Día 5 sin ti.


Alexa.

Pulsé las últimas teclas en el ordenador, y decidí concluir el informe cuando el olor de la comida de mis compañeros hizo que mi estómago hablara más alto que mis pensamientos.

Mientras se escuchaban bolsas de plástico crujiendo y bebidas gaseosas siendo destapadas, caminé entre las filas de escritorios hasta llegar al buró de Valentina. Un solo gesto de cabeza fue suficiente para que ella tomara su lonchera y caminara hacia el patio detrás de mí.

No estaba permitido comer en el puesto de trabajo, y a pesar de que a veces lo hacíamos a escondidas, casi siempre los empleados salíamos a merendar a un pequeño patio detrás del establecimiento.

Me dejé caer en el borde de la acera, a la sombra de las pocas hojas de un árbol viejo. A la vez que sacaba mi emparedado de jamón, percibí a mi amiga dejarse caer a mi lado, soltando una exhalación con el pequeño esfuerzo de sus piernas.

–Extrañaba comer contigo, no sabes cuánto me alegra que estés de vuelta –Sonrió para mí, bajándose de nuevo la mascarilla.

–Se siente bien volver a escuchar los chismes de los pasillos –le devolví la sonrisa, destapando la botella de jugo de mango.

–Entonces… tienes una relación con Carlos –insinuó.

Dejé que el primer sorbo agridulce del sumo natural descendiera por mi garganta, y luego de chasquear la lengua, respondí a su pregunta indirectamente directa.

–¿Acabo de sobrevivir a un virus peligroso y me preguntas por mis relaciones?

–No me cambies de tema –masculló.

–Algo así –agité una mano en el aire–. No le quiero dar muchas vueltas hasta que vuelva de la universidad. En realidad yo… yo quiero ir en serio, lo juro, pero no sé cómo se desarrollarán las cosas, tengo que esperar.

–Quién te vio y quien te ve –hizo el ademán de chocar su hombro con el mío, pero recordó con rapidez la situación en que vivíamos ahora, y se apartó a un metro de distancia–. ¿Crees que deberíamos haber ido a la universidad? –preguntó con rapidez, como para cambiar de tema.

Quise decirle que sí, que quisiera saber que se siente compartir habitación con otras chicas, idear planes para infiltrar comida en el dormitorio o escaparse de clases para ir a una fiesta. Estaba a punto de responder cuando una hoja amarillenta aterrizó frente a mí, y pensé por un momento en el árbol demasiado viejo que se erguía a nuestras espaldas. Pensé en que si no fuera por su tenue ramaje, nada nos protegería del Sol en la hora del almuerzo; que si no fuera por las añejas raíces que sobresalían de la tierra, los diseñadores gráficos no tendrían donde sentarse a dibujar en las tardes de inspiración. Y ni hablar de los lagartijos, los gorriones, las hormigas, y todos los animales que vivían entre sus hojas y madera, que dependían de un árbol viejo para sobrevivir.

–Tal vez –respondí por fin–, pero no le des muchas vueltas a eso. Piénsalo, si todos fueran médicos y arquitectos y abogados… ¿Quién limpiara las calles?, ¿quién te llevaría la comida a la mesa en un restaurante?, ¿quién condujera el transporte público?, ¿quién defendería nuestro país?, ¿quién anestesiara las operaciones quirúrgicas?, porque creo que existe una carrera solo para eso –soltó una risa ante mi comentario–, bueno, ¿quién mantendría a flote pequeñas empresas como esta?

–¿Entonces hicimos bien?

–No lo sé –limpié mi boca con el dorso de la mano antes de esbozar una pequeña sonrisa–, pero por lo menos, no hicimos mal.

–Puede ser –encogió los hombros, dándole otra mordida a su emparedado –¿Sabes que sí está mal? –preguntó con la boca llena, y yo sabía por dónde venía.

–¿El cambio climático?

–No, bueno, sí, pero además de eso. Es más, no te molestes en responder, nos conocemos desde la secundaria. –Se puso de pie, sacudiendo sus pantalones.

