ver el estado de su cáncer, y... yo quiero acompañarlo; me interesa saber de su estado de salud. Por favor, Lú.

Claro; aquello era muy cierto; Miguel estaba preocupado por la salud de su padre, pero... la razón principal, por la que Miguel insistía tanto en ir, era por las ansias de ver a Manuel. En parte, utilizó lo de su padre, como una excusa.

Luciano, que era empático, y tenía también un corazón muy indulgente, comprendió la situación.

Si se trataba de la salud de su padre, Luciano comprendía.

—Bien —le respondió a secas, y se metió la mano al bolsillo; sacó un billete—. Toma, menino Miguel; ve con tu padre. Es importante que estés con él, si se trata de su enfermedad.

Miguel tomó el billete, y sonrió enérgico. Rápido, se abrazó a Luciano; este contrajo los ojos, y observó avergonzado.

—¡Gracias, gracias, gracias Lú! ¡Juro que te lo devolveré!

Rápido, Miguel corrió hacia su habitación. A lo lejos, se oyó el retumbar de algunas cosas caer en el camino. Pronto, Miguel, con olor a perfume, y ropa nueva, apareció de nuevo en el living. Tomó una hoja, y le escribió algo rápido; se la echó al bolsillo.

Luciano le observó extrañado.

—¡Chao, Lú! Mil gracias.

Y Miguel, salió disparado hacia la calle.

Luciano echó un leve bufido al aire; se encaminó hacia su habitación.

(...)

Dentro de su despacho, Manuel terminaba de atender a su última paciente agendada. Cuando en la puerta de su consulta, la despidió gentilmente, Manuel cerró aquella, y se devolvió a su escritorio.

Allí comenzó a ordenar su carpeta con casos clínicos; se posicionó los anteojos, y comenzó a revisar las cirugías programadas para la semana restante. Con lápiz en mano, comenzó a escribir detalles al costado de cada hora agendada en pabellón, y luego de eso, comenzó a ordenar y guardar.

Era momento de irse a casa.

Cuando entonces tomó su bolso, y se dispuso a guardar sus indumentarias, se oyó un leve golpeteo en la puerta. Manuel, con voz suave, anunció:

—Adelante.

Tras la puerta, apareció su secretaria. Manuel alzó la mirada, y sonrió despacio. La secretaria también le sonrió.

—Es tarde, señorita; pensé que ya había ido a descansar a su casa.

—No, aún no puedo... —dijo ella, sosteniendo unas hojas en su mano—. Doctor Manuel, lo que pasa, es que... creo que hay un problemita.

Manuel contrajo las cejas despacio.

—¿Qué pasó?

La secretaria se mostró algo nerviosa ante aquella pregunta. Si bien era cierto que, Manuel era el profesional, que mejor la trataba en dicho recinto, la situación con la que ahora ella lidiaba, era un poco incómoda; ser secretaria, y lidiar con atención al público, no era trabajo fácil.

—Lo que pasa, es que... hay dos hombres en la sala de espera, doctor. Les he dicho, y les he explicado, que el día de hoy, usted ya no atenderá más pacientes, porque ya cumplió su horario. Además, les he dicho, que usted tuvo un día muy extenuante, porque en la mañana trabajó en urgencias, y luego acá en su despacho, pero ellos no entienden, y...

—¿Vinieron hasta mi consulta, sin agendar una hora, y están exigiendo ser atendidos? —preguntó él, con voz suave.

La secretaria asintió.

—Les dije que mañana podrían volver, pero debían llamar y agendar. Pero ellos, dicen que es urgente, y...

—Con permiso.

De pronto, por la puerta, e interrumpiendo a la secretaria, aparecieron Héctor, y Antonio. Manuel, al verlos entrar, quedó enmudecido.

No pudo reaccionar de inmediato.

—Buenas noches, doctor Manuel. Tal y como dice su querida secretaria, nos gustaría ser atendidos ahora, no hay problema con eso, ¿verdad? Es una urgencia. Recibí excelentes referencias de usted, y me preguntaba... si podría atendernos. Será algo cortito, doctor, por favor.

Héctor, al finalizar sus palabras, sonrió apacible. La secretaria observó incómoda, y Manuel...

Manuel observó perplejo.

Despacio apretó los puños, y con los ojos contrariados, observó a Héctor, y a Antonio.

A Antonio...

Manuel sintió un leve pitido en sus oídos. El verlos a ellos dos, ahí, parados en su consulta, le provocó una mezcla de emociones, que Manuel, no supo identificar en un instante. ¿Qué era? ¿Era enojo, tristeza, amargura, frustración?

¿Qué era?

Porque el verlos allí, en su consulta, a ellos dos, los mismos que, en aquella noche del cumpleaños de Miguel, marcaron un episodio doloroso, y traumático para él, le traía a Manuel recuerdos sumamente amargos.

Manuel se quedó en silencio por unos instantes; apretó los labios.

Verle la cara a Antonio, le provocaba una rabia indecible. Quería lanzarse sobre él, y partirle la cara con el bisturí que estaba en su bolso, o bien, romperle el cuello con sus manos.

Pero mierda, ¡él era un puto médico! Estaba en su consulta; debía regularse, auto manejarse; debía mostrar templanza.

La secretaria observó nerviosa.

—E-este, señor, por favor... estando afuera, le dije que el médico ya no puede atender. Por favor, llame para agendar, y vuelva mañana, estoy segura que el doctor, los atenderá gustos...

—Eh, señorita, que es solo un momento; ¿por qué el médico no podría atendernos? —interrumpió Antonio.

—Es solo un momento, por favor —insistió Héctor.

La secretaria negó despacio.

—Vuelvan mañana, por favor; se los pid...

—Señorita...

Manuel habló por detrás, con voz firme, pero aún suave. La secretaria se volteó, y observó nerviosa.

Manuel le sonrió apaciblemente.

—Atenderé a estos pacientes, y me iré a casa. Por favor, ingréselos a la agenda. Le agradezco mucho su labor; puede retirarse.

La secretaria suspiró, y asintió despacio.

—Con permiso.

Rápido, la mujer salió desde el despacho. Héctor y Antonio, entonces ingresaron a la consulta, y la puerta se cerró.

Manuel, Héctor, y Antonio, entonces se quedaron los tres solos.

Hubo un silencio asquerosamente incómodo, y denso.

A Manuel se le puso algo rígido el cuerpo.

—Tomen asiento.

Hecha la invitación, los tres se sentaron. Manuel, desde su puesto, observó con expresión seria; Antonio, llevaba una sonrisa —que, al parecer, era algo burlesca hacia Manuel—, y Héctor, mostraba semblante tranquilo.

La tensión allí, era latente.

