Día 18
Tintineaba mi dedo sobre mi rodilla. Una y otra vez, como si el movimiento constante pudiera hacer más rápido el paso del tiempo. Carlos hacía lo mismo, pero con su pie, que daba pequeños golpecitos al piso, descompasados y ansiosos. Estar nerviosos no resolvería nada.
–No vale la pena estar así hasta la noche. Laura acaba de irse hace solo cinco minutos –Me impulsé con las manos, poniéndome de pie en un gesto perezoso.
–Si tengo que volver a soportar otro test de esos…
–No decías que solo era un palito por la nariz –bromeé, llegando a la cocina.
–Sí –sentí sus pasos a mi espalda–. Pero más de dos veces ya se considera violación nasal.
–A veces dices cosas que dejan mucho que pensar –encendí el fuego de la estufa–. Y yo que comenzaba a creer que eras inteligente.
Soltó una risa baja, mientras tomaba la tetera del estante para llenarla de agua. Intercambiamos miradas. La mía de ligera confusión, la suya se desvió hacia el grifo. No sé en qué momento dedujo que iba a hacer té, supongo que se ha acostumbrado a mis horarios, a observarme, a entenderme sin necesidad de hablar.
El día anterior.
–¿Vamos a subir por aquí? –escaneé el espacio encorvada hacia adelante.
–Parece ser una especie de conducto de emergencia.
Carlos examinó de cerca la pequeña puerta encima de su cabeza, en un espacio donde el techo y el suelo estaban a menos de dos metros.
–¿Te das cuenta de que hemos estado usando todo lo que no deberíamos usar? Escaleras de emergencia, puertas de emergencia, y ahora, salidas de emergencia.
–Nunca has visto un atardecer a doce pisos de altura. –Con un pequeño esfuerzo, abrió el cerrojo oxidado–. Si eso no es una emergencia, entonces no sé qué es.
–No lo es, no moriré por perderme eso.
–Seguro que ya has oído esta frase, pero no es lo mismo estar vivo que vivir.
–¿Y esto es vivir para ti?
–Entre otras cosas, sí. –La mirada que me dedicó me hizo apartar la vista con una sonrisa.
Abrió del todo la pequeña compuerta, y una débil corriente de aire me golpeó en la cara. Él subió primero, y una vez arriba, me tendió la mano. Me tomé unos segundos para pensarlo. Miré su mano abierta, recordé lo segura que me sentía cuando tocaba esa mano, recordé todo lo que habíamos pasado estos días. Todas las veces que lo obligué a ver mi serie favorita, todos los libros que le recité de memoria una y otra vez. Las historias nuevas que nos inventamos espiando a los vecinos. Las búsquedas en la caja de las cosas viejas, y los recuerdos que salieron de ella, los recuerdos que compartí con él. Le había mostrado todo mi pequeño mundo, con paredes revestidas de amarillo. Era momento de dejar que me mostrara sus cosas favoritas, como lo había hecho con el cielo desde mi ventana. Ahora veríamos el cielo de nuevo, un poquito, solo un poquito más de cerca. Una parte de su mundo, revestida de azul.
–Bueno –acepté su mano–, veamos el motivo de tanta insistencia.
–No te decepcionarás –sonrió con picardía.
Un pequeño tirón, un leve impulso, una brisa fuerte, y me sentí en la cima del mundo. A pesar de que mi corazón latía más fuerte de lo normal, y juraría que podía sentir mi pulso en mi muñeca, la emoción era más fuerte que el miedo. Subí por completo, y cuando ni siquiera estaba segura de poder mantenerme en pie, una bandada de palomas pasó a pocos metros de nuestras cabezas, haciendo que nos agacháramos. Él se cubrió el rostro con el brazo, yo seguí a las aves con los ojos entrecerrados. Libres, sueltas, hermosas.
Mi cara debió ser un perfecto cuadro de emociones, cuando con una sonrisa tonta, él me preguntó:
–¿Lo sientes?
Desvié la vista de sus ojos por unos segundos. Un cambio brusco de color, pasé del café de sus pupilas familiares, al rosado, rojo y naranja, un poco menos conocidos. El atardecer ya estaba aquí, y cuando mi mirada quiso perderse persiguiendo al sol, recordé responder su pregunta.
–No sé a qué te refieres exactamente, pero sí, lo siento.
Dejó volar con el viento una fila de carcajadas, las más alegres que le había escuchado soltar hasta el momento. Me quité la mascarilla que descansaba bajo mi mentón, él conservaba la suya en el bolsillo.
–Quiero sentir esto el resto de mi vida –continúe–, esto –inhalé el aire puro–, esto –apoyé las manos en mis rodillas temblorosas–, y esto –estiré una de mis manos para tomar la suya.
–No me opongo –susurró.
Apretó mi mano, un poco más fuerte de lo normal, como si sintiera que podía irme con el viento, y la verdad, a veces también me lo parecía. Comenzó a caminar, y como consecuencia de nuestras manos entrelazadas, me llevó con él. Mis ojos siguieron entrecerrados unos minutos, hasta que el resplandor fue disminuyendo, dejando en las nubes un hermoso paisaje de colores cálidos, pero si miraba atrás, a lo lejos, al lado opuesto al ocaso, las nubes todavía nadaban en azul claro.
–Pareces una niña. –Su voz me devolvió a la tierra, bueno, cerca de la tierra–. Una niña que acaba de ver el mar por primera vez.
–¿El mar?
–Sí, tienes esa mezcla de alegría y miedo, ante el enorme horizonte que se extiende frente ti.
