Día 9
El cielo estaba calmado, la lluvia descendía con menor intensidad y ya no se escuchaban truenos. Parecía que las nubes habían dejado de pelear, chocando entre ellas, y habían establecido un acuerdo temporal de paz. Pero una o dos aún estaban enojadas, ahuyentando al sol, quien quería mantenerse al margen de la disputa, y esperar a que todo se tranquilizara para volver a salir.
Ese fue mi resumen metafórico del parte del tiempo. Abrí las ventanas de la casa con cuidado de no hacer ruido, y me detuve unos minutos en el balcón después de hacer el desayuno, recostada a la baranda. Inhalé profundamente el olor mañanero a tierra mojada, no puedo decir que el olor a lluvia, porque todos dicen que la lluvia no tiene olor, pero es mentira. La lluvia huele a café recién hecho para calmar el frío, a chocolate caliente, a comida casera improvisada. ¿Tendrá sentimientos la lluvia?, no lo sé, pero a mí me hace sentir paz, armonía, nostalgia de vez en cuando. Algo me oprime el centro del pecho, es como si extrañara algo sin saber qué es exactamente, pero mi instinto me dice que vaya a buscar a quien vive conmigo sin pagar alquiler. Le doy una última sonrisa al aire antes de darme la vuelta.
¿Por qué tengo la sensación de que hoy será un buen día?, ¿será la calma después de la tormenta?
–Carlos, levántate –volví de la cocina sacudiéndome las manos.
–No quiero –enterró la cara en la almohada.
–No te comportes como un niño.
–Para una vez que puedo dormir en la cama, déjame aprovecharla –murmuró sin demasiado esfuerzo.
–El desayuno está en la mesa –hablé con más tranquilidad que de costumbre.
–Más tarde voy.
–Te estoy esperando, y tengo hambre –tiré de la sabanas riendo, intentando que se levantara.
No funcionó, resultaría más fácil sacar un tanque de guerra de un charco de fango, solo tirado por un hilo de estambre. Puse la mano en su hombro, intentando que se volteara. La apartó con rapidez, pero no la suficiente como para que no lo notara.
Oh no.
–Alexa, yo…–se giró para mirarme.
–Creo…, creo que tienes fiebre –coloqué la mano en su frente–. ¡Estás ardiendo!
Se sentó en el borde de la cama, arrastrando su cuerpo con pereza hasta esa posición. Se quedó mirando al suelo, mientras mi mente traicionera, comenzaba a visualizar varios escenarios terribles. Carlos en el hospital. Carlos con tubos de oxígeno por la nariz. Carlos en terapia intensiva. Carlos…
–Voy a llamar a Laura –salí corriendo de la habitación.
–Espera.
Tomé el celular y marqué el número de Laura a toda velocidad.
–No responde –me sequé el sudor de la frente con el antebrazo–, tenemos que hablar con ella lo antes posible. ¿Desde cuándo te sientes mal?, ¿una hora, dos?
–Primero tienes que calmarte –me tomó de los hombros, mirándome a los ojos–, no pasa nada, yo…
Él hablaba, mientras yo aún no procesaba la situación.
–Responde, ¿hace tres horas?, ¿desde la madrugada o…? –de repente todo hizo clic en mi cabeza.
Su comportamiento extraño el día de ayer, ahora lo entiendo. Creía que los truenos lo ponían nervioso o algo así, pero no, lo que tenía era, era…
–¿Te sientes mal desde ayer por la mañana? –susurré, suplicando que algo en su mirada respondiera: no.
–Sí, me he estado sintiendo mal Alexa –soltó un largo suspiro, y yo me llevé las manos a la cabeza.
–¿Por qué no me lo dijiste? –volví a marcar el número de Laura y dejé el celular sobre la mesa.
–No quería preocuparte.
–¿Qué no querías preocuparme?, ahora estoy más preocupada.
–Cálmate.
–¿Diga, Alexa?
Ambos miramos al celular, y corrí hacia él intentando que no se resbalara entre mis manos sudadas.
–Laura, menos mal.