Manuel contrajo despacio sus cejas. Por debajo de su escritorio, apretó la tela de su pantalón, intentando drenar el enojo, que tenía al ver la cara de mierda de Antonio.

¡Mierda! Que quería golpearlo; trisarle la puta nariz...

—¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó entonces Manuel, manteniendo, a pesar de su enojo y desagrado, su comportamiento profesional.

Héctor sonrió despacio, y desde su bolso, sacó una carpeta.

—Doctor Manuel, pasa que, en realidad, no vengo por mi estado de salud.

—¿Entonces por el de quién?

—El de un amigo —mintió, no queriendo dejar en evidencia a Manuel, que verdaderamente, él estaba ad portas de la muerte—. Es decir... yo también estoy enfermo; tengo cáncer.

—Mh, ya veo —respondió Manuel, no queriendo decir ''lo sé, mi ex novio, su hijo Miguel, me lo contó''; en lugar de eso, se hizo el desentendido—. ¿Qué cáncer padece?

—De estómago —reveló Héctor—, pero yo aún tengo algo de esperanzas para vivir. Tengo a mi médico de cabecera; él es un buen médico, y me está tratando, pero él me dijo que aún estamos avanzando lento; tengo esperanzas de vivir, pero también estoy en peligro, ¿me entiende?

Manuel asintió despacio.

—¿Quiere que lo revise a usted?

—¡Ah! No, no... —musitó Héctor, riendo—. Disculpe, solo le quería contar eso sobre mí, pero... no, en realidad, como le dije, es para mi amigo, que no puede venir. Él me dio sus exámenes, y me dijo que se los trajera a usted, para que pueda darle un diagnóstico y balance. Usted me entiende, ¿verdad?

Manuel asintió despacio, y con expresión algo extrañada.

Era muuuy poco usual, ver ese tipo de situaciones; que una persona, ajena al enfermo, fuese hasta la consulta, para recibir la atención. Generalmente, era la persona enferma, siempre la que asistía.

—Bueno, me habría gustado revisar al paciente personalmente, pero si no es posible...; permítame los exámenes, por favor.

Héctor le extendió los exámenes, y en ese trayecto, Manuel y Antonio, hicieron contacto visual directo.

Se asesinaron con la mirada.

Manuel, de un golpe brusco, abrió la carpeta —le costaba retener su enojo—, y comenzó a leer la carpeta, con los exámenes allí dentro.

En un inicio le pareció extraño, que todos los exámenes, tuviesen el nombre del paciente borroso; era como si alguien, hubiese borrado a propósito los nombres, para no poder identificar la identidad del paciente enfermo. Manuel contrajo las cejas, y decidió no preguntar; no era como si aquello, fuese de su interés.

En realidad, atenderlos a ambos, no era de su interés. Había accedido por orgullo; para mostrarles, que su puta presencia, no les afectaba.

Y especialmente con Antonio, pues con Héctor, Manuel no tenía mayores rencores, o roces.

Hasta el momento...

—El diagnóstico del paciente, según puedo ver en esta carpeta, es un cáncer de páncreas en etapa cuatro. Lamentablemente, aunque aquí dice etapa avanzada, yo soy capaz de decir, que está en un estado terminal —al oír aquello, Héctor tragó saliva—. Se ha propagado a sitios adyacentes; como el hígado, y el peritoneo. Por lo que se ve en este examen de acá... —Manuel tomó uno en específico, y lo alzó despacio—, también está en los ganglios linfáticos; mh... no, no es un buen escenario, para nada.

Héctor carraspeó su garganta, pues sintió un nudo.

—Do-doctor, ¿cuál es la esperanza de vida, que tiene mi a-amigo?

Manuel torció los labios.

—Ninguna —dijo, tajantemente—. El paciente está desahuciado; lamentablemente, el cáncer de páncreas, es uno demasiado silencioso, y mortal. A los primeros síntomas de este, es recomendable acudir de inmediato, pues los síntomas aparecen, cuando ya hay incluso un daño considerable. Pude haber ayudado, e incluso salvado a este paciente, pero en etapa tres, o incluso cuatro; pero ahora es terminal... no hay mucho que pueda hacer.

Al oír aquello, Héctor agachó la cabeza. Se mordió fuerte los labios. Antonio observó algo preocupado.

—Ni siquiera procede la cirugía en este caso. El exponer, a este paciente, a una cirugía, sería acelerar su muerte pues, los efectos secundarios propiciarían a la extensión del cáncer, y aparte, está ya tan distendido, que no tengo un punto específico para extraer; incluso en los ganglios está. La cirugía, en este caso, tiene un grado alto de mortalidad; no la recomiendo.

—¿E-entonces qué recomienda, doctor?

—Cuidados paliativos —indicó Manuel—. Lo importante, ahora, es poder darle una muerte digna a este paciente, que lamentablemente, se verá afectado por dolores muy fuertes; el cáncer de páncreas es aparte, sumamente doloroso.

Héctor comenzó a sudar frío; a su lado, Antonio le pegó una patada suave; estaba haciendo muy evidente, que, en realidad, el paciente del que hablaba Manuel, era él.

—¿Q-qué recomienda usted, doctor? ¿Morfina?

—Bueno, la morfina va a ayudar para paliar el dolor, pero, en mi caso, yo utilizó la medicina antroposófica —al oír aquello, Héctor contrajo los ojos; se sintió como un imbécil. Anteriormente, Miguel le había querido hablar sobre ello, pero él, orgulloso y testarudo, no oyó a su hijo—. La medicina antroposófica es una forma de medicina integrativa, en donde utilizamos las propiedades naturales de las plantas, y la integramos con la medicina convencional. Así, formamos una terapia concorde al desarrollo y necesidades del paciente.

Antonio, que también le tenía una rabia tremenda a Manuel, miraba expectante.

De cierta forma, ahora entendía, porque Miguel estaba enamorado de Manuel.

Escucharlo hablar, era absorbente.

Antonio, en aquellos instantes, se sintió pequeño al lado de Manuel.

—¿Y qué puede darle para eso? —preguntó Héctor.

—Para los tratamientos con cáncer, yo utilizó el muérdago. Es una forma natural, no invasiva, y sumamente efectiva para los cuidados paliativos. El muérdago, es incluso usado para restar el avance del cáncer, pero en estas circunstancias, solo nos queda usarlo para mitigar el dolor.

Manuel se alzó de su asiento, y rápido, buscó en su estante. Volvió de inmediato a su escritorio.

