Día 6
–¿Café o té?
–Cerveza.
–¿Cerveza, por la mañana?–enarqué una ceja.
–Sí, ¿algún problema?
–Bueno, solo queda una, tú sabrás.
Me preparé una de las infusiones que Lau me había recomendado, Carlos sacó la última lata del refrigerador y nos sentamos en el salón a ver la noticias. Los nuevos casos iban aumentando de forma alarmante, y la cifra de fallecidos era mayor cada día que pasaba. No importaba que canal pusiera, todo lo que veía frente a mi eran imágenes de hospitales, niños enfermos, médicos.
–¿Podrías cambiar el canal de nuevo? –pegunté llevándome la tasa a los labios.
–Es el último –respondió con el mando a distancia en la mano.
–Prueba de nuevo –volví a sorber la infusión.
–Es todo lo que hay…
–Seguro hay alguno que no has puesto.
–Te dije que ese era el último.
–¡Pues apaga la maldita televisión! –Mi voz sonó más alto de lo que quería–. Perdona, yo…
–¿Estás bien? –Apagó la tele y se sentó a mi lado–. Oye… –tomó mi barbilla, haciendo que lo mirara–, no nos va a pasar nada.
–Lo sé –aparté su mano.
–Sé que te sientes mal, es normal.
–Estoy bien, ¿ok?
Escuchamos sonar mi celular, y fue el momento perfecto para dar por terminada la conversación, y mi excusa para no seguir hablando.
–Podemos hablarlo –insistió.
–Es mi madre –dije con un hilo de voz mirando la pantalla–. No le he dicho nada, es muy paranoica y lo más probable es que venga a cuidarme ella misma.
–Dile que estás bien –estiró su cuerpo sobre el sofá.
–No lo entiendes, a mi madre no le basta con decirle que estoy bien, ella necesita pruebas. –El celular dejó de sonar–. Colgó.
–Genial –levantó el pulgar desde su posición.
–¡Ay no!
–¿Qué pasó? –se levantó de un tirón.
Estaba a punto de entrar en pánico. Le mostré la pantalla del celular. Lo que faltaba, una video llamada.
–Escóndete –susurré.
–¿Por qué hablas bajo si aún no has contestado?
–¡Que te escondas! –levantó las manos entre risas y se marchó a la habitación.
Me alisé un poco el pelo con las manos. Escaneé mi alrededor asegurándome de que no hubiera nada sospechoso antes de deslizar el dedo por la pantalla y fingir la sonrisa más incriminatoria de la historia.
–¡Hola mamá! –saludé agitando la mano frenéticamente.
Llevaba su sombrero playero de color rosa y unas gafas oscuras. Parecía que estaba tomando el sol en el balcón de casa, como hacía siempre.
–¡Hola cariño!, ¿por qué no me has llamado? ¿Estás comiendo bien?... –comenzó a hacer preguntas a diestra y siniestra, mientras a mí solo me daba tiempo a negar o asentir con la cabeza–. ¿Mantienes todo ordenado como te enseñé?
Esa pregunta encendió una pequeña alerta roja en mi cabeza.
–Mamá, ya llevo un año viviendo sola y…
–Pero a ti hay que repetirte las cosas muchas veces porque te entran por un oído y te salen por el otro –se quitó las gafas de sol y acercó el rostro a la pantalla–. ¿Colocaste las sábanas que te envíe en tu cumpleaños?
–Claro.
–¿Me puedes mostrar? –Los ojos verdes que había heredado de ella le brillaban con emoción.
–Otro día mamá, estoy ocupada –intenté desviar el tema pero sabía que volvería a insistir.
–Sabrá Dios cuando me vuelves a llamar, enséñamelas ahora por favor –hizo un puchero y yo sonreí.
Ay mamá, te conozco como si me hubieras parido hace veinte años.
–Vale –suspiré derrotada–. ¡Iremos a la habitación! –hablé más alto de lo normal, intentando que Carlos me escuchara. Mi madre enarcó una ceja pero no dijo nada.
Caminé por el pasillo con celular en la mano, despacio, como si me estuviera acercando a una lenta y dolorosa muerte. ¿Cómo le iba a explicar a mi madre que tenía un chico viviendo conmigo? Abrí la puerta del cuarto y encontré a Carlos tirado en la cama. Me miró con el ceño fruncido al ver que continuaba hablando con mi madre y yo pues…intenté ganar tiempo.
–¿Y cómo está papá? –intenté desviar el tema mientras le hacía a Carlos señales con la mano para que saliera de la habitación.
–Ya sabes, como siempre…
–¿No ha cambiado de pasatiempo? –rodeé la cama por el otro extremo.
–Me vas a enseñar las sábanas, ¿sí o no? –di un respingo y giré el celular hacia la cama.
–Mira, ves que no te miento mamá.
