15. Te extraño

¿Por qué tendemos a querer moldear a una persona de tal manera que sea perfecta en todos los sentidos? Idealizamos porque nos sentimos imperfectos y queremos hallar en las personas más cercanas a nosotros esa ansiada perfección.

    Pero no existe tal cosa. Todos y cada uno de nosotros somos como una vasija hecha pedazos que, al enmendarla, y a pesar de estar completa, sigue teniendo grietas.

    Puede que esté exagerando con todo lo que estoy pensando en este momento, pero vi en Gabriel cierta perfección, entereza, actitud, confianza... y felicidad. Y en cierta parte me decepcionó su comportamiento. Sé que lo que me dijo no fue a propósito, pero me dolió. Y mucho. Por supuesto que conozco el sentimiento de perder algo que te es imposible recuperar. Es un recordatorio constante cuando veo a familias pasear por las calles o cuando corren y ríen porque la lluvia los ha alcanzado. Es un cuchillo afilado que se empeña en seguir cortando para recordarme lo que no tengo y que me hace falta.

    Me di cuenta de que Gabriel es tan imperfecto como todos nosotros. Es egoísta, a veces insensible, anhela lo que no tiene y sobre todo, sufre. Sin embargo, no es malo ni equivocado, solo es. ¿Por qué mi subconsciente quiso verlo perfecto? Es increíble tal y como es. Porque desea... y siente.

    Toc, toc.

    —Cariño, ¿quieres que te traiga algo? —pregunta la abuela desde el otro lado de la puerta.

    Hace como tres horas que Briana y yo llegamos. Durante el recorrido, no le comenté nada a mi amiga, a pesar de sus esfuerzos. Yo estaba tan enojada que no podía emitir palabra, pero sabía que, una vez calmada, se lo contaría.

    La bienvenida que nos dio la abuela fue lo máximo. Había colocado varías pancartas alrededor de la casa, incrustadas con madera en el jardín, con frases como: «las mejores nietas del mundo vienen a visitarme»; «esta noche me voy de fiesta con mis nenas», y «amiguitas del alma, hoy seguro con mis bebés tendremos material para elegir en la disco».

    Ella es un caso perdido.

    En cuanto abrió la puerta, nos llenó de purpurina y gritó como loca. Luego de abrazarnos delante de casi toda la vecindad, saludamos a los presentes y entramos en casa. Después de muchos arrumacos y besos, la abuela y Briana, quisieron saber qué me había pasado. Les dije que ya les contaría en su momento y que por favor me dejaran tranquila un rato. Accedieron.

    —¡Bajo ahora, abuela! —grito desde la acolchada y espléndida cama.

    Quiero dormir hasta mañana. Pero, con mucha pereza, me estiro y bostezo millones de veces, antes de levantarme de la cama y proseguir a bajar las escaleras hacia la primera planta de la casa. De inmediato veo a las problemáticas sentadas en el mueble de la sala, comiendo cerezas como arroz picado. Voy hacia ellas.

    —¡Hasta que se dignó a bajar! —dice la abuela mirándome de reojo. Briana asiente.

    —Lo que sea. Disparen. —Me hago espacio entre ellas preparándome para la lluvia de preguntas.  Y, en efecto, las recibo y les cuento todo.

    —¡Uy, ese Gabriel tiene que estar más bueno que un helado de ron con pasas! —exclama mi abuela mientras mastica la cereza. Es bastante perturbador oírla decir eso mientras come con tanto afán.

    Briana suelta una risa estridente. ¡Me conoce tan bien!

    —Eso significa que sí que lo está —La abuela relame los labios después de comer otra cereza.

    Briana le sigue el juego.

    —Por supuesto que lo está. Y eso es decir poco. Roma, enséñale a la abuela la foto que tienes de Gabriel. —Me codea.

    Pongo los ojos en blanco y suspiro. Saco el móvil del bolsillo de mi pantalón azul pana, busco la foto y se la enseño a mi abuela. Escupe las dos cerezas que se había metido en la boca. Esta vez, volteo los ojos casi al mismo nivel de Briana, pero no llego a superarla porque duele. Escucho reír por lo bajo a mi amiga debido a la reacción de mi abuela.

    —¡Por las canas de mi cabello! ¡Ese hombre es mucho con demasiado, cariño! —Me mira llevándose una mano a su pecho y vuelve a dirigir la vista a la foto—. ¡Hasta el perro está que arde!

