Día 17


–Veo veo.

–¿Qué ves?

Resoplé–.Una cosita.

–¿De qué color es? –Repitió por décimo sexta vez en los últimos doce minutos.

–Es…no tiene color.

–No es posible.

–Bueno, supongamos que es… ¿blanco? –Moví un poco la cabeza, haciendo que mi cabello bailara a los lados de mi cara.

–¿Supongamos?, ¿qué estás mirando? –Inquirió, en su aburrida posición normal, con la cabeza hacia arriba.

–Una partícula de polvo sobre la mesita.

–No puedes ver una partícula, y menos de cabeza.

–Tú tampoco –refuté–. Yo gano.

–Eso es trampa.

–Suelo hacer trampa cuando me aburro –me apoyé en el reposabrazos, y con un pequeño impulso dejé de ver el mundo al revés.

–¿Tenemos algo mejor que hacer?

–¿Parchís? –Propuse, y su ceja levantada fue la respuesta–. Vale, no.

–Buscaré algo que leer.

Pasó frente a mí dirigiéndose a la pequeña estantería. Supongo que después de horas de póquer, ajedrez, dados, Scrabble, monopolio, y todos los juegos de mesa que se puedan imaginar, no nos quedaban muchas opciones para matar el aburrimiento. Aunque más bien, era el aburrimiento el que nos mataba a nosotros.

–Veamos… este colorido –volvió a mi lado con un libro en las manos–. Mis cuentos de caballos, de Ivette Vian Altarriba. ¿Tienes libros de cuando eras niña?

–Sí, conservo algunos.

–Tiene varios cuentos –observó su interior en un rápido y corto pasar de páginas–. ¿Cuál es tu favorito?

–Había uno que me gustaba y me daba un poco de miedo al mismo tiempo –lo tomé en mis manos, sintiendo una pequeña nostalgia–. La Luna en Las Quimbambas. Me atemorizaba pensar lo que sentía el caballo estando en la luna.

–¿En la Luna?

–Te explico –deslicé el dedo por las ilustraciones mientras le iba contando–. Trata sobre un niño que estaba solo en el mundo, excepto por su caballo. Un día hizo una apuesta con una bruja, a ver quién decía la mentira más grande. Si ganaba él, su caballo volaría. Y lo hizo, pero cuando se dio cuenta, pensó que se iría lejos, sin él, y volvería a quedarse solo.

»Así que lo mantenía amarrado y escondido. Cuando conoció a una chica, y se enamoró, le mostró el caballo con alas. La gente enamorada hace muchas tonterías. Un día decidió soltarlo, y a la mañana siguiente ya no estaba. Al mirar al cielo lo vio posado sobre nada menos que la Luna, masticando hierbas, como si hubiera hierbas en la Luna. Desapareció por años, hasta que una noche descendió por la cuesta de una montaña con la luna en el lomo. Llegó junto al niño, que ya era un anciano, y se volvió su amigo de nuevo, aunque nunca había dejado de serlo.«

–Interesante –opinó–. Nunca comprendí muy bien las enseñanzas de esos libros.

–Yo tampoco. Pero por si acaso, nunca hagas una apuesta con una bruja.

Mientras yo seguía hojeando el libro de cuentos, sentía su mirada fija en mi rostro. Tanto que me obligué a levantar la vista, para toparme con una expresión de curiosidad.

–¿Qué? –inquirí.

–Creo que en realidad no tienes vértigo –soltó de buenas a primeras.

–Claro que sí –defendí mi condición, algo confundida.

–¿Te dan mareos y parece que todo gira a tu alrededor?

–Sí, cuando estoy muy alto.

–¿Qué es lo más alto que has estado? –cruzó los brazos sobre su pecho.

–Un cuarto piso –volví la vista al libro, sin leer particularmente nada.

–Que coincidencia.

–Vale –bufé–, fue contigo.

–Eso no es vértigo, solo tienes miedo porque la sensación es nueva  –colocó el tobillo derecho sobre su rodilla, extendiendo un brazo sobre la espalda del sofá con tono arrogante.

–Claro que no –me deslicé un poco hacia atrás y dejé caer una de mis piernas, haciendo que mi calcetín de listas tocara el suelo–. Tengo pesadillas con eso, y las odio, son horribles– apoyé el codo en el reposabrazos con gesto enfadado.

–Este es el mundo real. –Sus ojos se aclararon con un brillo peligroso, uno que yo ya conocía–. Y te voy a mostrar por qué no se le puede temer.