–Muéstrame las cortinas también –añadió con emoción y yo me di una palmada en la cabeza.
Resumen de la tarde: Le di un recorrido visual a mi madre por toda la casa, mientras Carlos corría a hurtadillas de un lugar a otro, haciendo ruidos que intenté disimular soltando risas que no venían para nada al caso. Cuando por fin terminó la llamada, solté un profundo suspiro, de esos que salen del fondo del pecho.
–Eso fue divertido y extraño. –Se recostó en el umbral mientras agitaba una bolsa de palomitas en el aire–. ¿Noche de pelis?
–Por favor.
…
–Cenicienta, Una cenicienta moderna, Cinderella, Cenicienta 2 –arrastraba la voz sentado en el suelo mientras miraba todos mis CD–. ¿Hay alguna película que no sea de Cenicienta?
–Probablemente no –sonreí de forma incómoda desde el sofá.
Escogió una al azar y se acomodó a mi lado, adueñándose del tazón de palomitas recién salidas del microondas.
–¿Por qué no me dejaste conocer a mi suegra?
–Deberíamos ver la película hasta la mitad en silencio y luego ignorarla y comenzar a hablar, como todo el mundo –me llevé un puñado de palomitas a la boca.
–Alexa…
–Primero –pausé la peli, porque yo sí quería verla–, no es tu suegra.
–Claro que sí –mostró indignación.
–Pues no recuerdo en que momento pasó, que yo sepa solo somos amigos que…
–Que se acuestan.
–Iba a decir que…
–Y que viven juntos.
–Temporalmente –refuté alzando el dedo.
–¿Te gustaría?
–¿El qué? –me llevé otro bulto de palomitas a la boca.
Nos miramos en silencio por unos segundos. Se deslizó sobre el sofá hasta quedar pegado a mí, mientras yo aún tenía la boca llena, dudando si moverme o no. ¿Qué clase de pregunta era esa?
–¿Podrías traerme agua? –susurró y eso me dejó aún más descolocada.
–Búscala tú.
–Estoy cansado, te recuerdo que hoy hice alrededor de dos kilómetros corriendo de aquí para allá.
Me levanté sin decir nada y caminé hacia la cocina. Me detuve frente a la puerta del refrigerador, había un posti de color verde pegado justo a la altura de mi cara. Miré hacia el salón con el ceño fruncido. Carlos le había quitado el pause a la peli y la miraba mientras se comía mis rocitas de maíz. Entrecerré los ojos y tomé el posti para leerlo.
–No tienes que decir nada –habló desde su lugar.
–Carlos yo…–me acerqué al sofá con el papel en la mano.
Me miró con una expresión que no logré definir, solo sé que nunca me había mirado así. Era como si no fuera él, pero al mismo tiempo era una mejor versión de él, no lo sé, no sé ni que pensar.
–Podemos… –señalé la tele y el asintió.
Continuamos viendo la película. Prefería que hubiera la atmósfera más incómoda del mundo a tener que hablar. Nunca se me dio bien hablar, lo mío son las matemáticas. Y sí, pienso en números para relajarme. Lo miré de reojo y seguía con la vista fija en Anastasia y Griselda. Muy bien, qué se hace en matemática para un caso así. Simple, apliquemos algo que resuelve todo o casi todo, la maravillosa fórmula del Discriminante. Pues bien, tenemos varios factores en cuestión: nos acostamos, vivimos juntos y me gusta. Dependiendo de valores que no conozco aún, puede haber una solución, dos soluciones o ninguna, solo tengo que averiguar esos valores. Intenté concentrarme en la película, pero no pude, seguía mirando el posti, y cada vez que iba a decir algo me retractaba o comentaba algo de la trama, a lo que el respondía con un seco asentimiento.
–¿Quieres conocer a mis vecinos? –pregunté entusiasmada.
–¿Qué?, recuerdas que estamos confinados ¿no?
–No me refiero a eso –me levanté y le tendí la mano, dudó un momento antes de tomarla y seguirme a al balcón.
–¿Qué hacemos aquí? –mantenía un tono serio que no me gustaba en lo absoluto.
Tomé los binoculares del borde de la ventana y los agité en el aire.
–¿Espías a tus vecinos? –levantó una ceja con cara de horror.
–No, claro que no –sacudí las manos–, es para vigilar mi motocicleta en el estacionamiento del barrio.
–Ah –asintió, pero no dejó de mirarme de forma desconfiada.
–Sabes, todas esas ventanas tienen una historia, o por lo menos a mí me gusta inventarles una historia –me escuchó sin decir nada–, por ejemplo –le tendí los binoculares y el miró a través de ellos en la dirección que le señalaba.
–¿La chica que está mirando al cielo? –preguntó sin apartar la vista del edificio del frente.
