9. Los hermanos Torres
—Bri, salgo ahora. Mel llamó para preguntar si podía buscarla a la universidad. Eric no podrá recogerla.
Espero que me diga algo, pero no lo hace. Pienso que estará con los auriculares y que por eso no me escucha. Así que voy a la sala, y efectivamente la veo escuchando música con los auriculares puestos. Le quito uno y se gira a verme.
—Te dije que saldré a buscar a Melisa a la universidad porque Eric no puede recogerla. ¿Te veo en la noche?
—Mmm..., no sé. Creo que saldré con Teresa por allí, así que tal vez llegue tarde. Te escribo para confirmarte; si no lo hago, es porque me fui. Dale mis saludos a Gabriel.
—Se los daré. Nos vemos.
En la recepción veo a Jorge.
—Que le vaya bien, señorita Grecia.
—Gracias, Jorge. ¿Qué tal el día?
—Bueno, igual que siempre, señorita, tranquilo. —Sube los hombros.
—Eso es bueno, Jorge. Saludos a tu esposa.
—Lo haré. Buenas tardes —me despide.
Entro en mi bello mini cooper plateado. Lo enciendo y me dirijo hacia la universidad de Melisa al ritmo de Y cómo es él, de Jose Luis Perales.
Estoy llegando a mi destino cuando veo que Mel ya está fuera esperándome. La saludo a través del parabrisas y me devuelve el saludo con una sonrisa. Es tan dulce y linda que a veces aparenta menos edad de la que tiene. Me detengo justo a su lado y entra en el coche.
—¡Hola, Grecia! Gracias por venir a recogerme. ¡Oh, me encanta esta canción!
—¿En serio te gusta? —comento con sorpresa. Hace nada, estaba pensando cambiar el tipo de música por otra más actual. No me esperaba esto para nada.
—¡Claro! Está dentro de las mejores canciones de los años ochenta. ¡Jose Luis Perales es lo máximo!
—¡Vaya, me sorprendes!
Bufa.
—Que tenga dieciocho años no implica que me gusten todas las canciones modernas. —Se coloca el cinturón de seguridad.
—Eso es cierto. Mi error. Además, tampoco puedo decir mucho. Ni que yo fuera una anciana. —Ambas reímos—. ¿Y qué pasó con Eric? No me dijiste por qué no pudo venir.
Se sonroja. Interesante...
—Es que ayer se le olvidó comprobar algunas cosas del carro, y tenía que hacerlo sí o sí hoy porque mañana papá tiene que ir a una junta de negocios.
—Ah, entiendo, entiendo... —La observo de reojo—. ¿Siempre te viene a buscar Eric?
Se sonroja de nuevo. «¡Oh mi...!»
—Sí, siempre —responde escuetamente, mirando el paisaje de la autopista.
—Mel, ¿te gusta Eric? —necesito preguntarlo.
Me mira y abre sus ojos de hito en hito. Traga duro y vuélvela mirada.
—¡Oh, por el Santísimo, de verdad te gusta! —Golpeo el volante con las manos, y volteo para mirarla. Su cara está tan roja que temo que de verdad le esté pasando algo—. Mel, mírame. —Se muestra reacia a hacerlo— Hey, si te gusta no pasa nada, ¿sabes?
Me observa.
—Porfa, no se lo digas a mi familia. Ellos no lo saben, y tampoco quiero que lo sepan. Es probable que esto sea algo momentáneo; por la edad, y todo eso que dicen los adultos. No lo sé... —Resopla.
No estoy tan segura de que crea lo que está diciendo.
—Tranquila, no les diré nada, no te preocupes. Y... ¿Eric lo sabe? —El chisme puede conmigo, siempre lo ha hecho.
—¡Por favor!, si ni siquiera sabe que existo. Además, solo soy una «niña»; nunca me tomará en cuenta. Por no hablar de la diferencia de edad, ojo. Pero, a pesar de que a mí eso no me importa, a la mayoría de las personas sí, así que... —Suspira, y vuelve la vista a la carretera.
Me recuerda a mí cuando era pequeña. Es tan inocente, alegre y se preocupa por nimiedades de la vida tal como la conoce. Pero cuánto deseo que el tiempo la congele en su inocencia para que no pueda sentir el dolor de crecer...
—Oye, no saques conclusiones precipitadas. No sabemos qué es lo que piensa Eric; total, ya ves a Jeniffer López, Madonna, Demi More, y muchas otras. —No sé si fueron buenos ejemplos, pero es lo que pude hacer por el momento.
—Nah, no te molestes en animarme; estoy resignada. Solo espero que este «enamoramiento» se me pase y ya está. —Se cruza de brazos y reposa su cabeza en el asiento mientras cierra los ojos.
Luego de unos minutos, pregunto:
—¿A todo esto..., ¿cuántos años tiene Eric?