    Esta vez todas reímos muy fuerte. Es que como la abuela no hay.

    —¡Chupitos a la orden! —exclama la abuela por encima de la música estridente. Sí, estamos de fiesta. Y sí, la abuela está con nosotras.

    —Abu, creo que el tipo de mis once te está echando el ojo —comenta Briana mientras se prepara para ingerir su chupito.

    La mencionada ni corta ni perezosa, voltea cual diva y le guiña un ojo al de las once. Salir con ellas no es para nada aburrido.

    Las amigas de mi abuela no pudieron acompañarnos porque pasarían el día con sus esposos. «Esas mujeres cada vez andan más pegadas a sus maridos; es de vez en cuando que salen a divertirse. No viven la vida». Palabras exactas de la abuela. Y sé que, a pesar de parecer divertida al decirlo, por dentro desea tener lo mismo que ellas: disfrutar de una velada tranquila junto a la persona que añora. Hace cinco años que su esposo, por motivos de vejez, falleció. Era mucho mayor que ella, y aunque no fue nunca una persona bromista o alguien que demostrara cariño de forma física, te ayudaba en cualquier momento que lo necesitabas, tanto si lo querías como si no; y, a pesar de que tenía sus momentos agrios, era una excelente persona. Lo llegabas a amar con su personalidad una vez lo conocías, o si él permitía que lo hicieras.

    Aún recuerdo las palabras que me dijo el abuelo con su habitual ceño fruncido y su voz ronca días después de la muerte de mis padres: «Levántate. Porque eso es lo que harás a partir de ahora: levantarte y seguir luchando, porque de eso se trata la vida. Vive como ellos quisieran que lo hicieras y no los decepciones». Y con un apretón a mis hombros, salió de la habitación.

    Observo a la abuela riendo y tomando, y sé que lo sigue extrañando. A medida que la observo, comienzo a pensar en Gabriel. «Debería devolverle las llamadas?

    —Te gusta, y mucho. —esas palabras me sacan de mis pensamientos. Volteo hacia Briana, y me la quedo mirando como si hubiese dicho lo más estúpido en todo este tiempo—. Acéptalo de una vez, Roma. Lo quieres y punto.

    Un fuerte latido estalla en mi pecho.

    —¡Pff, estás loca! —digo con un intento de risa.

    La abuela solo nos observa.

    —Eres insoportable. ¡Acéptalo ya! —Briana se acerca más y me lo dice al oído. Me alejo, pero me sigue—. Acéptalo —vuelve a decir.

    —Déjame —respondo distanciándome de ella.

    —Nunca habías encontrado a un hombre como él, Roma. Te complementa. Estás reacia a aceptarlo y a expresarlo con palabras, pero lo quieres. Y te lo digo porque te conozco como la palma de mi mano —sentencia segura.

    Desvío los ojos y recuerdo cómo mi mente lo expresó en ese entonces cuando discutía con Gabriel, pero lo descarté porque sé que es imposible.

    Exhausta después de todo lo que hemos hecho, me lanzo al sofá a dormitar un poco. Parezco una zombie que no ha probado carne fresca en meses. Briana hace un rato que cerró los ojos, y a los veinte minutos ya estaba como nueva. ¡Cómo la envidio!

    Toda la sala, la cocina y las escaleras, se encuentran invadidas por rosas color amarillo, blanco y azul. Me encanta el contraste que logran esos matices. La abuela cumple años hoy, y esto es parte de nuestro regalo para ella. No incluimos rosas rojas porque a la abuela no les gusta; le recuerdan a su suegra. No sé la razón.

    Pudimos lograr todo esto gracias a una pequeña empresa de rosas que cuenta con excelentes horarios para aquellas personas que tienen un calendario apretado y necesitan arreglos florales. Ayer les avisamos que para el día de hoy teníamos que tenerlo todo listo. Se ofrecieron gustosos a colocarlo ellos mismos, pero quisimos hacerlo nosotras para darle ese toque personal. Además, teníamos claro que a la abuela le encantaría saber que casi pierde a sus nietas montando toda la cosa. Primero, por el hecho de que casi morimos en el intento; como ella dice: «Cuando deseamos hacer algo para una persona, y lo hacemos nosotros mismos y con esfuerzo, no puede existir un amor más demostrado que eso. Sudor y lágrimas, mis niñas. Sudor y lágrimas». Segundo, porque le encantan los regalos. «Tú dame una simple chupeta. No me importa. En efecto, amaré ese regalo porque sé que pensaste en mí al comprarlo», siempre afirma.