–Está bien –escudriñó los ojos hacia mí, y yo me subí la mascarilla escondiendo la sonrisa.

–Deberías… hacer algo.

Sus ojos se desviaron a mi pelo por unos segundos, y antes de que preguntara por qué lo traía en una coleta corta, a penas con un par de mechones, decidí hablar primero.

–No sé qué hacer –admití.

Roció sus manos con el gel desinfectante, se acomodó el cabello castaño, y con la honesta mirada del color de su pelo, se agachó para decirme: –Cualquier cosa es mejor que nada.

Después de mi primera sesión de trabajo luego de tres semanas, me alegré por fin de estar en casa. Estaba agotada al tener que ponerme al día con todas las cuentas y decir gracias cada vez que alguien me preguntaba por mi salud. Me recosté en mi sillón de cinta suiza azul en el balcón, soltando un leve suspiro de cansancio. Sí, en el balcón, ahora es uno de los lugares donde paso mi tiempo libre, sobre todo las noches solitarias, y aunque parezca una tontería, mirar las estrellas me hace sentir un poco acompañada.

Dejo escapar un poco de aire con los labios en forma de O, enfriando el té de manzanilla que sostengo en una mano, mientras reviso mi celular con la otra. Subo los pies al sillón, y la primera notificación que aparece es un mensaje de texto.

De Carlos:
10.03 PM

No sé a qué hora veas esto, puesto que eres una antisocial de internet y las tecnologías, pero quería decirte que hoy me acordé de ti. Hubo un apagón en mi pueblo, y mis padres y yo salimos al balcón para conversar, como es costumbre cuando no hay luz. También vi lo bella que estaba la noche, como pocas veces la he visto. Había una luna llena, rodeada de escasas estrellas, pero que resplandecían con toda su fuerza. Miré los balcones antes de que nadie encendiera las linternas. Diez segundos, Alexa, bastaron diez segundos para apreciar la noche, y para amar cada parte de ella, lo oscuro, lo brillante y lo gris. Si en diez segundos me enamoré de la noche, imagina lo que pasó contigo en veintiún días.

Mordí el interior de mi mejilla después de leer, formando media sonrisa, y casi un segundo después, el viento agitó el humo que salía de mi casa. El humo voló, y voló, y al yo seguirlo con la vista, alcancé a ver de reojo una parte del edificio abandonado, donde yo también me había enamorado de la noche, y de otras cosas.

8:53 PM.
Día 19.
Edificio abandonado.

Con las linternas de los celulares bajamos a prisa las escaleras, cuidando de no resbalar y agachando la cabeza de forma inconsciente, como si nos fuéramos a golpear con algo más que las luces lejanas que se filtraban por las rendijas. No solté su mano en ningún momento. Cuando íbamos a medio camino, aproximadamente, ocurrió algo inesperado. La luz dejó de filtrarse, todo se apagó como si alguien hubiera presionado un interruptor gigante.

–¿Qué fue eso? –me aferré a su brazo, asustada.

–Lo de siempre, otro apagón –supuso.

Nos acercamos despacio a una de las ventanas cubiertas con tablones de madera desgastados. Sin previo aviso, Carlos terminó de arrancar uno que estaba prácticamente en el aire, recibiendo un regaño por parte de la chica a su lado.

–Apaga tu linterna un momento –me pidió.

–¿Para qué?

–Quiero ver algo, por favor –apoyó un antebrazo en uno de los tablones podridos, el olor a madera húmeda flotando en el aire.

Cedí unos segundos después, y coloqué la cabeza junto a la suya, mirando hacia afuera por la nueva abertura. Una oscuridad total teñía el paisaje, con la excepción del cielo, que había decidido brillar más que de costumbre ahora.

–Sería bonito haber visto esto desde allá arriba –comentó, un deje de emoción palpable en sus palabras–. Pero todo no puede ser perfecto, por suerte.

Solté una pequeña risa recordando nuestra conversación del otro día, sobre las cosas imperfectas y reales, aunque este espectáculo era lo más cercano a la perfección que había visto. Con las manos envueltas en el brazo del chico, su pecho palpitando por correr en las escaleras, nuestras respiraciones siendo el único sonido, y la ciudad la única vista.

