Se reinicia la cuenta
Alexa
Siempre tuve miedo de la monotonía, a la vez que también temía que alguien provocara cambios significativos en mí. Es algo difícil de explicar. Pero en veintiún días aprendí que los cambios suelen traer cosas buenas, y que la monotonía, también puede ser feliz. ¿Quieren algo más monótono que la convivencia?, y yo que pensaba que eso era lo que mataba el amor, pero en mi caso particular, todo sucedió al revés.
La inercia me tomó por sorpresa unos segundos, sacándome de mis pensamientos. Un rápido vistazo fue suficiente para notar el semáforo intermitente, a punto de cambiar a rojo. Como si no llevara ya un largo rato pensando, esa luz carmín me dio el lujo de permitirme mi propio momento para reflexionar, pero esta vez, no iba a llegar tarde a ningún sitio. No iba a llegar tarde a ninguna persona.
Llevo un tiempo buscando la causa de todos estos nuevos sentimientos por él. Buscando el razonamiento lógico, despejando las variables, y ahora me doy cuenta de que el factor que puede anular cualquier ecuación, no es más que un signo, un simple signo.
Esta historia comenzó con la matemática, eso es un hecho indudable. Luego entendí que un signo positivo puede traer la peor noticia del mundo, y un signo negativo te puede llenar de felicidad, cuando debería ser al revés. Ese dato me llevó a reconsiderar muchas cosas en mi vida.
Mientras observaba casas y árboles pasar frente a mí, siendo yo quien pasaba frente a ellos, llegué a un par de conclusiones.
No existe una secuencia de pasos lógicos para el amor. A veces te saltas todo de un tirón, otras comienzas bien, por el principio, pero no logras llegar a la solución, ni siquiera te acercas. A mí me sucedió lo primero. Y es que de vez en cuando las cosas desordenadas suelen ser las mejores, las más felices. Piénsalo, la cocina patas arriba después de preparar esa cena deliciosa; el cabello alborotado luego de una noche de fiesta; esos sentimientos que no sabes que tan fuerte son, pero que pasan el día corriendo de tu pecho a tu estómago, de tu cabeza a tus pies, más alborotados que el cabello, más desordenados que la cocina.
–Ya llegamos a la ciudad –dijo el chofer, mientras ambos mirábamos el letrero de bienvenida desaparecer en la carretera–. ¿A dónde quiere ir?
–¿Cuántas universidades hay aquí? –pregunté dudosa desde el asiento trasero, reclinándome hacia adelante.
–Solo una –respondió después de reacomodarse la mascarilla con una mano.
–Bien, me quedaré allí –asintió con la cabeza, mientras yo volvía a recostar la espalda en el asiento, soltando una pequeña exhalación de nerviosismo.
No podía evitar el sudor que se escurría de mis manos, el golpeteo de mi talón en el tapiz y el sube y baja sin descanso de mi rodilla derecha. ¿Por qué estaba tan ansiosa?, pues… ¿saben?, a veces las cosas son complicadas. ¿O somos nosotros quienes complicamos las cosas?
En las matemáticas, casi siempre, existen varias vías para resolver algo. Hay una clara, fácil, sencilla, con la que encontrarás la respuesta enseguida. Pero también hay otras, que son las que a mí me gusta elegir, esas que te toman casi una hoja completa. Esas que tienes que revisar con cuidado, porque un solo error al principio, conllevará a que todo salga mal, y el resultado puede estar muy lejos de lo correcto. Supongo que sí, soy yo quien hace las cosas complicadas, que lástima que la vida no sea una hoja de papel. No se puede borrar y hacer cuenta nueva así como así.
Podría escoger la vía fácil, pero no, porque cuando obtenga el mejor resultado, pensaré que no lo merezco. Porque la vida es así de sínica, si quieres algo, tienes que enredarte, tachar, subrayar, borrar, reescribir. Y después que la vida vea tu cuaderno lleno de hojas arrugadas, signos superpuestos sin cuidado, paréntesis donde no van, potencias y raíces bien definidas, pequeños círculos de victoria alrededor de los números ocultos que lograste descubrir, comprobaciones, dudas y certezas, símbolos volando sobre los renglones por la prisa y el entusiasmo, y puede que un par de hojas limpias, por si acaso faltó algo, la vida te dejará alcanzar el resultado que deseas. Sí, y solo sí, encuentra pruebas del esfuerzo que has puesto en ello.
–No puedo avanzar mucho más –habló el conductor, atrayendo mi atención–, con esta situación, los taxistas tenemos muchas restricciones sanitarias. Creo que este será mi último viaje hasta que la pandemia se calme.
–Entiendo. –Sentí como se aceleraba mi pecho a la vez que el auto disminuía la velocidad–. Gracias por hacerme el favor. –Le entregué el costo del viaje, y justo cuando abrí la puerta para salir, agregó en tono amable:
–Son solo dos calles, enseguida verás el edificio de la residencia. Me gustaría poder ayudarte más pero…
–Nadie quiere una multa en estos tiempos –soltó una risa con mi comentario.