    —¡Roma, levántate que en tres minutos bajará! —Briana me sacude con fuerza.

    La abuela todos los días de su vida se ha despertado a las seis en punto de la mañana. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Obvio que ahora no son las seis de la mañana. En un momento el reloj marcará las ocho. ¿A qué se debe el cambio? A que estaría en otro mundo soñando con adorables perritos recién nacidos y arrugaditos. Y la abuela sabe que en su cumpleaños le esperan regalos y tiene que darnos tiempo para hacer la sorpresa.

    —Mmm... —Me estiro y bostezo cual león—. Está bien, estoy lista —Me levanto y aplaudo. Camino hacia el lado lateral de la escalera que conduce a la segunda planta. Briana hace lo mismo y allí esperaremos a que baje la abuela; las dos sostenemos una rosa de distinto color, listas para hacer la reverencia a la reina.

    A las ocho en punto, una alegre mujer maquillada con un poco de rímel negro, un ligero rubor y lápiz labial marrón claro que queda muy bien con su cabello corto color chocolate aparece en la cima de su reinado. Con un vestido de seda color magenta que utiliza como pijama con escote palabra de honor, prosigue a bajar el primer escalón con su perfecta pedicura. El único signo de sorpresa por su regalo fue el levante casi imperceptible de su ceja derecha. Con un exquisito andar, está por llegar a la primera planta.

    —Buenos días, su Majestad —anunciamos y hacemos una reverencia sosteniendo las rosas con la mano derecha.

    Su Majestad nos observa altiva. Termina de descender los escalones y se transforma por completo.

    —¡Ahhh! ¡Me encanta, me encanta! —Salta en el mismo sitio, y sube y baja los brazos mientras nos mira una y otra vez.

    Emocionadas porque le haya gustado la sorpresa, la abrazamos; y después de besos y cariños, la abuela se dispone a observar todas las rosas y a tomarse varias selfies. Nosotras, incluidas en el paquete también; yo tengo los cabellos espantosos y una cara que ni se diga, pero no puedo ser salvada. Después de la sesión de fotos, arrumacos y saltos, viene la parte que más le gusta a la abuela: la tarta de cumpleaños.

    —¡Tráiganla, tráiganla! —Brinca emocionada en la silla de la cocina.

    Briana trae consigo una tarta de dos pisos cubierta en su totalidad de chocolate y chispitas de chocolate. En medio, hay una vela de arcoíris. Bri coloca la tarta en frente de la cumpleañera y prende la vela.

    —Pide un deseo —dice mi amiga con una inmensa sonrisa. Sabe lo que se viene...

    —Como cada año, pido por mis pequeñas para que me den muchos nietecitos y nietecitas. No me lleves hasta que eso pase, Diosito lindo. Te pido también por mi esposito bello, mi niña hermosa y mi amado yerno, para que sigan pasándola bien en el cielo, pero que no se diviertan tanto para que les quede energía cuando me encuentre con ellos. Pido también por mí, para que el tiempo que me quede en este mundo lo disfrute al máximo con excelente compañía —hace una pausa y ruedo los ojos—, y por buena compañía me refiero a mis amistades; lo digo por cierta malpensada que se encuentra en esta reunión. Amén.

    Como siempre que estamos junto a la abuela, la pasamos increíble. Es de noche, y me encuentro recostada en la cama con el móvil en la mano. En la pantalla aparece el nombre de Gabriel, y mi dedo está a centímetros de pulsar la tecla de llamada, pero dudo.

«¡Alguien que por favor me dé una señal para saber si debo llamarlo!».

    —¡Auch! —El móvil se deslizó de mis mano y cayó justo en mi cara. ¡Dios, qué dolor!—. Esta bien, está bien —Me doy la vuelta y presiono «llamar».

    Mis manos sudan.

    —Grecia —contesta al segundo tono.

    Y esa voz que tanto me gusta me eriza toda la piel. Por momentos no digo nada porque  no sé qué decir, solo sé que ahora me he percatado de cuánto anhelaba escuchar su voz.

    —Hermosa, dime algo, por favor. —Me lo imagino pasándose los dedos por el cabello, nervioso.

    «Te gusta, Roma. Y mucho. Acéptalo de una vez». Las palabras de Briana se repiten una y otra vez en mi mente.

    «Acéptalo de una vez».

    —Te extraño —susurro.

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