—Helixor —mencionó, y ante Antonio, y Héctor, extendió una pequeña cajita—. Es extracto de muérdago inyectable, y muy eficiente. Muchos médicos se niegan a usarlo, porque lamentablemente prefieren aún los métodos convencionales como la quimioterapia, y la radioterapia; supongo que eso deja más dinero para ellos, o son muy cerrados a nuevos descubrimientos médicos. Yo recomiendo de inmediato a mis pacientes, esta solución inyectable. Créame que va a ayudarlo. Los pacientes míos, que han usado esto, han presentado mejorías muy buenas, o muertes indoloras, en caso de estar desahuciados. Este método es utilizado en la medicina europea; poco a poco, va ganando terreno en este lado del mundo.

Héctor observó admirado.

—¿Do-dónde se consigue?

—Lamentablemente, al ser una solución efectiva, y que va desterrando parte de la medicina convencional, en países de este lado del mundo, aún no está muy presente. Es un medicamento alemán, y desde allá debe pedirlo. Sin embargo, sé que en Chile la venden. En mi país, hay un grupo grande de médicos que trabajan en torno a esto; desconozco si acá en Perú se haga, pero, de todas maneras, puede mandar a pedirlo a Chile; no debería llegar en mucho tiempo.

Héctor asintió despacio, y sonrió nervioso.

Manuel, en su sitio, comenzó a escribir la receta. Antonio, desde su puesto, observaba a Manuel con densa rabia.

Le tenía cierta envidia; recelo.

—Aquí está —dijo Manuel finalmente, y extendió la receta a Héctor.

—Gracias, doctor —dijo él, sonriendo en agradecimiento—. Muchas gracias.

Manuel asintió con seriedad.

—Bueno, entonces nos vamos. Lamento interrumpirle, y...

—Yo también quiero que me atienda —dijo entonces Antonio, con voz prepotente, y sonriendo de forma burlesca.

Manuel le observó con expresión seria. Héctor miró extrañado.

—Es que, doctorcito, a ver... ¿cómo se lo cuento, para que no suene tan explícito?

Manuel contrajo las cejas despacio; ¿qué clase de consulta, tendría una persona como él?

—Yo y mi prometido, que se llama Miguel, tenemos demasiado sexo.

Héctor torció los labios, y desvió la mirada. Manuel contrajo las pupilas, y sintió de pronto, la rabia estallarle en las sienes.

Estaba a poco de matarlo; era obvia su clara provocación.

Y Antonio, que obviamente lo hacía en forma de burla a Manuel, sonreía prepotente.

—Me gustaría saber, si usted puede recomendarme un lubricante íntimo; hemos ocupado taaanto, que ya se nos acabó. ¿Me podría recetar uno, para...?

—¿Me viste cara de qué? —respondió Manuel, ya hastiado—. No soy un farmacéutico; soy un médico cirujano. No estudié casi diez años en la universidad, para recetarte weás pa' culiar. Anda a la farmacia, y saca uno del muestrario; se compran sin receta.

Héctor se tuvo que aguantar la risa. Antonio, a su lado, observó furioso.

Manuel, en su sitio, llevaba una expresión de rabia contenida.

Se estaban despellejando con la mirada.

—Bu-bueno, tío, es que... cómo eres doctorcito, pensé que podrías...

—No; no puedo —respondió tajante—, y no soy un ''doctorcito'', soy un médico cirujano.

—Ah, pues... entonces, mira, pasa que mi prometido, se mueve taaaaan rico, tío, no sabes lo rico que se mueve, te juro que...

Manuel empuñó sus manos. Quería asestarle en la cara.

—Que me corro rápido; es que se mueve muy...

—Eso se llama disfunción eréctil y eyaculación precoz —respondió Manuel, con la voz tensa—. Si tienes problemas para que el pene se te erecte...

—¡¿Ah?! —respondió Antonio, ofendido; Héctor, a su lado, estaba que se moría de risa.

Antonio fue por lana, y se devolvió trasquilado.

—¡Q-qué no tengo disfunción eréctil, gilipoll...!

—Eso acabas de decir, ¿no? Mira, si tienes problemas porque el pene lo tienes chico, y no se te erecta, te digo desde ya, que esas cirugías para aumentar el tamaño del pene, no funcionan. Aparte dices que te corres rápido; eso es eyaculación precoz. Mira, me causa muchísima pena tu situación, pero... ánimo; para eso existen los juguetes sexuales, ¿ya? Tu pareja ha de estar muy insatisfecha, pero para eso, deben innovar. Mi pésame por tu pene, pero no creo poder ayudarte. Puedo derivarte con un psicólogo, para que puedas manejar tu frustración sexual; mi amigo es psicólogo, él te ayudará a trabajar en tu auto estima, y...

Antonio se sintió tan jodidamente humillado, y ridiculizado, que de golpe se paró de la silla, y asestó un fuerte manotazo en la mesa; los lápices, sobre el escritorio, retumbaron.

Manuel, que tenía también la rabia a tope, imitó su actuar, y se paró de golpe.

Ambos se observaron con furia. Héctor, entre ambos, observó asustado.

Hubo un silencio muy denso.

—Hi-hijo de puta... ¿q-qué mierda te crees, gilipolla?

—Ándate de mi consulta, conchetumadre —susurró Manuel, despacio—. ¿Voh' creí que yo soy weón, mierda? Me acuerdo perfectamente de ti, y me acuerdo del golpe que me diste esa noche; me lo debes. Agradece, que estamos en una consulta médica, y en mi lugar de trabajo. En este sitio no me voy a ensuciar las manos contigo; para mí, mi lugar de trabajo es sagrado.

Antonio, de un movimiento, tomó de la corbata a Manuel. Lo atrajo hacia sí mismo, en un acto violento, y lo observó de cerca, con aura asesina; ambos se echaron el aliento en la cara.

Manuel se mantuvo con mirada soberbia, y sin mostrar miedo.

Siempre digno.

—Y deja de jactarte en público, de lo que haces o no con Miguel, cobarde culiao. Un verdadero hombre, no ventila jamás la intimidad de su pareja. Respeta a Miguel, o te haré respetarlo a la fuerza, conchetumadre.

Manuel susurró aquello con desprecio, y luego, de un fuerte manotazo, arrancó la mano de Antonio, desde su corbata.

Hubo un silencio tan peligroso, que Héctor, que yacía asustado entre ambos, supo entonces, que debía actuar rápido, e intervenir.

Manuel le inspiraba cierto miedo.

—Vamos, vamos... —le dijo a Antonio, y rápido, lo tomó por el brazo— Déjate de huevadas; acá no...

—Hijo de...

Antonio se sintió tan menoscabado por Manuel, que su auto estima, sus inseguridades, y su frustración personal, crecieron peligrosamente.

Pero él había sido irrespetuoso; Manuel, en cambio, había sido respetuoso. Había accedido a atenderlos, había sido cordial, y jamás provocó a Antonio.