–No entiendo cómo me dejé convencer de volver aquí –miré el edificio despintado que se alzaba ante mis ojos–. Gracias por el paseo de cuarenta metros, pero no voy a subir.

–Vamos Alexa, es de día.

–¡Oh claro! No se me había ocurrido que eso cambia por completo el factor altitud. –recibí una mirada achinada como respuesta a mi ironía.

–¿Podrías colaborar un poquito? –Dicho esto, me dio la espalda para rodear el edificio.

–¡No pienso seguirte! –grité cuando dobló unos metros más adelante.

Solté un larguísimo suspiro de frustración, y estaba dispuesta a volver cuando escuché un ruido, un golpe de algo metálico desde el otro lado del edificio.

¡Joder!

No lo pensé dos veces antes de salir corriendo en esa dirección. Giré la esquina, con la espalda recostada a la pared, pero mi miedo se tranquilizó cuando vi a Carlos aporreando una puerta pequeña, que tenía encima un letrero borroso, clasificándola como una salida de emergencia.

–¿Qué haces? –Ni siquiera sé por qué sigo preguntando esto.

–Entraremos por aquí.

Antes de que yo pudiera refutar, se lanzó de costado contra el metal, haciendo que se abriera en un estruendoso ruido que rebotó en el interior de la solitaria edificación. Al contrario de la escena oscura que se había formado en mi imaginación, el interior del lugar estaba repleto de rayos de sol intermitentes. Me dejé guiar de su mano, no sé muy bien por qué, mientras mis ojos no dejaban de recorrer el escenario: Escaleras simples que ascendían en zigzag, cubiertas de polvo. Ventanas rotas, con algunas tablas de madera intentando taparlas, pero ni eso evitaba que se colara la luz, o las pequeñas corrientes de aire que hacían bailar el polvo en diminutos remolinos. No habíamos dicho una palabra, solo subimos, y con cada escalón mi agarre en su mano se iba apretando, pero al ser mucho más anchas las escaleras, me sentía un poco más segura. Era eso, o su mano entrelazada con la mía, no lo sé.

Más que asustarme, debo admitir que estaba disfrutando el pequeño viaje hacia la cima. A veces hablamos y otras veces el silencio era tan hermoso que nos dejamos llevar por su envolvente voz, porque de vez en cuando, aunque no lo parezca, y aunque no lo escuchemos con los oídos, podemos sentir como el silencio grita. Más tarde quienes gritamos fuimos nosotros, cuando subimos un par de pisos corriendo, huyendo entre algunas risas de una pequeña bandada de murciélagos. Era el piso número nueve, o diez, había perdido un poco la cuenta. Por las rendijas de las ventanas del corredor se podía ver el pueblo, o al menos una parte de él. Creo que me quedé demasiado tiempo intentando mirar, cuando sentí un tirón de su mano.

–Falta la mejor parte –sonrió de lado cuando lo miré–. Iremos a la azotea.

Asentí con la cabeza, sintiendo los nervios en la boca del estómago.

–¿Por dónde subimos? –ojeé el techo, y las puertas cerradas de los apartamentos.

–Buena pregunta.

–Bueno –caminé frente a él, dejándolo atrás–, aún tenemos unos cuantos escalones para pensar.

–Cierto, y mientras tanto, podemos hacer algo.

–¿El qué? –Lo esperé para caminar juntos.

–Juguemos a ver quién dice la mentira más grande.

Asentí con la cabeza, esbozando una pequeña sonrisa.

–Tú primero, Carlos.

–Bien –se mordió los labios en un gesto pensativo–. No me asusté nada cuando estuvimos enfermos.

Nuestros pasos disminuyeron un poco la velocidad. Él sonreía, pero en sus ojos brillaban dejes de tristeza.

–Yo no te quiero –solté sin pensarlo mucho.

–¿Qué? –Su expresión, ahora, mostraba un poco de asombro–. Bueno, igual creo que gané.

Me limité a sonreír, para luego desviar el tema de la conversación. Casi habíamos llegado al último piso, mientras en mi mente resonaba una secreta confesión: No, Carlos, no ganaste.

.....

¡Hola!, espero que les haya gustado el capítulo, a pesar de ser más corto de lo normal. Siento muchísimo no haber podido actualizar antes, pero los estudios ocupan todo mi tiempo, créanme. Pero pronto estaré libre, y las actualizaciones serán mucho más frecuentes.

Ah, cierto. El 14 de febrero les traigo una sorpresita. ;)

¡Bye bye!, se les quiere, gracias por no abandonar la historia a pesar de la tardanza. <333

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