Día 16


–Primero se lavan los vasos.

–¿Por qué?

–Porque se supone que es lo más limpio que está.

–De hecho, podría ser lo más sucio. Verás Alexa, la saliva un humana tiene un gran número de bacterias que…

Rodeé los ojos por quinta vez, apoyando los codos en el fregadero y escuchando, así de lejos, su explicación. Carlos a veces me recordaba al Principito, que nunca renunciaba a una respuesta una vez formulada la pregunta, en su caso era parecido. No dejaba de preguntar.

–Hay una regla universal Carlos: los vasos se lavan primero.

–Está bien –tiró el paño de secar la loza sobre su hombro–. Nos queda mucha casa por limpiar, ¿qué sigue?

Parecía realmente entusiasmado, y ponía atención a cada palabra como si la forma en que la esponja se deslizaba por los platos le fuera a salvar la vida algún día. Y yo, yo ponía atención a sus ojos y movimientos, a sus manos, y sí, sí se sentía como si ese cuerpo, esa alma, me fuera a salvar la vida algún día, ¿o acaso ya lo había hecho?

La noche anterior:

Entre algunos jadeos y miedo, escaneé por encima el lugar en que, casi literalmente, acababa de caer, alumbrado a penas con el resplandor lejano de las farolas de la calle. Mi respiración retumbaba contra las paredes vacías, y de un momento a otro me encontré sentada en el suelo, apoyada en los hombros que no había soltado, a la vez que unas manos firmes me sostenían de los codos.

Sentir tus propias pulsaciones en el cuello, en la cabeza, en el pecho, es una sensación que no le desearía a nadie. Como si estuviera segura en el lugar en que me había depositado, con la cabeza hacia atrás recostada en el marco de la ventana, Carlos me soltó despacio, muy despacio, para luego dejarse caer a mi lado, en una posición parecida.

No dijo nada en los primeros minutos, cosa que le agradecí. Me sentía demasiado avergonzada, demasiado cobarde. Entre cada respiración que me iba calmando, tranquilizando, estudié mí alrededor: Un departamento estrecho, incómodo, mucho, mucho más chico que el mío, a simple vista. Una total soledad reinaba entre las paredes: nada de muebles, repisas o cortinas, ni si quiera pintura, puro ladrillo naranja, que ya había perdido su tonalidad roja. Todo olía a polvo, a viejo, como esas cosas que sacas del armario después de años sin usar. Sí, olía a cosas guardadas.

–Perdón –murmuró–. No tenía que haberte traído.

Pasé saliva con menos dificultad, y encogí un poco los hombros a la vez que atraía mis rodillas para rodearlas con los brazos.

–Fue una mala sorpresa… –siguió.

–Sí que lo fue.

–…de haber sabido que te pondrías así, yo no, no…–titubeó.

Giré la cabeza hacia él, sin despegarla del marco de la ventana, sintiendo la débil madera susurrar un crujido contra mi nuca.

–Estaré bien –dije, intentando aliviar su culpa.

Sonrió débilmente, con la esquina de la boca. Un claro "gracias", de parte de sus ojos. Le devolví la sonrisa, esa que decía: " No hay de que, no es tu culpa". Luego volvimos las miradas al frente. Habíamos aprendido a comunicarnos así, sin palabras. Supongo que compartir cada parte de tu día a día con una persona te hace conocerla. Conocerla de verdad, no esos detalles que siempre he considerado poco relevantes: cuántos cursos desaprobaste o con cuántas personas has estado. Incluso yo, que amo los números, no había curioseado sobre eso, no me interesaba, no me interesa. Me importan otras cosas, cosas que nunca pensé saber de alguien más, cosas que no se ven ni se cuentan, cosas invisibles pero reales. Nosotros, unos desconocidos que comienzan a conocerse, sabíamos nuestros miedos, conocíamos algunos de esos secretos que se guardan tras las cerraduras de cajones polvorientos, pero quizás, solo quizás, ambos éramos las llaves viejas del cajón del otro.

–Alexa –susurró, rompiendo el silencio.

–¿Sí? –Lo imité.