Antonio había burlado a Manuel, y lo provocó. Quiso dárselas de bakán, y terminó siendo ridiculizado. Terminó siendo trasquilado.

—Los invito a salir de mi consulta —dijo Manuel, respirando profundamente, intentando calmarse—. Les abriré la puerta.

Al otro lado de la puerta, sin embargo, yacía otra presencia.

Miguel, que hasta hace unos minutos, había llegado hasta la clínica, yacía apoyado en la puerta, esperando pacientemente a la salida de su padre.

Y, cuando Manuel abrió la puerta, no contó con que aquello ocurriría.

Y, al abrirse la puerta, entonces Miguel cayó en el interior.

—¡A-aaah, chucha!

Exclamó con fuerza, cayendo entonces, sobre el pecho de Manuel.

Manuel, en el primer instante, no reconoció quién era, ni qué había ocurrido. Por inercia, Manuel recibió el cuerpo entre sus brazos. Por detrás, Antonio y Héctor, asomaron sus cabezas y observaron confundidos.

Miguel entonces, alzó la mirada. Manuel, descolocado, agachó la suya.

Manuel y Miguel, entonces se observaron. Sus miradas chocaron, y ambos, contrajeron las pupilas.

Y estaban pegaditos, el uno, con el otro.

Hubo un profundo silencio.

—Ma-Manu...

Miguel sintió que el corazón le saltó con tanta fuerza, que, de forma inconsciente, una sonrisa le ensanchó los labios.

Manuel se sonrojó de inmediato.

No pudo creerlo.

—Miguel...

Hubo un silencio entre ambos. Ninguno pudo apartar la mirada del otro.

Ni Héctor, ni Antonio, existieron en aquel momento, para ellos dos.

Solo ellos, allí, en la puerta de la consulta.

Ambos sonrieron despacio.

—¿Qué haces acá? —habló de pronto Antonio, reteniendo su rabia, y apartando a Manuel; tomó a Miguel por el hombro, y lo atrajo a su cuerpo—. Mi hermoso Miguel... si tú mismo dijiste, que no querías venir, ¿por qué cambiaste de opinión? —intentó Antonio disimular, cuando en realidad, estaba que ardía de la furia por lo que ocurría; tenía ganas de masacrar a Miguel, pero si lo hacía allí, frente a Manuel, seguramente moría en ese instante—. Mi amado Miguel, no debiste ven...

—Manu —habló Miguel, ignorando monumentalmente la presencia, y palabras de Antonio—. Ma-Manu...

Manuel observaba atónito. Observar a Miguel, después de tantísimo tiempo, allí, frente a él, era...

Emocionante. El corazón le estallaba en muchas sensaciones, tanto tristes, como bellas.

Porque era triste, volver a ver a Miguel, pero esta vez, en brazos de Antonio.

—Vamos, vamos —intervino Héctor, viendo que pronto, se desataría una guerra allí; era evidente lo que ocurría—. Vamos a casa, rápido. Vamos, Miguel.

Héctor, que salió del despacho, tomó también a Miguel, y junto a Antonio, intentaron alejarlo, no siendo muy bruscos con él.

Miguel, en un impulso, se resistió, y rápido, se devolvió a Manuel.

—Ma-Manu, y-yo...

Manuel, que estaba congelado, observaba.

No sabía qué hacer.

—¡Miguel! Vamos a casa, mi amor —intervino Antonio, hablando entre dientes, y con una sonrisa fingida—. Vamos, cariño; vaaamos...

A Manuel le latía el corazón muy deprisa; sintió ganas de aferrarse a Miguel.

—Manuel.

Volvió a decir Miguel, intentando ser arrastrado por Héctor. Y entonces, en un leve susurro, que ni Antonio, ni Héctor oyeron, Miguel le dijo a Manuel:

—Te amo...

Manuel contrajo los ojos, y sintió que el corazón le estalló. Héctor entonces, fue más brusco en sus movimientos. Antonio, a un lado, llevaba una expresión de rabia.

Y antes de ser llevado completamente, Miguel se metió la mano al bolsillo, y en un movimiento desesperado, lanzó un pequeño papelito hacia el suelo.

Manuel, que no podía creer lo que ocurría ante él, observó quieto aquello.

Miguel, que fue entonces llevado por Héctor, y Antonio, jamás despegó la mirada de los ojos de Manuel.

Y sus miradas, solo dejaron de estar unidas, cuando Miguel, fue metido al ascensor.

—¡Gra-gracias doctor! ¡Es muy amable! ¡Muchas gracias, cuídese! —se despidió Héctor, gritando y riendo desde la puerta del ascensor, mientras luchaba contra Miguel, que intentaba salir.

La puerta del ascensor, entonces se cerró.

Manuel entonces, no lo vio más.

Miguel desapareció.

Tuvieron que pasar un par de minutos, para que Manuel entonces, reaccionara. Se quedó afuera de su consulta, parado, y sin saber qué hacer.

Por su cabeza, un montón de pensamientos pasaron. El pecho se le fundió en mil emociones, y no fue capaz de reaccionar.

Cuando sintió que un leve grado de razón, le sacudió la cabeza, Manuel avanzó lento, y se agachó. Tomó el papelito que Miguel había lanzado, y lo abrió.

Lo leyó.

Y una lágrima le cedió.

''Lo siento mucho...''

Decía allí, del puño y letra, de su amado Miguel.

Manuel quiso llorar como un niño en aquel instante, pero en vez de aquello, solo sintió un fuerte impulso.

Y corrió detrás de Miguel.

—¡Miguel! ¡Miguel!

Exclamó, y rápido, bajó corriendo las escaleras.

Cuando entonces Manuel, corrió hacia el exterior, ya nada había allí.

Miguel ya no estaba, y en su lugar, solo encontró a gente extraña transitar por la calle, y el gélido viento de la noche.

Manuel apretó el papelito en su mano, y agachó la cabeza.

Se sintió sobrepasado en emociones.

Sonrió despacio.

(...)

La osadía, en el acto de Miguel, de ir a ver a Manuel, en presencia de Antonio, y su padre, obviamente fue proporcional, al regaño que recibió.

Y cuando Miguel, fue subido al auto, Antonio, que iba conduciendo hecho una fiera —y estaba tan enojado, que se pasaba semáforos en rojo, e iba a exceso de velocidad—, solo explotó, cuando los tres estuvieron en el interior del vehículo.

Héctor, que iba de copiloto, se temió lo peor. Miguel iba sentado atrás, y observaba hacia el suelo; tenía intensas ganas de llorar.

—¡¿Eres un gilipolla?! —gritó Antonio, mientras conducía, muy rígido al volante—. ¡¿Q-qué fue lo que te dijimos, capullo?! ¡¿Qué fue?! ¡¿Por qué mierda no haces caso?!