—Los mismos que mi hermano.
Esa es una respuesta clarificadora. Se da cuenta de que no digo nada, y exclama a la vez que se incorpora en el asiento:
—¡No me lo puedo creer! ¿No sabes la edad de mi hermano? —Se tapa la boca con la mano—. ¡Increíble! Bueno..., seguro estaban haciendo otras «cosas» más importantes que ni te dio tiempo de preguntar, ¿verdad? —Ríe sin vergüenza.
—¡Oye! ¿Qué pasa por esa cabecita tuya, eh? —Le doy un toque en la frente.
—¡Dah, lo mismo que pasa por la tuya! Y lo vuelvo a decir: ser joven no significa que no sepa de «cosas». —Hace las comillas con las manos.
—¡Increíble! ¡El angelito puede convertirse en una diablilla! —bromeo y ella se ríe fuerte.
—Bueno, te respondo a la pregunta que contesta también otra: Eric tiene veintiocho años; ya sabes, igual que mi hermano.
—Está bien, listilla.
Y cuando escuchamos que viene el coro de la canción, cantamos al unísono:
—¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde es? ¿A qué dedica el tiempo libre? Pregúntale, ¿por qué ha robado un trozo de mi vida? Es un ladrón, que me ha robado todo
Estaciono en la entrada de la casa Torres y nos bajamos. Víctor sale y hace gala de su formalismo.
—Señorita Melisa, señorita Grecia, por favor, pasen adelante.
—Hola, Víctor, ¿qué tal estás? —pregunto y se sorprende. Puede que sea porque la última vez solo me dispuse a ir a lo mío sin prestarle mucha atención
—Muy bien, señorita Grecia. —Sonríe—. Muchas gracias por su interés.
Ahora que lo veo bien, parece tener casi setenta años; es canoso y está bien peinado; tal vez mide un metro sesenta y cinco; tiene cejas bastante gruesas y una amabilidad que le sale por los poros. Es muy apapachable.
Entramos en la casa y me dirijo a la sala mientras Melisa sube al segundo piso.
—Grecia, me ducho y me cambio rapidito. Mis padres seguro ya bajan. No sé si Gabriel ya está en casa.
—Está bien, ve. Yo espero aquí —le digo, y, con cierta confianza doy un paseo por dentro de la casa, observando con más detalle las fotos de la familia Torres. Al terminar, me siento en el sofá a revisar el móvil.
Pasado un rato, escucho que alguien tararea una canción. Extrañada, me levanto y empiezo a guiarme por el sonido; me lleva hacia afuera, donde está la piscina. Las puertas corredizas están medio abiertas. Las abro por completo para poder pasar, y la imagen que mis ojos capturan es tan bella que sé que debo tomar una foto. Así que lo hago. Gabriel está sentado en el cheilon con los ojos cerrados, los auriculares puestos, y Max acostado a su lado, durmiendo. Inmortalizo la escena por segunda vez y, satisfecha con el resultado, me acerco y le toco el hombro. Se sobresalta, se quita los auriculares, levantadlos párpados y mueve la cabeza hacia un lado mientras frunce el ceño. «Se estará preguntando quién ha osado interrumpir su descanso...»
Sonrío y digo:
—Hola, hermoso.
Apoya los pies en el suelo y se levanta, guardando el iPod y los accesorios en el bolsillo delantero de su pantalón. Deja las manos allí, y veo el nacimiento de una sonrisa en sus labios, que se vuelve en una auténtica. Le gusta cómo le he nombrado.
—Hola, hermosa. —Max se levanta de su preciado descanso, se posiciona al lado de su dueño y me mira—. ¿Acabas de llegar?
—Sí, hace un rato, con Mel. Subió a ducharse y cambiarse. Vamos a la sala, ¿te parece?
—Claro, vamos. —Saca su mano del pantalón e indica con ella que yo pase primero.
—¡Que caballero!
—Siempre. Bueno..., casi siempre.
Me volteo, asombrada por lo que acaba de decir, y observo que tiene una sonrisa pícara en el rostro.
—Gabriel —casi susurro y me acerco a él—, ¿cómo puedes decir eso en casa de tus padres? Pueden escucharte. —Aguanto la risa.
—Tranquila —dice con voz apaciguadora—, sé que al menos no están en esta planta. —Señala su oído—. Tengo superpoderes sónicos. Ya sabes, al no tener una función, desarrollo otra.
—Lo siento —digo, ahora un poco triste—. ¿Cómo sucedió?
Frunce el ceño, y creo que he tocado un tema delicado. Max parece sentir el ambiente tenso y se retira. Al momento, escucho que Melisa baja por las escaleras mientras grita:
—¡No están! —Nos mira a ambos y sonríe como una niña pequeña—. ¡Gabo! —Veo que Gabriel se prepara para algo, pero Melisa salta sobre su cuerpo y lo abraza, a la vez que le da besos por toda su cara, como si no lo hubiese visto por mucho tiempo.
