Día 1


–¿Lista? –preguntó mi amiga.

–¿Duele?

–No seas cobarde, tienes 20 años y es solo un palito por la nariz –reclamó Carlos, quien habían acabado de hacerse la prueba.

–¿Disculpa?, ¿acaso te pregunté?

Laura había tenido la amabilidad de venir ella misma a casa a hacernos las pruebas. Se había asegurado de protegerse muy bien, entre la careta, mascarilla, y estar totalmente cubierta de tela verde parecía una astronauta. Me hizo una pequeña consulta, le expliqué como me sentía, nos preguntó si teníamos algún padecimiento y ambos dijimos que no, etcétera. Me recetó los medicamentos, explicó el tratamiento que debía seguir y dejó algunas recetas extras por si Carlos comenzaba con síntomas.

–Muchísimas gracias Laura. –Suprimí las ganas de abrazarla.

–No hay de qué, de todas formas los tengo que reportar al hospital, es el protocolo.

–Doctora. –Habló Carlos, dudoso–. Esto… ¿Cuánto tiempo tenemos que estar aquí?

–Depende. –Comenzó a rociarse con el spray desinfectante por todos lados–. Ustedes son jóvenes y no tienen enfermedades crónicas, seguro que superan el virus en diez días aproximadamente. Dentro de ese tiempo les repetiremos las pruebas y dependiendo del resultado les diré que hacer.

–Gracias.

–Me gustaría quedarme y saber quién eres tú y por qué estás aquí –exigió mi amiga, señalándolo con un dedo.

–Tienes que dejar ese complejo de hermana mayor. –Giré los ojos.

–Nunca. –Hizo un gesto con la mano como si me tirara un beso–. Y a ti, te estaré observando. –Le lanzó al chico una seria amenaza visual.

–Tu amiga me asusta –susurró Carlos mientras la acompañábamos a la puerta–. Es como una especie de doctora psicópata. Me la imagino haciendo experimentos raros y drenándole el cerebro a la gente.

–Hazle daño a Alexa y verás cómo te dreno el cerebro. –Nos miró por encima del hombro y yo intenté contener la risa.

–Pensaba que no estabas escuchando, perdón. –Se disculpó. Casi podía oler su miedo.

–Estás advertido. –Echó una ojeada en nuestra dirección por última vez antes de cerrar la puerta–. Y por cierto, nada de ejercicio físico, tienes que hacer reposo. –Me señaló con el mentón.

–Por supuesto –respondí avergonzada.

–¿Es en serio?... ¡Auch! –Se quejó al recibir un codazo de mi parte.

–Solo cállate.

–Estaba preguntando.

–No seas tan curioso –enuncié entre dientes.

Dejamos de discutir al ver que Laura nos miraba con una ceja enarcada. Sus cejas eran una de las pocas cosas que su traje dejaba a la vista.

–Limítense a no matarse entre ustedes –enfatizó antes de marcharse, con cierta cara de preocupación.

–No prometo nada. –Dejé la frase en el aire mientras me dirigía a la cocina.

Se avecinaban días difíciles. Aunque me parecía buena persona no dejaba de ser un extraño dentro de mi casa. Quizás era peligroso, tenía manías raras o algo por el estilo. De algo estaba segura, si era un ladrón no podía tener más mala suerte, mi casa era el último lugar en el mundo para robar. Yo lo llamo: El lugar de las cosas viejas,  tanto por la antigüedad de algunos objetos como por su apariencia. Tenía algunos cuadros en las paredes de colores naranjas opacos, un sofá negro al que le crujían las patas de madera cuando te sentabas con mucho impulso, igual que a mi cama. En esta casa todo en lo que te sentabas o acostabas, crujía. Pero no como si se fuera a romper, más bien como si esa fuera su forma de darte los buenos días, o las buenas noches. No tenía una tele de plasma, en mi salón había un televisor grande y ancho, pero que se extendía más de treinta centímetros hacia atrás, y tenía en la parte superior unas antenitas bastante graciosas. Solo había una habitación, aquí no hay mucho que describir, no tenía posters en las paredes y mucho menos un closet lleno de zapatos. Lo que me encantaba de ese cuarto eran las grandes ventanas de dos puertas, que se habrían hacia el exterior, y aunque la vista no fuera la mejor del mundo, por una extraña razón, me gustaba. El ambiente de este lugar, la forma en que se reflejaba la luz en el suelo a través de las ventanas, la vibra acogedora que transmitían las paredes amarillas, el silencio cálido que te recibía después de un día duro, y esa sensación de hogar, era lo que me había hecho enamorarme de este departamento.

