Día 21
El desayuno había transcurrido en silencio, tampoco es que tuviéramos demasiado tiempo para conversar, puesto que habíamos abusado de los minutos todo el rato que estuvimos abrazados entre las sábanas, en silencio también.
El camino hacia la puerta se me hizo increíblemente lento, mientras, siguiendo sus pasos, recordaba todo lo que habíamos vivido aquí, en mi casa, en cada rincón de ella.
Laura, con nuestra última consulta y nuestros expedientes cerrados, se había marchado hacía poco menos de cinco minutos, con la excusa de dejarnos solos para poder... despedirnos. Y a mí, no se me daban muy bien eso de las despedidas. Para mi sorpresa, Carlos le acarició la cabecita a Lulo entre los barrotes de su jaula al pasar por su lado.
–Ey, ratón. Cuida de ella. –Lo escuché susurrar al animalito.
Abrí la boca para corregirlo, pero volví a cerrarla con rapidez. Hoy no, pero tal vez otro día, con suerte, volveríamos a discutir sobre mi hámster. Observé su espalda con los brazos cruzados sobre mi pecho mientras él abría la puerta. La misma puerta por donde había llegado a mi vida, la espalda con la misma mochila a cuestas conque había atravesado esta sala por primera vez.
–Entonces… me marcho –se volteó hacia mí debajo del umbral–. Hasta me parece mentira que ya te vayas a librar de mí.
–No estés tan seguro de eso –sonreí, camuflando mi deje de tristeza–. Estaría loca si dejara ir a alguien como tú así como así.
–¿Qué estás haciendo justo ahora? –El tono de su voz se tornó más profundo. Apoyó el antebrazo en la madera, por encima de su frente.
–Dando tiempo a que me extrañes –guiñé uno de mis ojos, recostando la cabeza al marco de la puerta.
–Claro –soltó una risa, con la mirada algo empañada.
Nos dimos el lujo de mirarnos a los ojos durante largos segundos. Los suyos más oscuros que de costumbre, como el café puro, sin diluir en agua. Me gustaba usar esas comparaciones, aún más cuando estaba feliz, cuando tenía los ojos como el café recién hecho, espumoso y dulce.
–Es ahora cuando darás una especie de discurso de despedida, ¿verdad? –interrumpí el silencio.
–No, eso sería demasiado cursi, incluso para ti. –Estaba lista para que se marchara en cualquier momento, o al menos quería convencerme de eso–. Pero sí hay unas cosas que necesito decirte.
Medio fruncí el ceño cuando tomó una larga respiración, que de seguro le llenó los pulmones, como si llenara también su pecho de valor.
–Te quiero, Alexa. Te quiero con tu patética serie de tres veces a la semana, con tus sueños y tus pesadillas. Me gustas cuando despiertas malhumorada, como el 80% de las veces, y culpas al mundo por cada cosa que te pase, pero me gusta más cuando consigo sustituir tus expresiones de enfado por sonrisas. Me gusta hacerte cosquillas hasta el cansancio, sin importar cuantas veces me maldigas por eso, y la comida… bueno eso es otro asunto.
–¿Qué le pasa a mi comida? –fingí molestia con el ceño fruncido.
–¿Puedo terminar? –replicó.
Respondí con una sonrisa, asintiendo con la cabeza para que continuara, mientras las mariposas en mi estómago volaban como dragones.
–Nunca supe tu color favorito, ni nada de esas cosas, pero aprendí a conocerte de otra forma, una mucho más íntima. Ahora sé que te gusta tomar helado los miércoles viendo el parte del tiempo, que le temías a las alturas según tú –negué con la cabeza, volteando los ojos–, y a las sensaciones desconocidas.
–Nunca supimos nuestros apellidos, peo supe que tu mayor sueño es escalar la montaña más alta del mundo –hablé, y dibujó una sonrisa de lado–, que nunca habías visto un amanecer, y me siento orgullosa por habértelo mostrado.