–Es el último día del año –puse los ojos en blanco, recordando el juego–. ¿No deberíamos decir algo…especial?, ¿hablar con nostalgia y cosas así?

–Vale –le seguí la corriente, todavía entre susurros– ¿Qué ha sido lo mejor y lo peor que te ha pasado este año? –pregunté, así por preguntar.

Fijé la vista en la pared que se alzaba pocos metros delante de mí, esperando su respuesta. Dejé de forzar mi visión hacia la oscuridad, cuando había pasado medio minuto de silencio. Volteé el rostro y choqué con una expresión divertida, pero nostálgica y con un ápice de melancolía, todo a la vez.

–¿Por qué me miras así? –Fruncí el ceño, apretando más las rodillas contra mi pecho.

–Acabo de darme cuenta de algo –mordió su labio inferior sin dejar de mirarme con ese brillo extraño.

–¿De qué? –quise saber.

–Eres lo mejor y lo peor que me ha pasado este año.

Parpadeé un par de veces, tuve unos segundos de confusión, pero luego fue llegando la lucidez. Asentí lentamente con la cabeza.

–Si no fuera por mí no te habrías contagiado –volví a recostar la nuca en la madera–. Pero no entiendo, ¿cuál es la parte buena?

–Tú eres la parte buena. –Sentí como se deslizó sobre el suelo, acercándose unos centímetros.

–Sonará muy cursi, pero tú también eres la mejor parte de mi año –me limité a decir, sin atreverme a mirarlo.

–Lo sé.

–Presumido.

Nos dedicamos a soltar pequeñas risas durante unos segundos, unos hermosos segundos.

–Hablemos ahora de algo serio –propuso.

–¿Por qué?

–¿Por qué no?

–Buen argumento –asentí con ironía.

–Para muchas personas este año no fue nada fácil. –Las risas se fueron desvaneciendo–. Todo ha sido muy nuevo, muy repentino, y muy mortal. ¿Cómo crees que se sentirán en su cena de Navidad?

Encogí los hombros, alargando un suspiro.

–Creo que algunas familias no tendrán cena, y donde haya cena faltará familia. Habrá una silla vacía, o puede que dos. –La tristeza me abrumó por un momento–. Nada será igual que antes.

–Es cierto, pero tal vez haya una nueva silla, una pequeña e intranquila silla –codeó mi brazo, gesto que sin importar la situación, me sacaba una sonrisa que no podía explicar.

–Puede ser –sonreí con melancolía, pensando en…en el mundo entero.

–Es verdad que las cosas no volverán a ser igual que antes, pero sí mejores que ahora.

–Eso espero.

Dejé caer la cabeza hacia un lado, apoyando el costado de mi frente sobre su hombro.

–Alexa –volvió a susurrar.

–Dime –giré los ojos nuevamente.

–Si alguna chica chismosa nos estuviera mirando desde una ventana con unos binoculares, ¿qué clase de historia inventaría sobre nosotros?

No había terminado la frase, cuando yo ya había dejado escapar un par de risas.

–Pues…–rasqué mi nariz con el antebrazo. El polvo comenzaba a molestar–. Creo que imaginaría que vivimos aquí. Tal vez nos conocimos desde niños, nos enamoramos con el tiempo, fuimos juntos a la universidad. –Hice pequeñas pausas entre frase y frase, esperando que negara o aceptara algo, pero como de costumbre, escuchó–. Ambos nos graduamos, y nos convertimos en quien queríamos ser de niños. Ahora nos valemos por nuestra cuenta, y tenemos este pequeño piso. Pero no nos importa lo estrecho que es, porque para nuestro amor hay espacio suficiente, y es todo lo que necesitamos.

–Eres buena inventando historias –esperó unos segundos para hablar.

–Sí –me reacomodé sobre su hombro, buscando más calor–. También pensaría que somos una pareja perfecta.

–Ni siquiera somos pareja –rió.

–¿Por qué? –Arrugué el entrecejo– ¿Por qué no lo somos?

–Porque alguien no me respondió cierto posti.

–Ah, cierto.

–¿Solo vas a decir eso? –Solté una risa ante su deje de molestia.