Antonio gritaba tan desquiciado, que incluso Héctor, sintió cierto temor.

—¡¿Crees que no me di cuenta, pedazo de mierda?! ¡¿Por qué fuiste a la consulta?!

Miguel, que sintió rabia intensa, entonces desafiante, alzó la mirada, y contestó:

—Porque soy libre de hacer lo que quiera, y no debo pedirte permiso.

Antonio mostró los dientes; profundizó el pie en el acelerador. Héctor quedó pegado al asiento, asustado.

Antonio era un maldito desquiciado.

—¡¿Lo escuchas, Héctor?! ¡Ese es tu hijo Miguel! ¡Un puto desobediente, irrespetuoso conmigo! ¡No me respeta, no me da mi lugar, estoy cansado, cansado!

—Hi-hijo a-amado, Mi-Miguel, hijo, por favor... respeta a tu prometido, ¿sí? Ha-hazlo por mí, bebé. U-ustedes, muy pronto serán esposos, y...

—¡Papá! ¡Antonio me trata muy mal, por favor! ¡Mira cómo me trata! ¡Antonio incluso me golpea, me insulta! —quiso Miguel acusar a Antonio, pensando, ingenuamente, que su papá lo apoyaría—. ¡Me trata mal, papá! ¡Antonio es malo conmigo!

Héctor sintió un fuerte mareo; de pronto, se quedó en medio de una discusión de pareja.

Odiaba eso; era incómodo.

—¡Yo no te trato mal, gilipolla! ¡Es solo que tú no haces caso! ¡No me respetas, no me das mi lugar! ¡¿C-cómo quieres que actúe?! ¡Ni siquiera quieres acostarte conmigo, eres un...!

—¡¡Y por eso me violas, pedazo de mierda!! ¡¡Por eso me golpeas!! ¡¡Por eso me haces cosas horribles!! ¡¡Eres un poco hombre, Antonio!!

Ante aquello, Antonio se pasó un semáforo en rojo. Casi chocan con un camión, pero en el último instante, Antonio lo esquivó. Héctor, en el copiloto, iba hundido en el asiento, muerto del miedo.

Miguel, que gritaba toda clase de cosas, lloraba de la rabia. Antonio, en el asiento del conductor, tenía una expresión asesina, y conducía a una velocidad ridículamente alta.

En cualquier momento iban a chocar, y se iban a matar.

—¡¡Eres un gilipolla, Miguel!! ¡¡Todo lo complicas, todo!! ¡¡Pareces una mujer, de esas hormonales, ridículas, que todo hacen difícil!! ¡¿Qué tanto te cuesta portarte bien, mierda?! ¡¿Por qué no puedes ser distinto?! ¡¿P-por qué?!

—¡¡POR QUE NO TE AMO, MIERDA, NO TE AMO!! ¡¡TE ODIO!!

Miguel gritó aquello, con tanta fuerza y rabia, que Héctor sintió que los tímpanos le retumbaron.

Y pronto, también le retumbó el estómago; y cuando ya estaban muy cerca de casa, entre gritos de Antonio, y el llanto de Miguel...

Héctor se vomitó completo.

Antonio observó asqueado, y Miguel, guardó silencio de golpe.

Se preocupó de inmediato.

—¡¿P-papá?! ¡¿Papá?!

Antonio estacionó el vehículo afuera de la casa. Héctor puso los ojos blancos, y se desvaneció en el asiento. Miguel, que comenzó a llorar de la preocupación, se sacó de golpe el cinturón de seguridad, y se bajó corriendo. Antonio hizo lo mismo.

—¡Pa-papá, papito, papito! ¡Responde, papá!

Miguel abrió la puerta del copiloto, e intentó ayudar a Héctor.

—¡Papito, por favor, respóndeme!

—E-esghj, estoy bien... —balbuceó, lleno de vómito—. Es-estoy bien, ah...

Antonio llegó a su lado, y de un fuerte empujón, sacó a Miguel; este se tambaleó, y se apoyó en la pared. Observó asustado.

—¡¡Rebeeeeca, Luciaaaano, vengan!! —gritó con fuerza brutal, y pronto, alarmados por el escándalo, ambos salieron de la casa.

Quedaron contrariados. Luciano observó con asco.

—¡¿Q-qué pasó?! —exclamó Rebeca, asustada—. ¡¿Qué le pasó?!

—¡M-mi papito, se vomitó, y se ve muy mal, Rebeca! ¡E-él...!

—Fue culpa del gilipolla de Miguel —acusó Antonio, de forma tajante—. Se puso a gritar como un imbécil en el auto, y provocó que su padre esté así ahora. Todo es culpa de Miguel. Él insiste en matar a su papá; no entiende nada.

Miguel, quedó petrificado en su sitio. Contrajo los ojos. Luciano, observó con mucha lástima a Miguel; Rebeca, por su parte, negó despacio, y rápido, extendió a Brunito, en los brazos de Luciano.

—Lú, hijo... sostén a tu hermanito —pidió Rebeca, y Luciano le prestó auxilio—. Ayuda, por favor. Antonio, tú también, por favor...

Miguel quiso acercarse a su padre, para prestar auxilio, pero Antonio entonces, lo tomó del brazo. Rápido, y de forma violenta, entró con él a casa, y lo arrastró hacia las escaleras.

Estando allí, lejos de Luciano y Rebeca, le dijo entre dientes:

—Vete a tu habitación, ahora. Vete, o te mato a golpes ahora mismo, hijo de puta.

De forma rápida, le tomó a Miguel de la chaqueta, y lo empujó escaleras arriba. Miguel tropezó, y se cayó en un escalón. Antonio corrió al exterior, y ayudó a llevar a Héctor hacia la habitación.

Miguel entonces, observó con tristeza. Se irguió despacio, y con lentitud, caminó hacia su habitación.

Se metió en la cama, y lloró. A su lado, Eva le consoló.

—O-Ohana significa familia, y... y la familia nunca t-te abandona, ni te olvida... —susurró, entre sollozos, recordando el diálogo, de su película favorita—. Pe-pero esta no es la familia que quería; n-no, no...

(...)

Al paso de unos minutos, entonces Miguel, oyó una nueva presencia en la habitación. Era Antonio, que enojado, había subido las escaleras, dando fuertes zancadas.

Miguel, en su lado de la cama, se acurrucó asustado.

—¿Me puedes explicar, qué mierda pretendes, Miguel?

Miguel, en su sitio, se abrazó a Eva, y no hizo caso. Se hizo el dormido.

—¡Sé que estás despierto, gilipolla! —gritó, sacando la tapa y tomando a Miguel por un brazo; lo levantó de golpe—. ¡Deja de hacerte el dormido!