–También sé que dibujas un corazón en el espejo empañado cada vez que sales de la ducha. Que prefieres doblar las esquinas de las hojas de los libros porque te da pereza poner marcadores, pero que jamás arrancarías una página.
–Eres muy observador. –Mis cejas se elevaron con algo de sorpresa.
–También es cierto que podría quedarme aquí parado todo el día, hablando de lo mucho que amo hacer el amor contigo, o podría decirte exactamente donde escondes tus lunares. Porque la verdad, es que no quiero marcharme –apoyó la cabeza en el marco de la puerta, frente a mi rostro, y estoy segura de que la melancolía del suyo se reflejaba en el mío.
–No he querido darle muchas vueltas a este momento. A veces me olvido de la realidad, de todo –solté un largo suspiro, que de seguro chocó en sus labios–, y no sé si reprocharte eso, o darte las gracias.
–De nada –musitó.
Nos quedamos así durante unos segundos, y tuve varias sensaciones algo difíciles de explicar, pero voy a decir que nos miramos con la alegría de habernos encontrado un día, y la tristeza de tener que decirnos adiós justo ahora.
–Alexa… –susurró, atrayendo mi atención hasta su boca–. Debo irme ahora si quiero alcanzar el tren.
El volumen de su voz fue disminuyendo mientras acercaba mis labios a los suyos, donde dejé un manso beso, que él convirtió en salvaje. Cada roce de piel era como una corriente que mandaba pedazos de recuerdos por todo mi ser. Cada beso, cada caricia, cada toque de sus manos en mi rostro, cada sensación que había provocado en mí durante todo este tiempo. Me separé de él a la fuerza, rompiendo un beso que debería ser eterno, pero bueno, dicen las cosas sempiternas no existen. Sus ojos se mantenían apretados, como si quisiera sujetar mis labios con los párpados, hasta que con una exhalación rápida, los volvió a abrir.
A penas había dado dos pasos hacia las escaleras cuando solté la pregunta que llevaba tanto tiempo rondando mi mente, y que aún no conseguía entender.
–¡Carlos! –Se volteó en mi dirección–. ¿Por qué te declaraste tan rápido?, quiero decir, aquella noche, con el posti –di un paso en su dirección, disminuyendo el volumen de mi voz–. Prácticamente acabábamos de conocernos, no puedes enamorarte de alguien en tan poco tiempo.
–Claro que sí –sonrió, sosteniendo el aza de su mochila con una mano–. En estos días todos tienen miedo de decir lo que sienten porque piensan que el amor, los detalles y esas cosas los hacen ver estúpidos, pero creo que la verdadera estupidez es guardarnos en el pecho sentimientos como el amor.
–Eso lo entiendo, me hiciste entenderlo –continué–, pero lo que quiero saber es cómo sabías que esto… –nos señalé a ambos con las manos–, se iba a convertir en amor.
Soltó una leve carcajada, que murió parcialmente en una sonrisa de lado, haciendo brillar sus ojos en mi dirección.
–No lo sabía, pero tenía mis sospechas –se tomó el atrevimiento de guiñarme un ojo mientras apoyaba un brazo en la baranda de la escalera.
–¿Con eso es suficiente? –retrocedí un paso, sosteniéndome con ambas manos del marco de madera.
–¡Claro que sí!, hay que reaccionar rápido ante cualquier sospecha de amor, la vida es demasiado corta como para no hacerlo, ¿no crees? –Asentí con lentitud, abriendo paso en mi rostro para una sonrisa–. Adiós, Alexa.
–Hasta algún día, Carlos. –Me apresuré a decir.
Lo miré mientras bajaba las escaleras, y con cada escalón, veía pasar frente a mis ojos un recuerdo. Muchos felices, alguno que otro triste, pero todos con él. Escuché de fondo, como un eco, el sonido de nuestras risas el día que me contó lo difícil que había sido encontrar mi dirección, y lo apenado que estaría después de gritar "rubia, ábreme, soy yo", si se le aparecía en la puerta una señora de sesenta años con los ojos rasgados de molestia, que ni pelo rubio tenía.