–Sabes –comentó, la vista perdida en la oscuridad–. Dicen que las mejores ciudades son las más brillantes, como Nueva York, París, y todas esas que están siempre repletas de luces, como árboles de Navidad gigantes. Yo creo que no hay nada más bonito que una ciudad a oscuras, alumbrada solo por las estrellas. Son millones de luces, ¿qué más se puede pedir?

–Visto así… ¡Ey mira! –Saqué la mano por la ventana, sobresaltándolo por un momento–. Las farolas de la calle están encendidas, parece que no fue en nuestro circuito.

–¿"nuestro" circuito? Eso me suena a manada.

Volví a reír ante ese recuerdo, y a lo que pasó después, pero eso es otra historia.
Mi cuerpo permaneció envuelto en las sábanas esa madrugada, encima de mi cama, mientras mi mente y mi sueños se trasladaban a todas esas noches donde no hacía falta la luz, y al menos tenía con quién quejarme de los mosquitos. Me quedé dormida con el calendario viejo en las manos, y no sé muy bien lo que estaba marcando mi rotulador, si los días que había pasado sin él, o los días que faltaban para volver a vernos. La primera cuenta me daba exacta, la segunda, era una variable indefinida, pero en ambos casos, permanecía la nostalgia como constante principal.

La tarde siguiente llamaron a mi puerta. Una parte de mí se sobresaltó de la emoción, debido a las pocas visitas que solía recibir. Pero resultó ser el cartero, que después de dejarme unos periódicos que nunca leía, me entregó un sobre con mi nombre, y solo encogió los hombros ante mis cejas fruncidas.

Para mi sorpresa, lo primero que saqué del sobre fueron unos billetes, y luego de darles la vuelta varias veces en mi mano, aún confundida, encontré una hoja de papel debajo de ellos. Mi confusión fue sustituida por una sonrisa, cuando leí el nombre del remitente, y acto seguido, el contenido de la carta:

Querida ex compañera de casa:

Sé que ahora mismo te estás preguntando, ¿por qué Carlos se molestaría en escribir una carta a mano si puede perfectamente enviarme un mensaje?, pues verás, me gusta conservar las tradiciones, y sé que te gustan este tipo de detalles románticos, así que, hagamos como que el internet aún no se ha inventado, ¿vale? Comencemos de nuevo.

Espero que te encuentres bien. Ahora que volviste al trabajo debes pasar más tiempo fuera, y sé que no necesitas que te lo repita, pero cuídate mucho, y no andes invitando a desconocidos a tu casa, por favor, ¿qué demente aceptaría eso?. Bueno, admito que te extraño, ni te imaginas cuanto, y ya que de por sí el simple hecho de estar escribiendo esto a mano no tiene sentido, diré que estoy loco por volver a verte. Y sí, también sé que la situación está empeorando, y que se supone que ya hayamos aprendido sobre las consecuencias de nuestras acciones, pero a veces me gusta imaginar qué se sentiría caminar contigo de la mano, sentarnos en un banco a conversar o… yo que sé, todo eso que se supone que hagan las parejas. No me hagas mucho caso. En fin, mañana vuelvo a la universidad, y solo de pensar en la cantidad de trabajos atrasados comienza a dolerme la cabeza. Sabes, varias personas me han dicho que lo que me sucedió fue mala suerte, y no sé por qué se sorprenden cuando yo les respondo: Al contrario, creo que gasté toda mi suerte, todo lo bueno que me podría pasar. No me extenderé más, ya debes haber rodeado los ojos unas tres veces, y puede que sonrojado un par. Me quedaré con esas imágenes mentales hasta que volvamos a vernos. Con todo su cariño y respeto, el que fue el idiota del año, el que luego pasó de moda, y el que te mostró el cielo con los ojos abiertos y con los ojos cerrados. (Tercera vez que te sonrojas)

PD: No intentes devolverme el dinero. Ahí está lo que te debo y un poco más, así que por favor, cómprate una lavadora nueva.

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