Miguel lanzó un chillido, y contrajo los ojos. Observó asustado.

—¡¿Qué mierda quieres, Miguel?! ¡Mira lo que ocasionaste a tu padre! ¡Ahora está en la habitación, más enfermo que antes, porque tú, eres un ridículo, un inconsciente de mierda!

Miguel intentó zafarse del agarre de Antonio, pero le era difícil.

—¡T-tú comenzaste a gritar en el carro, huevón! ¡Tú comenzaste! ¡Yo iba callado, y tú gritabas, y conducías como un puto animal! ¡Tú fuiste, no me eches la culpa a mí!

—¡¿Y por qué crees que gritaba?! ¡¿Por qué estaba feliz, pedazo de mierda?! ¡Es porque estaba enojado! Tú me haces enojar, Miguel. No te comportas; no me haces caso. Me provocas a que te trate mal. Si tan solo, tú te portaras bien, y...

—¡Claaaro! —exclamó Miguel, con la voz quebrada—. Eso te gustaría a ti, ¿verdad? Que yo fuese tu maldito esclavo. Que te hiciera caso, que fuese tu prostituta personal. Eso quieres, ¿verdad?

Antonio asintió, y lo observó con odio. Miguel contrajo los ojos.

—E-estás loco, Antonio... estás loco, y me das miedo —jadeó Miguel, petrificado—. ¿P-por qué haces esto? ¿Por qué? Dímelo, dímelo... no entiendo, Antonio. ¿Por qué me odias así? ¿Qué fue lo que yo te hice? Mí-mírame... yo soy tan fuerte, y... tengo tantas cosas buenas, ¿por qué me quieres opacar? Me estás... matando, Antonio. Antes de ti, yo era tan, tan, tan feliz, y... ahora, me has quitado todo; mi felicidad, mi confianza, mi amor propio, todo... ¿por qué?

Antonio, que observaba a Miguel, con desprecio absoluto, torció tan solo los labios, y guardó silencio.

—Co-contigo me siento como un enorme pedazo de hielo, me estoy enfriando, y yo no era así, antes de ti... yo era tan feliz. ¿Por qué? ¿Por qué lo haces? Dímelo, dímelo... ¡¿por qué?! ¡¡Hijo de puta!! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué Antonio, por quéeee?!

Miguel, que ya había colapsado, entonces empujó con fuerza a Antonio; este, que guardaba silencio, se azotó en la pared. Miguel, que sollozaba desesperado, y con mucha rabia, lo encaraba con fuerza.

—¡¿Por qué eres así?! ¡¿Por qué me haces esto?! ¡Yo no te he hecho nada, nada! ¡Eres malo, malo, eres una persona de mierda! ¡¿Por qué?!

—Porque soy un infeliz de mierda... —respondió Antonio, con lágrimas en los ojos, y la voz temblorosa; Miguel contrajo los ojos—. Porque soy un puto infeliz de mierda, Miguel, y... y... no quiero ser infeliz yo solo; no quiero...

Miguel quedó enmudecido.

—¿Q-qué estás...?

—N-no quiero vivir este infierno yo solo, Mi-Miguel... —susurró, temblando—. T-tú también, conmigo; ambos, mi a-amor...

Miguel negó despacio; retrocedió asustado.

—S-si te vas con Ma-Manuel, e-él... él... te hará feliz, y yo... no quiero. Él es como tú; lo vi... Manuel es tan brillante, como tú; los dos juntos, tienen una luz, y... no me gusta. No quiero, porque... porque tú eres mío, Miguel. Eres mío, solamente mío, ¿comprendes? Debes hacerme caso; me debes respeto. Yo te daré todo, y...

Miguel sintió muchísimo asco de Antonio. Observó asustado. Eva, que observaba a un lado, también miraba contrariada.

—Me... me das tanto asco, t-tú... —jadeó Miguel, tembloroso—. Estás enfermo, Antonio. Por favor, tienes que sanarte; me haces cosas ho-horribles, t-tú... incluso, me sacas fotos desnudo, mientras yo duermo; me grabas, y...

Antonio, al oír aquello, quedó de piedra.

Hubo un profundo silencio.

—¿Q-qué dices...?

—Lo vi, Antonio... —reveló Miguel, con lágrimas en los ojos—. Vi e-en tu laptop, imágenes mías, estando yo desnudo, mientras duermo, y... y no sé qué pensar ya de ti; eres u-un enfermo, Antonio; un enfermo sexual, y...

De un movimiento brusco, Antonio tomó del pelo a Miguel. Lo jaló con fuerza, y lo apegó a su cuerpo. Miguel lanzó un profundo grito, que fue ahogado al instante, por una fuerte mano de Antonio.

Eva, a un lado, se encogió asustada. Su pequeño cuerpecito, temblaba.

—Chaval irrespetuoso... —susurró, con desprecio—. No solo me faltas el respeto, sino que también, te metes en mis cosas privadas.

Miguel, que sollozaba ahogado, por la mano de Antonio, observaba suplicante.

—No revises mis cosas, Miguel. Sí; te saco fotos, y te grabo, pero ¿sabes por qué lo hago? Para darme placer a mí mismo, porque tú, ni siquiera accedes a tener sexo conmigo, Miguel; no me queda otra, que tener material yo mismo, para poder saciarme.

Miguel negó desesperado; no le creía una sola palabra a Antonio. Con fuerza, intentó arrancar la mano de su boca, pero Antonio, en respuesta, le jaló más fuerte el cabello.

—Te enseñaré a respetarme, niñato. Las cosas de tu futuro esposo y amo, no se tocan, ni se revisan. Con esto aprenderás.

Rápido, Antonio empujó a Miguel hacia el baño. Eva, que yacía aterrada, por inercia, entró con ellos, temerosa por lo que podría ocurrir. Antonio cerró la puerta con fuerza, y esta rebotó; rápido, arrastró a Miguel hasta la bañera.

De un movimiento brusco, Antonio abrió la llave; el agua, de forma abundante, comenzó a llenar la bañera.

Miguel observaba aterrado.

—Mi peruanito hermoso... —susurró Antonio, aún aprisionando la boca a Miguel; este sollozaba desesperado, e intentaba suplicar compasión, pero nada de ello, le sirvió— te has enamorado de un chileno de mierda, ¿y yo? ¿Por qué no de mí, cariño? Yo tengo más dinero, y más posesiones. Yo puedo darte todo, cariño...

De forma suave, Antonio comenzó a besar el cuello a Miguel, mientras que, ante la vista aterrada de él, se llenaba con agua la bañera.

Miguel sintió pavor; no tenía idea de lo que pasaría, ni qué clase de pensamientos, tenía Antonio en la cabeza.