Nos regalamos una mirada amable, reconfortante, y me atrevería a decir que con algo de lástima, porque había descubierto algo estos últimos días. Esa era la mirada que todo el mundo traía en el rostro, cada vez que te cruzabas con alguien en la calle, era como tener una conversación con los ojos. Como la que yo estaba teniendo justo ahora. Su mirada turbia, pero directa de "tengo miedo". Yo solo supe responder con los ojos más alegres que logré formar, y encender el brillo esperanzador de "vamos a salir de esto". El señor inclinó la cabeza, como si hubiera escuchado mi respuesta, y esa fue mi señal para salir del auto.
Después de llenar mis pulmones de aire, soltarlo de un tirón, y meter las manos en los bolsillos de mi abrigo, caminé en la dirección que me había señalado.
Sé que ya han escuchado esta pregunta, pero, ¿saben que es lo gracioso de esta historia? Sí, exacto, todo lo que pasó después del después, de ese día en que todo se vino abajo en cuestión de segundos, y luego se fue reconstruyendo ladrillo a ladrillo, y lo que sea que Carlos y yo creamos en veintiún días, se volvió más que indestructible.
El olor de la sopa caliente inundó mi nariz cuando pasé frente a un restaurante, trasladándome a esos días donde la comida instantánea parecía nuestro único menú. Un letrero del local avisaba la cercanía de su clausura hasta nuevo aviso. Los comensales degustaban la comida hasta el mínimo pigmento de sabor, y los empleados guardaban copas, platos y botellas en cajas de cartón. Le dediqué una última mirada triste al lugar antes de volver la vista al frente y perderme en mis recuerdos.
En veintiún días sentí lo que era el verdadero miedo. Sentí pánico, terror. Me sentí débil, enferma. Quise desaparecer, volverme humo. Me enojé, grité, me arrepentí. Pero en veintiún días también me sentí protegida, cuidada, en compañía. Y estando encerrada, paradójicamente, él logró hacer que me sintiera libre.
Una edificación de tres pisos se hizo visible detrás de unos árboles frondosos. Personas ojerosas y repletas de libros deambulaban a su alrededor. Tenía que ser la universidad. Miré a ambos lados, aunque todo estaba prácticamente desierto, y crucé la calle hacia mi destino. El guardia de seguridad dormitaba en su silla tapándose los ojos con una gorra, y yo aproveché la oportunidad para parecer desapercibida. Una última ráfaga de viento alborotó las disparejas puntas de mi cabello, y mientras caminaba hacia el interior del edificio, buscando y buscando con la mirada, pensé en esas cosas que son inevitables.
La matemática es inevitable. Estamos hechos de números, de edades, de cantidad de experiencia…
Subí las escaleras después de recorrer el primer piso y solo encontrar salones de primer año.
Con la matemática contamos los atardeceres y cuánto dura nuestra canción favorita. También llevamos la cuenta de los momentos más felices de nuestra vida, y de los tristes, pero esos casi siempre los dejamos fuera del paréntesis…
Llegué al segundo piso, y el hecho de que todos usaran mascarilla dificultaba bastante mi trabajo. Después de pasar por cada salón, asomando la cabeza en la puerta, y sin lograr chocar con esos ojos café, continué mi búsqueda hacia la tercera planta.
La matemática es eso que sirve para contar el paso del tiempo: los meses, los días o los minutos que faltan para encontrar a esa persona, o para que esa persona te encuentre…
La campana resonó por los pasillos grises, haciendo que mi corazón brincara como si tuviera un trampolín en el pecho, y de inmediato, cientos de estudiantes se amontonaron a mí alrededor, saliendo o entrando a sus clases. Aferré el agarre en mi bolso de mano, y me alcé de puntillas en un vago intento de expandir mi campo visual.
Pero hay un problema. La matemática no sirve para calcular cuánto tardamos en enamorarnos…
Tomé todo el aire que pude, e intenté abrirme paso entre la multitud.
Pudo ser a primera vista…
Alcé mi cabeza sobre las demás, hasta que al fin divisé una espalda conocida.
Pudo ser un mes después…
Apresuré los pasos en su dirección, sintiendo el corazón latir en mis oídos.
Pudo ser en ese beso donde el mundo se desvaneció…
Unos metros más, y ya me encontraba detrás de él. Me preparé para soltar la pregunta que había pensado unos segundos atrás.
O pudo ser en esa fracción de segundo donde sentiste que volabas…
–Samuel. –El chico de los rizos se dio la vuelta cuando escuchó mi voz–. ¿Dónde está Carlos? –Señaló con expresión de asombro el área de los balcones, y apenas formulé un "gracias" antes de dirigirme hacia allí.
Porque nunca sabrás cuando realmente estuviste enamorado, hasta que el sentimiento es tan fuerte, tan aplastante, tan demoledor en el buen sentido, que al igual que la matemática, se vuelve inevitable.
–No necesitaba una lavadora nueva –hablé cuando llegué a su lado. Carlos levantó la vista de su celular para encontrarme frente a él, y recibí una mirada de total perplejidad–. Necesitaba venir a verte.