—Hola, princesa —la saluda, y un Max igual de alegre saca la lengua, observando la escena y moviendo la cola—. ¿Cómo te fue en la universidad?
—Bien. Hoy aprendí varias cosas, pero prefiero cuando...
—Bien —la interrumpe Gabriel—. Hey, ¿qué te parece si vamos colocando la mesa?
Bueno..., el cambio de tema fue muy evidente. Y raro.
Mel arruga la cara, pero luego abre los ojos y me indica, con una sonrisa tensa, que la siga.
—Vamos —respondo como si nada, pero por dentro me pregunto qué diablos pasó aquí.
Todos caminamos hacia la cocina y Melisa y yo sacamos todo lo necesario para la mesa. No sabemos qué vamos a comer porque los padres de Gabriel, cuando llamaron hace rato, no dijeron nada, solo que llegarían en un ratito porque estaban comprando algunas cosas. Gabo, como le dice Melisa, está de brazos cruzados sobre la pared del comedor. Parece molesto.
—Eh..., ¿y qué tal tu amiga? —pregunta Mel— Quisiera conocerla. Por lo que me has contado de ella, creo que es bastante divertida.
—¡Sí, te va a encantar! Ella es única, créeme. —Sonrío al pensar en Briana—. Un día de estos podemos salir por allí las tres. Ella también está deseosa por conocerte —Melisa asiente repetidas veces y se ruboriza.
—Eso me gustaría mucho, Grecia.
Le guiño un ojo, y el sonido de las puertas de un coche nos evidencian la llegada de los que faltaban. Un contento Víctor —¿en dónde se meterá ese hombre, que es como si fuera un fantasma que aparece en el momento correcto?— les da la bienvenida a los señores Torres. Entran sonrientes y saludan primero a Melisa, después a mí, y, por último, a Gabriel, que está en la misma posición que antes, solo que pensativo.
Charlamos unos segundos y nos enterarnos de que todas las cosas que hemos puesto en la mesa no sirven porque vamos a comer barbacoa. Mel y yo nos miramos y reímos por el esfuerzo sin frutos. Eric entra, cargando con las compras. Mel calla y lo observa cuando camina hacia la piscina. Todos lo seguimos, Max incluido. Y cuando Eric, después de haber colocado todos los artículos tiene intenciones de dirigirse a la salida, digo atrevida:
—Eric, ¿te apetece comer con nosotros?
Se gira y me mira con los ojos muy abiertos. De acuerdo, él me ha confirmado que erré con la pregunta. Pero los señores Torres no se muestran para nada afectados; le dicen que se quede con nosotros y que los disculpen por no haberle dicho nada.
La tarde no estuvo nada mal. Llegué a conocer aún más a los padres de Gabriel. Observé, también, que Eric, cuando creía que nadie lo veía, se quedaba mirando a Melisa; esa atracción, al parecer, no es tan unilateral. Gabriel y yo hablamos poco; él estaba la mayor parte del tiempo con Eric y, yo, con los padres y su hija. Creo que sigue enojado, pero no entiendo el por qué.
Ahora ambos nos encontramos fuera esperando que Eric, que está conversando con el señor Torres, me lleve a casa.
—Sé por qué invitaste a Eric a comer.
—¿Ah? No entiendo... —me hago la tonta porque no puede ser que Gabriel sepa...
—Lo sé, Grecia —dice como si me hubiese leído el pensamiento—. Sé del enamoramiento que tiene mi hermana por Eric.
«¡¿Que?!»
—¿En serio? —asiente— ¿Y qué opinas al respecto?
—Es mi hermana pequeña, está claro que la idea me molesta; pero Eric ha sido mi amigo por muchos años y es una excelente persona. Si ellos deciden tener algo, no me opondré a eso.
Eso sí que me ha sorprendido. Por alguna razón que desconozco, los hermanos mayores se muestran muy sobreprotectores con sus hermanas menores, llegando al extremo de obligarlas a no estar con la persona que les gusta, solo por su propio egoísmo. ¿Qué más da si les gusta alguien? Al final, ellas mismas se darán cuenta de que nada persevera en el tiempo, así que, ¿para qué enfrascarse en obstaculizar esa relación? Me parece ilógico en gran manera.
—Espero que a tus padres no les haya molestado que yo...
—Para nada, ellos te adoran; no te preocupes por eso.
Asiento, a pesar de que no me ve. Se acerca a tientas y busca mis manos para sujetarlas con las suyas.
—¿Nos vemos el sábado? —pregunta dudoso, y yo no puedo evitar pensar si sufre bipolaridad o qué.
Le doy una respuesta afirmativa. Espero no haber sonado tan ansiosa porque llegue el día.
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