El horizonte, estaba tan entretenida con el cielo que no me había fijado en eso. Mis pasos se detuvieron en seco, cuando vi lo que tenía al frente. Eran muchos metros de azotea, muchos, pero eso no evitaba lo que estaba ocurriendo. Con cada paso, uno a uno, me estaba acercando a un precipicio. Uno de verdad, uno del que podía caer.
–¿Alexa?
–Yo… –sentí la garganta seca, un dolor punzante en la cien–, no puedo.
–Ven –Se acercó más, tomándome de ambas manos–, siéntate.
Un leve tirón hacia abajo, primero mis rodillas tocaron la azotea, luego las suyas, luego dejamos caer nuestro peso, quedando frente a frente.
–¿Mejor? –buscó mi mirada aturdida.
–Un poco.
–Sí lo que te da miedo es mirar hacia abajo, hagamos lo contrario –cambió de posición, sentándose a mi lado–. Miremos hacia arriba. –Se tiró hacia atrás, hasta que su espalda tocó la azotea.
Lo imité, y una vez tendida a su lado, el cielo, que ya estaba oscuro, no pareció tan aterrador. Aun así, apreté los párpados, intentando borrar los temores de mi mente. Pasamos varios minutos en silencio, y cuando volví a abrir los ojos me di cuenta del pasar del tiempo al ver que las primeras estrellas comenzaban a brillar, y detrás de una espesa nube, se abría paso la Luna.
–¿Cuánto tiempo ha pasado? –rompí el silencio.
–Casi una hora.
Me sorprendí, pero no es la primera vez que el miedo me vuelve inconsciente del pasar del tiempo. Y él estuvo ahí, esperando en silencio, esperando por mí.
–¿Qué has pensado durante casi una hora? –pregunté sin mirarlo.
–Cosas muy serias –dejó escapar un suspiro– ¿Crees que ahora mismo haya un caballo comiendo hierbas en la Luna?
Mi risa salió por sí sola, a la vez que negaba con la cabeza.
–Si alguien me hubiera dicho que estaría en la duodécima planta de un edificio, jamás le hubiera creído –admití–, así que, sí, tal vez haya un caballo comiendo hierbas en la Luna.
–También pensé otra cosa –su tono se volvió más serio–, sé que hay cosas que no se pueden forzar, que llevan su tiempo, pero ya has llegado hasta aquí, no puedes darte la vuelta ahora.
–¿De qué estás hablando? –Se puso de pie, haciendo que me asustara–. Carlos.
–Confía en mí. Prometo que estarás bien, una vez que des el salto. –Me dio la espalda, y se alejó de mí a pasos apresurados.
–¡No me dejes sola! –Me puse de pie también.
Se detuvo por un momento, y por encima del hombro, dijo:
–Entonces, ven conmigo.
Pensé en quedarme en donde estaba, miré al suelo, y había miedo. Pensé en volver, miré atrás, y había miedo. Pensé en otra alternativa, miré a los lados, a los precipicios, y había mucho, mucho miedo. Lo miré a él, y sí, sentí miedo, pero al menos, no era lo único que había. Era una dirección que asustaba, pero que tal vez, valdría la pena. Tenía razón, no puedo seguir cargando con esto toda mi vida, y si hay alguna oportunidad de superarlo, es esta, es él. Tomé una respiración profunda, y como nunca antes en mi vida, corrí. Corrí, tan rápido como mis pies podían, sintiendo como mi rostro cortaba el viento, que aprovechaba para secar unas pequeñas lágrimas. Juraría que el piso temblaba, y los bordes se movían, pero no me detuve. Y orgullosa de mí, con cada paso, mi felicidad aumentaba, y las lágrimas de miedo fueron sustituidas por unas menos amargas, por unas de alegría.
–¡Carlos! –grité, mi eco resonó en el cielo.
Antes de que se diera la vuelta, salté sobre su espalda, abrazándolo con fuerza. Soltó una risa cuando logró equilibrarse, conmigo encima, aferrada a su cuerpo con manos y pies.
–Sabía que podías.
–Gracias –sollocé–, por todo.
Se dio la vuelta conmigo encima, más de la mitad de la azotea se extendía ante nosotros. Más allá, el pueblo, las casas, más edificios, y mucho más allá, montañas borrosas.
–Si has podido hacer esto, Alexa, créeme, podrás hacer cualquier cosa.
Mi emoción era incontenible, la adrenalina me inundaba. Tantas sensaciones en un acto tan simple para cualquier persona.
–Ahora sí – Me sostuvo de los muslos con más fuerza, dándome un pequeño impulso hacia arriba–, vamos a volar.
Antes de que pudiera preguntar, salió disparado hacia adelante. Corriendo sobre mis pasos anteriores, pero en la dirección opuesta y con sentimientos diferentes. Yo había corrido sola y asustada, ahora también estaba asustada, pero la diferencia es que ya no estaba sola. Y encima de su espalda, soltando más que risas, teniendo más que alas, me sentí yo, me sentí viva. Siempre vigilando los extremos, pero confiando en que él no se acercaría. Fue ese atardecer que se volvió noche, con las estrellas como testigos, que por primera vez, fuera de una ventana, volé.
Actualidad.
El timbre del teléfono me hizo saltar de la silla. Una mirada a Carlos antes de contestar, luego deslicé el dedo en la pantalla.
–¿Laura?, ¿llegó el resultado?
–Sí.
–¿Y? -Nos mantuvimos a la expectativa.
Un suspiro del otro lado de la línea, y luego, silencio.
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