–¿Qué ocurre, pasó algo?
–No, estoy bien. Carlos tiene fiebre, y…–apreté los labios–, se ha estado sintiendo mal desde ayer en la mañana.
–¡¿Qué?! –Escuché que soltaba un suspiro–, no me han hecho ni puto caso con lo del distanciamiento, ¿verdad?
–Lo siento –susurré más para Carlos que para ella.
–De todas formas habían muchas probabilidades. Mañana iré a hacerle la prueba y…
–¿Mañana?, ¿no puede ser hoy? –intercambiamos miradas.
–No, los test se agotaron y no entrarán hasta mañana, pero debería empezar el tratamiento desde hoy.
–Vale.
Laura me explicó con lujo de detalles, otra vez, el orden y los horarios de todos los medicamentos. Dijo un par de frases para calmarme y luego colgué. Ni siquiera había notado que Carlos ya no estaba en la cocina. Después de llamar a Vale para que fuera a comprar más medicinas, y pedirle perdón mil veces por las molestias, caminé hacia la habitación, pero me detuve frente a la puerta del baño cuando lo escuché lavándose los dientes.
–No tardes mucho, el desayuno está en la mesa –fue lo único que dije antes de continuar mi camino.
–Alexa… –volteé cuando me habló desde el otro lado–, ¿por qué te pusiste así antes?
–¿Así como?
–Tan…nerviosa. Tú lo pasaste bien, ya casi no te sientes nada, ni siquiera te dio fiebre alta –lo escuché sin decir nada–. Entonces, ¿por qué estás tan preocupada?
–Es diferente.
–¿Por qué?
Aproveché que había una puerta de por medio para responder antes de marcharme.
–Porque no me perdonaría jamás que te pasara algo malo.
…
Repiqueteaba mis dedos en la mesa con la mano izquierda, mientras en mi derecha llevaba una cucharada de sopa instantánea directa hacia mi boca. Suprimí las ganas de hacer una mueca, estaba espantosa. La última vez que la tomé no podía saborearla, ahora había recuperado un poco el paladar y, sinceramente, no sé cómo pude tomarme tal cosa. Debería preguntarle a Carlos, que mantenía su expresión intacta, con el costado de la frente apoyada en los nudillos, sorbiendo el líquido sin dar demasiada importancia a su sabor, o puede que ya no pudiera sentir su sabor.
–¿Ya son las doce? –me levanté para llevar los platos al fregadero.
–Sí –miró de reojo el reloj de pared.
–Tómate esto –dejé un frasco de pastillas encima de la mesa.
–¿No vas a drogarme verdad? –leyó las letras pequeñas del frasco–, ¿o matarme?, ¿vas a matarme?
–No voy a matarte pesado –alcé los ojos al techo mientras enjuagaba las cucharas.
–¿Segura?, podrías deshacerte de mí para siempre –se levantó con pereza, como si cada fibra de su cuerpo pesara toneladas–. Pero no sería tan fácil, sería como esas películas donde alguien mata a una persona por accidente, luego tiene que borrar sus huellas, pero algo sale mal, y un asesinato conduce a otro, y a otro, y a otro…
–Sí, entendí, toma el medicamento de una vez. –Estaba empezando a fregar los vasos con demasiada intensidad.
–Espera, escucha mi teoría –se recostó a mi lado–. Si me matas tendrías que matar a todos los que saben que estoy aquí: la doctora psicópata –comenzó a enumerar con los dedos–, Valeria…
–Valentina.
–Sí, esa misma. Puede que a Samuel también, seguro que le contó a su novio que estábamos saliendo. Las novias de Samuel son bastante chismosas.
–No estamos saliendo.
–Oh, a mi madre también, bueno ella no sabe exactamente que estoy aquí pero…–Cada palabra que decía, me irritaba de una forma que no puedo explicar, intenté enfocar mi ira repentina en lavar frenéticamente los platos–, en fin, eso son cuatro personas. Ah no ser que cuentes…
–¡Carlos! –Solté tajante–, ¡deja de decir estupideces y tómate la maldita medicina!