Cuando descendía por la mitad de los peldaños pasaron por mi cabeza las canciones que bailamos en nuestra fiesta de dos, y las del día de los disfraces. Uno de los días más surrealistas de mi vida, pero también uno de los más felices. Por un momento recordé la tarde oscura donde yo lo único que quería era volverme noche y desaparecer en las tinieblas, pero llegó él con una vela en la mano, como si fuera la luz de su alma, y me trajo de vuelta a mi forma humana, a la forma feliz, imperfecta y real.
Un último escalón, y retumbaría en mi pecho su paso, como retumbaban los truenos aquella noche que jugamos a ser asesinos, y poéticamente hablando, habíamos matados nuestros deseos esa madrugada, y las madrugadas siguientes, y las siguientes. Fue pensar en el cielo y mi mente viajó hacia la azotea del edificio que según él, no estaba en ruinas, y un resumen fugaz de todas mis emociones estando allí arriba cabalgó en mi pecho.
Después que dobló la esquina, volviendo a verme una última vez, le susurré un "Te quiero" moviendo los labios. El asintió, feliz y triste al mismo tiempo, hasta que desapareció de mi campo visual, de mi mirada.
No les mentiré, quería salir corriendo a abrazarlo y gritarle que se quedara, pero eso sería demasiado egoísta de mi parte. Tenía su familia, sus amigos, su universidad, y su vida, sin mí.
Antes de volver a entrar, miré el cartel de cartón oscuro, colocado en la parte trasera de la puerta de forma descuidada. Ese que habían dejado los fumigadores aquel día, ese que tenía escrito en mayúsculas, con letras grandes y chuecas la palabra "COVID" en forma de advertencia. Arranqué el cartel de un tirón con una sonrisa y lo estrujé con satisfacción antes de tirarlo a la basura.
Después hacer rechinar las bisagras, recosté mi espalda a la madera, mirando el interior de mi salón, y ese chirrido fue lo último que escuché antes de que un silencio total se cerniera sobre mí como una red invisible.
Caminé hasta la cocina, y todavía algo abrumada, puse la tetera al fuego, teniendo la esperanza de que esta sensación pasara rápido. ¿Siempre viví en este silencio, en esta calma? Tal vez sí, solo que después de varios días sintiendo su tormenta, sintiendo este lugar mucho más… vivo, todo se tornaba mucho más callado sin él.
–No te preocupes –miré a mi alrededor, como si las cuatro paredes pudieran escucharme–. Estarás bien, todo volverá a la normalidad, a como era antes.
Ahí fue cuando dudé si de verdad las cosas podrían ser igual que antes, que antes de que Carlos caminara por aquí con muy poca ropa, o se sentara en el balcón descuidado todas las tardes, o me acariciara los pies en el sofá mientras veíamos las mismas películas una y otra vez.
Esa noche no dormí muy bien, para ser sincera, dormí horriblemente mal. Cuando la cama se me hizo demasiado grande, demasiado fría, me envolví en las mantas y me arrastré hasta el sofá. Volví a revisar mi celular, por si había enviado otro mensaje a parte del de la tarde, informando que había llegado bien, pero mi buzón estaba vacío. Acurrucada en lo que se había convertido mi esquina del sofá, fui cerrando los ojos, envuelta en la manta y envuelta en recuerdos, y segundos antes de rendirme a la noche, escuché en mi subconsciente, como un sueño, la voz del locutor de la emisora de música anunciando una canción para mí de parte de Carlos. La melodía se hacía lejana, mientras yo bailaba en mis sueños con él, y lo abrazaba, y luego a cada rato, sin ningún miedo a admitirlo, con el temor superado a mostrar mis sentimientos, le gritaba lo mucho que lo quería.
Si hace un mes alguien les hubiera dicho: "Descubrirás el amor encerrada en tu casa con un desconocido, mientras ambos intentan superar una pandemia mundial" ¿Le hubieran creído? Sí, yo tampoco.
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