–Por esta noche sí –sacudió el hombro, fingiendo indignación.

Me erguí un poco para dejar un suave beso en la comisura de su boca. Después de aligerar su mirada, dejó que volviera a apoyarme en él, y después, él apoyó su cabeza sobre la mía. Eché las rodillas hacia un lado, dejándolas reposar sobre las suyas. Sentí ganas de decir una de esas cosas que no sabemos por qué decimos, solo necesitamos sacarlas de adentro, por una razón que no entiendo muy bien, ni espero entender.

–Sabes…, ha sido una noche repleta de porqués. Y creo que eso es bueno, los porqués siempre son buenos, al contrario de los peros, que suelen ser los antagonistas, casi, casi siempre. Hay peros buenos y malos porqués. Que pereza eso de que nada sea perfecto, lo hace más difícil de entender. Ojalá fuéramos perfectos, como en la historia de la chica de los binoculares.

–No, las cosas imperfectas son las mejores. Una persona perfecta nunca reiría a carcajadas ruidosas, ni cantara a todo pulmón en su propia casa, ni bailara canciones lentas, porque para ella serían canciones inbailables, canciones solo para escuchar.

–¿Quieres decir que las personas perfectas no saben disfrutar la vida?

–Quiero decir, que en caso de que existieran, no sabrían disfrutar la vida.

–¿Cómo sabes que no existen?

–Lo sé, de ser así, el mundo sería demasiado aburrido para personas como nosotros.

–¿Imperfectas?

–Reales.

Quedé un poco pensativa, rumiando en mi mente sus palabras. No era como si hubiera mucho que pensar, estaba casi segura de que tenía razón. También noté que me encantaba estar así con él, como medios acurrucados en un silencio casi total, interrumpido por los grillos cantarines y uno que otro coche que pasaba por la calle, reflectando las sombras en el techo.

–Está haciendo frío. Será mejor que volvamos.

Justo cuando estaba disfrutando el momento se avecina la peor parte.

–No sé si pueda bajar –admití, dudosa.

–Claro que puedes –se puso de pie, y después de sacudirse los pantalones me tendió la mano–. Yo te ayudo.

Junté mi mano temblorosa, con la suya, firme, y antes de atravesar la ventana hacia afuera, me regaló un beso en la frente. Sabía que eso me daba paz, él lo sabía. Después de bajar hasta el tercer piso, aferrándome a Carlos en cada milímetro, parecía que lo peor había pasado.

–Alexa, hace siete minutos que son las doce.

–¿Y qué? –Inquirí con voz temblorosa.

–Feliz año nuevo falso.

Me permití apartar la vista de las escaleras un momento, para hacer chocar nuestras miradas de diversión, y cariño, quizás.

–Feliz año nuevo falso, Carlos. O debería decir: idiota pasado de moda.

Actualidad.

–Alexa.

–¿Eh? –parpadeé, apartando la sonrisa tonta de mis labios.

–Acabamos de limpiar el balcón, ¿por qué volviste a mojar el suelo? –preguntó, confundido.

Miré mí alrededor, y al darme cuenta de lo sucedido comencé a reír a carcajadas. Sí, exacto, como una persona imperfecta.

–¿Estás bien de la cabeza? –Su pregunta quedó medio ahogada entre nuestras risas.

–Acabo de recordar algo –me sequé una lágrima de alegría–. Dicen que si tiras un balde de agua por el balcón el treinta y uno de diciembre, tendrás suerte todo el año.

–Es un poco tarde, pero da igual, hagámoslo.

Tomamos un balde cada uno.

–A la cuenta de tres –avisé–. Uno, dos, y…

Cambié de dirección, tirando el agua sobre él, empapándolo por completo. Se quedó inmóvil con su balde en la mano, mientras yo me sostenía el vientre de tanto reír. Su venganza no tardó en llegar, mojándome también, y si una chica nos estuviera espiando desde lejos con unos binoculares, diría que somos un par de personas felices, y aún mejor, reales.

Nota de la autora:


Capítulo dedicado a todas esas personas que como yo, tuvieron una silla vacía en su cena de Navidad.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top