Abrió los ojos, asombrado por mi tono de voz, pero yo quería haberlo dicho tres veces más alto. Apretó los labios, y asintió con la cabeza antes de darme la espalda. Apoyé los codos en fregadero, frotándome la cien con los dedos mojados.
–¿Sabes por qué digo estupideces, Alexa?
–¿Por qué?, ¡es algo que siempre he querido saber! –Me sequé las manos en un paño y lo tiré de mala gana–. Es lo único que haces desde que te conozco.
–Porque es la única forma que conozco de hacerte reír, pero tranquila, no volveré a intentarlo.
Una pequeña opresión se me atravesó en la garganta, pero me di la vuelta, ignorándolo.
–Alexa…–me llamó, pero seguí con la vista fija en los platos blancos.
Sentí como tiraba de mi brazo para que lo encarara, pero eso era lo opuesto a lo que quería hacer.
–Suéltame…–me sacudí, intentando zafarme.
–Primero escúchame. –El brillo que adquirieron sus ojos era completamente nuevo para mí, y no puedo negar, que me asustó un poco.
–¿Crees que esto ha sido fácil para mí?, convivir con una desconocida, así de la nada, compartir mi espacio personal, atrasarme en la universidad, dejar de hablar con mis amigos y familia para no preocuparlos. ¿Qué piensas?, ¿qué demonios tienes en la cabeza para hablarme así? –Alzó un poco la voz, pero no tanto como yo lo había hecho antes–. Sabes que podría haberme ido a otro lugar.
Mi pecho se encogió un poco con esa frase, con ese pensamiento.
–Podría haber alquilado cualquier departamento barato, ¿recuerdas que mi prueba fue negativa verdad? –soltó mi brazo.
–No dijiste nada…pensé que no tenías a donde ir. –Mis propias palabras se enredaron en mi boca.
–Pues sí, podría haberle dicho a Samuel que me prestara su apartamento, ¿recuerdas que está viviendo con Valentina?
–Yo…no…
–Pero decidí vivir aquí –se acercó a mí, y podía sentir el peso de una mirada de... ¿decepción?–. Porque a pesar de haberte conocido hace un mes, sabía que eras tan terca como para no hacer reposo, o echarte tú misma las gotas por la nariz. Así que aquí estoy –levantó los brazos y los dejó caer señalando su cuerpo–, porque decidí quedarme contigo…
–Yo nunca te lo pedí. –Las palabras salieron sin ni siquiera pensarlas.
Entreabrió la boca, sin creer lo que había escuchado, y la verdad es que yo tampoco me lo creía. Sus labios se apretaron en una fina línea, mientras escrutaba mi rostro con sus ojos, esperando que dijera algo para retractarme, pero no lo hice, le sostuve la mirada, y contuve con todas mis fuerzas las ganas de soltar una lágrima.
–Tienes razón –vi como sus ojos se volvían fríos, como si empezara a cubrirlos con una capa de hielo–, tú no me lo pediste.
–Exacto –mantuve mi expresión seria, aunque no sé de donde había salido este repentino orgullo.
Asintió con la cabeza y me dio la espalda para tomar su celular. Le di la espalda también, sintiendo las emociones confusas arremolinarse en mi cabeza.
–Samuel, hola, necesito un favor –habló al celular.
Miré por encima del hombro, y por la fuerza de su mirada sentí que me estaba dando una última oportunidad de retractarme antes de seguir hablando. Me acerqué a él, lo miré por un momento, y luego empujé su hombro, marchándome de la cocina. Cuando me alejé lo suficiente, lo escuché hablar desde el pasillo.
–¿Puedo quedarme en tu apartamento?, gracias, estaré ahí en la tarde.
Suprimí las ganas inexplicables de volver, mientras mi mente seguía justificando la estúpida situación con la frase: yo nunca se lo pedí. Esta no es la calma después de la tormenta, es solo el ojo del huracán, cuando todo parece tranquilo, mientras el viento se hace cada vez más fuerte, y con intención, más doloroso. Aunque ahora mismo, yo me sentía el propio huracán.
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