–Sí, ella es Julieta –solté una risa–. En realidad no sé cómo se llama, pero le gusta mirar la noche, y a veces hasta le habla. Considero eso romántico, por eso la llamo Julieta.
Apartó la vista un momento y me ojeó de arriba a abajo como si estuviera loca. Sonreí de forma inocente encogiendo los hombros. Volvió a mirar al frente, y señaló otra ventana.
–¿Quién es ese de allá?
En realidad no sé por qué le estaba contando esto, pero parece que funcionaba. Me acerqué a él para poder ver a quién se refería. Hizo un ademán de alejarse, pero parece que se arrepintió, y dejó que me colocara de espaldas frente a su pecho, quedando atrapada entre sus brazos.
–Ah, él es el chico de los recados.
–¿Por qué?
–Porque se la pasa haciendo favores a todo el mundo, le sube las bolsas de la compra a las señoras, cuida a los niños de los vecinos en el patio, saca las mascotas a pasear.
–¿Y no crees que cobra por eso?
–Lo más probable es que sí, pero yo prefiero pensar que lo hace por buena gente, quiero mantener… –pegó su pecho a mi espalda–, la magia.
–La señora mayor del cuarto piso, ¿quién es? –Se escuchaba un poco más entusiasmado con el juego.
–Ella es Agatha, como de Agatha Christie. Se la pasa espiando a todo el mundo desde el balcón, y escuché rumores de que, a veces –hablé como si estuviera contando una historia de terror–, escucha detrás de las puertas y escribe lo que dicen en un cuaderno negro, para hacer relatos de misterio.
–¿La has visto usando unos binoculares? –Negué con la cabeza–. ¿Quién es la chismosa entonces?
Le di un pequeño codazo y ahuchó entre risas.
–Oh, mira allí –apunté con el dedo hacia el tercer piso–. Él es Romeo, se la pasa mirando al cielo, pero no le habla, escribe y escribe, como si estuviera narrando la historia de la noche… –dejé de hablar cuando noté que Carlos me miraba con una sonrisa de lado, y se veía… ¿tierno?–. ¿Qué miras?
–A ti –susurró–, continúa.
–Haría buena pareja con Julieta, lástima que aún no se conocen. Él podría dejar de alabar el cielo, y podría descubrir, describir y escribir la belleza de la chica.
–Oh no, eso sería fatal. No se pueden conocer.
–¿Por qué no? –giré, quedando de cara hacia él.
–Porque son Romeo y Julieta, y todos sabemos cómo termina eso. Causarán cuatro muertes, se amarán dos días, se acostarán una vez y luego se van a suicidar –apreté los labios conteniendo la risa–. Es la relación más tóxica de la historia.
–Puede ser –noté que nuestros rostros estaban demasiado cerca, intenté dar un paso atrás pero terminé recostándome a la baranda.
–¿Y qué personaje literario eres tú? –se inclinó hacia adelante, apoyado las manos a ambos lados de mi cuerpo.
–¿Yo? –Nunca me había hecho esa pregunta.
De por sí me superaba en altura, pero ahora, inclinado sobre mí me hacía sentir aún más pequeña. Fijó la vista en mis ojos, luego en mi boca y luego siguió descendiendo. Me tensé completa, como si tuviera un depredador frente a mí, o mejor, un vampiro, listo para clavarme los colmillos en el cuello. Pero eso no me asustó, es más, me gustó. No sé en qué momento aprendió a acelerarme la respiración sin ni siquiera tocarme, ¿eso podría convertirse en uno de los valores de mi ecuación sentimental? Como si hubiera leído mi mente, separó una mano del barandal y por instinto, yo me aferré al balcón con las dos. Me acarició la parte superior de la rodilla, y fue subiendo lentamente. Abrí la boca para decir algo, pero negó con la cabeza sin apartar sus ojos de los míos. Su mano se iba colando bajo la tela de mis pantaloncillos, y subiendo, y subiendo, y subiendo. No pude evitarlo, cerré los ojos y solté un suspiro silencioso, pero volví a abrirlos cuando sentí su respiración en mi rostro.
–No me has respondido –susurró a centímetros de mis labios.
Sacó el posti de mi bolsillo, sujetándolo entre sus dos dedos frente a mis ojos. Mi mente se había nublado por unos segundos, pero aún no estaba lista para responder, debía completar mi ecuación.
–Carlos, me voy a dormir –aparté el rostro hacia un lado.
Soltó un suspiro y se separó de mí para dejarme pasar, hasta ese momento no había notado el frío que hacía. Caminé hacia el interior de la casa frotándome los hombros.
–Oye… –me llamó y volteé justo antes de doblar el pasillo hacia la habitación.
Señaló con la cabeza una parte de la cocina, seguí su mirada hasta el reloj de pared, cuyas agujas parecían una sola.
–Buenas noches, Cenicienta –sonrió de lado y me dio la espalda apoyando los codos en el balcón.
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