Aunque desvié la mirada por un momento hacia el borde del balcón, ya no sentí miedo. Porque al fin logré ver esos ojos otra vez, que acababan de llenarse de brillo y sorpresa.
–Alexa –dio un paso hacia mí, y cuando estaba a punto de hablar, soltó una pequeña risa–. Esa es la mejor declaración que he escuchado.
–Lo sé –dejé escapar una risa junto a un poco de nervios, acercándome más a él.
–Lo lógico sería preguntar qué haces aquí, cómo me encontraste y todas esas cosas, –pasó los dedos por su pelo en un rápido movimiento, y acercó su rostro al mío–. Pero la verdad, justo ahora solo quiero hacer esto –tomó mi mascarilla por la parte de la nariz, y la bajó con cuidado hasta dejarla en mi cuello.
–Esto es una clara violación de las medidas –susurré, haciendo lo mismo con la suya, alternando la vista entre sus labios y sus ojos.
–Por los viejos tiempos, Alexa.
Juntó sus labios con los míos, y puede que ese haya sido uno de los besos más clichés de la historia. Fue un beso con sabor a "te extraño", con toques de lengua de "te necesito", y suspiros intermedios de "no quiero que esto termine nunca". Cada roce se sintió como si lleváramos años separados, cuando en realidad habían pasado solo dos semanas, y es esa sensación, justo esa, la que te susurra al oído: exacto, aquí es.
Rompimos con pesar el contacto de nuestras bocas al caer en cuenta del lugar donde estábamos. Pero en mis labios quedó afincado el sabor de la misma mirada que me estaba regalando, la misma mirada que me había empañado los ojos el día en que él se fue. Esa mirada que hace a tu corazón encogerse y estirarse al mismo tiempo. La mirada de "quédate", pero no un "quédate un rato", no, un "quédate toda la vida". Y eso es lo más hermoso que unos ojos pueden decirte.
–Bueno… –rompí el silencio–, ¿tienes clases ahora?, puedes mostrarme el lugar si quieres, aunque necesito unos minutos porque ya estoy muy vieja para subir tres pisos corriendo.
–Y para huir de un policía –me estrechó de la cintura, haciéndome sonreír–, y para hacer una fiesta de dos, y para ver el atardecer desde una azotea abandonada, o correr detrás de un hámster...
–Exacto –le acaricié los hombros–, aunque no me molestaría repetir algunas cosas.
–Chicos –Samuel atrajo nuestra atención, acercándose con prisa–. No quería interrumpirlos, así que llevo siete minutos esperando para venir a decir dos cosas. –Carlos y yo intercambiamos una mirada confusa a la vez que divertida–. La primera, felicidades, hacen una pareja demasiado cursi para mi gusto. Y lo segundo –se relamió los labios, encogiendo un poco los hombros–. Acaban de decretar el estado de cuarentena para todo el país.
–¿Qué?, ¿estás seguro? –interrogó Carlos, mientras yo alternaba la vista entre ambos chicos.
–Eso creo, pero aun así vamos a confirmar con la directora. –Nos dio la espalda, invitándonos a seguirlo.
–Alexa –habló Carlos mientras bajábamos las escaleras–. En caso de que sea verdad, ¿qué vas a hacer?
Aún no terminaba de procesar esa información, pero como si mi yo interior me conociera mejor que mí misma, no pensé dos veces antes de preguntar:
–¿Puedo quedarme?
–Claro que sí –soltó un suspiro de alivio, como si estuviera esperando esa respuesta–. Aquí vamos de nuevo –bromeó, pasando un brazo por encima de mi hombro, y yo le rodeé la espalda por la cintura.
Miré nuestros pasos mientras descendíamos las escaleras. Recordé en cuestión de segundos todo lo que habíamos pasado juntos, todo lo que habíamos aprendido, y con una leve sonrisa, afirmé:
–Sí, pero esta vez, con menos miedo.
–Espera a que conozcas a mi madre. –Ambos estallamos en carcajadas con esa frase. Y aunque caminábamos entre cientos de estudiantes, juraría que en ese momento, éramos solo nosotros y el sonido de nuestras risas.
Una vez me pregunté que se sentiría estar en el borde de un precipicio, y luego conocí a una persona que me llevó directo hacia uno. Pensé en alejarme, pero aprendí que no se puede escapar de lo que llevas dentro. Correr era otra opción, pero cuando llegué a considerarla, me di cuenta de que quería quedarme. Ahora lo entiendo todo, respecto a las alturas, en cuanto al amor, bueno, eso no creo que alguien alguna vez llegue a entenderlo. Por ahora puedo asegurar, sobre ambos aspectos, que no tienes que saltar, ni quedarte en la zona segura. A veces solo tienes que buscar el equilibrio, y caminar sobre el borde del precipicio, confiando en que no vas a caer, pero sintiendo la adrenalina de estar en lo alto, y dejar que el viento te lleve en la dirección correcta.
Ahora lo entiendo. No tenía que caerme, ni que volar, solo tenía que caminar, así de simple. Y comprender que con un paso a la vez, se puede llegar al infinito.
FIN
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top