Y, cuando después de unos pocos minutos, la bañera estuvo a su tope con agua, Antonio sonrió expectante.

—Comencemos —dijo, y junto a Miguel, se echó de rodillas al suelo.

Miguel abrió los ojos aterrado, y el cuerpo entero le tembló. Eva observaba también con mucho pánico; no entendía que ocurría.

—Provecho, mi amor.

Y de un movimiento brusco, Antonio le tomó la cabeza a Miguel, y con fuerza desmedida, lo hundió en la bañera.

Miguel abrió la boca por causa del impacto, y en un segundo, perdió el oxígeno.

Antonio comenzó a ahogar a Miguel.

Eva lanzó un maullido desgarrador.

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...

Antonio contaba con aura tranquila, mientras que, bajo su mano, la cabeza de Miguel yacía hundida en el agua.

Miguel, desesperado, intentaba salir a flote. El agua chapoteaba por todos lados, y la forma en que Miguel, intentaba luchar por su vida, era desgarradora.

—Veinte, veintiuno, veintidós...

Los movimientos de Miguel, cada vez se hacían más lentos, y torpes. La falta de oxígeno, entonces le embargó el cuerpo.

Antonio entonces, lo tomó de las greñas, y lo sacó a la superficie. Miguel lanzó un fuerte grito, desesperado. Una bocanada de aire le llenó los pulmones.

Miguel estaba en shock.

—A-ah... ah... ah... n-no...

Antonio le besó la mejilla.

—De nuevo, bebé. Es para que aprendas.

—¡N-no, no, no!

Y de nuevo, lo hundió en el agua. Miguel volvió a luchar por su vida, y desesperado, movía sus brazos, intentando golpear a Antonio, y darse impulso para salir.

Pero nada.

—Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés...

Con cada segundo que pasaba, Miguel sentía el cuerpo más pesado. Sus brazos se movían con torpeza, y pronto, sintió que moría.

Antonio sonrió despacio.

Eva entonces, no pudo aguantarlo más, y aunque sentía un miedo profundo, supo que debía actuar, o Miguel, moriría.

Y Miguel, era lo más importante para Eva.

No podía abandonarlo.

Y en un acto valeroso, Eva saltó al rostro de Antonio, y con fuerza, sacó sus garras; se las enterró en la cara, y allí, se aferró a él. La sangre escurrió.

Antonio lanzó un grito ahogado, y de golpe, soltó la cabeza a Miguel. Como un muñeco de trapo, Miguel cayó al suelo, y comenzó a toser desesperado.

Antonio, que tenía a Eva pegada en la cara, enterrándole sus garras, se paró de golpe, y retrocedió desorientado; comenzó a chocar con las cosas, mientras sollozaba del dolor.

—¡Sácamela, sácamela, mierda! ¡Miguel, ayúdame!

Miguel apenas respiraba; la vista la tenía borrosa. Su cuerpo estaba empapado, y sentía una fuerte opresión en el pecho.

En una imagen borrosa, a lo lejos, solo veía a Eva en la cara de Antonio. Esta gruñía con fuerza, y Antonio, sollozaba.

Miguel no podía ver nada más.

—¡¡Sa-sale, maldita, sale!! —gritaba, adolorido—. ¡¡Me dueleeee!!

Eva, furiosa, entonces enterró más sus garras. Abrió su hocico, y con sus afilados dientes, rasgó la piel en la frente de Antonio.

La sangre le escurrió en la cara.

Miguel entonces, después de unos segundos, logró respirar con mayor calma. Ante él, las imágenes fueron más claras. Y, cuando vio a Eva en la cara de Antonio, contrajo los ojos.

Antonio, en un movimiento animalesco, entonces se arrancó a Eva de la piel, desgarrándose él mismo en el intento. La gata salió disparada, y Antonio, la observó con expresión homicida.

Eva tenía las patas impregnadas en sangre.

—¡¡¡Hija de puta!!! —gritó, furioso—. ¡¡¡Voy a matarte!!!

Miguel, con la debilidad corporal que tenía, intentó levantarse, y correr hacia Eva. Pero Antonio, que estaba hecho una bestia, fue más rápido. Corrió hacia la gata, y le pegó una patada brutal; Eva se azotó contra la pared, y cayó al suelo en seco.

Miguel pegó un grito.

—¡¡¡Nooooooooo!!! ¡¡No, no, no, no!!

Se arrastró hacia Antonio, con todas las fuerzas que tenía, y se abrazó a sus piernas. Comenzó a sollozar, suplicándole compasión.

—¡¡No la mates, por favor, te lo suplico, es mi mejor amiga, no la mates!! ¡¡Hazme lo que quieras, pero no la toques!!

De una patada, Antonio se deshizo de Miguel. Rápido, caminó hacia Eva, que yacía malherida en el suelo, y jalándola del pelo, la levantó.

La gata observó con ojos desorientados, y lanzó un maullido cansado.

Antonio le pegó un fuerte puñetazo; Eva lanzó un sonido gutural.

—¡¡Nooooooooo!! ¡¡Déjala, mierda, déjala!!

Como pudo, Miguel se levantó. Tomó una navaja que había al costado de los cepillos de dientes, y rápido, se aferró a Antonio.

Antonio le observó con expresión asesina, y Miguel, sin dudar, le enterró la pequeña navaja en el mentón.

Antonio lanzó un fuerte grito, y rápido, soltó a Eva.

La gata cayó al suelo, y desorientada, corrió hacia el exterior.

Miguel retrocedió asustado. Y viendo a Antonio, cubierto de sangre, y quejarse a viva voz, le llenó de miedo.

Miguel entonces, salió corriendo del baño. Al salir, cerró la puerta con fuerza, intentando bloquearla. Eva, se escondió entre las frazadas de la cama, y Miguel, se sacó la ropa. Con movimientos desesperados, se puso ropa seca, y con sus prendas mojadas, tomó a Eva, y le limpió rápido las patitas, que tenían sangre de Antonio.

Miguel temblaba completo; el miedo le tomó preso.

—Va-vamos, vámonos de aquí; é-él está loco, está loco...

Cuando Miguel, intentó tomar a Eva, esta se quejó con fuerza. Miguel observó contrariado, y cuando se percató, de que su pequeña amiga estaba herida...

Miguel lloró.

—M-mi amor... —jadeó él, sintiéndose abatido—. T-tú patita, tu patita está rota...

Eva, que observaba con ojos muy dilatados, y con las orejas hundidas, lanzó un maullido lleno de dolor.

—Hi-hijo de la gran puta... —sollozó Miguel, abrazándose a su amiga—. M-mi Evita, mi Eva...

Desde el baño, se oyó a Antonio arremeter contra la puerta; Miguel dio un salto, y rápido, tomó a Eva entre sus brazos.