Miré por el rabillo del ojo como Carlos marcaba un número en el celular, y ahora que lo pienso, quizás tenía novia, o peor, estaba casado. Seguro que la está llamando para darle alguna excusa tonta de trabajo o…

–Hola mamá, ¿Cómo estás?

Vale, eso es buena señal. Hice como que iba a buscar algo en el refrigerador para escuchar la conversación. ¿Qué?, si ustedes tuvieran un extraño sexy en su casa también lo hicieran.

–Verás, no voy a volver a casa en un tiempo. –Se alejó el celular de la oreja y casi pude escuchar los regaños de su madre–. ¿Por qué?, bueno porque…estoy en casa de mi novia.

¡¿Qué?!, ¡¿Novia?!

–Es que se rompió una pierna y no tiene a nadie que la cuide –volteó a verme y yo le saque el dedo del medio–. No tiene amigos, sí, es muy solitaria, solo me tiene a mí.

Tiré la puerta del refrigerador y le sonreí con ironía.

–No sé mamá, hasta que se recupere. Después te llamo, un beso.

–Ignoraré que vives con tu madre, me llamaste tu "novia", y dijiste que no tengo amigos. Tenemos cosas más importantes de las que hablar –expliqué mientras rebuscaba en la pequeña estantería del salón.

–Ok, tomaré esto –alzó el brazo por encima de mi cabeza para agarrar un calendario y un rotulador.

–¿Qué haces con eso?

–Contar los días que viviré en el infierno. –Le tiré a la cara una enciclopedia que logró esquivar, desgraciadamente–. Hoy será el día 1 –tachó la fecha en el calendario con una equis azul.

–¿Podemos hablar de cosas importantes? –supliqué. El malestar estaba empezando a agravarse.

–Vale. ¡Oh mira! –Señaló la jaula de Lulo–. Tienes un hámster.

–¿Oh, en serio?, no me había dado cuenta.

–Siempre eres así de antipática.

–Casi siempre.

Nos pasamos un buen rato haciendo la lista de las cosas que necesitábamos: comida, bebida y medicinas. Llamé a Valentina, mi amiga del trabajo, que accedió a ir a la farmacia y al supermercado y traernos los suministros a casa.

–Una cosa menos –taché eso de la lista–. Pagaremos la comida a medias.

–La verdad es que no traje mucho dinero. –Apenas lo entendí, ya que estaba ocupado comiéndose mis galletas de chocolate.

–¿Cuánto tienes?

–Pues lo que te llevas para pasar un fin de semana con un ligue.

–¿Un ligue?

–Una amiga con derechos, no sé, como quieras llamarlo –se comió la última galleta y yo aguanté las ganas de tirarlo por el balcón. Puede que sobreviviera a un segundo piso, pero le dolería bastante.

–Me puedes explicar por qué sigues comiendo mi comida si no tienes dinero –arrugué la hoja de papel que tenía en la mano y la tiré a la basura.

–Tranquila, te lo pagaré después –encogió los hombros–. Por cierto, tu amiga la doctora psicópata te dijo que deberías tomar algo de sol.

–Son las seis de la tarde, ya no se puede.

–Claro que sí, vamos –me tomó de la mano arrastrándome al exterior.

Salimos por la puerta trasera de la cocina, que daba a un balcón diminuto, con una fea vista al edificio de al lado. Había una maceta con una planta marchita que ni siquiera recuerdo haber puesto ahí, de hecho, hacía mucho tiempo que no salía al balcón. Se sentó en el suelo y dio una palmadita a su lado para que me sentara también. Giré los ojos dejándome caer de mala gana. Nos quedamos un rato en silencio mirando el sol ocultándose detrás de un edificio gris, descolorido.

–Perdón –murmuré.

–¿Por qué? –preguntó sin mirarme.

–Por haberte metido en este lío, hasta ahora no lo hemos tomado tan enserio, pero sabes que esto es peligroso y…

–Lo sé –volteó a mirarme, entrecerrando los ojos a causa del resplandor–. Entonces, que te quede en la conciencia que si muero será tu culpa.

Empujé su hombro con la mano, haciendo un mohín. Me devolvió el gesto pocos segundos después.

–¿Puedo preguntarte algo? –Cuando miró mis ojos y su expresión se tornó seria.

–Claro.

–¿Cómo te llamas?

–¿Qué? –Parpadeé varias veces.

–¿Qué cuál es tu nombre?

–¡No recuerdas mi nombre! –puse una mano en mi pecho con expresión dramática.

–Lo siento, pero no puedo recordar, sé que era algo feo y muy común.

–No lo estás arreglando. –No pude aguantar más y dejé escapar las risas reprimidas. –Soy Alexa –le extendí la mano.

–El idiota del año –correspondió a mi saludo–, un placer.

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