Observó aterrado.

—¡Voy a matarla, Miguel! ¡Voy a matar a esa gata! ¡Mañana mismo, te juro que lo haré!

Miguel sintió escalofríos, y sin pensarlo por más tiempo, corrió por el oscuro pasillo, y bajó las escaleras. Entre la oscuridad de la casa, Miguel se sintió perdido.

¿Qué podía hacer? ¿Dónde podía acudir? Era muy de noche, ya ningún veterinario podría ayudarle, y menos en esas condiciones. No había lugar en aquella casa, en donde Eva, podría estar ahora segura.

Antonio iba a matarla en cualquier momento; su mejor amiga corría peligro.

Miguel se sintió perdido, y Eva, observaba con ojitos tristes.

Miguel comenzó a llorar.

—L-lo único que puedo hacer siempre, es llorar, siempre, siempre...

Eva, despacio, le lamió la manito a Miguel, intentando decirle: ''ten calma''.

Miguel la abrazó despacio, y le beso la cabecita. Ambos se quedaron en la oscuridad de la sala, teniéndose el uno al otro.

Y a Miguel, una idea fugaz le cruzó por la cabeza. No pensó en aquel instante, si realmente eso era razonable, pero prefería mil veces ser mirado de forma extraña, a ir a dormir aquella noche con el infeliz de Antonio.

Porque aquella noche, Antonio era una maldita bestia. Al parecer, la humillación sufrida por Manuel en presencia de Héctor, le había afectado más de la cuenta, y mucho peor, si habían dejado en evidencia sus inseguridades y frustraciones.

Antonio era un hombre, completamente insatisfecho consigo mismo.

—Ya sé dónde podemos dormir, bebé... —susurró Miguel, envolviendo a Eva en un trapo seco—. No estaremos cómodos, pero créeme, que estaremos seguros. Mañana mismo, te pondré a salvo, mi amor.

Rápido, Miguel se alzó, y caminó hacia una habitación, en donde sabía, podía confiar a pesar de todo.

Miguel se detuvo frente a la puerta; respiró profundamente, e intentó calmarse. Su cuerpo temblaba por el episodio reciente; controló su miedo, y al paso de un minuto, golpeó despacio. Pocos segundos después, la puerta se abrió.

—¿Menino Miguel? —preguntó Luciano, tallándose uno de sus ojos, con expresión somnolienta, con el pijama puesto, y el cabello desordenado—. ¿Q-qué pasa?

Miguel observó avergonzado.

—¿Podemos dormir contigo? —susurró, mostrando a Eva envuelta en una manta—. ¿N-no eres alérgico a los gatos?

Luciano contrajo las cejas, y se rascó la cabeza. Negó despacio.

—N-no, no lo soy...

Miguel observó con expresión suplicante.

—P-por favor, déjame dormir contigo, Lú; te lo suplico.

Luciano observó extrañado; ¿por qué Miguel, le pediría algo como eso? No era como si ellos dos, fuesen los súper hermanos que más se amaran; es más, entre ambos, existía cierta tensión, por lo de Manuel.

Aunque, aquella tensión entre ambos, cada vez era menos; ahora podían conversar por un minuto, sin llegar a los golpes.

—¿D-dormir conmigo? ¿Y eso? ¿Te sientes bien? ¿Necesitas ayuda?

Miguel torció los labios, y agachó la cabeza. Luciano observó preocupado. Miguel dio una sonrisa fingida, y negó despacio.

—E-es que A-Antonio... este; hoy le tiene alergia a Eva, y pues... no puede dormir. Y... y Eva, no puede dormir lejos de mí, porque... se enferma —inventó dicha excusa, y aunque no sonaba tan convincente, era lo único que se le ocurría—. Por favor, Lú... te lo suplico; por favor...

Luciano pudo percatarse entonces, de que Miguel tenía el cabello mojado; supuso, que era porque había tomado una ducha. Torció los labios, y agachó la cabeza.

No estaba acostumbrado a compartir sus espacios... ¡y mucho menos su cama!

Pero, ante la expresión suplicante de Miguel, y la triste expresión de Eva, Luciano no pudo negarse.

Él también tenía un corazón de pollito.

—Bueno... —susurró, y Miguel, sonrió aliviado—. Es una cama pequeña, pero supongo que cabemos los tres. ¡Eso sí! Yo duermo al rincón; ese es mi lugar.

Miguel asintió, y una lágrima se le quiso asomar; se la limpió de forma fugaz, para que Luciano no se percatara.

—Muchas gracias, Lú...

—Entra; vamos a dormir. Puedes dejar a tu gatita en la silla; es acolchada. Es cómodo ahí.

Aquella noche, Antonio se quedó en el baño, limpiando sus heridas, y ordenando el desastre que había provocado su furia animalesca.

Miguel, por otro lado, compartió cama con Luciano. Eva, tan fuerte como una leona, aguantó el dolor de su patita rota, y pasó la noche en vela, sin emitir ningún maullido, ni ruido, para no alertar a Luciano, de lo que realmente había pasado.

Y aunque Miguel, no sentía mucha cercanía con Luciano, se sintió protegido durmiendo junto a él. Porque en esa casa, la única persona que podía ser capaz de defenderlo, y de cuidarlo, era, en cierta parte, Luciano.

Pero Miguel jamás le confiaría por el infierno que estaba pasando, porque confiárselo a Luciano, era básicamente confiárselo a Manuel, pues, evidentemente, Lú se lo contaría a él.

Y si Manuel, se enteraba de lo que Miguel vivía, él sería capaz de asesinar a Antonio con sus propias manos, y de montar un espectáculo en casa.

Y eso, no era sano para su papá. Miguel no quería seguir siendo el culpable, de la mala salud de su padre.

—Boa noite —''buenas noches'', dijo Luciano, y se acurrucó en su rincón.

—Buenas noches, Lú —respondió Miguel, y pronto, se acurrucó en su lado.

Cada uno se durmió en su sitio, dándose la espalda.

Y, en el transcurso de la noche, ambos, estando inconscientes, se abrazaron.

—Me-menino Martín... —musitó Luciano, inconsciente entre el sueño.

—Ma-Manu... —repitió Miguel, también en medio del sueño.

Eva, que no pegó un ojo en medio de la noche, solo maulló despacio.

Le dolía mucho su patita.

(...)

N/A;

¡Hay doble actualización! Pero el siguiente capítulo, será subido en la noche, o quizá mañana. Por mientras, les dejo este capítulo. 

Aprovecho de disculparme por tardar tanto en actualizar; he estado ocupada con mi práctica profesional, y recién me hice el tiempo. 

El siguiente capítulo estará muy largo; será como de 18K, para que se preparen. Pronto será subido.

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